image

RINGLING CIRCUS MUSEUM, SARASOTA, FLORIDA

VEINTIDÓS

—Shhh, no te muevas.

No me muevo, pero mi cabeza baila y rebota con los movimientos del tren. El silbato de la locomotora suena lastimero, un sonido distante que de algún modo logra atravesar el insistente zumbido de mis oídos. Todo mi cuerpo parece de plomo.

Noto en la frente algo frío y húmedo. Abro los ojos y veo un despliegue de colores y formas cambiantes. Cuatro brazos borrosos se mueven sobre mi cabeza y luego se unen en un solo miembro rechoncho. Tengo una arcada, mis labios forman involuntariamente un túnel. Giro la cabeza, pero no sale nada.

—No abras los ojos —dice Walter—. Estate quieto.

—Hrrmph —mascullo. Dejo que la cabeza caiga a un lado y el trapo se desliza. Un momento después me lo vuelven a poner.

—Te has llevado un buen golpe. Me alegro de que hayas vuelto.

—¿Se está recuperando? —dice Camel—. Eh, Jacob, ¿todavía sigues con nosotros?

Tengo la sensación de estar saliendo de una mina profunda, me cuesta saber dónde estoy. Parece que me encuentro tumbado en el jergón. El tren ya está en movimiento. Pero ¿cómo he llegado aquí y por qué estaba dormido?

¡Marlena!

Abro los ojos de golpe. Hago un esfuerzo para levantarme.

—¿No te he dicho que te esté quieto? —me riñe Walter.

—¡Marlena! ¿Dónde está Marlena? —resuello y caigo de nuevo en la almohada. La cabeza me da vueltas. Es como si tuviera el cerebro suelto. Cuando abro los ojos es todavía peor, así que los cierro otra vez. Eliminado todo estímulo visual, la oscuridad parece más grande que mi cabeza, como si mi cavidad craneal se hubiera dado la vuelta de dentro afuera.

Walter está de rodillas a mi lado. Me quita el trapo de la frente, lo sumerge en agua y lo escurre. El agua cae de nuevo en la palangana con un sonido claro y cristalino, un repiqueteo familiar. El zumbido empieza a ceder, reemplazado por un dolor palpitante que cruza de un oído al otro por la parte de atrás del cráneo.

Walter vuelve a ponerme el trapo en la cara. Me limpia la frente, las mejillas y el mentón, dejándome la piel húmeda. La sensación de frescor me despeja y permite que me concentre en el exterior de mi cabeza.

—¿Dónde está? ¿Le ha hecho daño?

—No lo sé.

Abro los ojos otra vez y el mundo se balancea violentamente. Me apoyo en los codos con dificultad, y en esta ocasión Walter no me empuja. En vez de eso, se inclina hacia mí y me observa los ojos.

—Mierda. Tienes las pupilas de diferente tamaño. ¿Te apetece beber algo? —dice.

—Eh… sí —jadeo. Me cuesta encontrar las palabras. Sé lo que quiero expresar, pero es como si el camino entre mi cerebro y mi boca estuviera relleno de algodón.

Walter cruza la habitación y una chapa de botella rebota en el suelo. Vuelve a mi lado y me pone una botella en los labios. Es zarzaparrilla.

—Me temo que no tengo nada mejor —dice pesaroso.

—Malditos polis —gruñe Camel—. ¿Estás bien, Jacob?

Quisiera contestar, pero mantenerme incorporado requiere toda mi atención.

—Walter, ¿está bien? —esta vez el tono de Camel es bastante más preocupado.

—Creo que sí —dice Walter. Deja la botella en el suelo—. ¿Quieres probar a sentarte? ¿O prefieres esperar unos minutos?

—Tengo que ir a buscar a Marlena.

—Olvídalo, Jacob. Ahora mismo no puedes hacer nada.

—Tengo que ir. ¿Y si él…? —la voz se me quiebra. Ni siquiera puedo acabar la frase. Walter me ayuda a sentarme.

—No puedes hacer nada ahora.

—Eso no lo puedo aceptar.

Walter se gira enfadado.

—Por el amor de Dios, ¿quieres escucharme por una vez en tu vida?

Su cólera me deja callado. Doblo las rodillas y me inclino de manera que apoyo la cabeza en los brazos. La siento pesada, enorme, al menos tan grande como mi cuerpo.

—Que estemos en un tren en marcha y tú sufras una contusión es lo menos grave. Estamos metidos en un lío. En un buen lío. Y en este momento lo único que puedes hacer es empeorar las cosas. Joder, si no te hubieran dejado sin sentido y no tuviéramos todavía a Camel aquí, esta noche yo no habría vuelto a subir a este tren.

Bajo la mirada al jergón entre las piernas e intento concentrarme en los profundos pliegues del tejido. Las cosas empiezan a calmarse, ya no se mueven tanto. A cada minuto que pasa, más y más partes de mi cerebro se van poniendo en funcionamiento.

—Mira —continúa Walter con una voz más suave—, nos faltan tres días para entregar a Camel. Y mientras tanto tenemos que arreglarnos lo mejor que podamos.

Eso significa vigilarnos las espaldas y no hacer ninguna tontería.

—¿Entregar a Camel? —dice el aludido—. ¿Es así como pensáis de mí?

—¡Por el momento, sí! —brama Walter—. Y tendrías que estar agradecido, porque ¿qué coño crees que pasaría si nos largáramos ahora mismo? ¿Mmmmm?

No surge ninguna respuesta del camastro.

Walter hace una pausa y suspira.

