Capítulo 12

Estaba en lo cierto. Aspen conocía de memoria hasta el último rincón del palacio, y sabía exactamente cómo sacarnos de allí.

—¿Estás segura de esto? —me preguntó, mientras nos vestíamos en mi habitación al caer la noche del día siguiente.

—Tenemos que saber qué pasa. Estaremos bien, de eso no tengo dudas —le aseguré.

Hablamos a través de la puerta del baño entreabierta, mientras él dejaba caer su traje al suelo y se enfundaba unos vaqueros y unas prendas de algodón, propias de un Seis. La ropa de Aspen le quedaría algo grande, pero serviría. Por suerte, había encontrado a un guardia más menudo a quien había podido pedirle ropa prestada para mí, pero, aun así, había tenido que doblar las perneras de los pantalones varias veces para encontrarme los pies.

—Parece que confías mucho en ese guardia —comentó Maxon, y no supe muy bien con qué tono lo decía. Quizás estuviera nervioso.

—Mis doncellas dicen que es uno de los mejores que tienes. Y fue él quien me llevó al refugio cuando atacaron los sureños y todo el mundo llegaba tarde. Siempre parece dispuesto, incluso cuando las cosas están tranquilas. Me da buenas sensaciones. Confía en mí.

Oí el roce de las ropas mientras se seguía cambiando.

—¿Cómo sabías que podría sacarnos de palacio?

—No lo sabía. Se lo pregunté.

—¿Y él te lo dijo, sin más? —respondió Maxon, asombrado.

—Bueno, yo no le dije que era para ti, claro.

Se oyó un sonido, como un suspiro.

—Sigo pensando que tú no deberías venir.

—Voy a ir, Maxon. ¿Has acabado?

—Sí, solo tengo que ponerme los zapatos.

Abrí la puerta y, después de echarme un vistazo rápido, Maxon se echó a reír.

—Lo siento, estoy acostumbrado a verte con vestidos largos.

—Pues tú también estás algo diferente cuando no llevas traje o casaca. —Era cierto, pero no por ello resultaba cómico. Aunque la ropa de Aspen le quedaba demasiado grande, Maxon estaba guapo vestido con ropa vaquera. La camisa era de manga corta, y me permitía ver aquellos fuertes brazos que solo había visto una vez en el refugio.

—Estos pantalones pesan muchísimo. ¿Por qué te gustan tanto los vaqueros? —preguntó, recordando lo que le había pedido el mismo día de mi llegada a palacio.

—No sé —respondí, encogiéndome de hombros—. Me gustan.

Me sonrió, sacudiendo la cabeza un poco. Se acercó a mi armario, sin preguntar si podía abrirlo:

—Necesitamos algo con lo que puedas sujetarte los pantalones, o vas a montar un escándalo. Bueno, más aún, quiero decir.

Maxon sacó una cinta granate de un vestido, volvió a mi lado y me la pasó por las trabillas del vaquero.

No sabía muy bien por qué, pero aquello me pareció muy íntimo. El corazón me latía con fuerza, como en un grito de amor tan fuerte que me preguntaba si no lo oiría. Si fue así, disimuló y siguió con lo suyo.

—Escucha —dijo entonces, haciendo un pequeño nudo en la cinta—, lo que vamos a hacer es muy peligroso. Si algo va mal, quiero que corras. No intentes siquiera volver a palacio. Busca a una familia que te oculte durante la noche.

Maxon dio un paso atrás y me miró a los ojos, que reflejaban mi preocupación. Ladeé la cabeza.

—Ahora mismo, pedirle a una familia que me oculte es casi tan peligroso como enfrentarme a los rebeldes. La gente puede estar enfadada con nosotras por no abandonar la competición.

—Si el artículo que te enseñó Celeste dice la verdad, puede que la gente esté orgullosa de ti.

Yo quería decirle que no estaba de acuerdo, pero alguien llamó a la puerta y nos interrumpió. Maxon se acercó para responder, y enseguida Aspen y otro guardia entraron en la penumbra de mi habitación.

—Alteza —dijo Aspen, con una leve reverencia—, Lady America me ha informado de que necesitáis salir de los muros de palacio.

Maxon suspiró con fuerza.

—Sí. Y he oído que tú eres el hombre que necesito. Soldado… —buscó el nombre de Aspen en su placa— Leger.

Aspen asintió.

—En realidad no es muy difícil. Más complicado que salir es hacerlo en secreto.

—¿Y eso?

—Bueno, debo suponer que hay algún motivo por el que debéis hacerlo de noche, sin que lo sepa el rey. Si nos preguntara directamente —dijo Aspen, mirando de reojo al otro guardia—, no creo que pudiéramos mentirle.

—Y no os lo pediría. Espero poder revelar esto a mi padre muy pronto, pero de momento es imprescindible que seamos discretos.

—Eso no debería ser un problema —respondió Aspen. De pronto pareció vacilar, y dijo—: No creo que la señorita deba ir.

Satisfecho de encontrar respaldo a su opinión, Maxon me miró con una cara que decía «¿Lo ves?». Yo me mantuve todo lo firme que pude.

—No me voy a quedar aquí sentada. Los rebeldes ya me han perseguido una vez, y no me da miedo.

—Pero esos no eran sureños —replicó Maxon.

—Voy a ir —repetí—. Y estamos perdiendo el tiempo.

—Que quede claro que nadie más lo ve así.

—Que quede claro que no me importa.

Maxon suspiró y se colocó el gorro de lana en la cabeza.

—Bueno, ¿y qué tenemos que hacer?

