Capítulo 13

No habría podido decir cuánto tiempo viajamos, pero notaba cada bandazo que daba aquel enorme camión. Para que no me cayera al suelo, Maxon había colocado la espalda contra los estantes y me rodeaba con una pierna, manteniéndome pegada a la pared, como enjaulada. Pero, aun así, a cada curva ambos nos deslizábamos un poco por el suelo de metal.

—No me gusta no saber dónde estoy —dijo Maxon, intentando recuperar la posición una vez más.

—¿No has estado nunca en la ciudad?

—Solo en coche —confesó.

—¿Te parece extraño que me sienta mejor yendo a la guarida de unos rebeldes que cuando tuve que hacer de anfitriona ante las mujeres de la familia real italiana?

Maxon se rio.

—Eso solo te puede pasar a ti.

Era difícil hablar con el ruido del motor y de las ruedas de fondo, así que estuvimos un rato en silencio. A oscuras, todos los sonidos parecían más intensos. Inspiré con fuerza, intentando concentrarme, y sentí el rastro de un aroma a café. No podía saber si sería un olor residual del camión o si era que estábamos pasando junto a una tienda que lo vendiera. Tras un rato que se me había hecho eterno, Maxon acercó sus labios a mi oído.

—Habría deseado que estuvieras segura, en palacio, pero me alegro mucho de tenerte aquí.

Me reí en voz baja. Dudaba de que lo oyera, pero estábamos tan cerca el uno del otro que probablemente lo notara.

—Eso sí, prométeme que correrás.

Decidí que, en caso de que ocurriera algo malo, tampoco le serviría de ninguna ayuda, así que estiré el cuello y coloqué la boca junto a su oído:

—Lo prometo.

Pasamos un bache bastante grande, y me agarró. Sentí el contacto de su nariz contra la mía. Noté unas irresistibles ganas de besarle. Aunque solo hacía tres días desde aquel beso en el tejado, me parecía que había pasado una eternidad. Me abrazó y sentí su respiración contra mi piel. Estaba llegando el momento; estaba segura.

Maxon apoyó la nariz contra mi mejilla y nuestros labios se acercaron. Igual que había notado el olor a café y hasta el mínimo ruidito en la oscuridad, la falta de luz hizo que notara con más fuerza el limpio aroma que desprendía Maxon, y sentí la presión de sus dedos, desplazándose por mi cuello hasta los mechones de cabello que asomaban bajo mi gorro.

Un segundo antes de que nuestros labios llegaran a tocarse, el camión se detuvo de pronto, lanzándonos hacia delante. Me golpeé la cabeza contra la pared y sentí los dientes de Maxon contra mi oreja.

—¡Au! —exclamó, y noté que recuperaba la postura en la oscuridad—. ¿Te has hecho daño?

—No. El pelo y el gorro han amortiguado el golpe —dije. Si no hubiera deseado tanto aquel beso, me habría reído.

El camión empezó a moverse marcha atrás. A los pocos segundos, se detuvo y el motor se apagó. Maxon cambió de postura, como si se pusiera en cuclillas, de cara a la puerta. Yo adopté una posición parecida, y sentí una de las manos de Maxon tendida en mi dirección, como para protegerme, por si acaso.

La luz de una farola entró en el remolque, sobresaltándonos. Entrecerré los ojos en dirección a la luz, al tiempo que alguien entraba.

—Estamos aquí —dijo el soldado Avery—. Síganme sin separarse de mí.

Maxon se puso en pie y me tendió una mano. Me la soltó para saltar al suelo y luego me la volvió a dar para ayudarme a bajar. Lo que observé desde el principio fue el gran muro de ladrillo que flanqueaba el callejón, además del penetrante olor a podrido. Aspen estaba frente a nosotros, mirando atentamente alrededor, con una pistola en la mano, que mantenía baja.

