De repente, Marlena se revuelve. Luego se incorpora de golpe y coge mi reloj de la mesilla de noche.
—Ay, Dios —dice dejándolo de nuevo y girando las piernas.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunto.
—Ya es mediodía. Tengo que volver —dice.
Va al cuarto de baño como una flecha y cierra la puerta. Al cabo de un instante oigo la cisterna del retrete y agua corriendo. Luego sale de golpe por la puerta y deambula por la habitación recogiendo ropa del suelo.
—Marlena, espera —digo levantándome de la cama.
—No puedo. Tengo que actuar —dice ella peleando con las medias.
Me acerco a ella por la espalda y la agarro de los hombros.
—Marlena, por favor.
Ella se detiene y se da la vuelta despacio para ponerse de frente a mí. Primero me mira al pecho, y luego baja la mirada al suelo.
La observo atentamente, sin saber qué decir.
—Anoche dijiste «Te necesito». No pronunciaste la palabra «amor», o sea que sólo sé cuáles son mis sentimientos —trago saliva, mirando fascinado la raya de su pelo—. Yo te amo, Marlena, te amo con el corazón y con el alma, y deseo estar contigo.
Sigue mirando al suelo.
—¿Marlena?
Levanta la cabeza. Hay lágrimas en sus ojos.
—Yo también te amo —susurra—. Creo que te he amado desde el instante en que te vi. Pero ¿no te das cuenta? Estoy casada con August.
—Eso lo podemos arreglar.
—Pero…
—Pero nada. Quiero estar contigo. Si tú también lo deseas, ya encontraremos el modo de lograrlo.
Hay un largo silencio.
—Nunca en mi vida he deseado nada con tanta fuerza —dice por fin.
Tomo su cara entre mis manos y la beso.
—Tendremos que dejar el circo —digo secando sus lágrimas con los pulgares.
Ella asiente, sollozando.
—Pero no antes de llegar a Providence.
—¿Por qué allí?
—Porque allí es donde hemos quedado con el hijo de Camel. Se lo va a llevar a casa.
—¿No puede ocuparse de él Walter hasta entonces?
Cierro los ojos y apoyo mi frente en la suya.
—Es un poco más complicado que eso.
—¿Por qué?
—Tío Al me mandó llamar ayer. Quiere que te convenza de que vuelvas con August. Me amenazó.
—Sí, naturalmente. Es Tío Al.
—No. Quiero decir que me amenazó con dar luz roja a Camel y a Walter.
—Bah, no son más que palabras —dice—. No le hagas ni caso. Nunca le ha dado luz roja a nadie.
—¿Quién lo dice? ¿August? ¿Tío Al?
Levanta la mirada asustada.
—¿Recuerdas cuando vinieron los inspectores de ferrocarriles en Davenport? —digo—. La noche anterior desaparecieron seis hombres del Escuadrón Volador.
Marlena frunce el ceño.
—Creía que los inspectores habían venido porque alguien le estaba ocasionando problemas a Tío Al.
—No, vinieron porque se dio luz roja a media docena de hombres. Camel tenía que haber estado entre ellos.
Me mira fijamente durante unos instantes. A continuación se cubre la cara con las manos.
—Dios mío. Dios mío. Qué estúpida he sido.
—Estúpida no. No has sido nada estúpida. Es difícil concebir una maldad semejante —digo estrechándola entre mis brazos.
Ella aprieta su rostro contra mi pecho.
—Oh, Jacob, ¿qué vamos a hacer?
—No lo sé —digo mientras le acaricio el pelo—. Ya se nos ocurrirá algo, pero vamos a tener que ser muy, muy cautelosos.
Regresamos a la explanada por separado, furtivamente. Le llevo la maleta hasta una manzana antes y me quedo contemplando cómo cruza el terreno y desaparece en la tienda camerino. Espero unos minutos por si acaso resulta que August está dentro. Cuando veo que no hay signos evidentes de complicaciones, vuelvo al vagón de los caballos.
—Por fin regresa el gato en celo —dice Walter. Está colocando los baúles contra la pared para ocultar a Camel. El viejo está tumbado con los ojos cerrados y la boca abierta, roncando. Walter debe de haberle dado alcohol.
—Ya no hace falta que hagas eso —digo.
Walter se endereza.
—¿Qué?
—Ya no hace falta que escondas a Camel.
Me observa detenidamente.
—¿De qué puñetas estás hablando?