—Mira, lo que ha pasado con Marlena es horrible, pero ¡por el amor de Dios!, si nos vamos antes de Providence, Camel no tiene nada que hacer. Marlena va a tener que cuidar de sí misma los próximos tres días. Joder, que ya lo ha hecho durante cuatro años. Creo que puede aguantar tres días más.

—Está embarazada, Walter.

—¿Qué?

Se produce un largo silencio. Levanto la mirada.

Walter arruga la frente.

—¿Estás seguro?

—Eso dice.

Me mira a los ojos largo rato. Intento mantenerle la mirada, pero mis ojos se desvían rítmicamente hacia los lados.

—Un motivo más para tener mucho cuidado. ¡Jacob, mírame!

—¡Ya lo intento! —digo.

—Vamos a largarnos de aquí. Pero para que todos lo logremos, hay que hacer las cosas bien. No podemos hacer nada, ¡nada!, hasta que se vaya Camel. Cuanto antes te hagas a la idea, mejor.

Desde el camastro se oye un sollozo. Walter gira la cabeza.

—¡Cállate, Camel! No aceptarían que volvieras si no te hubieran perdonado. ¿O preferirías que te dieran luz roja?

—No estoy muy seguro —gime.

Walter se vuelve hacia mí.

—Mírame, Jacob. Mírame —cuando le miro continúa—. Ella le tendrá a raya. Te aseguro que le tendrá a raya. Es la única que sabe hacerlo. Sabe lo que se juega. Sólo son tres días.

—¿Y luego qué? Como tú mismo has dicho todo el tiempo, no tenemos adónde ir.

Gira la cara, enfurecido. Luego vuelve a mirarme.

—Jacob, ¿de verdad entiendes la situación en la que nos encontramos? Porque a veces me lo pregunto.

—¡Claro que sí! Pero es que no me gusta ninguna de las opciones.

—A mí tampoco. Pero como te he dicho, eso tendremos que resolverlo más tarde. En este momento tenemos que concentrarnos en salir vivos de aquí.

A la hora de dormir, Camel sorbe y solloza incesantemente, a pesar de que Walter le asegura repetidas veces que su familia le va a recibir con los brazos abiertos.

Por fin se duerme. Walter le echa un último vistazo y apaga la lámpara. Queenie y él se retiran a la manta del rincón. Al cabo de unos minutos empieza a roncar.

Me levanto con cuidado, poniendo a prueba mi equilibrio a cada movimiento. Cuando consigo ponerme recto con éxito doy un inseguro paso adelante. Estoy mareado, pero parece que puedo dominarlo. Doy varios pasos seguidos y, al ver que puedo hacerlo, me dirijo al baúl.

Seis minutos después estoy gateando por el techo del vagón de los caballos a cuatro patas y con el cuchillo de Walter sujeto con los dientes.

Lo que dentro del tren suena como un leve traqueteo es un violento estruendo aquí arriba. Los vagones se inclinan y saltan al tomar una curva; yo me detengo y me aferro a la pasarela del techo hasta que volvemos a avanzar en línea recta.

Al final del vagón hago una pausa para considerar mis opciones. En teoría, podría bajar por la escalerilla, saltar de la plataforma y cruzar los vagones que me separan del que busco. Pero no puedo arriesgarme a que me vean.

Eso es lo que hay.

Me pongo de pie, aún con el cuchillo entre los dientes. Separo las piernas, doblo las rodillas, muevo los brazos para afuera, como el funámbulo.

La separación entre este vagón y el siguiente parece inmensa, un gran abismo sobre la eternidad. Me preparo, apretando la lengua contra el metal amargo del cuchillo. Luego salto, poniendo en juego hasta el último gramo de músculo en propulsarme por el aire. Balanceo enloquecido brazos y piernas, preparándome para agarrarme a cualquier cosa, a lo que sea, si fallo.

Caigo en el techo. Me aferro a la barra de la pasarela jadeando como un perro por los lados del cuchillo. Una cosa caliente me fluye por las comisuras de la boca. Todavía arrodillado junto a la pasarela, me quito el cuchillo de la boca y chupo la sangre de los labios. Luego lo vuelvo a poner teniendo mucho cuidado de no pegarlo a éstos.

Con el mismo procedimiento recorro cinco vagones. A cada salto aterrizo un poco más limpiamente, un poco más seguro. En el sexto tengo que recordarme a mí mismo que he de tener cuidado.

Cuando llego al vagón de dirección me siento en el techo y pienso en lo que voy a hacer. Me duelen los músculos, la cabeza me da vueltas y me falta el aire.

El tren toma otra curva y me sujeto a las barras mirando hacia la locomotora. Estamos rodeando una colina boscosa en dirección a un puente. Por lo que puedo ver en la oscuridad, el puente tiene una caída de veinte metros sobre la ribera rocosa de un río. El tren sufre otra sacudida y decido que el resto del camino hasta el vagón 48 lo voy a hacer por dentro.

Aún con el cuchillo en la boca, me descuelgo por un lado de la plataforma. Los vagones en los que se alojan los artistas y los jefes están unidos por planchas de metal, o sea que lo único que tengo que hacer es asegurarme de que caigo en ellas. Estoy colgando de las puntas de los dedos cuando el tren da otro tumbo y mis piernas se balancean hacia un lado. Me aferro con desesperación, pero los dedos sudorosos resbalan sobre el metal estriado.

Cuando el tren recupera la línea recta, me dejo caer en la plancha. La plataforma tiene una barandilla y me apoyo en ella unos instantes para reponerme. Con los dedos doloridos y temblorosos saco el reloj del bolsillo. Son casi las tres de la mañana. Las posibilidades de encontrarme con alguien son escasas. Pero todo puede ser.

