Fue Aspen quien me cogió en brazos. Me sacó del remolque del camión y me llevó a toda prisa a una salita. Era más pequeña que mi baño, y solo contenía dos camas estrechas y un armario. Había unas notas y fotos en la pared, que le daban cierta personalidad, pero, por lo demás, estaba vacía. Eso, sin contar con que Aspen, yo, el soldado Avery, Maxon y Paige llenábamos hasta el último centímetro cuadrado de la estancia.
Me colocó sobre una cama con la máxima delicadeza posible, pero el brazo aún me dolía muchísimo.
—Tendríamos que buscar un médico —dijo, pero yo misma veía que no lo decía muy convencido. Llamar al doctor Ashlar significaría contarle toda la verdad o inventarse una enorme mentira, y ninguna de las dos opciones parecía aceptable.
—No lo hagáis —respondí, con poca voz—. Esto no me matará. Simplemente me dejará una cicatriz. Solo hay que limpiar la herida —señalé, con una mueca de dolor.
—Necesitarás algo para el dolor —añadió Maxon.
—Puede que se le infecte. Aquel callejón estaba muy sucio, y yo la toqué —confesó Paige.
La herida me quemaba.
—Anne. Id a buscar a Anne —susurré.
—¿A quién?
—A la jefa de sus doncellas —señaló Aspen—. Avery, ve a buscar a Anne y un botiquín. Tendremos que arreglárnoslas. Y debemos hacer algo con ella —añadió, señalando a Paige con un movimiento de cabeza.
Observé los ojos de Maxon, que, preocupado, dejó de mirar mi brazo ensangrentado para fijarse en el rostro compungido de Paige.
—¿Quién eres? ¿Una delincuente? ¿Una fugitiva? —le preguntó.
—No he cometido ningún delito. Y sí, me escapé, pero nadie me busca.
Maxon se quedó pensando un momento.
—Bienvenida a bordo. Ve con Avery a la cocina. Dile a la señora Woodard que el príncipe ordena que te dé trabajo. Y que venga inmediatamente al pabellón de los soldados.
—Woodard. Sí, alteza.
Paige hizo una gran reverencia y salió de la habitación tras el soldado Avery, dejándome sola con Maxon y Aspen. Había estado con ellos toda la noche, pero era la primera vez que estábamos los tres solos. Sentía el peso de nuestros secretos, que llenaba la ya de por sí estrecha habitación.
—¿Cómo os las habéis arreglado? —pregunté.
—August, Georgia y Micah oyeron los disparos y vinieron enseguida —dijo Maxon—. No bromeaba cuando decía que nunca nos harían daño. —Hizo una pausa, de pronto adoptando una expresión triste y distante—. Micah no sobrevivió.
Tuve que apartar la mirada. No sabía nada de él, pero esa noche había muerto por nosotros. Me sentí tan culpable como si yo misma le hubiera quitado la vida.
Quise limpiarme una lágrima, olvidándome de que tenía que usar el brazo izquierdo, y solté un gemido.
—Cálmate, America —dijo Aspen, olvidándose de las formalidades.
—Todo irá bien —prometió Maxon.
Asentí, apretando los labios para evitar echarme a llorar. ¿Para qué? No servía de nada. Estuvimos en silencio lo que a mí me pareció mucho rato, pero quizá fuera el dolor, que hacía más largos los minutos.
—Esa devoción es digna de elogio —dijo Maxon de pronto.
Al principio pensé que estaría hablando de Micah. Pero Aspen y yo levantamos la vista. Estaba mirando la pared que había detrás de mí.
Me giré, contenta de poder fijar la atención en algo que no fuera el lacerante dolor del brazo. Allí, junto a un dibujo hecho por alguno de sus hermanos menores y una fotografía de su padre cuando tenía su edad, más o menos, había una nota: «Siempre te querré. Te esperaré lo que haga falta. Estoy contigo, pase lo que pase».
Mi caligrafía era algo más torpe un año atrás, cuando había dejado aquella nota junto a mi ventana para que Aspen la encontrara. Estaba decorada con unos corazoncitos ridículos que ya no se me ocurriría dibujar nunca más, pero era consciente del peso de aquellas palabras. Era la primera vez que las había puesto por escrito, temerosa de la importancia que adquirían aquellos mensajes una vez que tomaban forma. También recordaba el pánico que tenía a que mi madre pudiera encontrar la nota, un temor que superaba incluso al miedo enorme que me producía saber que, sin lugar a dudas, amaba a Aspen.
De pronto me entró miedo de que Maxon reconociera mi caligrafía.
—Debe de ser bonito tener a alguien a quien escribirle. Las cartas de amor son un lujo que nunca he tenido —dijo Maxon, esbozando una sonrisa triste—. ¿Ha mantenido su palabra?
Aspen estaba trayendo almohadas de la otra cama para ponérmelas bajo la cabeza, evitando que sus ojos se cruzaran con los míos y con los de Maxon.