Me siento en el jergón. Queenie se me acerca meneando la cola. Le rasco la cabeza. Ella me olfatea por todas partes.
—Jacob, ¿qué pasa?
Mientras se lo cuento su expresión cambia del susto al horror y a la incredulidad.
—Qué cabrón eres —dice cuando acabo.
—Walter, por favor…
—O sea que te vas después de Providence. Es muy amable por tu parte esperar tanto.
—Lo hago por Cam…
—¡Ya sé que lo haces por Camel! —me grita. Luego se golpea el pecho con un puño—. ¿Y qué hay de mí?
Abro la boca, pero no me sale nada.
—Ya. Es lo que pensaba —dice. Su voz chorrea sarcasmo.
—Ven con nosotros —sugiero.
—Ah, sí, eso estaría bien. Los tres solitos. ¿Y dónde se supone que vamos a ir?
—Buscaremos en el Billboard a ver qué podemos encontrar.
—No podemos encontrar nada. Los circos se están viniendo abajo por todo el puñetero país. La gente se muere de hambre. ¡Se muere de hambre! ¡En los Estados Unidos de América!
—Ya encontraremos algo en algún sitio.
—Al cuerno con eso —dice sacudiendo la cabeza—. Maldita sea, Jacob. Espero que ella merezca la pena, es todo lo que puedo decir.
Me dirijo a la carpa de las fieras sin dejar de estar pendiente de la presencia de August. No se encuentra allí, pero la tensión entre los trabajadores de la tienda es palpable.
A media tarde, me requieren en el vagón de dirección.
—Siéntate —me dice Tío Al en cuanto entro. Señala una silla enfrente de la suya.
Me siento.
Se recuesta en su asiento, retorciéndose el bigote. Tiene los ojos entornados.
—¿Tienes que informarme de algún progreso? —pregunta.
—Todavía no —digo—. Pero creo que se avendrá a razones.
Abre mucho los ojos. Sus dedos dejan de moverse.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto que no inmediatamente. Todavía está enfadada.
—Sí, sí, claro —dice inclinándose hacia delante interesado—. Pero ¿tú crees que…? —deja que la pregunta quede en el aire. En sus ojos hay un brillo de esperanza.
Suelto un suspiro y me apoyo en el respaldo.
—Cuando dos personas han sido creadas para estar juntas, acabarán por estarlo. Es su destino.
Me mira fijamente a los ojos y una sonrisa inunda su cara. Levanta una mano y chasca los dedos.
—Un coñac para Jacob —ordena—. Y otro para mí.
Un minuto después, ambos sostenemos unas inmensas copas de balón.
—Y entonces, dime, ¿cuánto tiempo crees…? —dice agitando una mano junto a su cabeza.
—Creo que ella quiere demostrar algo.
—Sí, sí, claro —dice. Cambia de postura, los ojos brillantes—. Sí, lo comprendo muy bien.
—También es importante que note que la apoyamos a ella, no a él. Ya sabes cómo son las mujeres. Si cree que no la comprendemos en algún aspecto, sólo lograremos que se retraiga.
—Por supuesto —dice asintiendo y negando con la cabeza al mismo tiempo, de manera que la mueve en círculos—. Sin duda. ¿Y qué sugieres que hagamos al respecto?
—Bueno, naturalmente, August debe mantener las distancias. Eso le daría una oportunidad de echarle de menos. Puede que fuera incluso beneficioso que aparentara que ha perdido interés en ella. Las mujeres son muy raras con eso. Además, no debe descubrir que les estamos empujando a volver. Es imprescindible que ella crea que ha sido idea suya.
—Mmmm, sí —dice asintiendo pensativo—. Bien pensado. ¿Y cuánto tiempo crees que…?
—Yo diría que no más de unas semanas.
Deja de asentir. Abre los ojos desmesuradamente.
—¿Tanto tiempo?
—Puedo intentar acelerar las cosas, pero existe el riesgo de que nos salga el tiro por la culata. Ya conoces a las mujeres —me encojo de hombros—. Puede que tarde dos semanas o puede que sea mañana mismo. Pero si se siente atosigada, lo dejará todo sólo para demostrar que es ella la que manda.
—Sí, es cierto —dice Tío Al llevándose un dedo a los labios. Me examina durante lo que me parece una eternidad—. Dime una cosa —continúa—, ¿qué te ha hecho cambiar de idea desde ayer?