El cuchillo es un problema. Es demasiado largo para guardarlo en un bolsillo y demasiado afilado para metérmelo en la cintura. Al final, lo envuelvo en la chaqueta y lo llevo bajo el brazo. Me paso los dedos por el pelo, limpio la sangre de mis labios y abro la puerta.

El pasillo está vacío, iluminado por la luz de la luna que entra por las ventanas. Me paro el tiempo suficiente para observar. Ya estamos sobre el puente. Había subestimado su altura: nos encontramos por lo menos a cuarenta metros por encima de los peñascos de la cuenca del río y con una amplia extensión de nada ante nosotros. Noto el balanceo del tren y me alegro de no seguir allí arriba.

Pronto me encuentro mirando el picaporte del compartimento 3. Desenvuelvo el cuchillo y lo dejo en el suelo mientras me pongo la chaqueta. Luego lo recojo y me quedo mirando fijamente al picaporte un rato más.

Cuando lo giro emite un sonoro chasquido y me quedo inmóvil, sin soltarlo, esperando a ver si hay alguna reacción. Al cabo de unos segundos lo sigo girando y empujo la puerta hacia dentro.

Dejo la puerta abierta por miedo a que, si la cierro, le despierte.

Si está tumbado boca arriba, un rápido tajo en la tráquea será suficiente. Si está boca abajo o de lado, se lo clavaré asegurándome de que la hoja le atraviese la laringe. En cualquier caso, el objetivo será la garganta. No puedo flaquear, porque tiene que ser lo bastante profundo para que se desangre enseguida, sin gritar.

Me acerco sigilosamente al dormitorio, empuñando el cuchillo. La cortina de terciopelo está echada. Separo el borde de ésta y espío dentro. Cuando veo que está él solo respiro aliviado. Ella está a salvo, probablemente en el vagón de las vírgenes. De hecho, debo de haberme arrastrado sobre ella de camino aquí.

Entro y me pongo junto a la cama. Él duerme en un lado, respetando el sitio de la ausente Marlena. Las cortinas de la ventana están recogidas y la luz de la luna brilla entre los árboles, iluminando y ocultando su rostro sucesivamente.

Le observo con atención. Lleva un pijama de rayas y parece tranquilo, incluso inocente. Tiene el pelo oscuro revuelto y las comisuras de su boca se mueven en una sonrisa indecisa. Está soñando. Inesperadamente, se mueve, chasca los labios y se da la vuelta a un lado. Alarga la mano hacia el lugar de Marlena y palpa el espacio vacío unas cuantas veces. Luego desliza la mano hasta la almohada. La agarra y se la acerca al pecho, abrazándola, hundiendo la cara en ella.

Levanto el cuchillo con las dos manos, con la punta dispuesta a sesenta centímetros de su cuello. Tengo que hacerlo bien. Ajusto el ángulo de la hoja para que el corte lateral haga el mayor daño posible. El tren sale de la zona de árboles y un fino rayo de luna alcanza la hoja. Ésta centellea y lanza diminutas partículas de luz mientras ajusto el ángulo. August se mueve otra vez, ronca y se pone bruscamente boca arriba. Su brazo izquierdo se sale de la cama y queda a unos centímetros de mi muslo. El cuchillo sigue refulgiendo, recogiendo y reflejando la luz. Pero los movimientos ya no se deben a mis ajustes. Me tiemblan las manos. La mandíbula inferior de August se separa y aspira con un terrible ronquido, y hace ruiditos con los labios. La mano que ha quedado junto a mi muslo está inerte. Los dedos de la otra se estremecen.

Me inclino por encima de él y dejo cuidadosamente el cuchillo sobre la almohada de Marlena. Le observo unos segundos más y me marcho.

Ahora que la adrenalina ya no corre por mis venas, vuelvo a sentir la cabeza más grande que el cuerpo y me tambaleo por los pasillos hasta que llego al final de los compartimentos.

Tengo que tomar una decisión. O vuelvo a subirme al techo o cruzo el vagón de dirección, donde es muy posible que todavía haya alguien despierto jugando a las cartas, y paso además por los coches cama, momento en el que tendré que subirme para entrar en el vagón de los caballos. Así que decido trepar antes mejor que después.

Casi está por encima de mis posibilidades. Me duele la cabeza y tengo el equilibrio seriamente limitado. Me subo a la barandilla de una plataforma exterior y logro escalar hasta el techo a duras penas. Una vez allí, me tumbo en la pasarela, agotado y débil. Paso diez minutos recuperándome y luego empiezo a arrastrarme. Tengo que descansar de nuevo al otro lado del vagón, derrumbado entre las barandillas. Estoy totalmente extenuado. No sé cómo voy a poder seguir, pero tengo que hacerlo porque si me quedo dormido aquí me caeré del tren en la primera curva que tomemos.

El zumbido ha vuelto y los ojos me dan saltos. Vuelo por encima del gran abismo cuatro veces, convencido cada una de ellas de que no voy a lograrlo. A la quinta casi no lo consigo. Mis manos alcanzan las finas barras de hierro, pero me doy un golpe en el estómago con el borde del vagón. Me quedo colgando, aturdido, tan cansado que me pasa por la cabeza cuánto más fácil sería abandonarse. Es como se debe de sentir en el último momento la gente que se ahoga, cuando por fin dejan de luchar y se entregan al abrazo del agua. Sólo que lo que a mí me espera no es el abrazo del agua. Es un violento desmembramiento.

