RINGLING CIRCUS, MUSEUM, SARASOTA, FLORIDA
Primer día después de la estampida.
Todavía estamos localizando y recuperando animales. Hemos encontrado a muchos, pero los que se han dejado atrapar no son los que más preocupan a los vecinos. La mayoría de los felinos siguen sueltos, lo mismo que el oso.
Nada más comer nos llaman desde un restaurante de la zona. Cuando llegamos nos encontramos a Leo escondido debajo del fregadero de la cocina, tiritando de miedo. A su lado, pegado a la pared, hay un pinche de cocina igualmente aterrorizado. Hombre y león, mano a mano.
También ha desaparecido Tío Al, pero a nadie le pilla por sorpresa. La explanada es un hervidero de policías. Encontraron y retiraron el cuerpo de August la noche pasada y están llevando a cabo una investigación. Es sólo una formalidad, ya que es evidente que fue arrollado. Los rumores dicen que Tío Al va a permanecer alejado hasta que esté seguro de que no se le va a acusar de nada.
Segundo día después de la estampida.
La carpa de las fieras se va completando animal por animal. El sheriff regresa al circo con unos inspectores de ferrocarriles y deja caer algunos comentarios sobre las leyes contra el vagabundeo. Quiere que nos marchemos de su territorio. Pregunta quién es el responsable.
Por la noche, la cantina se queda sin comida.
Tercer día después de la estampida.
A última hora de la mañana, el tren del circo de los Hermanos Nesci se detiene en una vía muerta junto a la nuestra. El sheriff y los inspectores de ferrocarriles regresan y saludan al director como si fuera una visita de la realeza. Recorren la explanada juntos y acaban estrechándose las manos afectuosamente y riendo a grandes carcajadas.
Cuando los hombres de los Hermanos Nesci empiezan a meter los animales y el equipamiento de los Hermanos Benzini en sus carpas y su tren, ni el más ferviente optimista de entre nosotros puede seguir negando lo evidente.
Tío Al se ha fugado. Todos y cada uno de nosotros estamos sin trabajo.
Piensa, Jacob. Piensa.
Tenemos dinero suficiente para salir de aquí, pero ¿de qué nos serviría sin un sitio al que ir? Esperamos un hijo. Necesitamos un plan. Necesito encontrar trabajo.
Me acerco a la oficina de correos y llamo al decano Wilkins. Me daba miedo que no se acordara de mí, pero parece alegrarse de tener noticias mías. Me dice que muy a menudo se ha preguntado adónde habría ido y si me encontraría bien y, por cierto, ¿dónde he estado los últimos tres meses y medio?
Respiro profundamente y, cuando todavía estoy pensando lo difícil que va a ser explicarlo todo, las palabras empiezan a brotar de mi boca. Surgen solas, compitiendo por tener prioridad, y a veces me salen tan embrolladas que tengo que volver atrás y retomar un hilo diferente. Cuando al fin me callo, el decano Wilkins permanece tanto tiempo en silencio que me pregunto si se habrá cortado la comunicación.
—¿Decano Wilkins? ¿Sigue usted ahí? —digo. Me separo el auricular de la oreja y lo observo. Pienso en darle unos golpes contra la pared, pero no lo hago porque la empleada me está mirando. De hecho, me está mirando fascinada porque ha escuchado todo lo que estaba contando. Me giro hacia la pared y me vuelvo a poner el auricular en la oreja.
El decano Wilkins carraspea, tartamudea unos segundos y luego dice que sí, que sin lugar a dudas estará encantado de que regrese y haga los exámenes.
Cuando vuelvo a la explanada, Rosie se encuentra a cierta distancia de la carpa de las fieras con el director gerente de los Hermanos Nesci, el sheriff y un inspector de ferrocarriles. Acelero el paso.
—¿Qué diablos pasa aquí? —pregunto deteniéndome junto al flanco de Rosie.
El sheriff me mira.
—¿Es usted el responsable de este circo?
—No —le digo.
—Pues esto no es asunto suyo —dice él.
—Esta elefanta es mía. Eso lo convierte en mi asunto.
—Este animal es parte de los bienes incautados al circo de los Hermanos Benzini y, como sheriff, estoy autorizado en nombre de la…
—Y una mierda. Es mía.
Se va reuniendo una multitud, formada principalmente por peones desocupados de los Hermanos Benzini. El sheriff y el inspector intercambian miradas nerviosas.
Greg da un paso adelante. Nos miramos a los ojos. Luego se dirige al sheriff.
—Es cierto. Le pertenece. Es domador ambulante. Ha estado viajando con nosotros, pero la elefanta es suya.
—Supongo que podrán probarlo.
La cara se me enciende. Greg mira al sheriff con abierta hostilidad. Al cabo de un par de segundos empieza a apretar los dientes.
—En ese caso —dice el sheriff con una sonrisa tensa—, déjenos que cumplamos nuestro deber.
Me encaro con el director gerente de los Hermanos Nesci. Él abre los ojos sorprendido.
—No le interesa —digo—. Es más simple que el asa de un cubo. Yo puedo hacer que haga un par de cosas, pero usted no sacará nada de ella.
