O sea que a esto se acaba por reducir todo, ¿verdad? ¿A esperar sentado y solo a una familia que no va a venir?
No puedo creer que Simon se olvidara. Sobre todo hoy. Y sobre todo Simon, ese chico que pasó los primeros siete años de su vida en el circo Ringling.
Para ser justo, el chico debe de tener setenta y un años. ¿O son sesenta y nueve? Maldita sea, estoy harto de no saberlo. Cuando venga Rosemary le preguntaré en qué año estamos y aclararé esta cuestión de una vez por todas. Esa Rosemary es muy amable conmigo. No me hace sentir como un idiota aunque lo sea. Un hombre tiene que saber su edad.
Recuerdo muchas cosas con una claridad cristalina. Como el día que nació Simon. Dios, qué alegría. ¡Y qué alivio! Qué vértigo al acercarme a la cama, qué nerviosismo. Y allí estaba mi ángel, mi Marlena, sonriéndome cansada, radiante, con un bulto envuelto en mantas en el hueco de su brazo. Tenía la cara tan oscura y arrugada que casi ni parecía una persona. Pero entonces Marlena le retiró la manta de la cabeza y vi que tenía el pelo rojo. Creía que me iba a desmayar de alegría. La verdad es que nunca lo dudé —de veras, aunque lo habría querido y criado de todas formas—, pero aun así… Casi me caigo en redondo al verle el pelo rojo.
Miro el reloj, loco de desesperación. Seguro que la Gran Parada ha acabado ya. ¡Ah, no es justo! Todos esos viejos decrépitos no se van ni a enterar de lo que están viendo, ¡y yo aquí! ¡Atrapado en este vestíbulo!
¿O no?
Arrugo el ceño y parpadeo. ¿Qué es exactamente lo que me hace pensar que estoy atrapado?
Miro a ambos lados. No hay nadie. Me vuelvo y miro por el pasillo. Una enfermera pasa zumbando abrazada a una carpeta y mirándose los zapatos.
Me deslizo hasta el borde del asiento y agarro el andador. Según mis estimaciones, sólo estoy a seis metros de la libertad. Bueno, después tengo que atravesar toda una manzana de edificios, pero si lo logro apuesto a que todavía puedo ver los últimos números. Y el final, que no será lo mismo que la Parada, pero algo es algo. Un calorcito agradable me cosquillea por el cuerpo mientras contengo una risita. Puede que tenga noventa y tantos años, pero ¿quién dice que sea un discapacitado?
La puerta de cristal se abre cuando me acerco a ella. Gracias a Dios que es automática, no creo que pudiera arreglármelas con el andador y una puerta convencional. No; estoy temblón, es cierto. Pero no me importa. Los temblores no me preocupan.
Salgo a la calle y me paro, cegado por el sol.
Llevo tanto tiempo alejado del mundo real que la mezcla del ruido de motores, ladridos de perros y bocinas me provoca un nudo en la garganta. La gente que anda por la acera se separa y me sortea como si fuera una piedra en un arroyo. A nadie parece sorprenderle la presencia de un viejo en zapatillas en la calle justo enfrente de una residencia de ancianos. Pero pienso que todavía estoy en el campo de visión si una de las enfermeras pasa por el vestíbulo.
Levanto el andador, lo tuerzo un par de centímetros a la izquierda y vuelvo a posarlo. Sus ruedas de plástico arañan el pavimento y el sonido que emiten me marea. Es un ruido real, un sonido áspero, no como el chirrido o los golpes sordos de la goma. Arrastro los pies detrás del andador, disfrutando del roce de las zapatillas. Dos maniobras más como ésta y estaré en camino. Un perfecto giro en tres fases. Me agarro bien y sigo adelante concentrándome en los pies.
No debo ir demasiado rápido. Si me cayera sería un desastre en muchos sentidos. El suelo no tiene baldosas, así que mido mi avance en pies: en mis pies. Cada paso que doy pongo el talón del pie a la altura de la punta del otro. Y así continúo, de veinticinco en veinticinco centímetros. De vez en cuando me paro para comprobar mis progresos. Son lentos pero seguros. La carpa blanca y magenta es un poco más grande cada vez que levanto la mirada.
Tardo media hora y tengo que descansar dos veces, pero ya casi he llegado y siento la excitación de la victoria. Jadeo un poco, pero tengo las piernas todavía firmes. Creí que esa mujer me iba a meter en un lío, pero he conseguido librarme de ella. No me siento orgulloso de lo que he hecho —normalmente no suelo hablar así, y menos a las mujeres—, pero ni muerto habría permitido que una entrometida con buenas intenciones me arruinara la escapada. No pienso volver a poner los pies en ese establecimiento hasta que haya visto lo que queda del espectáculo, y que tenga cuidado quien intente impedirlo. Incluso si las enfermeras me alcanzaran ahora, montaría una escena. Formaría un escándalo. Las pondría en evidencia en público y las obligaría a llamar a Rosemary. Cuando ella viera lo decidido que estoy, me llevaría al circo. Aunque tuviera que faltar al resto de su turno, me llevaría… Después de todo, es su último día.