Reacciono y me impulso con las piernas hasta que me sujeto al borde superior del coche. A partir de allí es relativamente fácil remontarse, y un segundo después estoy otra vez tumbado en el techo del vagón, respirando con dificultad.

El silbato del tren suena y levanto mi inmensa cabeza. Estoy en el techo del vagón de los caballos. Sólo tengo que llegar hasta el tragaluz y dejarme caer. Me arrastro hasta allí a trompicones. Está abierto, lo que me extraña porque creo recordar que lo dejé cerrado. Me deslizo por él y me precipito al suelo. Uno de los caballos relincha y sigue gruñendo y piafando, molesto por algo.

Giro la cabeza. La puerta exterior está abierta.

Me doy la vuelta a toda prisa y miro la puerta interior. También está abierta.

—¡Walter! ¡Camel! —grito.

No se oye nada más que el sonido de la puerta que golpea suavemente la pared, siguiendo el ritmo de las traviesas que traquetean debajo de nosotros.

Me pongo de pie y voy a la puerta. Doblado sobre mí mismo, y apoyándome con una mano en el quicio de la puerta y con la otra en el muslo, inspecciono el interior de la habitación con los ojos extraviados. La sangre se me ha ido de la cabeza y el campo de visión se me vuelve a llenar de fogonazos blancos y negros.

—¡Walter! ¡Camel!

Empiezo a recuperar la vista poco a poco, por lo que me encuentro girando la cabeza para intentar ver las cosas por la periferia. La única luz es la que entra por las rendijas y revela un camastro vacío. El jergón también lo está, lo mismo que la manta del rincón.

Voy tambaleándome hasta la fila de baúles y me inclino por encima de ellos.

—¿Walter?

Sólo me encuentro con Queenie, que tiembla hecha una bola. Levanta la mirada aterrada y ya no me cabe la menor duda.

Me desplomo en el suelo, desbordado por la pena y la culpabilidad. Tiro un libro contra la pared. Doy puñetazos en el suelo. Sacudo los puños contra el cielo y contra Dios, y cuando por fin cedo a un llanto incontrolable, Queenie sale de detrás de los baúles y se me sube a las piernas. Abrazo su cuerpo cálido hasta que nos quedamos meciéndonos en silencio.

Quiero creer que llevarme el cuchillo no ha cambiado las cosas. Pero así y todo, le dejé sin su cuchillo, sin una mínima oportunidad.

Quiero creer que han sobrevivido. Intento imaginarlo: los dos rodando por el suelo cubierto de musgo del bosque entre juramentos indignados. Seguro que en este mismo instante Walter está yendo a buscar ayuda. Habrá acomodado a Camel en un sitio resguardado y habrá ido a buscar ayuda.

Vale. Vale. No está tan mal como imaginé al principio. Iré a por ellos. Por la mañana agarraré a Marlena y volveremos hasta la ciudad más próxima y preguntaremos en el hospital. Tal vez incluso en la cárcel, por si en el pueblo los han tomado por vagabundos. No será demasiado difícil deducir cuál es la ciudad más cercana. Puedo localizarla por la proximidad del…

No puede ser. No pueden haber hecho eso. Nadie puede haber dado luz roja a un anciano impedido y a un enano en un puente. Ni siquiera August. Ni siquiera Tío Al.

Paso el resto de la noche planeando diferentes formas de matarles, dándoles vueltas a las ideas en la cabeza y saboreándolas, como si estuviera jugando con cantos rodados.

El chirrido de los frenos de aire me saca del trance. Antes de que el tren haya parado del todo salto a la grava y corro hacia los coches cama. Subo los escalones de hierro del primero, lo bastante destartalado como para albergar trabajadores, y abro la puerta con tal violencia que rebota y se vuelve a cerrar. La abro otra vez y entro.

—¡Earl! ¡Earl! ¿Dónde estás? —la voz me sale gutural por el odio y la rabia—. ¡Earl!

Recorro a zancadas el pasillo asomándome a las literas. Ninguna de las caras que me miran sorprendidas es la de Earl.

Al siguiente vagón.

—¡Earl! ¿Estás aquí?

Me detengo y giro hacia el asombrada ocupante de una de las literas.

—¿Dónde coño está? ¿Está aquí?

—¿Te refieres a Earl el de seguridad?

—Sí. A ese mismo me refiero.

Señala con el pulgar por encima de su hombro.

—Dos vagones más allá.

Atravieso otro vagón tratando de esquivar los miembros que asoman de las literas inferiores, los brazos que se salen de sus límites.

Abro la puerta corredera de golpe.

—¡Earl! ¿Dónde coño estás? ¡Sé que estás aquí!

Hay un silencio de asombro en el que los hombres de ambos lados del vagón se asoman de sus literas para ver quién es el intruso vocinglero. Cuando he recorrido tres cuartas partes del coche veo a Earl. Me lanzo sobre él.

—¡Hijo de la gran puta! —exclamo intentando agarrarle por el cuello—. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido?

Earl se levanta de la litera de un salto y me retiene las manos a los lados.

—Uf… tranquilo, Jacob. Cálmate. ¿Qué te pasa?

—¡Sabes muy bien de qué estoy hablando, no me jodas! —chillo retorciendo los antebrazos hacia fuera para liberarme.

Me lanzo sobre él pero, antes de que pueda darme cuenta, ya me tiene otra vez a la distancia de su brazo.

—¿Cómo has podido hacerlo? —las lágrimas corren por mi cara—. ¿Cómo has podido? ¡Creía que eras amigo de Camel! ¿Y qué coño te había hecho Walter en toda su vida?