Avery y Aspen se dirigieron hacia la entrada trasera del edificio, y nosotros les seguimos de cerca. Las paredes que nos rodeaban eran muy altas y me recordaban los bloques de apartamentos de mi barrio, con sus escaleras de incendios a los lados, aunque allí no parecía vivir nadie. Aspen llamó a una puerta mugrienta y esperó. La puerta se abrió y vimos una pequeña cadena de seguridad. Pero, antes de que volvieran a cerrar la puerta, vi también los ojos de August. Cuando volvió a abrirse, lo hizo completamente. Entonces, August nos hizo entrar a todos.

—Rápido —nos apremió.

En la sala, en penumbra, estaban Georgia y un chico más joven. Era evidente que Georgia estaba tan nerviosa como nosotros, y no pude evitar acercarme y abrazarla. Ella me correspondió. Me alegró descubrir que había hecho una amistad inesperada.

—¿Os han seguido? —preguntó.

—No —dijo Aspen, sacudiendo la cabeza—. Pero más vale que os deis prisa.

Georgia me condujo a una mesita. Maxon se sentó junto a mí, con August y el otro chico a su lado.

—¿Hasta qué punto es grave la situación? —preguntó Maxon—. Tengo la sensación de que mi padre no me cuenta toda la verdad.

August se encogió de hombros, sorprendido.

—Por lo que nosotros sabemos, las bajas son pocas. Los sureños están llevando a cabo sus típicas campañas de destrucción, pero los ataques parecen ir dirigidos específicamente a Doses; parece que han caído menos de trescientas personas.

Me quedé sin aliento.

—¿Trescientas personas? ¿Cómo puedes decir que son pocas?

—America, teniendo en cuenta la situación… —dijo Maxon, intentando reconfortarme y cogiéndome la mano otra vez.

—Tiene razón —intervino Georgia—. Podía haber sido mucho peor.

—Es lo que cabía esperar de ellos: que empiecen por arriba y vayan bajando. Suponemos que muy pronto irán cambiando de objetivo —explicó August—. Parece que los ataques aún son aislados y todos dirigidos a Doses, pero los observamos de cerca, y os avisaremos cuando cambie la cosa, si cambia. Tenemos aliados en todas las provincias, y todos están en guardia. No obstante, no pueden ir tan lo lejos como quisieran sin exponerse, y todos sabemos lo que ocurriría si los descubrieran.

Maxon asintió, muy serio.

—Morirían, por supuesto.

—¿Deberíamos ceder? —sugirió Maxon.

Le miré sorprendida.

—Confiad en nosotros —dijo Georgia—. Su actitud no va a cambiar si os rendís.

—Pero debe de haber algo más que podamos hacer —insistió Maxon.

—Ya habéis hecho algo bastante positivo. Bueno, ella lo ha hecho —dijo August, señalándome a mí—. Por lo que hemos oído, los granjeros salen con sus hachas cuando dejan sus campos: los sastres van por la calle con sus tijeras; y ya se ve a Doses por ahí con aerosoles de defensa en la mano. Gente de todas las castas parece haber encontrado el modo de armarse por si necesitan defenderse. Tu pueblo no quiere vivir con miedo, y no lo está haciendo. Están defendiéndose.

Tenía ganas de llorar. Quizá por primera vez durante toda la Selección, había hecho algo bien.

Maxon me apretó la mano, orgulloso.

—Es un consuelo. Pero sigue sin parecerme suficiente. Asentí. Me alegraba mucho de que la gente no se sometiera, pero tenía que haber un modo de acabar con aquello de una vez por todas.

August suspiró.

—Nosotros también nos preguntábamos si podríamos encontrar el modo de atacarlos. No siguen ninguna estrategia de lucha: simplemente van a por la gente. A nuestros partidarios les preocupa que los identifiquen, pero están por todas partes. Y quizá sean el mejor recurso para un ataque por sorpresa. En muchos sentidos somos una especie de ejército, pero estamos desarmados. No podemos vencer a los sureños cuando la mayoría de nuestra gente combate con ladrillos o rastrillos.

—¿Queréis armas?

—No nos irían mal.