Levanto la copa y hago girar el coñac con la mirada clavada en el punto donde el pie se une al cuerpo.
—Digamos que, de repente, he visto con mucha claridad cómo están las cosas.
Él entrecierra los ojos.
—Por August y Marlena —digo elevando la copa. El coñac moja los lados.
Él levanta la suya despacio.
Bebo el resto del coñac y sonrío.
El baja su copa sin beber. Inclino la cabeza y sigo sonriendo. Le dejo que me examine. Se lo permito. Hoy soy invencible.
Empieza a asentir satisfecho. Da un trago.
—Sí. Bien. Debo admitir que no estaba muy seguro de ti después de lo de ayer. Me alegro de que hayas cambiado de postura. No te arrepentirás, Jacob. Es lo mejor para todos. Sobre todo para ti —dice señalándome con su copa. Se la acerca a la boca y la vacía—. Yo cuido de aquéllos que cuidan de mí —chasca los labios, me mira detenidamente y añade—: Y también de los que no.
Esa noche, Marlena se tapa el ojo morado con una buena capa de maquillaje y hace su número con los caballos. Pero la cara de August no es tan fácil de arreglar, así que no harán el número de la elefanta hasta que recupere el aspecto de ser humano. Los espectadores, que llevan viendo carteles de Rosie en equilibrio sobre una bola desde hace dos semanas, se enfadan terriblemente cuando acaba el espectáculo y descubren que el paquidermo que ha aceptado alegremente caramelos, palomitas y cacahuetes en la carpa de las fieras no ha aparecido en la gran carpa en ningún momento. Un grupo de sujetos que quieren que se les devuelva el dinero son retirados a un lado y aplacados por los guardas de seguridad antes de que su línea de pensamiento tenga la oportunidad de extenderse.
Unos días más tarde reaparece el tocado de lentejuelas, meticulosamente remendado con hilo rosa, de manera que Rosie está espectacular y fascina a los visitantes en la carpa de las fieras. Pero sigue sin actuar y hay quejas después de todas las funciones.
La vida continúa con una frágil normalidad. Yo cumplo con mis obligaciones habituales por las mañanas y me retiro a la parte de atrás cuando llega el público. Tío Al considera que los tomates pochos y apaleados no son buenos embajadores del circo, y no puedo decir que se lo reproche. Mis lesiones adquieren mucho peor aspecto antes de comenzar a mejorar, y cuando la inflamación empieza a remitir es evidente que la nariz se me va a quedar torcida para siempre.
Salvo a la hora de las comidas, no vemos nunca a August. Tío Al le traslada a la mesa de Earl pero, después de quedar claro que lo único que va a hacer es gimotear y mirar a Marlena, Tío Al le ordena que haga las comidas en el vagón restaurante con él. Y así ocurre que, tres veces al día, Marlena y yo nos sentamos frente a frente, extrañamente solos en el más público de los lugares.
Tío Al intenta mantener su parte del trato, eso hay que reconocérselo. Pero August está demasiado exaltado para controlarse. El día siguiente a que le expulsen de la cantina, Marlena se da la vuelta y le descubre asomado por debajo de una de las paredes de lona. Una hora después, la aborda en el paseo, se hinca de rodillas y se abraza a sus piernas. Cuando ella intenta soltarse, August la tira sobre la hierba y la inmoviliza con su cuerpo para intentar ponerle a la fuerza el anillo, murmurando alternativamente palabras dulces y amenazas.
Walter corre a buscarme a la carpa de las fieras, pero para cuando llego al lugar del suceso Earl ya ha levantado a August. Indignado, me dirijo al vagón de dirección.
Cuando le cuento a Tío Al que el arrebato de August nos ha mandado de nuevo a la casilla número uno, desahoga su frustración estrellando una licorera contra la pared.
August desaparece por completo durante tres días y Tío Al vuelve a arrancar cabezas.
August no es el único que se consume pensando en Marlena. Yo paso las noches tumbado en mi manta equina deseándola de tal modo que me duele. Una parte de mí desearía que viniera a estar conmigo, pero en realidad no, porque sería demasiado peligroso. Y tampoco yo puedo ir a verla, porque está compartiendo una litera en el vagón de las vírgenes con una de las coristas.
