VEINTICINCO

Ha acabado el espectáculo, un espectáculo muy bueno por cierto, aunque no de la magnitud del de los Hermanos Benzini ni del Ringling, pero ¿cómo iba a serlo? Para eso hace falta un tren.

Estoy sentado ante una mesa de formica en el interior de una autocaravana impresionantemente acondicionada, sorbiendo un no menos impresionante whisky de malta, Laphroaig si no me equivoco, y cantando como un canario. Le cuento a Charlie todo lo de mis padres, la aventura con Marlena y las muertes de Camel y Walter. Le cuento cuando recorrí el tren por la noche con el cuchillo entre los dientes y la muerte en el pensamiento. Le cuento lo de los hombres a los que dieron luz roja y la estampida, y lo de Tío Al estrangulado. Y al final le cuento lo que hizo Rosie. Ni siquiera lo pienso. Sencillamente abro la boca y las palabras fluyen de ella.

Mi alivio es inmediato y palpable. Todos estos años lo he ocultado en mi interior. Creía que me sentiría culpable, como si la traicionara, pero lo que siento —sobre todo en vista de los gestos de comprensión de Charlie— es más parecido a la absolución. Incluso a la redención.

Nunca estuve seguro del todo de que Marlena lo supiera. En aquel momento había tal caos en la carpa de las fieras que no tengo ni idea de lo que vio, y nunca saqué el tema. No podía hacerlo porque no quería arriesgarme a que cambiara lo que sentía por Rosie o, para ser sinceros, lo que sentía por mí. Puede que Rosie fuera la que le mató, pero yo también quería que muriera.

Al principio, callé para proteger a Rosie —y sin duda necesitaba protección: en aquellos días las ejecuciones de elefantes no eran cosa rara—, pero nunca tuve excusa para ocultárselo a Marlena. Aunque hubiera supuesto que se endureciera con Rosie, nunca le habría hecho el menor daño. En toda la historia de nuestro matrimonio ése fue el único secreto que no le conté, y al final resultó imposible rectificar. Con un secreto como ése llega un punto en que el secreto en sí mismo no tiene importancia. Es el hecho de guardarlo lo que la tiene.

Después de oír mi relato, Charlie no se muestra en absoluto escandalizado o moralizante, y yo siento un alivio tan grande que, cuando ya le he contado la estampida, sigo hablando. Le hablo de los años que pasamos en el Ringling, y cómo nos marchamos tras el nacimiento de nuestro tercer hijo. Marlena ya estaba un poco harta de estar en la carretera —me imagino que por una cierta necesidad de nido—, y además a Rosie se le echaban los años encima. Por suerte, el veterinario en plantilla del Zoológico Brookfield de Chicago eligió aquella primavera para estirar la pata y me admitieron encantados: no sólo tenía siete años de experiencia con animales exóticos y un título muy valioso, sino que además aportaba una elefanta.

Compramos una casa en el campo lo bastante lejos del zoo para tener los caballos y lo bastante cerca como para que el trayecto en coche al trabajo no fuera demasiado duro. Los caballos digamos que se jubilaron, a pesar de que Marlena y los niños los montaban de vez en cuando. Se pusieron gordos y felices… Los caballos, no los niños; ni Marlena, por supuesto. Bobo también vino con nosotros, naturalmente. A lo largo de los años se metió en más líos que todos los niños juntos, pero le quisimos lo mismo.

Aquellos tiempos fueron maravillosos, ¡los días más felices de mi vida! Las noches en blanco, los niños berreando; los días en que la casa parecía haber sido devastada por un huracán por dentro; los tiempos en que tuve cinco hijos, un chimpancé y una mujer en la cama con fiebre. Incluso cuando se derramaba el cuarto vaso de leche en la misma noche o los chillidos estridentes amenazaban con partirme el cráneo, o cuando tuve que pagar la fianza de uno u otro de mis hijos —y, en una ocasión memorable, la de Bobo— por alguna complicación sin importancia en la comisaría de policía, fueron años magníficos, geniales.