Maxon se quedó pensando.

—Hay cosas que vosotros podéis hacer y que para nosotros, desde palacio, resultan imposibles. Pero no me gusta la idea de enviar a mi pueblo a combatir contra esos salvajes. Moriría mucha gente.

—Es posible —confesó August.

—También está el pequeño detalle de que no puedo estar seguro de que en un futuro no uséis las armas que os doy en mi contra.

August resopló.

—No sé cómo convencerte de que estamos de tu parte, pero es así. Lo único que hemos querido desde el principio es poner fin al sistema de castas, y estamos dispuestos a apoyarte para que lo hagas. No tengo ninguna intención de hacerte daño, Maxon, y creo que tú lo sabes —dijo. Maxon y él se miraron—. Si no, no estarías aquí ahora mismo.

—Alteza —intervino Aspen—, siento interrumpir, pero algunos de nosotros querríamos acabar con los rebeldes sureños tanto como usted. Yo mismo me presentaría voluntario para entrenar a cualquiera en el combate cuerpo a cuerpo.

Sentí que el pecho se me hinchaba de orgullo. Aquel era mi Aspen, siempre buscando el modo de arreglar las cosas.

Maxon asintió y se volvió hacia August.

—Eso es algo en lo que habrá que pensar. Quizá yo pudiera entrenar a tus hombres, pero no podría daros armas. Aunque estuviera seguro de vuestras intenciones, si mi padre se enterara de que estamos en contacto, no me puedo ni imaginar qué haría.

Sin pensarlo, Maxon tensó los músculos de la espalda. Caí en la cuenta de que quizás aquel fuera un gesto que había hecho a menudo en todo el tiempo que hacía que nos conocíamos, solo que yo no entendía su significado. Sería la tensión que suponía guardar su secreto.

—Cierto. De hecho, probablemente tendríais que iros ya. En cuanto tengamos noticias, te las haré llegar, pero de momento todo va bien. Bueno, todo lo bien que cabría esperar. —August le pasó una nota a Maxon—. Tenemos una línea de teléfono fijo. Puedes llamarnos si hay algo urgente. Este es Micah, quien se encarga de estas cosas.

August señaló al chico, que no había dicho palabra en todo aquel rato. Este apretó los labios, como si se los estuviera mordiendo, y asintió. Su actitud denotaba timidez, pero al mismo tiempo una gran voluntad de actuar.

—Muy bien. La usaré con discreción —dijo Maxon, que se metió el papel en el bolsillo—. Hablaremos pronto. —Se puso en pie y yo le seguí, mirando a Georgia al mismo tiempo.

Ella rodeó la mesa y se me acercó.

—Id con cuidado al volver. Y ese número también puedes usarlo tú.

—Gracias —respondí.

Le di un abrazo rápido y salí con Maxon, Aspen y el soldado Avery. Eché un último vistazo a nuestros extraños amigos hasta que la puerta se cerró a nuestras espaldas.

—Apartaos del camión —dijo Aspen. Me giré para ver qué quería decir, ya que aún estábamos a cierta distancia.

Entonces vi que no me hablaba a mí. Un puñado de hombres rodeaban el vehículo. Uno llevaba una llave inglesa en la mano, y daba la impresión de que estaban a punto de robar las ruedas. Otros permanecían detrás, intentando abrir las puertas de metal.

—Dadnos la comida y nos iremos —dijo uno. Parecía más joven que el resto, quizá de la edad de Aspen. Su tono de voz era frío y desesperado.

Al salir del palacio no me había dado cuenta de que el camión en el que nos habíamos subido llevaba un enorme escudo de Illéa en el lateral. Ahora que lo veía, me pareció un descuido terrible. Y aunque Maxon y yo no íbamos vestidos como siempre, si alguien se acercaba demasiado resultaría evidente quiénes éramos. Deseé tener un arma, aunque no habría sabido qué hacer con ella.

—No hay comida —dijo Aspen, muy tranquilo—. Y si la hubiera, no podríais llevárosla.