—Le cuesta escribir —dijo—. Pero sé que está conmigo, pase lo que pase. No tengo dudas.
Me quedé mirando el cabello corto y oscuro de Aspen —la única parte de él que podía ver— y sentí un nuevo dolor. En cierto modo tenía razón. En el fondo nunca nos dejaríamos del todo el uno al otro. Pero… ¿qué quedaba de aquellas palabras en el papel? ¿Qué restaba de aquel amor arrebatador que me sobrecogía? Aquello ya no existía.
Y, sin embargo, parecía que Aspen aún contaba con él.
Miré por un momento a Maxon, y no supe muy bien si su expresión era de tristeza o de celos. No me sorprendía. Recordaba haberle dicho que había estado enamorada anteriormente; él en aquel momento daba la impresión de sentirse estafado, como si no tuviera nada claro que fuera a enamorarse nunca.
Si se hubiera enterado de que el amor del que le había hablado yo y el amor que le acababa de revelar Aspen eran el mismo, seguro que se habría hundido.
—Escríbele pronto —le aconsejó Maxon—. No dejes que se le olvide.
—¿Por qué tardan tanto? —murmuró Aspen, que salió de la habitación sin molestarse en responder.
Maxon se lo quedó mirando y se giró hacia mí.
—No sirvo para nada. No tengo ni idea de cómo ayudarte, así que pensaba que al menos podía intentar ayudarle a él. Esta noche nos ha salvado la vida a los dos. —Maxon sacudió la cabeza—. Y parece que solo he conseguido disgustarle más.
—Todo el mundo está preocupado. Lo has hecho bien —dije, para tranquilizarle.
Él soltó una risita nerviosa y se arrodilló junto a la cama.
—Estás ahí tendida, con una herida profunda en el brazo, y encima intentas consolarme. Eres de lo más absurdo.
—Si alguna vez decides escribirme una carta de amor, yo usaría ese encabezamiento: «Eres de lo más absurdo» —bromeé.
Sonrió.
—¿No puedo hacer nada por ti?
—Cogerme la mano. Aunque no aprietes mucho.
Maxon me rodeó la mano con sus dedos. Aquello no cambiaba nada, pero era agradable sentir que estaba allí al lado.
—Probablemente no lo haré. Lo de escribirte una carta de amor, quiero decir. Procuro evitar ponerme en ridículo siempre que puedo.
—O sea, que eres capaz de planear guerras pero no sabes cocinar y te niegas a escribir cartas de amor —bromeé.
—Exacto. Mi lista de defectos va en aumento. —Jugueteó con los dedos en mi mano. Agradecí aquella distracción.
—Está bien. Seguiré haciendo cábalas sobre tus sentimientos, ya que te niegas a escribirme una nota. Con un bolígrafo violeta. Y las «íes» con florecitas en lugar de puntos.
—Así es justo como la escribiría yo —dijo él, con un gesto pretendidamente serio. Solté una risita, pero me detuve en seco cuando el movimiento hizo que el brazo volviera a arderme—. Aunque no creo que tengas que hacer cábalas sobre mis sentimientos.
—Bueno —objeté, respirando cada vez con más dificultad—. No es que lo hayas dicho en voz alta.
Maxon abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo. Fijó la mirada en el techo, repasando nuestra historia, intentando localizar el momento en que me había dicho que me quería.
En el refugio había quedado claro. Lo había dejado entrever con una docena de gestos románticos o con algún juego de palabras…, pero la declaración formal no había llegado nunca. No había ocurrido. Me acordaría de algo así. Aquello se habría convertido en un motivo para no cuestionarle nunca más y para confesarle yo también lo que sentía.
—¿Señorita? —dijo Anne. Su voz atravesó el umbral un poco antes que su cara de preocupación.
Maxon dio un paso atrás, soltándome la mano para dejarle espacio.
Anne fijó la mirada en la herida, y la tocó con cautela para intentar determinar su gravedad.
—Necesitará puntos. No estoy segura de que tengamos nada que la anestesie por completo.
—No pasa nada. Haz lo que puedas —dije, más tranquila ahora que estaba allí.
Anne asintió.
—Que alguien me traiga agua hirviendo. Deberíamos tener antiséptico en el botiquín, pero también quiero agua.
—Yo la traigo —dijo Marlee, que estaba de pie junto a la puerta, con cara de preocupación.
—¡Marlee! —exclamé, sin poder controlarme.
Entonces entendí lo de la tal señora Woodard. Claro: Carter y ella no podían dar a conocerse como Woodwork, si tenían que mantenerse ocultos ante las mismas narices del rey.
—Volveré enseguida, America. Aguanta —dijo, y desapareció de pronto, pero me sentí inmensamente aliviada sabiendo que estaría a mi lado.