Earl se pone pálido. Se queda inmóvil, todavía con sus manos cerradas alrededor de mis muñecas. La impresión que se refleja en su cara es tan auténtica que dejo de luchar.

Los dos nos miramos horrorizados. Pasan los segundos. Un murmullo de pánico recorre el resto del vagón.

Earl me suelta y dice:

—Sígueme.

Los dos bajamos del tren, y cuando ya nos hemos alejado al menos una docena de metros se vuelve hacia mí.

—¿Han desaparecido?

Le observo detenidamente, buscando respuestas en su cara. No encuentro ninguna.

—Sí.

Earl toma aire. Cierra los ojos. Durante un instante creo que va a llorar.

—¿Me estás diciendo que no sabías nada? —pregunto.

—¡Qué va, coño! ¿Qué te crees que soy? Nunca haría una cosa como ésa. Mierda. Joder. El pobre viejo. Espera un momento… —dice clavando los ojos en mí de repente—. ¿Dónde estabas tú?

—Por ahí —le digo.

Earl me mira unos instantes y luego baja los ojos al suelo. Se pone las manos en las caderas y suspira, moviendo la cabeza y pensando.

—Muy bien —dice—. Voy a averiguar a cuántos otros pobres incautos han tirado, pero déjame que te diga una cosa: a los artistas no los tiran por muy despreciables que sean. Si Walter ha desaparecido es que iban a por ti. Y si yo fuera tú, me pondría a andar ahora mismo y ni volvería la vista atrás.

—¿Y si no lo puedo hacer?

Me mira con dureza. Mueve las mandíbulas de un lado a otro. Me observa largo rato.

—Estarás a salvo en la explanada a plena luz del día —dice por fin—. Si esta noche vuelves a subirte al tren ni te acerques al vagón de los caballos. Muévete por los vagones de plataforma y métete debajo de los carromatos. No dejes que te pillen y no bajes la guardia. Y lárgate del circo tan pronto como puedas.

—Lo haré. Puedes creerme. Pero hay un par de cabos sueltos que tengo que resolver antes.

Earl me echa una última y prolongada mirada.

—Intentaré ponerme en contacto contigo más tarde —dice. Luego se encamina a grandes pasos hacia la cantina, donde los hombres del Escuadrón Volador se están congregando en pequeños grupos con ojos inquietos y expresiones atemorizadas.

Aparte de Camel y Walter, han desaparecido otros ocho hombres, tres del tren principal y los demás del Escuadrón Volador, lo que significa que Blackie y sus secuaces se dividieron en cuadrillas para cubrir diferentes partes del tren. Al estar el circo al borde de la ruina, lo más probable es que a los trabajadores les hubieran dado luz roja de todas formas, pero no encima de un puente. Eso estaba reservado para mí.

Se me pasa por la cabeza que la conciencia me impidió matar a August al mismo tiempo que alguien intentaba cumplir sus órdenes de matarme.

Me pregunto qué habrá sentido al despertarse junto al cuchillo. Espero que comprenda que, aunque empezó como una amenaza, se ha transformado en una promesa. Se lo debo a todos y cada uno de los hombres que han sido arrojados del tren.

Deambulo por ahí toda la mañana, buscando a Marlena como un loco. No la encuentro por ninguna parte.

Tío Al se pasea con sus pantalones de cuadros blancos y negros y su chaleco escarlata, dando pescozones a todo aquél que no sea lo bastante rápido para retirarse de su camino. En un momento dado me ve y frena en seco. Nos enfrentamos separados por ochenta metros. Le miro insistentemente, intentando canalizar todo mi odio a través de mis ojos. Al cabo de unos segundos, sus labios dibujan una sonrisa fría. Luego hace un giro seco a la derecha y sigue su camino con sus acólitos pisándole los talones.

Cuando suben la bandera de la cantina a la hora de comer, observo desde lejos. Marlena está en la cola de la comida vestida con ropa de calle. Sus ojos examinan la multitud; sé que me está buscando y espero que sepa que me encuentro bien. Prácticamente nada más sentarse, August aparece de la nada y se sienta enfrente de ella. No lleva comida. Dice algo y luego alarga la mano y agarra a Marlena de la muñeca. Ella retrocede y se le derrama el café. Los que les rodean se vuelven para mirarles. Él la suelta y se levanta tan rápido que el banco cae al suelo. Luego se marcha a toda prisa. En cuanto se va, corro a la cantina.

Marlena sube la mirada, me ve y palidece.

—¡Jacob! —exclama sin aliento.

Levanto el banco y me siento en el borde.

—¿Te ha hecho daño? ¿Estás bien? —digo.

—Estoy bien. Pero ¿qué tal estás tú? He oído que… —las palabras se atascan en su garganta y se cubre la boca con la mano.

—Nos marchamos hoy mismo. Te estaré observando. Sal de la explanada cuando puedas y yo te seguiré.

Me mira, pálida.

—¿Y qué hacemos respecto a Camel y Walter?

—Regresaremos a ver qué podemos averiguar.

—Necesito un par de horas.

—¿Para qué?

Tío Al aparece en la entrada de la cantina y chasca los dedos por el aire. Earl se acerca a él desde el otro lado de la tienda.

—Tenemos algún dinero en la habitación. Entraré a por él cuando no esté —dice Marlena.

—No. No merece la pena arriesgarse —digo.

—Tendré cuidado.

—¡No!

—Vamos, Jacob —dice Earl agarrándome del brazo—. El jefe quiere que te vayas de aquí.

—Dame sólo un segundo, Earl —le digo.

El suspira profundamente.