Oh, Dios mío. ¿Cómo voy a sobrevivir en ese lugar cuando se haya ido? Al recordar su marcha inminente todo mi anciano cuerpo se estremece de dolor, pero éste se ve reemplazado enseguida por la alegría: estoy tan cerca que oigo la música que sale de la gran carpa. Ah, ese maravilloso sonido de la música de circo. Pego la lengua a un lado de la boca y acelero. Ya casi he llegado. Sólo faltan unos metros…
—Eh, abuelo, ¿dónde crees que vas?
Freno, sorprendido. Levanto la mirada. Hay un chaval sentado detrás de la ventanilla de las entradas, su rostro enmarcado por bolsas de algodón de azúcar rosa y azul. Juguetes luminosos centellean en el mostrador de cristal sobre el que apoya los brazos. Lleva un anillo atravesándole la ceja, un clavo en el labio inferior y un gran tatuaje en cada hombro. Sus dedos están rematados por uñas negras.
—¿A ti dónde te parece que voy? —digo en plan cascarrabias. No tengo tiempo que perder. Ya me he perdido buena parte del espectáculo.
—Las entradas cuestan doce pavos.
—No tengo dinero.
—Entonces no puede entrar.
Estoy alucinado, sin poder encontrar las palabras, cuando un hombre se me acerca por detrás. Es más viejo, bien vestido y afeitado. Apostaría a que es el director.
—¿Qué pasa aquí, Russ?
El chaval me señala con el pulgar.
—He pillado a este viejo que quería colarse.
—¡Colarme! —exclamo lleno de santa indignación.
El hombre me echa un vistazo y se vuelve hacia el chaval.
—Pero ¿qué demonios te pasa?
Russ frunce el ceño y baja la mirada.
El director se planta delante de mí sonriendo amablemente.
—Señor, será un placer para mí acompañarle al interior. ¿Le resultaría más sencillo en una silla de ruedas? Así no tendríamos que preocuparnos por encontrarle una buena localidad.
—Eso sería estupendo. Muchas gracias —digo a punto de echarme a llorar aliviado. El enfrentamiento con Russ me ha dejado temblando. La idea de haber llegado tan lejos para que me detenga un adolescente con un piercing en el labio me horroriza. Pero todo va bien. No sólo lo he conseguido, sino que creo que me van a poner en una silla de pista.
El director se va por un lado de la carpa y regresa con una silla de ruedas de hospital. Le dejo que me ayude a sentarme y relajo los músculos doloridos mientras él me empuja en dirección a la entrada.
—No le haga caso a Russ —dice—. Debajo de todos esos agujeros es un buen chico, aunque es sorprendente que no tenga fugas cuando bebe.
—En mis tiempos metían en la taquilla a los viejos. Una especie de final del viaje.
—¿Estuvo usted en un circo? —pregunta el hombre—. ¿En cuál?
—Estuve en dos. El primero fue El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini —digo con orgullo, paladeando cada una de las palabras—. El segundo, el Ringling.
La silla se detiene. La cara del hombre aparece de repente ante la mía.
—¿Estuvo en el circo de los Hermanos Benzini? ¿En qué años?
—El verano de 1931.
—¿Estuvo allí durante la estampida?
—¡Claro que sí! —exclamo—. Vamos, estuve en todo el meollo. En la carpa de las fieras. Era el veterinario del circo.
Me observa incrédulo. —¡No me lo puedo creer! Después del incendio de Hartford y el hundimiento de Hagenbeck-Wallace, probablemente sea una de las catástrofes circenses más famosas.
—Fue algo increíble, es cierto. Lo recuerdo como si fuera ayer. Qué coño, lo recuerdo mejor que si fuera ayer.
El hombre parpadea y me ofrece su mano.
—Charlie O’Brien tercero.
—Jacob Jankowski —digo estrechándosela—. Primero.
Charlie O’Brien me mira largo rato con la mano puesta en el pecho, como si estuviera pronunciando un juramento.
—Señor Jankowski, le voy a llevar a ver el espectáculo antes de que no quede nada que ver, pero sería para mí un honor y un privilegio que se reuniera conmigo en mi caravana después de la función para tomar una copa. Es usted un fragmento vivo de historia, y le aseguro que me gustaría muchísimo oírle contar aquel desastre de primera mano. Estaré encantado de llevarle a su casa después.
—Será un placer —digo.
Asiente y vuelve a situarse detrás de la silla.
—Muy bien. Espero que disfrute del espectáculo.
Un honor y un privilegio.
Sonrío serenamente mientras me empuja hasta el mismo borde de la pista.