Anne digirió la sorpresa de la presencia de Marlee enseguida, y observé que sacaba una aguja e hilo del botiquín de emergencia. Me consolé pensando que era ella quien me cosía casi todos los vestidos. El brazo no debería resultar un problema para ella. Antes de que pudiera darme cuenta, Marlee ya había vuelto con una jarra de agua humeante, un montón de toallas y una botella con un líquido de color ámbar. Colocó la jarra y las toallas sobre la cómoda, se acercó a mí y desenroscó el tapón de la botella.
—Para el dolor —dijo. Me levantó la cabeza para que bebiera, y yo obedecí.
El brebaje de la botella me produjo otro tipo de ardor, y me hizo toser al tiempo que tragaba. Marlee insistió en que diera otro sorbo. Obedecí, pero aquello era nauseabundo.
—Estoy muy contenta de que estés aquí —le susurré.
—Siempre estaré a tu lado, America. Ya lo sabes. —Sonrió, y, por primera vez desde que éramos amigas, me pareció mayor que yo, tan tranquila y segura de sí misma—. ¿Qué demonios estabas haciendo?
Puse una mueca.
—A mí me parecía una buena idea.
—America —respondió ella, con gesto comprensivo—, tú siempre tienes malas ideas. Tus intenciones son muy buenas, pero tus ideas siempre son horribles.
Por supuesto, tenía razón. Aquello era algo que a esas alturas yo ya debería saber. Pero tenerla allí, aunque solo fuera para decirme lo tonta que había sido, hacía que aquello resultara menos horrible.
—¿Son gruesas estas paredes? —preguntó Anne.
—Bastante —respondió Aspen—. En el resto del palacio no oyen lo que pasa aquí, tan adentro.
—Bien —dijo ella—. Bueno, necesito que todos salgan al pasillo. Señorita Marlee, voy a necesitar algo de espacio, pero puede quedarse.
Marlee asintió.
—Procuraré no estorbar, Anne.
Avery fue el primero en salir. Aspen el siguiente. Maxon fue el último. Su mirada me recordó el día que le había contado que en ocasiones había pasado hambre: aquella tristeza al enterarse y aquella frustración al darse cuenta de que no podía corregir el pasado.
La puerta se cerró con un clic. Anne se puso manos a la obra. Ya estaba preparado todo lo que necesitaba y le tendió la mano a Marlee para que le pasara la botella.
—Trague —ordenó, levantándome la cabeza.
Hice un esfuerzo. Tuve que apartarme de la botella y volver a llevármela a la boca varias veces a causa de la tos, pero conseguí tragar una buena cantidad. O eso me pareció, pues Anne parecía satisfecha.
—Coja esto —me dijo, pasándome una toallita—. Muérdalo cuando le duela.
Asentí.
—Los puntos no le dolerán tanto como la limpieza. Veo que la herida está sucia, así que voy a tener que limpiar a fondo. —Suspiró, examinando de nuevo la herida—. Le quedará una cicatriz, pero procuraré que sea lo más pequeña posible. Durante unas semanas le pondremos mangas anchas en los vestidos, para esconderla, mientras se cura. Nadie se enterará. Y ya que veo que estaba con el príncipe, no haré preguntas. Sea lo que fuera lo que estuviera haciendo, confío en que fuera importante.
—Eso creo —dije, aunque ya no estaba tan segura.
Mojó una toalla y la situó a unos centímetros de la herida.
—¿Lista?
Asentí.
Mordí la toalla, con la esperanza de que amortiguara los gritos. Estaba segura de que en el pasillo me oirían todos, aunque quizá no más allá. Era como si Anne me estuviera hurgando en todos los nervios del brazo. Marlee se me echó encima para evitar que me agitara.
—Enseguida habrá acabado, America —me prometió—. Piensa en tu familia.
Lo intenté. Hice un esfuerzo por situar la risa de May o la sonrisa cómplice de mi padre en la primera fila de mis pensamientos, pero no duraban mucho. En cuanto aferraba aquellas ideas, sentía que se me escapaban bajo una nueva oleada de dolor.
¿Cómo había podido soportar Marlee los azotes en público?
Una vez que la herida estaba curada, Anne se puso a cosérmela. Tenía razón: los puntos no me dolieron tanto. No estaba muy segura de si no dolían tanto o si era que el licor que me habían dado estaba haciendo efecto por fin. Era como si los bordes de la habitación ya no fueran tan rectos.
Entonces vi que volvían los demás, hablando de cosas, hablando de mí. De quién debía quedarse, de quién debía marcharse, de lo que dirían por la mañana… Un montón de cosas a las que yo no pude añadir nada.
Al final, fue Maxon quien me cogió en brazos y me llevó de vuelta a mi habitación. Me costaba un poco mantener la cabeza erguida, pero así me resultó más fácil oírle.
—¿Cómo te encuentras?
—Tus ojos tienen el color del chocolate —murmuré.
Él sonrió.
—Y los tuyos tienen el color del cielo de la mañana.
—¿Puedo tomar agua?
—Si, te darán toda la que quieras —me prometió—. Llevémosla arriba —oí que le decía a alguien.
Luego me dormí con el suave balanceo de sus pasos.