—Vale. Resístete un poco. Pero sólo un par de segundos, y después tengo que sacarte de aquí.

—Marlena —digo a la desesperada—, tienes que prometerme que no vas a ir allí.

—Tengo que hacerlo. La mitad del dinero es mío, y si no lo cojo no tendremos ni un centavo nuestro.

Me suelto de la mano de Earl y me planto delante de él. De su pecho, en realidad.

—Dime dónde está y yo iré a por él —murmuro mientras le clavo el dedo a Earl en el pecho.

—Dentro del banco de la ventana —susurra Marlena apresurada. Se levanta y rodea la mesa para colocarse a mi lado—. El banco se abre. Está en una lata de café. Pero probablemente sería más fácil para mí…

—Bueno, tengo que sacarte ya —dice Earl. Me da la vuelta y me retuerce el brazo detrás de la espalda. Me empuja hacia delante de manera que quedo doblado por la mitad.

Giro la cabeza hacia Marlena.

—Yo lo cojo. Tú no te acerques a ese vagón. ¡Prométemelo!

Me debato un poco y Earl me lo permite.

—¡Te he dicho que me lo prometas! —siseo.

—Te lo prometo —dice Marlena—. ¡Ten cuidado!

—¡Suéltame, hijo de puta! —le grito a Earl. Para disimular, naturalmente.

Él y yo hacemos una gran interpretación de mi expulsión de la carpa. Me pregunto si alguien se dará cuenta de que no me dobla el brazo lo suficiente como para hacerme daño. Pero compensa ese detalle lanzándome a unos tres metros por encima de la hierba.

Me paso toda la tarde espiando por las esquinas, escondiéndome detrás de las cortinas de las tiendas y acuclillándome bajo los carromatos. Pero ni una sola vez consigo acercarme al vagón 48 sin que me vean. Además, no he visto a August desde el almuerzo, o sea que es muy posible que esté allí. Así que sigo haciendo tiempo.

No hay función de tarde. A eso de las tres Tío Al se encarama a una caja en medio de la explanada e informa a todo el mundo de que más vale que el pase de la noche sea el mejor de sus vidas. No dice qué pasará si no es así, y nadie lo pregunta.

Así que se organiza un desfile improvisado, tras el cual se lleva a los animales a la carpa y los encargados de los dulces y de los otros puestos ponen en marcha sus negocios. La muchedumbre que ha seguido el desfile desde la ciudad se agolpa en el paseo, y al poco rato Cecil se está trabajando a los clientes delante de la feria.

Me encuentro pegado a la lona de la carpa de las fieras por fuera, y abro una de sus costuras para asomarme al interior.

Dentro, veo a August que trae a Rosie. Balancea el bastón de contera de plata bajo su vientre y detrás de sus patas traseras, amenazándola con él. La elefanta le sigue obedientemente, pero sus ojos están cargados de hostilidad. La conduce a su lugar habitual y le encadena la pata a la estaca. Ella mira la espalda encorvada del hombre con las orejas pegadas y luego, como si decidiera cambiar su actitud, bambolea la trompa y tantea el espacio que tiene delante. Encuentra un tentempié en el suelo y lo recoge. Curva la trompa hacia dentro y palpa el objeto con ella, comprobando su textura. Luego se lo lanza a la boca.

Los caballos de Marlena ya están puestos en fila, pero ella no está allí todavía. La mayoría de los palurdos ya han pasado camino de la gran carpa. Ella ya tendría que estar aquí. Vamos, vamos, ¿dónde estás?

Se me ocurre que, a pesar de su promesa, ha debido de ir a su compartimento. Maldita sea, maldita sea, maldita sea. August sigue ocupado con la cadena de Rosie, pero no tardará mucho en percatarse de la ausencia de Marlena y ponerse a investigar.

Siento un tirón en la manga. Me vuelvo con los puños cerrados.

Grady levanta las dos manos en gesto de rendición.

—Eh, cuidado, compañero. Tómatelo con calma.

Dejo caer los puños.

—Estoy un poco nervioso. Eso es todo.

—Sí, ya. No te faltan motivos —dice mirando alrededor—. Oye, ¿has comido algo? He visto que te han echado de la cantina.

—No —contesto.

—Vamos. Nos acercaremos al puesto de comidas.

—No. No puedo. Estoy sin blanca —digo, loco por que se vaya. Me giro hacia la costura y separo sus bordes. Marlena sigue sin aparecer.

—Yo me ocupo de eso —dice Grady.

—Estoy bien, de verdad —sigo dándole la espalda con la esperanza de que entienda la indirecta y se marche.

—Oye, tenemos que hablar —dice en voz baja—. Estaremos más seguros en el paseo.

Giro la cabeza y le miro a los ojos.

Le sigo hasta el paseo. Desde el interior de la gran carpa la banda ataca la música de la Gran Parada.

Nos unimos a la cola del puesto de comidas. El hombre que atiende el mostrador vuelve y prepara hamburguesas a la velocidad de la luz para los escasos pero ávidos rezagados.

Grady y yo nos abrimos paso hasta el principio de la cola. El levanta dos dedos.

—Un par de hamburguesas, Sammy. Cuando puedas.

Al cabo de unos segundos, el hombre de detrás del mostrador nos pasa dos platos de hojalata. Yo me hago con uno y Grady con el otro. Al mismo tiempo le da un billete enrollado.

—Lárgate —dice el cocinero rechazándolo con una mano—. Aquí tu dinero no vale nada.

—Gracias, Sammy —dice Grady guardándose el dinero—. Te lo agradezco de veras.

