image

RINGLING CIRCUS MUSEUM, SARASOTA, FLORIDA

VEINTE

Cuando despierto, Marlena ha desaparecido. Salgo a buscarla inmediatamente y la encuentro saliendo del coche de Tío Al con Earl. La acompaña al vagón número 48 y hace que salga August mientras ella está dentro.

Me alegro de comprobar que August tiene tan mal aspecto como yo, lo que significa como un tomate pocho y apaleado. Cuando Marlena sube al vagón, él grita su nombre e intenta seguirla, pero Earl le corta el paso. August, nervioso y desesperado, se desplaza de una ventana a otra, se levanta sobre las puntas de los dedos, gimotea y destila arrepentimiento.

Nunca volverá a pasar. La quiere más que a su propia vida, y ella sin duda lo sabe. No sabe qué es lo que le pasó. Hará cualquier cosa, ¡lo que sea!, para que le perdone. Es una diosa, una reina, y él no es más que un desdichado pozo de remordimientos. ¿No se da cuenta de cuánto lo siente? ¿Está intentando atormentarle? ¿Es que no tiene corazón?

Marlena sale llevando una maleta y pasa delante de él sin dirigirle ni una mirada. Lleva un sombrero de paja con el ala flexible ladeada sobre el ojo amoratado.

—¡Marlena! —grita August acercándose a ella y agarrándola de un brazo.

—Déjala —le dice Earl.

—Por favor. Te lo suplico —dice August. Se postra de rodillas sobre la tierra. Sus manos se deslizan por el brazo de ella hasta que queda sujetándole la mano izquierda. Se la arrima a la cara, la cubre de lágrimas y de besos mientras ella, imperturbable, pierde la mirada en la distancia.

—Marlena, cariño, mírame. Estoy de rodillas. Te lo suplico. ¿Qué más puedo hacer? Mi vida, mi amor, por favor, ven conmigo dentro. Vamos a hablar. Encontraremos una solución.

Rebusca en sus bolsillos y saca un anillo que intenta poner en el dedo corazón de la mujer. Ella le retira la mano y empieza a caminar.

—¡Marlena! ¡Marlena! —ahora grita, y hasta las partes intactas de su cara han perdido el color. El pelo le cae sobre la frente—. ¡No puedes hacerme esto! ¡Esto no es el final! ¿Me oyes? ¡Marlena, eres mi mujer! Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas? —se pone de pie con los puños cerrados—. ¡Hasta que la muerte nos separe! —grita.

Marlena me entrega su maleta sin detenerse. Doy la vuelta y la sigo en su paso firme sobre la hierba seca, con la mirada fija en su estrecha cintura. Sólo cuando llega al final de la explanada reduce el paso lo suficiente para que pueda ponerme a su lado.

—¿Puedo ayudarles? —dice el empleado del hotel levantando la mirada cuando la campanilla de la puerta anuncia nuestra llegada. Su expresión inicial de solícita cortesía se transforma en una de alarma primero y de desprecio después. Es la misma combinación qué he visto en las caras de todos los que nos hemos cruzado de camino aquí. Una pareja de edad mediana que está sentada en un sofá junto a la puerta nos mira boquiabierta sin pudor.

Y es que hacemos una buena pareja. La piel que rodea el ojo de Marlena se ha vuelto de un azul impactante, pero al menos su cara mantiene la forma; la mía está machacada y en carne viva, alternando moretones con heridas abiertas.

—Necesito una habitación —dice Marlena.

El empleado la mira con desdén.

—No nos queda ninguna —replica empujándose las gafas hacia arriba con un dedo. Y vuelve a su libro de registro.

Dejo la maleta en el suelo y me pongo al lado de Marlena.

—El cartel dice que hay habitaciones libres.

El frunce los labios hasta que son una fina línea altanera.

—Entonces está mal.

Marlena me toca el codo.

—Vamos, Jacob.

—No, no nos vamos —digo encarándome de nuevo con el empleado—. La señora necesita una habitación y ustedes las tienen libres.