Logramos hacer el amor dos veces en el margen de seis días, agachados detrás de muros y abrazándonos frenéticamente, con la ropa revuelta porque no hay tiempo para quitársela. Estos encuentros me dejan tan exhausto como reconfortado, desesperado y satisfecho. El resto del tiempo nos relacionamos con una formalidad consciente en la cantina. Somos tan cuidadosos a la hora de mantener las apariencias que, a pesar de que es imposible que nadie nos oiga, nos comportamos como si hubiera alguien sentado a nuestra mesa. Aun así, me pregunto si nuestro amor no es evidente. A mí me parece que los lazos que nos unen deben de ser visibles.
La noche siguiente a nuestro tercer encuentro, inesperado y frenético, mientras todavía siento su sabor en los labios, tengo un sueño muy real. El tren se ha parado en un bosque por alguna razón que no acabo de comprender, ya que es medianoche y no se mueve nadie. Fuera se oyen ladridos, insistentes y nerviosos. Salgo del vagón de los caballos y sigo el sonido hasta el borde de una pendiente escarpada. Queenie lucha en el fondo de una hondonada con un tejón que se aferra a su pata. La llamo mientras busco frenéticamente un camino para bajar a la hondonada. Me agarro a una rama larga y, sujeto a ella, intento descender, pero los pies me resbalan en el barro y acabo por volver a subir.
Mientras tanto, Queenie se libra de su atacante y escala la ladera. La tomo en los brazos y la examino por si tiene alguna herida. Está sorprendentemente indemne. La sujeto debajo del brazo y regreso al vagón. Un caimán de dos metros y medio me bloquea la entrada. Me giro hacia el siguiente vagón, pero el caimán hace lo mismo, arrastrándose junto al tren con sus fauces de dientes afilados abiertas en una sonrisa. Me vuelvo aterrado. Otro caimán gigantesco se acerca por el lado contrario.
A nuestras espaldas se oyen ruidos: rumor de hojas y ramas que crujen. Me doy la vuelta y veo que el tejón ha salido de la hondonada y se ha multiplicado.
Una muralla de tejones detrás de nosotros. Delante, una docena de caimanes.
Me despierto bañado en sudor frío. La situación es insostenible, y lo sé.
En Poughkeepsie sufrimos una redada y por una vez las diferencias sociales quedan anuladas: trabajadores, artistas y jefes gimen y sollozan por igual mientras todo su whisky escocés, todo su vino, todo el whisky canadiense, la cerveza, la ginebra y hasta el licor ilegal se derraman por la grava a manos de hombres armados y con caras agrias. El líquido se filtra entre las piedras ante nuestros ojos y empapa borboteando la tierra indiferente.
Y luego nos expulsan de la ciudad.
En Hartford un grupo de parroquianos se toman muy a pecho la ausencia de Rosie en el espectáculo, además de la presencia permanente del cartel anunciador de Lucinda la Linda a pesar de la desafortunada ausencia de la mencionada. Los de seguridad no son lo bastante rápidos y, antes de que nos demos cuenta, una horda de hombres furiosos se arremolinan ante el carro de las entradas exigiendo que se les devuelva el dinero. Con la policía clausurando en un lado y los lugareños en el otro, Tío Al se ve obligado a devolver toda la recaudación del día.
Y luego nos expulsan de la ciudad.
El día siguiente es día de pago, y los empleados de El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini hacen fila ante el carromato rojo de administración. Los trabajadores están de mal humor: de sobra saben cómo sopla el viento. La primera persona que se acerca al carromato rojo es un peón, y cuando sale con las manos vacías surge de la cola un rumor de maldiciones. El resto de los trabajadores se alejan derrotados, escupiendo y jurando, y sólo quedan en la fila los artistas y los jefes. Unos minutos más tarde un nuevo murmullo encolerizado recorre la fila, esta vez teñido de sorpresa. Por primera vez en la historia del circo no hay dinero para los artistas. Sólo van a pagar a los jefes.
Walter está indignado.
—¿Qué es esto, joder? —grita al entrar en el vagón de los caballos. Lanza el sombrero a un rincón y se deja caer en el jergón.
Camel gime desde el camastro. Desde la redada ha pasado todo el tiempo mirando a la pared o llorando. El único momento en que habla es cuando le damos de comer o le limpiamos, e incluso entonces sólo es para suplicarnos que no le entreguemos a su hijo. Walter y yo nos turnamos para decirle palabras de consuelo sobre la familia y el perdón, pero los dos tenemos nuestras reservas. Fuera lo que fuera cuando se alejó de su familia, ahora está incalculablemente peor, irreversiblemente deteriorado y probablemente irreconocible. Y si no se muestran indulgentes, ¿qué será de él en estas condiciones y en sus manos?
