Tras soportar la sonrisita de Mary mientras me ayudaba a arreglarme sin decir palabra, me dirigí a la Sala de las Mujeres, contenta de que aún lloviera. A partir de aquel momento, la lluvia siempre sería algo especial para mí.
Pero aunque Maxon y yo hubiéramos podido escapar por un breve instante, cuando salimos de nuestra burbuja volvimos a constatar que el ultimátum que los rebeldes habían lanzado sobre la Élite había provocado una gran tensión. Todas las chicas estaban distraídas y nerviosas.
Celeste estaba pintándose las uñas en silencio en una mesa cercana, y observé un leve temblor en su mano de vez en cuando. Me quedé mirando cómo se limpiaba los lugares donde se le había ido el pincel antes de seguir adelante. Elise sostenía un libro en las manos, pero tenía la mirada fija en la ventana, perdida en la lluvia. Ninguna de nosotras era capaz de llevar a cabo ni la más pequeña de las tareas.
—¿Cómo crees que irá ahí fuera? —me preguntó Kriss, haciendo una pausa en el bordado que tenía entre manos.
—No lo sé —respondí, sin levantar la voz—. No parece probable que puedan soltar esa gran amenaza y luego no hagan nada.
Estaba escribiendo en un papel pautado una melodía que me rondaba por la cabeza. No había escrito nada nuevo desde hacía casi seis meses. No tenía mucho sentido. En las fiestas, la gente prefería los clásicos.
—¿Crees que nos están ocultando el número de muertes? —se planteó.
—Es posible. Pero, si nos vamos, ellos ganan.
Kriss dio otra puntada.
—Yo me quedo, pase lo que pase —dijo, y había algo en aquella afirmación que me hizo pensar que iba dirigida específicamente a mí. Como si quisiera hacerme saber que no iba a rendirse.
—Yo también —respondí.
El día siguiente fue muy parecido, aunque nunca me había decepcionado tanto ver brillar el sol. La preocupación general era tan intensa que no podíamos pensar en otra cosa. Me moría por echar a correr, solo para dar salida a toda aquella energía reprimida.
Después del almuerzo, fuimos llegando de una en una a la Sala de las Mujeres. Elise estaba leyendo y yo seguía con mis partituras, pero Kriss y Celeste no estaban. Unos diez minutos más tarde entró Kriss, con las manos llenas. Se sentó y soltó el papel de dibujo y una serie de lápices de colores.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—Lo que sea, para mantenerme entretenida.
Se quedó sentada un buen rato, con un lápiz rojo en la mano, sin decidirse a colocarlo sobre el papel.
—No sé qué estoy haciendo —dijo por fin—. Sé que hay gente en peligro, pero le quiero. No deseo marcharme.
—El rey no dejará que muera nadie —la consoló Elise.
—Pero es que ya ha muerto gente —respondió Kriss; no parecía querer discutir, simplemente estaba preocupada—. Necesito encontrar otra cosa en que pensar.
—Seguro que Silvia tiene trabajo para nosotras —sugerí.
Kriss chasqueó la lengua.
—No estoy tan desesperada. —Apoyó la punta del lápiz en el papel y trazó una suave curva sobre la lámina. Era un inicio—. Todo irá bien. Estoy segura.
Me froté los ojos y volví a concentrarme en mi música. Tenía que hacer algo.
—Voy a echar un vistazo a una de las bibliotecas. Volveré enseguida.
Elise y Kriss asintieron y volvieron a concentrarse en sus tareas, y yo me puse en pie para salir.
Recorrí el pasillo hasta llegar a una de las salas del otro extremo de la planta. En las estanterías había unos cuantos libros que hacía tiempo que quería leer. La puerta se abrió sin hacer ruido, y me di cuenta de que no estaba sola. Alguien estaba llorando.
Busqué el origen del sonido y encontré a Celeste, sobre la amplia repisa de una ventana, sentada y abrazándose las rodillas con las manos. Aquello me resultaba muy incómodo. Ella no lloraba. Hasta aquel mismo momento, nunca me la hubiera imaginado de esa guisa.
Lo único que podía hacer era salir de allí, pero en el momento en que se limpió los ojos me vio.