Él mira detenidamente la mano izquierda de Marlena y levanta una ceja.

—No admitimos a parejas que no estén casadas. —No es para los dos. Sólo para ella.

—Sí, sí —dice.

—Ten cuidadito, amigo —le digo—. No me gusta lo que estás insinuando.

—Vámonos, Jacob —insiste Marlena. Con la mirada fija en el suelo, está todavía más pálida que antes.

—No estoy insinuando nada —dice el empleado.

—Jacob, por favor —dice Marlena—. Vámonos a otro sitio.

Le lanzo al empleado una última y devastadora mirada que le indica con precisión lo que le haría si Marlena no estuviera aquí y recojo la maleta. Ella se dirige a la puerta.

—¡Ah, claro, ya sé quién es usted! —dice la mitad femenina de la pareja que ocupa el sofá—. ¡Es la chica de los carteles! ¡Sí! Estoy segura —se gira hacia al hombre que tiene al lado—. ¡Norbert, es la chica de los carteles! ¿Verdad que sí? Señorita, usted es la estrella del circo, ¿no?

Marlena abre la puerta, se coloca bien el ala del sombrero y sale. Yo la sigo.

—Esperen —exclama el empleado—. Puede que tengamos una…

Cierro la puerta de golpe al salir.

El hotel que hay tres portales más abajo no tiene tantos miramientos, aunque el empleado me desagrada tanto como el anterior. Se muere de ganas de saber qué ha pasado. Sus ojos nos recorren de arriba abajo, brillantes, curiosos, obscenos. Sé lo que pensaría si el ojo morado de Marlena fuera la única lesión a la vista, pero como yo tengo mucho peor aspecto que ella, la historia no está tan clara.

—Habitación 2B —dice balanceando una llave delante de sí sin dejar de observarnos fijamente—. Suban las escaleras y a la derecha. Al final del pasillo.

Sigo a Marlena contemplando sus sinuosas pantorrillas escaleras arriba.

Lucha con la llave un minuto y luego se retira a un lado dejándola metida en la cerradura.

—No puedo abrir. ¿Puedes intentarlo tú?

La remuevo en la cerradura. Tras unos segundos, el cerrojo se desliza. Empujo la puerta y me echo a un lado para dejar pasar a Marlena. Tira el sombrero sobre la cama y va hacia la ventana, que está abierta. Una ráfaga de viento infla la cortina, empujándola primero al interior de la habitación, y luego aspirándola de nuevo contra la mosquitera de la ventana.

La habitación es sencilla pero correcta. El papel pintado y las cortinas son de flores y el cubrecama, de chenilla. La puerta del cuarto de baño está abierta. Es muy grande, y la bañera tiene patas con garras de animal.

Suelto la maleta y me quedo de pie, incómodo. Marlena me da la espalda. Tiene un corte en el cuello, donde se le clavó el cierre del collar.

—¿Necesitas algo más? —pregunto dando vueltas al sombrero en las manos.

—No, gracias —contesta ella.

La miro un rato más. Tengo ganas de cruzar la habitación y estrecharla entre mis brazos, pero en vez de hacerlo me voy, cerrando la puerta suavemente al salir.

Como no se me ocurre nada mejor, voy a la carpa de las fieras a hacer lo de siempre. Corto, mezclo y peso comida. Reviso un diente infectado del yak y le agarro la mano a Bobo para que me acompañe mientras visito al resto de los animales.

Ya he llegado hasta la limpieza del estiércol cuando Diamond Joe aparece detrás de mí.

—Tío Al quiere verte.

Me quedo mirándole un instante; luego dejo la pala en la paja.

Tío Al está en el coche restaurante, sentado delante de un plato con un filete y patatas fritas. Fuma un puro y hace aros de humo. Su séquito está detrás, de pie, con caras serias.

Me quito el sombrero.

—¿Querías verme?

—Ah, Jacob —dice inclinándose hacia delante—. Me alegro de verte. ¿Ya has colocado a Marlena?