Se dirige a una castigada mesa de madera y pasa las piernas por encima del banco. Yo doy la vuelta por el otro lado.

—Bueno, ¿qué sucede? —digo pasando los dedos por encima de un nudo de la madera.

Grady lanza miradas furtivas alrededor.

—Algunos de los chicos que tiraron anoche han conseguido volver —dice. Levanta su hamburguesa y espera mientras tres gotas de grasa caen al plato.

—¿Qué? ¿Están aquí ahora? —digo estirándome para inspeccionar el paseo. Con la sola excepción de un puñado de hombres que esperan junto a la feria, probablemente a que se les conduzca ante Barbara, todos los palurdos están dentro de la gran carpa.

—Baja la voz —dice Grady—. Sí, cinco de ellos.

—¿Walter está…? —el corazón me late a toda velocidad. Tan pronto como pronuncio su nombre los ojos de Grady parpadean y tengo la respuesta—. Oh, Dios —digo volviendo la cabeza. Contengo las lágrimas y trago saliva. Tardo unos instantes en recuperarme—. ¿Qué pasó?

Grady deja su hamburguesa en el plato. Pasan cinco segundos de silencio antes de que responda, y cuando lo hace habla suavemente, sin inflexión.

—Los tiraron en el puente, a todos ellos. Camel se golpeó la cabeza con los peñascos. Murió inmediatamente. Walter se destrozó las piernas. Tuvieron que abandonarle —traga saliva y añade—: Creen que no superará la noche.

La mirada se me pierde en la distancia. Una mosca se posa en mi mano. La espanto.

—¿Qué les pasó a los demás?

—Sobrevivieron. Un par de ellos decidieron desaparecer y el resto nos alcanzaron —sus ojos se mueven de un lado a otro—. Bill es uno de ellos.

—¿Qué van a hacer? —pregunto.

—No me lo ha dicho —responde Grady—. Pero de un modo u otro, piensan vengarse de Tío Al. Y yo les voy a ayudar en lo que pueda.

—¿Por qué me lo cuentas?

—Para darte la oportunidad de que te protejas. Te portaste muy bien con Camel y no lo podemos olvidar —se inclina hacia delante, de manera que el pecho se pega al canto de la mesa—. Además —continúa quedamente—, me da la impresión de que en este momento tienes mucho que perder.

Levanto la mirada sorprendido. Me mira a los ojos directamente, con una ceja arqueada.

Oh, Dios mío. Lo sabe. Y si lo sabe él, lo sabe todo el mundo. Tenemos que irnos ya, en este mismo instante.

Una ovación atronadora estalla en la gran carpa y la banda ataca sin preámbulos el vals de Gounod. Me vuelvo hacia la carpa de las fieras. Es un acto reflejo, porque Marlena estará preparándose para montar a Rosie, si no está ya sobre su cabeza.

—Tengo que irme —digo.

—Siéntate —dice Grady—. Come. Si estás pensando en largarte, puede que pase algún tiempo antes de que vuelvas a ver comida.

Planta los codos en la áspera madera gris de la mesa y levanta su hamburguesa.

Yo miro la mía, dudando que pueda tragarla.

Me dispongo a comerla, pero antes de que pueda agarrarla la música cesa de golpe. Se oye una alarmante colisión de metales que remata el tañido hueco de unos platillos. Sale disparado de la gran carpa y sobrevuela la explanada sin dejar rastro.

Grady se queda paralizado, encorvado sobre su hamburguesa.

Miro a izquierda y derecha. Nadie mueve un músculo, todos los ojos están fijos en la gran carpa. Unas cuantas hebras de heno ruedan perezosas sobre la tierra pisoteada.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —pregunto.

—Shhhh —dice Grady bruscamente.

La banda vuelve a tocar, interpretando esta vez Barras y estrellas.

—¡Dios! ¡Mierda! —Grady se levanta de un salto y retrocede, derribando el banco.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—¡La Marcha del Desastre! —chilla, se gira y sale corriendo.

Todas las personas relacionadas con el circo corren hacia la carpa. Me levanto del banco y me quedo de pie junto a él, estupefacto, sin entender lo que pasa. Me vuelvo apresurado al cocinero, que lucha con su delantal.

—¿De qué demonios habla? —grito.

—La Marcha del Desastre —dice mientras se arranca el delantal por encima de la cabeza—. Significa que algo ha salido mal… Muy mal.

Alguien me da un golpe en el hombro al pasar por mi lado. Se trata de Diamond Joe.

—¡Jacob… es la carpa de las fieras! —grita volviéndose a medias—. Los animales están sueltos. ¡Vamos, vamos, vamos!

No me lo tiene que decir dos veces. A medida que me aproximo a la carpa, el suelo tiembla bajo mis pies y el miedo me invade, porque no se trata sólo de ruido, Es un movimiento, el temblor de cascos y garras sobre la tierra endurecida.

Atravieso las cortinas de la entrada y me pego a la lona inmediatamente porque el yak cruza a mi lado como un trueno, pasando un cuerno retorcido a unos centímetros de mi pecho. Una hiena le pisa los talones con los ojos desencajados por el terror.

Estoy presenciando una estampida en toda regla. Todas las jaulas de los animales están abiertas, y el centro de la carpa es un caos. Al fijarme más detenidamente veo fragmentos de chimpancé, orangután, llama, cebra, león, jirafa, camello, hiena y caballo… De hecho, veo docenas de caballos, incluidos los de Marlena, y todos ellos están enloquecidos. Criaturas de todas clases corren en todas direcciones, saltan, chillan, se balancean, galopan, gruñen y relinchan; están por todas partes, colgados de maromas y trepados a los postes, escondidos debajo de los carromatos, pegados a la pared y correteando por el centro.