—Qué bien entrenan a sus marionetas —observó otro hombre. Cuando sonrió, me fijé en que le faltaban varios dientes—. ¿Qué eras tú antes de convertirte en esto?

—Apartaos del camión —ordenó Aspen.

—No puede ser que fueras un Dos o un Tres; habrías pagado para salir del cuerpo. Así pues, hombrecillo, ¿qué eras? —insistió el desdentado, acercándose.

—Atrás. Alejaos —insistió Aspen, mostrándoles una mano y llevándose la otra al cinto.

El hombre se detuvo y sacudió la cabeza.

—No sabes con quién te estás metiendo, muchacho.

—¡Mirad! —dijo alguien—. ¡Es ella! ¡Es una de las chicas!

Al oír la voz, me giré, descubriéndome.

—¡Cogedla! —dijo el más joven.

Antes de que pudiera reaccionar, Maxon tiró de mí hacia atrás. En un momento, Aspen y el soldado Avery sacaron las pistolas, y los fuertes brazos de Maxon hicieron que me diera la vuelta. Iba de lado, tambaleándome para mantener el equilibrio, mientras Aspen y Avery mantenían a los hombres a raya. Enseguida Maxon y yo nos encontramos atrapados contra la pared de ladrillo.

—No quiero mataros —dijo Aspen—. ¡Marchaos! ¡Ya!

El hombre desdentado chasqueó la lengua, con las manos levantadas hacia delante, como para mostrar sus buenas intenciones. Pero, en un movimiento tan rápido que casi no pude verlo, bajó una mano y sacó una pistola. Aspen disparó. Siguió un tiroteo.

—Ven, America —me apremió Maxon.

«¿Ir adónde?», pensé, con el corazón disparado por el miedo.

Le miré y vi que había entrecruzado los dedos de las manos, proporcionándome un apoyo para el pie. De pronto lo comprendí: apoyé el zapato en sus manos y él me levantó. Me agarré a la pared como pude y llegué a lo más alto. Sentí algo raro en el brazo al subir el cuerpo.

Sin pensar en nada más, trepé al saliente y bajé el cuerpo todo lo que pude hasta dejarme caer al otro lado. Caí de lado, convencida de que me había hecho daño en la cadera o en la pierna; pero Maxon me había dicho que corriera en caso de peligro, así que eso hice.

No sé por qué supuse que estaría justo detrás de mí. Cuando llegué al final de la calle y vi que no estaba allí, caí en la cuenta de que no había nadie más que le hubiera podido dar apoyo para trepar. Bajé la mirada y, a la tenue luz de una farola, vi algo húmedo que manaba de un desgarro en la tela de la manga.

Me habían disparado.

¿Me habían disparado?

Habían sacado las pistolas y yo estaba allí, pero no me parecía real. Aun así, no podía negar aquel dolor desgarrador, que iba en aumento a cada segundo. Me puse la mano sobre la herida, pero eso no hacía más que empeorar las cosas.

Miré alrededor. La ciudad estaba inmóvil.

Claro que lo estaba. Hacía tiempo que había pasado el toque de queda. Me había acostumbrado tanto al palacio que se me había olvidado que en el mundo exterior todo se detenía a las once.

Si me cruzaba con algún soldado, me meterían en la cárcel. ¿Cómo iba a explicárselo al rey? ¿Cómo iba a justificar una herida de bala?

Me puse en marcha, ocultándome en las sombras. No tenía ni idea de adónde ir. No sabía si sería buena idea intentar volver al palacio. Y, aunque lo fuera, no tenía ni idea de cómo llegar.

Dios, la herida me ardía. Me costaba pensar. Me abrí paso por un angosto callejón entre dos bloques de pisos. Aquello ya era un indicio de que no estaba en el mejor barrio de la ciudad. Normalmente, solo los Seises y los Sietes tenían que vivir hacinados en apartamentos minúsculos.