—Está en una habitación, si es a eso a lo que te refieres.

—En parte sí.

—Entonces no estoy seguro de lo que quieres decir.

Se queda en silencio un instante. Luego deja el puro y junta las manos formando un campanario con los dedos.

—Es muy sencillo. No me puedo permitir perder a ninguno de los dos.

—Ella no tiene intención de dejar el circo, que yo sepa.

—Y él tampoco. Intenta imaginar cómo pueden ser las cosas si los dos se quedan pero no vuelven a estar juntos. August está sencillamente destrozado por el dolor.

—Espero que no estés sugiriendo que vuelva con él.

Al sonríe y ladea la cabeza.

—Le ha pegado, Al. Le ha pegado.

Tío Al se frota la barbilla y medita.

—Bueno, sí. Eso no me preocupa demasiado, la verdad —señala la silla que tiene enfrente—. Siéntate.

Me acerco a la silla y me siento.

Tío Al inclina la cabeza a un lado y me examina.

—¿O sea que había algo de verdad?

—¿En qué?

Tamborilea con los dedos sobre la mesa y frunce los labios.

—¿Marlena y tú estáis…? Mmmm, cómo lo diría…

—No.

—Mmmm —dice continuando con su examen—. Bien. No lo creía. Pero bien. En ese caso puedes ayudarme.

—¿Qué? —digo.

—Yo me dedico a él y tú te dedicas a ella.

—No pienso hacerlo.

—Sí, tú estás en una situación incómoda. Eres amigo de los dos.

—No soy amigo de August.

Al suspira y adopta una expresión de inmensa paciencia.

—Tienes que comprender a August. Lo hace de vez en cuando. No es culpa suya —se inclina hacia delante, fijándose en mi cara—. Dios mío, creo que será mejor que llame a un médico para que te eche un vistazo.

—No necesito un médico. Y por supuesto que es culpa suya.

Me mira fijamente y vuelve a apoyarse en el respaldo de la silla.

—Está enfermo, Jacob.

No digo nada.

—Es un esnizofónico paragónico.

—¡¿Es qué?!

—Esnizofónico paragónico —repite Tío Al.

—¿Quieres decir «esquizofrénico paranoico»?

—Eso. Como se diga. Pero la cuestión es que está como una cabra. Claro que también es genial, así que intentamos obviarlo. Naturalmente, para Marlena es más difícil que para los demás. Por eso tenemos que darle todo nuestro apoyo.

Sacudo la cabeza pasmado.

—¿Alguna vez escuchas lo que dices?

—No puedo perder a ninguno de los dos. Y si no vuelven a estar juntos, August va a ser imposible de controlar.

—Le pegó —repito.

—Sí, lo sé; es muy desagradable. Pero es su marido, ¿no?

Me pongo el sombrero en la cabeza y me levanto.

—¿Adónde crees que vas?

—Vuelvo al trabajo —digo—. No me voy a quedar aquí sentado oyéndote decir que August puede pegarle porque es su mujer. O que no es culpa suya porque está loco. Si está loco, con más motivo tendría Marlena que alejarse de él.

—Si quieres seguir teniendo un trabajo al que volver, será mejor que te sientes otra vez.

—¿Sabes una cosa? Me importa un pito tu trabajo —digo dirigiéndome a la puerta—. Hasta la vista. Ojalá pudiera decir que ha sido un placer.

—¿Y qué va a ser de tu amiguito?

Me quedo congelado con la mano en el picaporte.

—Ese mierdecilla del perro —dice como reflexionando—. Y ese otro también… esto, ¿cómo se llama? —chasca los dedos e intenta recordar el nombre.

Me giro muy lentamente. Sé por dónde va.

—Ya sabes a quién me refiero. Ese tullido inútil que lleva semanas comiéndose mi comida y ocupando un espacio en mi tren sin dar un palo al agua. ¿Qué va a ser de él?

Le miro con la cara encendida por el odio.