—¡Vaya! —exclamó, entre sollozos—. ¿Qué quieres?
—Nada. Lo siento. Venía a buscar un libro.
—Bueno, pues cógelo y vete. Total, consigues todo lo que quieres.
Me quedé allí un momento, sin saber reaccionar, confusa ante aquellas palabras. Ella soltó un suspiro y se puso en pie. Cogió una de sus muchas revistas y me plantó aquellas páginas satinadas ante los ojos. La agarré torpemente.
—Mira tú misma. Tu discursito en el Report te ha colocado en cabeza. Te adoran. —Su tono era de enfado. Me acusaba de aquello, como si yo lo hubiera planeado.
Cogí la revista y vi que la mitad de la página estaba ocupada por fotos de las cuatro que quedábamos; cada una junto a un gráfico. Sobre la imagen, un elegante titular preguntaba: «¿Quién quieres TÚ que sea reina?». Junto a mi cara había una amplia barra de porcentajes que indicaba que el treinta y nueve por ciento de la gente me apoyaba. Siempre había pensado que quien ganara tendría que tener una ventaja destacada sobre las demás, ¡pero desde luego les sacaba ventaja a las otras tres!
Junto al gráfico había comentarios del autor del texto, que decía que Celeste tenía un porte regio, aunque estaba en tercera posición. Elise era la más recatada, decía, pero solo contaba con el ocho por ciento de apoyo. Junto a mi fotografía había opiniones que casi me daban ganas de llorar: «Lady America es exactamente como la reina. Es una luchadora. No es que la queramos. ¡Es que la necesitamos!».
Me quedé mirando aquellas palabras.
—¿Esto es… de verdad?
Celeste volvió a arrebatarme la revista de un zarpazo.
—Claro que es real. Así que venga, cásate con él o haz lo que quieras. Sé princesa. Todo el mundo estará encantado. La pobrecita Cinco conquista la corona.
Fue hacia la puerta, con tanto malhumor que no me dejaba disfrutar de la noticia más increíble que había recibido durante toda la Selección.
—La verdad es que no sé por qué te importa tanto. Tú te casarás igualmente con algún Dos que estará encantado de estar a tu lado. Y seguirás siendo famosa cuando todo esto acabe.
—Sí, pero solo por mi pasado, America.
—¡Pero si eres modelo! —dije, levantando la voz—. ¡Lo tienes todo!
—¿Y cuánto durará? —replicó. Bajó la voz y repitió—: ¿Cuánto?
—¿Qué quieres decir? —dije, bajando la voz yo también—. Celeste, eres preciosa. Y serás Dos el resto de tu vida.
Ella empezó a negar con la cabeza antes incluso de que yo hubiera acabado de hablar.
—¿Es que te crees que eres la única que se ha sentido atrapada alguna vez en su casta? Sí, soy modelo. No sé cantar. Ni actuar. Así que cuando mi cara deje de gustarles, se olvidarán de mí para siempre. Quizá me queden cinco años, diez si tengo suerte.
Me miró fijamente a los ojos.
—Tú te has pasado toda la vida en un segundo plano. Y veo que a veces lo echas de menos. Bueno, pues yo me he pasado la vida bajo los focos. Quizá para ti sea un miedo estúpido, pero para mí es muy real: no quiero perderlo.
—Bueno, eso tiene sentido.
—¿Ah, sí? —dijo, secándose las lágrimas y mirando por la ventana.
—Sí —respondí, y me acerqué—. Pero, Celeste, ¿tú has tenido alguna vez un interés real por él, te gusta como persona?
Ella ladeó la cabeza y se quedó pensando.
—Es mono. Y besa muy bien —añadió, con una sonrisa.
Aquello me hizo sonreír.
—Ya. Lo sé.
—Ya sé que lo sabes. Eso fue un duro golpe para mi plan, cuando descubrí lo lejos que habíais llegado. Pensaba que lo tenía en la palma de la mano, haciéndole soñar con la posibilidad de ir más lejos.
—Esa no es manera de llegar al corazón de alguien.
—No necesito su corazón —confesó—. Solo necesito que me desee lo suficiente como para que no quiera separarse de mí. Sí, de acuerdo, no es amor. Pero necesito la fama mucho más de lo que necesito el amor.