Él arquea las cejas.
—¿Eh?
—Adelante, intente que haga algo —le insto.
Me mira como si me hubieran salido cuernos.
—En serio —le digo—. ¿Tiene un domador de elefantes? Intente que haga algo con ella. Es una inútil, una estúpida.
Sigue mirándome unos instantes. Luego gira la cabeza.
—Dick —rezonga—, haz que haga algo.
Un hombre con una pica en las manos se adelanta.
Miro a Rosie a los ojos. Por favor, Rosie. Entiende lo que está pasando aquí. Por favor.
—¿Cómo se llama? —dice Dick mirándome por encima del hombro.
—Gertrude.
Se vuelve hacia Rosie.
—Gertrude, ven aquí. Ven aquí, ya —su voz es alta, autoritaria.
Rosie resopla y se pone a balancear la trompa.
—Gertrude, ven aquí ahora mismo —repite.
Rosie parpadea. Barre el suelo con la trompa y se queda quieta. Curva la punta y recoge polvo del suelo ayudándose con una pata. Luego la gira por el aire, lanzando el polvo que ha recogido por encima de su espalda y rociando a la gente que la rodea. Algunos de los presentes ríen.
—Gertrude, levanta la pata —dice Dick adelantándose hasta colocarse a su lado. Le da unos golpecitos con la pica en la parte de atrás de la pata—. ¡Levanta!
Rosie sonríe y le hurga en los bolsillos. Sus cuatro patas permanecen firmes en el suelo.
El domador retira la trompa y se gira hacia su jefe.
—Tiene razón. No sabe nada de nada. ¿Cómo habéis conseguido sacarla aquí fuera?
—La ha traído este sujeto —dice el director señalando a Greg. Él se gira hacia mí—. ¿Y qué es lo que hace?
—Está en la carpa de las fieras y le dan dulces.
—¿Nada más? —pregunta incrédulo.
—No —respondo.
—No me extraña que se haya arruinado el circo —dice sacudiendo la cabeza. Se gira hacia el sheriff—. Bueno, ¿qué más tiene?
No oigo nada más porque los oídos me zumban.
¿Qué demonios he hecho?
Contemplo meditabundo las ventanas del vagón 48, pensando en cómo contarle a Marlena que ahora tenemos una elefanta, cuando de repente sale corriendo por la puerta y salta de la plataforma como una gacela. Cae al suelo y sigue corriendo, impulsándose con piernas y brazos.
Me giro para seguir su trayectoria e inmediatamente descubro el motivo. El sheriff y el gerente de los Hermanos Nesci se encuentran frente a la carpa de las fieras, estrechándose las manos y sonriendo. Los caballos de Marlena están en fila detrás de ellos, sujetos por hombres del circo de los Nesci.
Los dos hombres se giran sorprendidos cuando llega a su lado. Estoy demasiado lejos para enterarme de lo que dicen, pero algunos fragmentos de su discusión, las partes que dicen en voz más alta, me llegan. Expresiones como «cómo se atreven», «desfachatez enorme» y «descaro». Ella gesticula violentamente, agitando los brazos. Las palabras «gran robo» y «acusación» cruzan el aire de la explanada. ¿O ha dicho «prisión»?
Los hombres la observan asombrados.
Por fin se calma. Cruza los brazos, frunce el ceño y da golpecitos con el pie. Los hombres se miran con los ojos muy abiertos. El sheriff se vuelve a ella y abre la boca, pero antes de que pueda pronunciar una sola palabra Marlena explota de nuevo, gritando como un basilisco y sacudiendo un dedo ante sus caras. El hombre retrocede un paso, pero ella avanza al mismo tiempo. Él se detiene y aguanta con el pecho hinchado y los ojos cerrados. Cuando Marlena deja de agitar el dedo, vuelve a cruzar los brazos. Da golpecitos con el pie, inclina la cabeza.
El sheriff abre los ojos y se vuelve para mirar al director gerente. Tras una pausa tensa, se encoge de hombros con timidez. El gerente arruga el ceño y mira a Marlena.
Tarda aproximadamente cinco segundos en dar un paso hacia atrás y levantar las manos en gesto de rendición. Tiene escrita la palabra «tío» por toda la cara. Marlena se pone las manos en las caderas y espera con una mirada furibunda. Al final, el hombre se gira y, a gritos, les da instrucciones a los peones que sujetan los caballos.
Marlena los observa hasta que los once han sido devueltos a la carpa de las fieras. Luego regresa al vagón 48.
Dios santo. No sólo soy un parado sin hogar, sino que además tengo que cuidar de una mujer embarazada, un perro abandonado, una elefanta y once caballos.
Regreso a la oficina de correos y llamo al decano Wilkins. Esta vez se queda callado más tiempo. Por fin tartamudea una disculpa: lo siente muchísimo de verdad, ojalá pudiera ayudarnos; sigue esperándome para pasar los exámenes finales, pero no tiene la menor idea de lo que puedo hacer con la elefanta.