—¿De verdad creías que podías tener un refugiado escondido sin que yo me enterara? ¿Sin que él se enterara? —su expresión es rígida, sus ojos fríos.

De repente se suaviza. Sonríe con afecto. Levanta las manos con un gesto de súplica.

—Te has equivocado conmigo, ¿sabes? La gente de este circo es mi familia. Me importan sinceramente todos y cada uno de ellos. Pero lo que yo entiendo, y tú no pareces entender todavía, es que a veces un individuo tiene que sacrificarse por el bien de todos los demás. Y lo que necesita esta familia es que Marlena y August arreglen sus diferencias. ¿Nos entendemos?

Miro sus ojos brillantes y pienso en lo mucho que me gustaría hundir un hacha entre ellos.

—Sí, señor —digo por fin—. Creo que nos entendemos.

Rosie apoya un pie en un cubo mientras le limo las uñas. Tiene cinco en cada pie, como un humano. Estoy arreglándole uno de los delanteros cuando de repente noto que ha cesado toda la actividad en la carpa de las fieras. Los trabajadores están paralizados, mirando hacia la entrada con los ojos muy abiertos.

Levanto los ojos. August se acerca y se planta frente a mí. El cabello le cae sobre la cara y se lo echa para atrás con una mano inflamada. Tiene el labio superior de un azul purpúreo y agrietado como una salchicha asada. La nariz, aplastada y torcida hacia un lado, está manchada de sangre. Sostiene un cigarrillo encendido.

—Dios santo —dice. Intenta sonreír, pero el labio partido se lo impide. Da una calada al cigarrillo—. Es difícil decir quién se llevó la peor parte, ¿eh, muchacho?

—¿Qué quieres? —digo inclinándome y limando el borde de una uña descomunal.

—No seguirás enfadado, ¿verdad?

No contesto.

Me observa trabajar durante un instante.

—Mira, sé que perdí los papeles. A veces mi imaginación se desborda.

—Ah, ¿fue eso lo que pasó?

—Oye —dice echando el humo—. Esperaba que pudiéramos olvidar lo que ha pasado. Así que, ¿qué me dices? ¿Amigos otra vez? —alarga la mano.

Me levanto muy tieso, con los dos brazos a los lados.

—Le has pegado, August.

El resto de los hombres observan sin decir palabra. August parece desconcertado. Mueve la boca. Retira la mano y se pasa el cigarrillo a ésta. Tiene las manos amoratadas, las uñas rotas.

—Sí. Lo sé.

Retrocedo y reviso las uñas de Rosie.

Połoź nogę. Połoź nogę, Rosie!

Ella levanta su enorme pie y lo baja al suelo. De una patada desplazo el cubo boca abajo hacia su otra pata delantera.

Nogę! Nogę! —Rosie cambia el peso de su cuerpo y coloca el otro pie en el centro del cubo—. Teraz do przodu —le digo empujándole la pata por detrás hasta que las uñas quedan fuera del canto del cubo—. Buena chica —digo dándole unas palmaditas en el flanco. Ella levanta la trompa y abre la boca en una sonrisa. Meto la mano y le acaricio la lengua.

—¿Sabes dónde está? —pregunta August.

Me encorvo y examino las uñas de Rosie, pasando las manos por debajo de su pie.

—Necesito verla —continúa.

Empiezo a limar. Una fina nube de polvo de uñas invade el aire.

—Muy bien. Como quieras —dice con voz penetrante—. Pero es mi mujer y la voy a encontrar. Aunque tenga que ir de hotel en hotel, la voy a encontrar.

Le miro en el preciso instante en que lanza el cigarrillo. Traza un arco por el aire y cae en la boca abierta de Rosie, chisporroteando sobre su lengua. Ella ruge aterrada, echa la cabeza hacia atrás y se hurga el interior de la boca con la trompa.

August se marcha. Yo me giro hacia Rosie. Ella me mira con un aire de tristeza indescriptible en la cara. Sus ojos de color ámbar están llenos de lágrimas.