—Tranquilízate, Walter —digo. Estoy sentado en mi manta del rincón, espantando las moscas que llevan toda la mañana atormentándome, saltando de una pústula a otra.
—No, joder, no me quiero calmar. ¡Soy un artista! ¡Un artista! ¡A los artistas se les paga! —grita Walter dándose golpes en el pecho. Se quita un zapato y lo tira contra la pared. Se queda mirándolo unos instantes, y luego se quita el otro y lo lanza al rincón. Aterriza sobre su sombrero. Da un puñetazo en la manta en la que se sienta y Queenie se esconde detrás de la hilera de baúles que antes ocultaban a Camel.
—Ya no falta mucho tiempo —le digo—. Aguanta unos días más.
—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
—Porque entonces recogen a Camel —se oye un quejido lastimero desde el camastro—, y nosotros nos largamos de aquí.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es exactamente lo que vamos a hacer? ¿Ya has pensado en eso?
Le miro a los ojos y mantengo la mirada unos segundos. Luego giro la cabeza.
—Sí. Eso era lo que me temía. Por eso necesitaba que me pagaran. Vamos a terminar como putos vagabundos —dice.
—De eso nada —digo sin convicción.
—Será mejor que se te ocurra algo, Jacob. Tú has sido el que nos ha metido en este lío, no yo. Puede que tú y tu chica podáis echaros a la carretera, pero yo no. Tal vez todo esto te parezca divertido, pero…
—¡No me parece divertido!
—… pero yo me juego mi futuro. Al menos tú tienes la opción de subirte a trenes en marcha y moverte por ahí. Yo no.
Se queda callado. Miro sus miembros cortos y rechonchos.
El asiente seca y amargamente.
—Sí. Exacto. Y como ya te he dicho, no estoy precisamente dotado para el trabajo en el campo.
Mientras hago la cola de la cantina mi cabeza no para de dar vueltas. Walter tiene toda la razón: yo he provocado este desastre y yo tengo que solucionarlo. Pero que me aspen si sé cómo. Ninguno de nosotros dispone de un hogar al que regresar. Y poco importa que Walter no pueda saltar a los trenes; el infierno se congelará antes de que yo permita que Marlena pase ni una sola noche en esa jungla de los vagabundos. Estoy tan preocupado que casi he llegado a la mesa sin haber levantado la cabeza. Marlena ya está allí.
—Hola —digo ocupando mi sitio.
—Hola —dice ella tras una breve pausa, e inmediatamente intuyo que algo va mal.
—¿Qué tienes? ¿Qué ha pasado?
—Nada.
—¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
—No. Estoy bien —susurra mirando el plato.
—No es verdad. ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha hecho? —digo. Algunos comensales empiezan a observarnos.
—Nada —sisea—. Y baja la voz.
Estiro el cuerpo y, en un alarde de contención, me pongo la servilleta sobre las piernas. Tomo los cubiertos y corto con cuidado la chuleta de cerdo.
—Marlena, por favor, háblame —digo en voz baja. Me esfuerzo por poner la misma cara que si estuviéramos hablando del tiempo. Poco a poco, los que nos rodean vuelven a concentrarse en sus platos.
—Voy con retraso —dice ella.
—¿Cómo dices?
—Voy con retraso.
—¿Para qué?
Levanta la cabeza y se pone de un rojo intenso.
—Creo que voy a tener un niño.
Cuando Earl viene a buscarme, ni siquiera me sorprende. Está siendo un día completo.
Tío Al está sentado en su silla con la cara demacrada y expresión agria. Hoy no hay coñac. Muerde el extremo de un puro y golpea repetidamente con la punta del bastón en la alfombra.
—Han pasado casi tres semanas, Jacob.
—Lo sé —digo. La voz me tiembla. Todavía estoy asimilando la noticia de Marlena.
—Me has decepcionado. Creía que nos entendíamos.
—Y así era. Así es —me agito inquieto—. Mira, estoy haciendo todo lo que está en mi mano, pero August no colabora. Ella habría vuelto a su lado hace mucho tiempo si la hubiera dejado en paz un rato.
—He hecho lo que he podido —dice Tío Al. Se retira el puro de los labios, lo mira y se quita una hebra de tabaco de la lengua. La lanza hacia la pared, donde queda pegada.
