Capítulo 5

Caminaba por la biblioteca del sótano, adelante y atrás, intentando poner las palabras en orden mentalmente. Sabía que tenía que explicarle a Maxon lo que había ocurrido antes de que le llegara la noticia de boca de las otras chicas, pero eso no significaba que me apeteciera tener aquella conversación.

—Toc, toc —dijo, y entró. Observó mi gesto de preocupación—. ¿Qué pasa?

—No te enfades conmigo —le advertí mientras se acercaba.

Ralentizó el paso y el gesto de preocupación en su rostro se convirtió en precavido.

—Lo intentaré.

—Las chicas saben que te vi «a pecho descubierto» —dije, y vi que la pregunta asomaba en sus labios—. Pero no les dije nada sobre tu espalda —le aseguré—. Habría querido hacerlo, porque ahora se creen que estamos viviendo un apasionado idilio.

—Bueno, así es como acabó —bromeó él.

—¡No te rías, Maxon! Ahora mismo me odian.

Sus ojos no perdieron el brillo. Me abrazó.

—Si te sirve de consuelo, no estoy enfadado. Mientras me guardes el secreto, no me importa. Aunque me sorprende un poco que se lo explicaras. ¿Cómo surgió el tema?

—No creo que deba contártelo —dije, hundiendo la cabeza en su pecho.

—Hmmm —respondió él, pasándome el pulgar por la espalda, arriba y abajo—. Se suponía que teníamos que confiar más el uno en el otro.

—Y así es. Te estoy pidiendo que confíes en mí: esto no hará más que empeorar si te lo cuento —respondí. Quizá me equivocara, pero estaba bastante segura de que, si le confesaba a Maxon que habíamos estado mirando a los guardias sudorosos y semidesnudos, las cuatro nos meteríamos en algún tipo de problema.

—Vale —dijo por fin—. Las chicas saben que me has visto con el torso desnudo. ¿Algo más?

Vacilé.

—Saben que fui la primera chica a la que besaste. Y yo sé todo lo que has hecho con ellas y lo que no.

—¿Qué? —reaccionó él, echándose atrás.

—Cuando se me escapó lo de que te había visto sin camisa, empezaron las acusaciones cruzadas, y todas nos sinceramos. Sé que te has besado repetidamente con Celeste, y que habrías besado a Kriss hace mucho tiempo si te lo hubiera permitido. Salió todo.

Se pasó la mano por el rostro y dio unos pasos, intentando asimilar aquella información.

—¿Así que ahora ya no tengo intimidad ninguna? ¿En absoluto? ¿Porque las cuatro habéis decidido comparar marcadores? —Su frustración era evidente.

—Bueno, si tanto te preocupaba la honestidad, deberías estar contento.

Él se detuvo y se me quedó mirando.

—¿Cómo dices?

—Ahora todo está claro. Todas tenemos una idea bastante clara de nuestra posición y yo, en particular, estoy más tranquila.

—¿Más tranquila? —dijo él, levantando la mirada.

—Si me hubieras dicho que Celeste y yo estábamos más o menos en el mismo punto, físicamente, nunca me habría presentado ante ti como anoche. ¿Te haces idea de la humillación que supuso para mí?

Resopló y se puso a caminar arriba y abajo.

—Por favor, America; has dicho y has hecho tantas tonterías que me sorprende que aún puedas pasar vergüenza.

Quizá fuera porque yo no había tenido una educación tan completa, pero tardé un segundo en asimilar aquellas palabras. Siempre le había gustado a Maxon, o eso decía. Aunque todo el mundo pensara que no era lo más conveniente. ¿No sería que él también lo pensaba?

—Si es así, ya me voy —dije en voz baja, incapaz de mirarle a los ojos—. Siento haber dicho lo de la camisa. —Fui hacia la puerta, sintiéndome tan pequeña que no creía ni que me viera.

—Venga, America. No quería decir…

—No, está bien —murmuré—. Controlaré más lo que digo.

Subí las escaleras, sin saber muy bien si quería que Maxon viniera tras de mí o no. No lo hizo.

Cuando llegué a mi habitación, Anne, Mary y Lucy estaban allí, cambiando las sábanas de la cama y sacando el polvo.

—Hola, señorita —me saludó Anne—. ¿Quiere un poco de té?

—No, voy a sentarme un momento en el balcón. Si viene alguna visita, decid que estoy descansando.

Anne frunció el ceño un poco, pero asintió.

—Por supuesto.

Estuve un rato tomando el aire, y luego me puse a leer los textos que Silvia nos había preparado. Dormí un poco y toqué el violín un rato. Lo que fuera con tal de evitar a las otras chicas y a Maxon.