No tenía adónde ir, así que caminé por el callejón apenas iluminado y me escondí tras un montón de contenedores. La noche era fresca, pero durante el día había hecho mucho calor y los contenedores olían muy mal. Entre el olor y el dolor, sentí que estaba a punto de vomitar.

Me arremangué el brazo derecho, intentando no irritar la herida más de lo necesario. Las manos me temblaban, ya fuera del miedo o por la adrenalina. El simple hecho de flexionar el brazo me dolía tanto que me daban ganas de gritar. Me mordí los labios para no hacerlo, pero, aun así, no pude reprimir un gemido.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó una vocecilla.

Levanté la cabeza de golpe, buscando el origen de aquella voz. Dos ojos brillaban en lo más oscuro del callejón.

—¿Quién anda ahí? —pregunté, con la voz temblorosa.

—No te haré daño —dijo ella, saliendo de la oscuridad—. Yo también estoy pasando una mala noche.

La chica, que debía de tener unos quince años, emergió de entre las sombras y se acercó a mirarme el brazo. Al verlo se encogió.

—Eso tiene que doler mucho —dijo.

—Me han disparado —contesté sin pensármelo dos veces, a punto de llorar. La herida me quemaba un montón.

—¿Disparado?

Asentí.

Ella me miró, vacilante, como si aún pensara en salir corriendo.

—No sé qué has hecho o quién eres, pero no te busques líos con los rebeldes…

—¿Cómo?

—No llevo aquí mucho tiempo, pero sé que los únicos que pueden conseguir pistolas son los rebeldes. Sea lo que sea lo que les has hecho, no vuelvas a hacerlo.

Con todas las veces que nos habían atacado, nunca me lo había planteado. Se suponía que solo los soldados podían tener armas. Nadie más, a menos que fuera un rebelde. Incluso August había dicho que los norteños estaban prácticamente desarmados. Me preguntaba si esa noche iría armado.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó ella—. Sé que eres una chica.

—Mer.

—Yo soy Paige. Parece que tú también eres nueva en esto de ser una Ocho. Llevas la ropa bastante limpia —dijo, girándome el brazo con suavidad, observando la herida como si pudiera hacer algo, aunque las dos sabíamos que no.

—Algo así —respondí.

—Si te quedas sola, puedes morirte de hambre. ¿Tienes algún lugar a donde ir?

De pronto el dolor hizo que me estremeciera.

—No exactamente.

—Yo vivía con mi padre. Éramos Cuatros. Teníamos un restaurante, pero mi abuela había dispuesto que a la muerte de mi padre el restaurante pasara a mi tía, no a mí. Supongo que le preocuparía que mi tía se quedara sin nada, o algo así. Bueno, mi tía me odia; siempre me ha odiado. Se quedó el restaurante, pero también se quedó conmigo. Eso no le gustó.

»Dos semanas después de la muerte de mi padre, empezó a pegarme. Tenía que comer a escondidas, porque decía que me estaba poniendo gorda y no me daba de comer. Pensé en irme a casa de alguna amiga, pero mi tía podría ir a buscarme, así que hui. Cogí algo de dinero, pero no suficiente. Y aunque lo hubiera sido, hubiera dado igual, porque la segunda noche que pasaba en la calle me robaron.

Observé a Paige mientras hablaba. Bajo aquella capa de mugre se veía su pasado, una chica que estaba acostumbrada a vivir bien. Ahora intentaba hacerse la dura. No le quedaba más remedio. ¿Qué iba a hacer, si no?

—Esta semana he conocido a un grupo de chicas. Trabajamos juntas y compartimos lo que ganamos. Si puedes olvidarte de lo que estás haciendo, no está tan mal. Pero después me echo a llorar. Por eso estaba ahí escondida. Si las otras chicas me vieran llorar, harían que mi tía pareciera una santa. J. J. dice que solo están intentando endurecerme y que más vale que lo haga rápido, pero, aun así, es difícil… Eres muy guapa. Seguro que les encantaría que te unieras a su grupo.