Pero todo pasó volando. Un día Marlena y yo estábamos liados hasta las cejas y al día siguiente los chicos estaban pidiéndonos el coche y cambiando el corral por la universidad. Y ahora, heme aquí. Con noventa años y solo.

Charlie, bendito sea, muestra un auténtico interés por mi historia. Levanta la botella y se inclina hacia delante. Mientras le acerco mi vaso se oye un golpe en la puerta. Retiro la mano como si me la hubieran quemado.

Charlie se levanta del banco y se apoya en una ventana, separando un poco la cortina de cuadros con dos dedos.

—Mierda —dice—. Es la bofia. ¿Qué habrá pasado?

—Han venido por mí.

Me echa una mirada dura y minuciosa.

—¿Qué?

—Han venido a buscarme a mí —digo intentando mantener mis ojos fijos en los suyos. Es difícil: sufro nistagmo a causa de una antigua contusión. Cuanto más intento mirar fijamente algo, más se me mueven los ojos de un lado a otro.

Charlie deja caer la cortina y se dirige a la puerta.

—Buenas noches —dice una voz grave desde la puerta—. Estoy buscando a un tal Charlie O’Brien. Me han dicho que podría encontrarle aquí.

—Podría y ya lo ha hecho. ¿Qué puedo hacer por usted, agente?

—Esperaba que pudiera ayudarnos. Ha desaparecido un anciano de la residencia que hay en esta misma calle. El personal del centro piensa que podría encontrarse aquí.

—No me extrañaría. El circo le gusta a toda clase de gente.

—Claro. Por supuesto. La cuestión es que este sujeto tiene noventa y tres años y está bastante delicado. Esperaban que regresara él solo después de la función, pero han pasado un par de horas y todavía no ha aparecido. Están muy preocupados por él.

Charlie le parpadea amablemente al poli.

—Aunque hubiera venido dudo mucho que siguiera por aquí. Lo estamos preparando todo para marcharnos enseguida.

—¿Recuerda haber visto esta noche a alguien que se ajuste a la descripción que le he dado?

—Claro. Muchos. Muchas familias han traído a los abuelos.

—¿Y un anciano solo?

—No me he fijado, pero, como le decía, vemos tanta gente en el circo que, al cabo de un rato, desconecto.

El poli asoma la cabeza al interior de la caravana. Al verme los ojos se le iluminan con un evidente interés.

—¿Quién es ése?

—¿Quién…? ¿Ése? —dice Charlie señalando en dirección a mí.

—Sí.

—Es mi padre.

—¿Le molesta que entre un momento?

Después de una brevísima pausa, Charlie se retira a un lado.

—Claro, pase, por favor.

El poli sube a la caravana. Es tan alto que tiene que encorvarse. Tiene la mandíbula prominente y una impresionante nariz aguileña. Y los ojos demasiado juntos, como los de un orangután.

—¿Cómo está usted, señor? —pregunta acercándose a mí. Entorna los ojos para examinarme más concienzudamente.

Charlie me lanza una mirada.

—Mi padre no puede hablar. Hace unos años sufrió un ataque grave.

—¿No estaría mejor en casa? —dice el agente.

—Ésta es su casa.

Relajo la mandíbula y dejo que tiemble. Alargo una mano temblorosa hacia el vaso y casi lo tiro. Casi, porque sería una pena desperdiciar un whisky tan bueno.

—A ver, papá, déjame que te ayude —dice Charlie acercándose a toda prisa. Se vuelve a sentar en el banco a mi lado y levanta mi vaso. Me lo acerca a los labios.

Saco la lengua como un loro y toco con la punta los cubos de hielo que caen hacia mi boca.

El poli nos observa. No le miro directamente, pero puedo verle por el rabillo del ojo.

Charlie deja mi vaso en la mesa y le mira con calma.

El poli nos observa un buen rato, luego recorre la habitación con los ojos entrecerrados. Charlie mantiene la cara inexpresiva como una pared y yo hago lo que puedo para que se me caiga la baba.