Con el rey fuera de palacio, se nos permitía cenar en la habitación, así que eso hice. Cuando estaba dando cuenta de mi pollo con limón y pimienta, llamaron a la puerta. Quizá fuera mi propia paranoia, pero estaba segura de que sería Maxon. En aquel momento no podía verle, de ningún modo. Agarré a Mary y Anne del brazo y me las llevé al baño.

—Lucy —susurré—, dile que me estoy dando un baño.

—¿A quién? ¿Un baño?

—Sí. No le dejéis entrar.

—¿Qué es lo que pasa? —dijo Anne, mientras yo cerraba y apoyaba la oreja en la puerta.

—¿Oís algo? —pregunté.

Anne y Mary imitaron mi gesto para ver si oían algo inteligible.

Oí la voz de Lucy amortiguada por la puerta; luego puse la oreja junto a la rendija y su conversación se volvió mucho más clara.

—Está en el baño, alteza —respondió Lucy, sin alterarse—. Era Maxon.

—Oh. Esperaba que aún estuviera comiendo. Pensé que quizá podría cenar con ella.

—Ha decidido darse un baño antes de cenar —respondió Lucy, con un pequeño temblor en la voz. No le gustaba tener que mentir.

«Venga, no te vengas abajo», pensé.

—Ya veo. Bueno, quizá puedas decirle que me llame cuando haya acabado. Me gustaría hablar con ella.

—Umm… Puede que el baño dure bastante, alteza.

Maxon se calló por un momento.

—Oh. Muy bien. Entonces dile, por favor, que he venido y que me mande llamar si quiere hablar. Dile que no se preocupe por la hora; vendré.

—Sí, señor.

Guardó silencio un buen rato, y yo ya empezaba a pensar que se habría ido.

—Vale, gracias —dijo por fin—. Buenas noches.

—Buenas noches, alteza.

Me quedé escondida unos segundos más para asegurarme de que se había ido. Cuando salí, Lucy seguía de pie, junto a la puerta. Miré a mis doncellas y vi la interrogación en sus ojos.

—Hoy quiero estar sola —dije, sin dar más detalles—. De hecho, creo que ya estoy lista para desconectar. Si podéis llevaros la bandeja de la cena, voy a meterme en la cama.

—¿Quiere que una de nosotras se quede? —preguntó Mary—. ¿Por si decide mandar llamar al príncipe?

Vi la esperanza en sus ojos, pero no podía seguirle la corriente.

—No. Necesito descansar. Ya veré a Maxon por la mañana.

Me resultaba extraño meterme en la cama sabiendo que quedaba algo por resolver entre Maxon y yo, pero en aquel momento no habría sabido qué decirle. No tenía sentido. Ya habíamos pasado por muchos altibajos juntos, por demasiados intentos para dar sentido a aquella relación. Y estaba claro que, si lo íbamos a conseguir, aún nos quedaba un largo camino por delante.

Me despertaron de mala manera antes del amanecer. La luz del pasillo inundó mi habitación. Me froté los ojos en el momento en que entraba un guardia.

—Lady America, despierte, por favor —dijo él.

—¿Qué pasa? —pregunté, bostezando.

—Hay una emergencia. Necesitamos que baje.

De pronto se me heló la sangre. Mi familia había muerto: lo sabía. Habían enviado guardias; habían advertido a los familiares; pero los rebeldes eran demasiados. Lo mismo le había pasado a Natalie, que al volver a casa se había convertido en hija única, después de que los rebeldes hubieran matado a su hermana menor. Ninguna de nuestras familias estaba a salvo.

Eché las sábanas a un lado y agarré la bata y las zapatillas. Salí corriendo por el pasillo y bajé las escaleras todo lo rápido que pude, resbalándome dos veces. Estuve a punto de caerme.

Cuando llegué a la planta baja, Maxon estaba allí, enzarzado en una conversación con un guardia. Me lancé en su dirección, olvidando todo lo que había ocurrido los dos días anteriores.

—¿Están bien? —pregunté, intentando no llorar—. ¿Qué les han hecho?

—¿Qué? —respondió Maxon, dándome un abrazo inesperado.

—Mis padres y mis hermanos. ¿Están bien?

Maxon me apartó, me agarró de los brazos y me miró a los ojos.

—Están bien, America. Lo siento, tendría que haber pensado que eso es lo primero que te vendría a la cabeza.

El alivio fue tan mayúsculo que casi me dieron ganas de llorar.

—Hay rebeldes en palacio —añadió Maxon, algo confuso.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Y por qué no nos refugiamos?

—No han venido a atacarnos.

—Entonces, ¿por qué están aquí?

Maxon lanzó un suspiro.