Tenía que haber supuesto que recorrería los hoteles. Pero no lo pensé, y está en el segundo hotel al que fuimos. No podría ser más fácil de encontrar.

Sé que me vigilan, así que me tomo mi tiempo. A la primera oportunidad me escapo de la explanada y voy corriendo al hotel. Espero un minuto a la vuelta de la esquina, observando, para asegurarme de que nadie me ha seguido. Cuando he recuperado el aliento, me quito el sombrero, me seco la frente y entro en el edificio.

El empleado me mira. Es nuevo. Tiene ojos de adormilado.

—¿Qué es lo que quiere? —dice como si me hubiera visto antes, como si los tomates pochos apaleados cruzaran esta puerta todos los días.

—He venido a ver a la señorita L’Arche —digo recordando que Marlena se ha registrado con su nombre de soltera—. Marlena L’Arche.

—No hay nadie con ese nombre —dice.

—Sí, claro que sí —digo—. Yo estaba con ella cuando se registró esta mañana.

—Lo siento, pero se equivoca usted. Le miro durante un instante y salgo corriendo escaleras arriba.

—¡Eh, amigo! ¡Vuelva aquí ahora mismo!

Subo los escalones de dos en dos.

—Si sube esas escaleras llamaré a la policía —grita.

—¡Hágalo!

—¡Lo voy a hacer! ¡Les voy a llamar ahora mismo!

—¡Bien!

Llamo a la puerta con los nudillos que tengo menos doloridos.

—¿Marlena?

Un segundo después el empleado me agarra, me da la vuelta y me aplasta contra la pared. Me retiene por las solapas y pega su cara a la mía.

—Ya se lo he dicho: no está aquí.

—No te preocupes, Albert. Es un amigo mío —Marlena ha salido al pasillo detrás de nosotros.

Él se contiene, jadeando su aliento cálido sobre mí. Abre los ojos confundido.

—¿Qué? —dice.

—¿Albert? —pregunto yo igualmente despistado—. ¿Albert?

—Pero ¿y antes? —balbucea Albert.

—Éste no es el mismo. Es otro hombre.

—¿Ha venido August? —digo atando cabos—. ¿Estás bien?

Albert se vuelve de uno a otro, y vuelta otra vez.

—Es un amigo. El que se peleó con él —le explica Marlena.

Albert me suelta. Hace un torpe intento de alisarme la chaqueta y extiende la mano.

—Lo siento, chico. Te pareces un montón al otro tipo.

—Bah, no pasa nada —digo estrechándole la mano. Él la aprieta y yo me estremezco—. Viene a por ti —le digo a Marlena—. Tenemos que sacarte de aquí.

—No seas bobo —dice Marlena.

—Ya ha venido —dice Albert—. Le dije que no estaba aquí, y al parecer se lo creyó. Por eso me sorprendió que tú… él… eh…, apareciera otra vez.

Abajo suena el timbre de recepción. Albert y yo nos miramos a los ojos. Yo meto a Marlena en la habitación y él baja corriendo.

Me apoyo en la puerta, resoplando aliviado.

—En serio, me sentiría mucho mejor si me dejaras buscarte otra habitación más lejos del circo.

—No. Quiero quedarme aquí.

—Pero ¿por qué?

—Ya ha pasado por aquí y cree que estoy en otro sitio. Además, no voy a poder esconderme siempre. Mañana tengo que volver al tren.

Ni siquiera lo había pensado.

Marlena cruza la habitación, deslizando una mano sobre la superficie de la mesita al pasar. Luego se deja caer en una silla y apoya la cabeza en el respaldo.

—Ha intentado pedirme perdón —le digo.

—¿Y lo has aceptado?

—Por supuesto que no —digo ofendido.

Marlena se encoge de hombros.

—Sería más fácil para ti si lo hicieras. Si no, lo más probable es que te despidan.

—¡Te ha pegado, Marlena!

Ella cierra los ojos.

—Dios mío… ¿Siempre ha sido así?