Busco a Marlena con la vista, y en vez de a ella veo una pantera que se cuela por el túnel de conexión con la gran carpa. Cuando veo desaparecer su cuerpo elástico y negro me preparo para lo peor. Tarda algunos segundos en llegar, pero llega al fin: un grito prolongado, seguido de otro y de otro más, y, a continuación, todo el lugar estalla con el atronador sonido de cuerpos que empujan a otros cuerpos para abandonar las gradas.

Por favor, Señor, que salgan por la parte de atrás. Por favor, Señor, no permitas que intenten venir hacia aquí.

Más allá del mar embravecido de animales distingo a dos hombres. Están agitando sogas, llevando a los animales a un frenesí todavía mayor. Uno de ellos es Billy. Me ve y, por un instante, se queda paralizado. Luego entra en la gran carpa con el otro hombre. La banda vuelve a dejar de tocar y esta vez permanece en silencio.

Mis ojos recorren la carpa, desesperado hasta el pánico. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Dónde demonios estás?

Alcanzo a ver un destello de lentejuelas rosas y giro la cabeza. Cuando veo a Marlena de pie junto a Rosie se me escapa un grito de alivio.

August está delante de ellas… Por supuesto, ¿dónde más podría estar? Marlena se tapa la boca con las manos. Todavía no me ha visto, pero Rosie sí. Me mira fijamente, con intensidad y un buen rato, y algo en su expresión me deja congelado. August está a lo suyo: sofocado y resoplando, agita los brazos y blande el bastón. Su chistera está tirada en la paja a sus pies, abollada como si la hubiera pisoteado.

Rosie alarga la trompa para recoger algo. Una jirafa pasa entre nosotros, balanceando el cuello elegantemente incluso en medio del pánico reinante, y cuando desaparece veo que Rosie ha arrancado la estaca del suelo. La cadena sigue sujeta a su pata. Me mira con expresión desencajada. Luego desvía la mirada hacia la nuca desnuda de August.

—Oh, Dios —digo, comprendiendo de golpe. Me lanzo hacia ellos y reboto contra las ancas de un caballo que se interpone en mi camino—. ¡No lo hagas! ¡No lo hagas!

Rosie levanta la estaca como si no pesara nada y le parte la cabeza con un solo movimiento limpio, ponk, como si rompiera la cáscara de un huevo duro. Ella sigue sujetando la estaca hasta que August se derrumba y luego la deja, casi indolentemente, en el suelo. Da un paso hacia atrás descubriendo a Marlena, que puede haber visto lo que acaba de ocurrir o no.

Casi de inmediato, una manada de cebras cruza por delante de ellas. Miembros humanos se vislumbran entre las imparables patas blancas y negras. Una mano, un pie, suben y bajan, retorciéndose y rebotando como si no tuvieran huesos. Cuando la manada ha pasado, lo que antes era August no es más que una masa sanguinolenta de carne, vísceras y paja.

Marlena la mira con los ojos desencajados. Luego se desmorona en el suelo. Rosie separa las orejas, abre la boca y se desplaza de lado hasta colocarse delante de Marlena.

Aunque la estampida sigue sin descanso, por lo menos ahora sé que Marlena no será arrollada mientras recorro el perímetro de la tienda.

Inevitablemente, el público intenta salir de la gran carpa por el mismo sitio por el que ha entrado, o sea, por la tienda de las fieras. Estoy de rodillas junto a Marlena, acunando su cabeza entre mis manos, cuando la gente sale a borbotones por el túnel de conexión. Ya han entrado unos metros cuando se dan cuenta de lo que ocurre.

Los de delante frenan en seco y son arrojados al suelo por los que vienen detrás. Los pisotearían de no ser porque también los que van detrás han visto la estampida.

La masa de animales cambia inesperadamente de dirección, una bandada de todas las especies: leones, llamas y cebras corriendo al lado de orangutanes y chimpancés; una hiena hombro con hombro con un tigre. Doce caballos y una jirafa con un mono araña colgando del cuello. El oso polar caminando pesadamente a cuatro patas. Y todos ellos en dirección al amasijo de gente.

La multitud se gira, chilla e intenta regresar a la gran carpa. Los que ahora van detrás, que habían caído poco antes al suelo, se revuelven desesperados, aporreando las espaldas y los hombros de los que tienen delante. El tapón se deshace de golpe y humanos y bestias corren paralelos en una gran masa estridente. Es difícil decir quiénes están más aterrados, lo que es seguro es que lo único que tienen en la cabeza todos los animales es salvar el propio pellejo. Un tigre de Bengala se cuela entre las piernas de una señora, separándola del suelo. Ella baja la mirada y se desmaya. Su marido la agarra por las axilas, la levanta del lomo del tigre y la arrastra a la gran carpa.

Al cabo de unos segundos sólo quedan tres criaturas vivas en la carpa de las fieras, aparte de mí: Rosie, Marlena y Rex. El viejo león tiñoso ha vuelto a su jaula y tiembla acurrucado en un rincón.

Marlena gime. Levanta una mano y la deja caer. Echo una mirada rápida a lo que ha quedado de August y decido que no puedo permitir que lo vuelva a ver. La ayudo a ponerse en pie y me la llevo por la puerta de las taquillas.

La explanada está prácticamente desierta; en el perímetro exterior personas y animales corren tan rápido y tan lejos como pueden, expandiéndose y dispersándose como una onda en la superficie de un charco.