—El plan es bastante sencillo —expuso Aspen—. Dos veces por semana sale un camión a por provisiones. En ocasiones, falta algo en la cocina, de modo que parte una segunda vez a buscar lo que les haga falta. Generalmente va gente de la cocina, acompañados de unos guardias.

—¿Y nadie sospechará? —pregunté yo.

Aspen negó con la cabeza.

—Muchas veces se hace por la noche. Si el cocinero dice que necesitamos más huevos para el desayuno, hay que ir antes de que salga el sol.

Maxon buscó entre los pantalones de su traje.

—Conseguí enviarle una nota a August. Dijo que nos encontraríamos en esta dirección —dijo.

Le dio la nota a Aspen, que se la enseñó al otro guardia.

—¿Sabes dónde es? —le preguntó Aspen.

El guardia, un hombre de tez oscura llamado Avery —lo supe por el nombre que mostraba la placa que, no sin esfuerzo, conseguí descifrar en la semioscuridad—, asintió.

—No es el mejor barrio de la ciudad, pero está lo suficientemente cerca del lugar de aprovisionamiento de víveres como para que no llamemos la atención.

—Muy bien —dijo Aspen, mirándome—. Métase el cabello bajo el gorro, señorita.

Me agarré el pelo e hice un ovillo con él, esperando que cupiera todo bajo el gorro de lana que Aspen me había proporcionado. Metí los últimos mechones dentro y miré a Maxon.

—¿Bien?

Él hizo una mueca divertida.

—Estupendo.

Fingí darle un puñetazo en el brazo y enseguida me giré hacia Aspen para recibir sus instrucciones.

En sus ojos percibí que le dolía ver la intimidad que tenía con Maxon. Y quizá fuera más que eso. Después de dos años escondiéndonos en la casa del árbol, ahí estaba yo, paseándome por las calles, pasado el toque de queda, con el hombre cuya muerte deseaban más que nada en el mundo los rebeldes sureños.

Aquel momento era un bofetón para él y para toda nuestra historia en común.

Y aunque ya no estaba enamorada de Aspen, aún me importaba, y no quería hacerle daño.

Antes de que Maxon se diera cuenta, Aspen se recompuso y retomó la iniciativa:

—Sígannos.

Aspen y el soldado Avery salieron al pasillo y nos condujeron por la escalera que llevaba al enorme refugio reservado para la familia real.

En lugar de dirigirnos hacia las grandes puertas de acero, recorrimos todo el palacio por debajo hasta llegar a otra escalera de caracol que subía. Supuse que llegaríamos a la planta baja, pero salimos a la cocina.

Inmediatamente sentí la calidez y el olor dulzón del pan durante la fermentación. Por un instante me sentí como en casa. Me esperaba algo aséptico, profesional, como las grandes panaderías que había en los barrios altos de Carolina. Pero allí encontré enormes mesas de madera con las verduras encima, listas para cocinar. Vi notas aquí y allá, recordatorios de lo que había que hacer para los trabajadores. En general, el ambiente de la cocina era acogedor, pese a lo grande que era.

—Mantengan la cabeza gacha —susurró el soldado Avery.

Nos quedamos mirando el suelo. En aquel momento, Aspen saludó a alguien.

—¿Delilah?

—¡Hola, guapo! —le respondió alguien con desparpajo. La mujer tenía una voz potente y un acento sureño que había oído algunas veces en Carolina.

Se oyeron unas pisadas decididas que se acercaban, pero evité levantar la mirada.

—Leger, cariño, ¿cómo va todo?

—Todo bien. He oído que había que recoger un pedido, y me preguntaba si tenías la lista.

—¿Un pedido? No me consta.

—Pues estaba seguro. Qué raro.

—Si quieres, ve a ver —dijo ella, sin el mínimo rastro de sospecha en la voz—. No quiero que se nos pase nada.

—Bien pensado. No tardaremos mucho —respondió Aspen. Oí que cogía unas llaves y se despidió—: Hasta luego, Delilah. Si te has ido a dormir, dejaré las llaves en el gancho.

—Muy bien, guapetón. Vuelve pronto. Hace mucho que no vienes a verme.

—Lo haré.

Aspen ya se había puesto en marcha, y nosotros le seguimos sin abrir la boca. Me sonreí. Aquella tal Delilah tenía una voz profunda, propia de una mujer madura. Pero, aun así, se mostraba muy cariñosa con Aspen.

Giramos una esquina y subimos una ancha rampa hasta llegar a unas grandes puertas. Aspen abrió la cerradura. Allí había un camión negro. El dulce aire de Angeles nos envolvió.

—No hay donde agarrarse, pero creo que los dos deberían ir en la parte de atrás —propuso Avery.

Miré el gran remolque. Al menos allí no nos reconocerían.

Rodeé el camión hasta la parte trasera, donde Aspen ya estaba abriendo las puertas.

—Señorita —dijo, ofreciéndome la mano, que le acepté—. Alteza —añadió después, al pasar Maxon, que no quiso ayuda.

Había un par de cajones en el interior, y unos estantes en una pared, pero, por lo demás, el remolque no era más que una enorme caja de metal vacía. Maxon pasó delante e inspeccionó el lugar.

—Ven aquí, America —dijo, señalando hacia un rincón—. Nos apoyaremos en los estantes.

—Intentaremos conducir con suavidad —señaló Aspen.

Maxon asintió. Aspen nos echó una mirada solemne y cerró las puertas.

En aquella completa oscuridad, me pegué a Maxon todo lo que puede.

—¿Tienes miedo? —preguntó él.

—No.

—Yo tampoco.

Pero estaba bastante segura de que ambos mentíamos.