—Pues no ha sido suficiente —digo—. La sigue por todas partes. Le grita. Vocifera junto a su ventana. Ella le tiene miedo. Hacer que Earl le siga y le separe cada vez que se pasa de la raya no es suficiente. ¿Volverías tú con él si fueras Marlena?
Tío Al me mira fijamente. De repente me doy cuenta de que estaba gritando.
—Lo siento —digo—. Te juro que voy a insistir, pero necesito que consigas que la deje en paz unos cuantos días más…
—No —dice él suavemente—. Ahora lo vamos a hacer a mi manera.
—¿Qué?
—He dicho que lo vamos a hacer a mi manera. Ya puedes marcharte —señala la puerta con un movimiento de la punta de los dedos—. Vete.
Le miro parpadeando como un estúpido.
—¿Qué quieres decir con «a tu manera»?
Sin darme ni cuenta, los brazos de Earl me rodean como un fleje de acero. Me levanta de la silla y me saca por la puerta.
—¿Qué quieres decir con eso, Al? —grito por encima del hombro de Earl—. Quiero saber qué quieres decir. ¿Qué es lo que vas a hacer?
Earl me trata con mucha más suavidad una vez que ha cerrado la puerta. Cuando por fin me deja sobre la gravilla, me sacude la chaqueta.
—Perdona, amigo —dice—. Lo he intentado, de veras.
—¡Earl!
Se para y da la vuelta con una expresión sombría.
—¿Qué se le ha ocurrido?
Me mira pero no dice nada.
—Earl, por favor, te lo ruego. ¿Qué va a hacer?
—Lo siento, Jacob —dice. Y vuelve a subirse al tren.
Las siete menos cuarto, quince minutos para que empiece el espectáculo. El público deambula por la tienda de las fieras, observando a los animales de camino a la gran carpa. Yo estoy junto a Rosie, atento mientras ella acepta caramelos de regalo, chicles y hasta limonada de la gente. Por el rabillo del ojo veo que un hombre alto se acerca a mí a grandes pasos. Es Diamond Joe.
—Tienes que largarte corriendo —dice pasando por encima del cordón.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—August viene hacia aquí. Esta noche va a actuar la elefanta.
—¿Qué? ¿Quieres decir con Marlena?
—Sí. Y no quiere verte. Está de un humor de perros. Venga, vete.
Busco a Marlena por la carpa. Está delante de los caballos, charlando con una familia de cinco miembros. Sus ojos se posan en mí y a partir de ese momento, al ver mi expresión, me vuelve a mirar a intervalos regulares.
Le paso a Diamond Joe el bastón con contera de plata que se utiliza ahora como pica y salto el cordón de separación. Veo que la chistera de August se acerca por mi izquierda y yo me dirijo a la derecha, por delante de la fila de cebras. Me detengo junto a Marlena.
—¿Sabías que esta noche ibas a actuar con Rosie? —le pregunto.
—Perdonen —les dice sonriente a la familia con la que habla. Gira y se acerca a mí—. Sí. Tío Al me ha hecho llamar. Me ha contado que el circo está al borde de la ruina.
—Pero ¿puedes hacerlo? O sea, en tu… mmm…
—Estoy bien. No tengo que hacer ningún gran esfuerzo.
—¿Y si te caes?
—No me voy a caer. Además, no tengo elección. Tío Al también me ha dicho… Ah, demonios, ahí está August. Será mejor que desaparezcas.
—No quiero.
—No me va a pasar nada. No va a hacerme nada con los palurdos alrededor. Tienes que irte. Por favor.
Miro por encima de mi hombro. August se aproxima mirándonos con la cabeza gacha, como un toro furioso.
—Por favor —dice Marlena desesperada.
Me voy a la gran carpa y recorro la pista exterior hasta la entrada de atrás. Allí hago una pausa y me meto debajo de las gradas.
Veo la Gran Parada entre las botas de trabajo de un fulano. Como a la mitad me doy cuenta de que no estoy solo. Un peón viejo también observa entre las gradas, pero en otra dirección. Tiene la mirada levantada hacia el interior de las faldas de una mujer.
—¡Eh! —le grito—. ¡Eh, basta ya!