Por fin, el poli se toca el canto de la gorra.

—Gracias, caballeros. Si oyen o ven algo, por favor, hágannoslo saber de inmediato. Ese anciano no está en condiciones de andar solo por ahí.

—Así lo haré —dice Charlie—. Pueden echar una mirada por las instalaciones. Les diré a mis chicos que estén atentos por si le ven. Sería una pena que le ocurriera algo.

—Aquí tiene mi número de teléfono —dice el poli entregándole una tarjeta a Charlie—. Llámeme si sabe cualquier cosa.

—Por supuesto.

El poli echa una última mirada alrededor y se dirige a la puerta.

—Pues nada, buenas noches —dice.

—Buenas noches —dice Charlie siguiéndole. Después de echar el cerrojo, vuelve a la mesa. Se sienta y sirve otros dos vasos de whisky. Los dos damos un sorbo y nos quedamos sentados en silencio.

—¿Está seguro de que quiere hacerlo? —pregunta por fin.

—Sí.

—¿Y su salud? ¿Necesita alguna medicina?

—No. No me pasa nada, salvo que soy viejo. Y creo que eso se solucionará solo con el tiempo.

—¿Y qué me dice de su familia?

Doy otro trago de whisky, hago girar el líquido que queda en el fondo y luego vacío el vaso.

—Ya les mandaré postales.

Le miro a la cara y me doy cuenta de que ha sonado muy mal.

—No quería decir eso. Les quiero y sé que me quieren, pero la verdad es que ya no formo parte de sus vidas. Me he convertido en una especie de obligación. Por eso he tenido que arreglármelas para venir solo esta noche. Se olvidaron de mí.

Charlie frunce el ceño. Parece indeciso.

A la desesperada, me lanzo a por todas.

—Tengo noventa y tres años. ¿Qué puedo perder? Todavía sé cuidar de mí mismo en casi todo. Necesito ayuda para algunas cosas, pero nada de la que estás pensando —noto que los ojos se me humedecen e intento controlar mis rasgos avejentados para que den cierta sensación de fortaleza. No soy un blandengue, vive Dios—. Déjame que vaya con vosotros. Puedo vender las entradas. Russ puede hacer cualquier cosa, es joven. Dame ese trabajo. Todavía sé contar y daré bien el cambio. Ya sé que tú no eres un timador.

Los ojos de Charlie también se humedecen. Lo juro por Dios.

Continúo, aprovechando la coyuntura.

—Si me pillan, me han pillado. Si no lo consiguen… Bueno, al final de la temporada les llamaré y volveré con ellos. Y si en este tiempo pasara algo, no tienes más que llamarles y vendrán a por mí. ¿Qué problema hay?

Charlie me mira fijamente. Nunca he visto a nadie con un aspecto tan serio.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis —no va a contestar—, siete, ocho, nueve —me va a obligar a volver, y por qué no iba a hacerlo, no me conoce de nada—, diez, once, doce

—De acuerdo —dice.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo. Vamos a proporcionarle algo que contarles a sus nietos. O a sus bisnietos. O a sus tataranietos.

Grito de alegría, excitado por la emoción. Charlie me guiña un ojo y me sirve otro dedo de whisky. Luego, como si se lo pensara mejor, vuelve a volcar la botella.

Yo alargo la mano y la sujeto por el gollete.

—Mejor no —digo—. No quiero achisparme y romperme una cadera.

Luego suelto una gran carcajada, porque todo es absurdo y maravilloso y es lo único que puedo hacer para no sucumbir a un ataque de risa tonta. ¿Y qué si tengo noventa y tres años? ¿Y qué importa que sea viejo y gruñón y mi cuerpo sea una ruina? Si están dispuestos a aceptarnos a mí y a mi culpabilidad, ¿por qué demonios no iba a escaparme con el circo?

Es lo que le ha dicho Charlie al poli: para este anciano, el circo es su casa.