—Son solo dos rebeldes del campamento del Norte. Van desarmados y han pedido específicamente hablar conmigo… y contigo.

—¿Por qué yo?

—No estoy seguro; pero yo voy a hablar con ellos, así que pensé que debía darte la oportunidad de hablar con ellos también, si quieres.

Me miré y me pasé la mano por el cabello.

—Voy en bata.

—Lo sé —dijo él, sonriendo—, pero esto es muy informal. No pasa nada.

—¿Quieres que hable con ellos?

—Eso depende de ti, pero tengo curiosidad por saber por qué quieren hablar contigo en particular. No estoy seguro de si querrán hablar conmigo si tú no estás.

Asentí y sopesé lo que significaba aquello. No estaba segura de querer hablar con los rebeldes. Fueran o no armados, si se ponían agresivos yo no podría defenderme. Pero si Maxon pensaba que yo podía hacerlo, quizá debiera…

—De acuerdo —dije, haciendo de tripas corazón—. De acuerdo.

—No sufrirás ningún daño, America. Te lo prometo. —Aún me tenía cogida la mano. Me presionó un poco los dedos. Se giró hacia el guardia—. Adelante. Pero tenga el arma preparada, por si acaso.

—Por supuesto, alteza —respondió él, que nos escoltó hasta una esquina del Gran Salón, donde había dos personas de pie, rodeadas por otros guardias.

No tardé más que unos segundos en localizar a Aspen entre el grupo.

—¿Puede decirles a sus perros de presa que se retiren? —preguntó uno de los rebeldes. Era alto, delgado y rubio. Tenía las botas cubiertas de barro, y su atuendo parecía el propio de un Siete: un par de burdos pantalones ajustados con una cuerda y una camisa remendada bajo una chaqueta de cuero gastada. Llevaba una brújula oxidada al cuello, colgada de una larga cadena que se balanceaba al moverse. Tenía un aspecto rudo, pero no amenazante. No era aquello lo que me esperaba.

Aún más sorprendente resultaba que su compañera fuera una chica. Ella también llevaba botas, pero daba la impresión de que cuidaba su aspecto, a pesar de estar vestida con retales: llevaba leggings y una falda del mismo material que los pantalones del hombre. Ladeaba la cadera en una postura que denotaba seguridad en sí misma, a pesar de estar rodeada de guardias. Aunque no la hubiera reconocido por su cara, aquella chaqueta resultaba inconfundible. Vaquera y recortada, cubierta con decenas de flores bordadas.

Para asegurarse de que yo la recordaba, me saludó con un gesto de la cabeza. Yo respondí con un sonido a medio camino entre una risa y un jadeo.

—¿Qué pasa? —preguntó Maxon.

—Luego te lo cuento.

Extrañado pero tranquilo, me apretó la mano para darme confianza y volvió a centrar la atención en nuestros visitantes.

—Hemos venido a hablar en son de paz —dijo el hombre—. Vamos desarmados. Sus guardias nos han cacheado. Sé que puede parecer inapropiado pedir un poco de intimidad, pero tenemos cosas de las que tratar con usted que no debería oír nadie más.

—¿Y America? —preguntó Maxon.

—También queremos hablar con ella.

—¿Con qué fin?

—Insisto —dijo el joven, con un tono casi petulante— en estar al menos a cierta distancia de estos hombres, para que no nos oigan. —Y señaló con el brazo el perímetro del salón.

—Si pensáis que podéis hacerle daño…

—Sé que no confía en nosotros, y tiene motivos para ello, pero no tenemos ninguna razón para hacerles daño a ninguno de los dos. Queremos hablar.

Maxon se debatió un minuto.

—Tú —ordenó, dirigiéndose a uno de los guardias—, baja una de las mesas y coloca cuatro sillas alrededor. Y luego apartaos todos; dejad algo de espacio a nuestros visitantes.

Los guardias obedecieron. Durante unos minutos mantuvimos un incómodo silencio.

Cuando por fin bajaron la mesa del montón de la esquina y colocaron dos sillas a cada lado, Maxon indicó con un gesto a la pareja que nos acompañaran hasta allí.

A medida que caminábamos, los guardias se iban echando atrás sin decir palabra, formando un perímetro alrededor del salón y sin apartar los ojos de los dos rebeldes, como si estuvieran listos para abrir fuego en cualquier momento.

Cuando llegamos a la mesa, el hombre tendió la mano.

—¿No cree que deberíamos presentarnos?

Maxon se lo quedó mirando, pero cedió:

—Maxon Schreave, vuestro soberano.

El joven chasqueó la lengua.

—Es un honor, señor.

—¿Y tú quién eres?

—El señor August Illéa, a su servicio.