El público ruge de gozo al pasar delante de ellos una enorme masa gris. Es Rosie. Vuelvo a mirar al peón. Está de puntillas, sujeto con las puntas de los dedos al borde de un tablón y mirando para arriba. Se pasa la lengua por los labios.
No lo puedo tolerar. Soy culpable de muchas cosas terribles, de cosas que condenarán mi alma al infierno, pero la idea de que una mujer anónima sea violada de esa manera es más de lo que puedo soportar y por eso, mientras Marlena y Rosie entran en la pista central, agarro al peón por la chaqueta y le saco a rastras de debajo de las gradas.
—¡Suéltame! —refunfuña—. ¿A ti qué te pasa?
No le suelto, pero tengo la atención puesta en la pista central.
Marlena hace osados equilibrios sobre su bola, pero Rosie permanece del todo inmóvil, con las cuatro patas firmemente plantadas en el suelo. August sacude los brazos arriba y abajo. Blande el bastón. Agita el puño. Abre y cierra la boca. Rosie pega las orejas a la cabeza y yo me inclino hacia delante para verla con más detalle. Su expresión es claramente beligerante.
Oh, Dios mío. Rosie, ahora no. No lo hagas ahora.
—¡Eh, venga ya! —gruñe el trasgo asqueroso que tengo atrapado—. Esto no es una función de la catequesis. Es sólo un poco de diversión inocente. ¡Vamos! ¡Suéltame!
Le miro. Jadea con un aliento rancio, su mandíbula inferior salpicada de largos dientes marrones. Asqueado, lo separo de mí con un empujón.
Mira rápidamente a uno y otro lado, y cuando comprueba que nadie del público se ha percatado de nada, se arregla las solapas con afectada indignación y se aleja hacia la puerta de atrás con paso firme. Justo antes de salir me lanza una mirada asesina. Pero retira sus ojos envilecidos de mí para mirar algo más allá. Su mirada atraviesa el aire con la cara transformada en una máscara de terror.
Me giro y veo a Rosie, que se precipita hacia mí con la trompa en ristre y la boca abierta. Me pego a las gradas y ella pasa barritando y levantando serrín con tal fuerza que deja tras de sí una nube de partículas de un metro de alto. August la sigue blandiendo el bastón.
La multitud ríe y vitorea creyendo que es parte del espectáculo. Tío Al permanece inmóvil en medio de la pista, estupefacto. Mira a la entrada trasera de la carpa con la boca abierta. Luego reacciona y da paso a Lottie.
Me pongo en marcha y busco a Marlena. Ella pasa a mi lado, una borrosa mancha rosa.
—¡Marlena!
A lo lejos, August ya le está propinando una paliza a Rosie. Ella berrea y grita, levanta la cabeza y retrocede, pero él está desquiciado. Enarbola ese maldito bastón y lo deja caer por la parte de la pica, una vez, y otra vez, y otra. Marlena llega a donde están y August se vuelve hacia ella. El bastón cae al suelo. La mira con una intensidad febril, ignorando a Rosie por completo.
Reconozco esa mirada.
Corro hacia ellos. Antes de haber dado una docena de pasos, mis pies pierden el contacto con el suelo y me encuentro tirado boca abajo, con una rodilla en mi cara y uno de mis brazos retorcido en la espalda.
—¡Quítate de encima, joder! —grito retorciéndome para liberarme—. ¿Qué puñetas te pasa? ¡Déjame!
—Cierra la boca —dice la voz de Blackie por encima de mí—. No vas a ir a ninguna parte.
August se inclina y se echa a Marlena al hombro. Ella le da puñetazos en la espalda, patalea y grita. Casi logra bajarse de su hombro, pero él la recoloca bien y se marcha.
—¡Marlena! ¡Marlena! —aúllo debatiéndome con renovadas fuerzas.
Consigo liberarme de la rodilla de Blackie y estoy casi de pie cuando algo me golpea en la cabeza. El cerebro y los ojos me dan un salto en sus cavidades. Mi campo visual se llena de manchas negras y blancas y tengo la sensación de que me he quedado sordo. Al cabo de unos instantes empiezo a recuperar la visión, de fuera adentro. Aparecen caras y bocas que se mueven, pero yo sólo oigo un zumbido ensordecedor. Me tambaleo de rodillas intentando descubrir quién, qué y dónde, pero entonces el suelo se acerca inexorable a mí. Me siento incapaz de pararlo, así que me preparo para el golpe, pero es innecesario, porque las tinieblas me engullen antes de que se produzca.