Por primera vez, no era mi enemiga. Ahora lo entendía. Sí, a la hora de competir usaba todas sus armas, pero era por su desesperación. Simplemente necesitaba intimidarnos para quitarnos algo que la mayoría de nosotras deseaba pero que ella sentía que necesitaba.
—En primer lugar, sí que necesitas el amor. Todo el mundo lo necesita. Y no pasa nada por querer amor, además de fama.
Ella puso la mirada en el cielo, pero me dejó hablar.
—En segundo lugar, la Celeste Newsome que conozco no necesita un hombre para conseguir la fama.
Ella soltó una carcajada.
—La verdad es que he sido algo mala —confesó, más divertida que avergonzada.
—¡Me rompiste el vestido!
—¡Bueno, en aquella ocasión lo necesitaba!
De pronto todo aquello parecía de risa. Todas las discusiones, todas las malas caras, los trucos y argucias… Era como si todo fuera una broma. Nos quedamos allí un minuto, riéndonos de lo sucedido en los últimos meses, y de pronto sentí un instinto protector hacia ella, igual que lo había sentido por Marlee.
De repente, dejó de reírse y apartó la mirada.
—He hecho muchas cosas, America. Cosas horribles y vergonzosas. En parte era mi modo de reaccionar ante la tensión de todo esto, pero sobre todo era porque estaba dispuesta a hacer lo que fuera para lograr esa corona, para conseguir a Maxon.
Me sorprendí a mí misma levantando la mano para darle una palmadita en el hombro.
—De verdad —dije—, no creo que necesites a Maxon para conseguir todo lo que quieras en la vida. Tienes la determinación, el talento y, probablemente, la habilidad para conseguirlo, que es lo más importante. La mitad del país daría lo que fuera por tener lo que tienes tú.
—Lo sé —reconoció—. No es que no sea consciente de la suerte que tengo. Es que me resulta duro aceptar la posibilidad de…, no sé, de ser menos.
—Entonces no lo aceptes.
Ella meneó la cabeza.
—No he tenido ninguna oportunidad, ¿verdad? Estaba claro que tú serías la elegida.
—No solo yo —admití—. Kriss también está en cabeza.
—¿Quieres que le parta una pierna o algo? Podría hacerlo —dijo, sonriendo—. Es una broma.
—¿Quieres volver conmigo? Últimamente es muy desagradable sentarse sola, y la verdad es que tú le das cierta chispa al asunto.
—Ahora mismo no. No quiero que las otras sepan que he estado llorando —dijo, pidiéndome discreción con la mirada.
—Ni una palabra, te lo prometo.
—Gracias.
Se produjo un silencio tenso, como si una de las dos tuviera que decir algo más. Me gustó ver por fin a la verdadera Celeste. No estaba segura de que pudiera dejar atrás todo lo que me había hecho, pero al menos ahora la entendía. No había nada más que añadir, así que me despedí con un gesto de la mano y me fui.
Hasta que cerré la puerta no me di cuenta de que se me había olvidado coger un libro. Y entonces pensé en el gráfico de la revista, con mi rostro sonriente y el número bien visible al lado. Tendría que tirarme de la oreja a la hora de la cena. Maxon tenía que saberlo. Albergaba la esperanza de que, al enterarse de lo que pensaba de mí la gente, se sintiera más dispuesto a mostrar sus sentimientos.
Cuando llegué a la esquina, a punto de girar en dirección a la Sala de las Mujeres, un rostro familiar me recordó que tenía algo aún más importante en lo que pensar. Le había dicho a Maxon que encontraría el modo de contactar con August, y estaba segura de que la persona que tenía delante era mi única oportunidad de conseguirlo.
Aspen se acercaba por el pasillo. Me pareció aún más alto y corpulento que la última vez que lo había visto.
Miré alrededor para asegurarme de que estábamos solos. Había unos cuantos guardias algo más allá, tras él, pero desde aquella distancia no podían oírnos.
—Hola —le saludé. Me mordí el labio, esperando que lo que le iba a pedir estuviera en su mano—. Necesito tu ayuda.
—Lo que sea —respondió sin pestañear.