El estómago se me encogió al contemplar aceptar su oferta. En cuestión de semanas había perdido su familia, su hogar y a sí misma. Y, aun así, estaba ahí delante —frente a alguien que había sido perseguida por los rebeldes, a alguien que solo podía traerle problemas— y se mostraba amable.

—No podemos ir a ver a un médico, pero podríamos encontrarte algo para aliviarte el dolor. Y un tipo que conocemos podría darte unos puntos. Pero tendrás que ser fuerte.

Me concentré en respirar. Aunque la conversación me distrajera, no me quitaba el dolor.

—Tú no hablas mucho, ¿verdad? —preguntó Paige.

—No cuando recibo balazos.

Paige se rio, y aquello me hizo reírme también un poco. Se sentó a mi lado un ratito y agradecí no estar sola.

—Si no quieres venir conmigo, lo entiendo. Pero es peligroso, y lo lamento.

—Yo… ¿No podemos quedarnos aquí un rato, en silencio?

—Sí. ¿Quieres que me quede contigo?

—Por favor.

Y eso hizo. Sin pedir explicaciones, se sentó a mi lado, callada como un ratón. Me pareció que pasaba una eternidad, aunque quizá no fueron más de veinte minutos. El dolor iba en aumento. Me estaba empezando a desesperar. Quizá pudiera ir a un médico. Por supuesto, tendría que encontrarlo. El palacio lo pagaría, pero no tenía ni idea de cómo contactar con Maxon.

¿Estaría bien Maxon? ¿Y Aspen?

Los otros eran muchos más, pero ellos iban armados. Si los rebeldes me habían reconocido tan rápidamente, ¿habrían reconocido también a Maxon? Y, si así era, ¿qué le harían? Me quedé inmóvil, intentando no pensar en todo aquello. Pero ¿qué iba a hacer si Aspen moría? ¿O si Maxon…?

—¡Chis! —dije, aunque Paige no había dicho nada—. ¿Oyes eso?

Ambas aguzamos el oído.

—¡… Max! —gritó alguien—. ¡Sal, Mer; soy Max!

Seguro que la idea de usar esos nombres había sido de Aspen.

Me puse en pie y fui a la salida del callejón, con Paige detrás de mí. Vi el camión que avanzaba por la calle a ritmo de tortuga. Unas cabezas asomaban por las ventanillas, buscando.

Me giré.

—Paige, ¿quieres venir conmigo?

—¿Adónde?

—Te prometo que tendrás un trabajo de verdad, te darán comida y nadie te pegará.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Entonces no me importa dónde sea. Iré.

La agarré con mi mano buena. La manga del abrigo aún me colgaba del brazo herido. Avanzamos por la calle, pegadas a los edificios.

—¡Max! —grité, al acercarnos—. ¡Max!

El enorme camión frenó de golpe. Maxon, Aspen y el soldado Avery salieron corriendo.

Solté la mano de Paige al ver los brazos abiertos de Maxon, que me abrazó, apretándome y haciéndome soltar un grito.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Me han disparado.

Aspen nos separó y me agarró el brazo para ver.

—Podía haber sido mucho peor. Tenemos que volver enseguida y llevarte a que te curen eso. Supongo que no queremos que el médico sepa esto, ¿no? —dijo, mirando a Maxon.

—No quiero que sufra —respondió él.

—Alteza —dijo Paige, hincando una rodilla en el suelo. Los hombros le temblaron, como si estuviera llorando.

—Esta es Paige —señalé yo—. Entremos en el remolque.

—Estás a salvo —le dijo Aspen, tendiéndole una mano.

Maxon me rodeó con un brazo y me acompañó a la parte trasera del camión.

—Pensaba que tardaría toda la noche en encontrarte.

—Yo también. Pero me dolía demasiado como para ir a ninguna parte. Paige me ayudó.

—Entonces nos ocuparemos de ella, te lo prometo.

Maxon, Paige y yo trepamos al remolque del camión. El suelo de metal me pareció sorprendentemente confortable en el camino de vuelta al palacio.