Vuelvo a la explanada rígido de pánico. No puedo dejar aquí a Marlena y a los animales mientras me voy a Ithaca a hacer los exámenes. ¿Y si el sheriff vende la carpa de las fieras mientras tanto? A los caballos les podemos encontrar alojamiento, y podemos permitirnos un hotel para Marlena y Queenie, pero ¿Rosie?
Cruzo la explanada describiendo un gran arco alrededor de los montones de lona. Los trabajadores del circo de los Hermanos Nesci están desenrollando varias piezas de la gran carpa bajo la atenta vigilancia del capataz. Parece que están buscando desgarraduras antes de hacer una oferta por ella.
Remonto las escaleras del vagón 48 con el corazón palpitante y la respiración agitada. Necesito tranquilizarme, la cabeza me da vueltas en círculos cada vez más pequeños. Esto no va bien, nada bien.
Empujo la puerta. Queenie se acerca a mis pies y levanta la mirada hacia mí con una conmovedora mezcla de desconcierto y gratitud. Menea la cola sin convicción. Me inclino y le rasco la cabeza.
—¿Marlena? —la llamo enderezándome.
Sale de detrás de la cortina verde. Parece temerosa, retorciéndose los dedos y evitando mirarme a los ojos.
—Jacob… Oh, Jacob. He hecho una verdadera tontería.
—¿Qué? —pregunto—. ¿Te refieres a los caballos? No te preocupes. Ya lo sé.
Me mira sorprendida.
—¿Lo sabes?
—Estaba observando. Era muy evidente lo que estaba pasando.
Ella se ruboriza.
—Lo siento. Sencillamente… reaccioné. No pensé en lo que íbamos a hacer con ellos después. Es que los quiero tanto que no podía permitir que se los llevaran. Él no es mejor que Tío Al.
—Está bien. Lo entiendo —hago una pausa—. Marlena, yo también tengo que decirte una cosa.
—¿Ah, sí?
Abro y cierro la boca sin decir palabra.
Ella tiene una expresión de preocupación.
—¿De qué se trata? ¿Pasa algo? ¿Es algo malo?
—He llamado al decano de Cornell y está dispuesto a dejarme hacer los exámenes.
Se le ilumina la cara.
—¡Es maravilloso!
—Y también tenemos a Rosie.
—¿Que tenemos qué?
—Me ha pasado lo mismo que a ti con los caballos —digo a toda prisa para intentar explicarme—. No me ha gustado el aspecto del domador de elefantes, y no podía dejar que se la llevara… Sólo Dios sabe cómo habría acabado. Quiero a esa elefanta. No podía separarme de ella. Así que he dicho que era mía. Y supongo que ahora lo es.
Marlena me mira un largo rato. Luego, para mi gran alivio, asiente con la cabeza y dice:
—Has hecho bien. Yo también la quiero. Se merece algo mejor que lo que ha tenido hasta ahora. Pero eso significa que estamos en un aprieto —mira por la ventana con los ojos entornados para pensar—. Tenemos que encontrar trabajo en otro circo —dice por fin—. Eso es todo.
—¿Ahora? Nadie contrata números nuevos.
—Ringling contrata siempre, si eres bueno.
—¿Crees de verdad que tenemos alguna posibilidad?
—Claro que sí. Nuestro número con la elefanta es increíble, y tú eres un veterinario formado en Cornell. Tenemos muchas posibilidades. Pero habrá que casarse. Ésos sí que son como una catequesis.
—Cariño, tengo intención de casarme contigo en el instante en que se seque la tinta del certificado de defunción.
Su cara pierde el color.
—Oh, Marlena. Lo siento —digo—. Ha sonado horrible. Lo que quería decir es que ni por un momento he dudado de que quiero casarme contigo.
Tras una breve pausa, levanta una mano y la posa sobre mi mejilla. Luego recoge su bolso y su sombrero.
—¿Adónde vas? —le pregunto.
Se pone de puntillas y me besa.
—A hacer esa llamada de teléfono. Deséame suerte.
—Buena suerte —le digo.
La sigo hasta afuera y me siento en la plataforma de metal para verla alejarse poco a poco. Anda con gran seguridad, colocando un pie exactamente delante del otro y con los hombros muy rectos. Todos los hombres de la explanada se vuelven a su paso. La contemplo hasta que desaparece tras la esquina de un edificio.
Cuando me levanto para regresar al compartimento, se oye una exclamación de sorpresa de los hombres que desenrollan la carpa. Uno de ellos retrocede a grandes pasos agarrándose el estómago. Luego se dobla por la mitad y vomita en la hierba. Los demás siguen con la mirada clavada en lo que han descubierto. El capataz se quita el sombrero y se lo pega al pecho. Uno por uno, todos hacen lo mismo.
Voy hacia ellos sin dejar de mirar el bulto oscuro. Es grande, y a medida que me acerco voy distinguiendo retazos de escarlata, brocado de oro y cuadros blancos y negros.
Es Tío Al. Un improvisado garrote vil le estrangula la garganta ennegrecida.
Esa misma noche, Marlena y yo nos colamos en la carpa de las fieras y nos llevamos a Bobo a nuestro compartimento.
De perdidos, al río.