—Sí. Bueno, nunca me había pegado. Pero sus cambios de humor… Sí. Nunca sé lo que me voy a encontrar al despertarme.

—Tío Al dice que es esquizofrénico paranoico.

Ella baja la cabeza.

—¿Cómo lo has soportado?

—No tenía otra elección, ¿no crees? Me casé con él antes de saberlo. Ya le has visto. Si está feliz es el ser más encantador de la creación. Pero cuando algo le altera… —suspira y hace una pausa tan larga que no sé si va a continuar. Cuando lo hace, su voz suena trémula—. La primera vez que pasó sólo llevábamos tres semanas casados y me pegué un susto de muerte. Le dio tal paliza a uno de los trabajadores de la carpa de las fieras que perdió un ojo. Yo estaba presente. Llamé a mis padres y les pregunté si podía volver a casa, pero no quisieron ni hablar conmigo. Ya era bastante malo que me hubiera casado con un judío, ¿y ahora, además, quería el divorcio? Mi padre le obligó a mi madre a decirme que, para él, yo había muerto el día de mi fuga.

Cruzo la habitación y me arrodillo a su lado. Levanto las manos para acariciarle el pelo, pero en vez de hacerlo, al cabo de unos segundos las apoyo en los brazos de la silla.

—Tres semanas más tarde, otro de los trabajadores de la carpa de las fieras perdió un brazo mientras ayudaba a August a dar de comer a los felinos. Murió a causa de la hemorragia antes de que nadie pudiera averiguar los detalles. Entrada ya la temporada, descubrí que la única razón por la que yo podía contar con un grupo de caballos de pista era porque su entrenadora anterior, otra mujer, se tiró del tren en marcha después de pasar una velada con August en su compartimento. Ha habido otros incidentes, pero ésta es la primera vez que se ha vuelto contra mí —se dobla sobre sí misma. Un instante después, sus hombros se agitan.

—Eh, oye —digo sin saber qué hacer—. Ya. Ya. Marlena, mírame. Por favor.

Se incorpora y se seca la cara. Me mira a los ojos.

—¿Te vas a quedar conmigo, Jacob? —dice.

—Marlena…

—Shhhh —se desliza hasta el borde de la silla y pone un dedo sobre mis labios. Luego baja al suelo. Se arrodilla frente a mí, a pocos centímetros de distancia; su dedo tiembla pegado a mis labios.

—Por favor —dice—. Te necesito —tras una brevísima pausa, recorre mis rasgos, cuidadosa, suavemente, apenas rozándome la piel. Contengo la respiración y cierro los ojos.

—Marlena…

—No hables —dice con suavidad. Sus dedos revolotean alrededor de mi oreja y por mi nuca. Tiemblo. Todos los pelos de mi cuerpo se han puesto de punta.

Cuando sus manos se desplazan a mi camisa, abro los ojos. Desabrocha los botones, lenta, metódicamente. La contemplo sabiendo que debería detenerla. Pero no puedo. Me siento indefenso.

Cuando la camisa está abierta, la saca de los pantalones y me mira a los ojos. Se acerca y me roza los labios con los suyos, con tal delicadeza que no es ni un beso, apenas un contacto. Se detiene un segundo, dejando sus labios tan cerca de mi cara que puedo sentir su respiración en ella. Luego se inclina y me besa, un beso dulce, inseguro pero largo. El siguiente beso es todavía más intenso, el siguiente aún más, y antes de darme cuenta le estoy devolviendo los besos, con su cara entre mis manos mientras ella pasa sus dedos por mi pecho y luego desciende. Cuando llega a los pantalones doy un respingo. Ella hace una pausa y dibuja el contorno de mi erección.

Se para. Yo me tambaleo y oscilo de rodillas. Sin dejar de mirarme a los ojos, toma mis manos y las lleva a sus labios. Planta un beso en cada palma y entonces las coloca sobre sus pechos.

—Tócame, Jacob.

Estoy perdido, acabado.

Sus pechos son pequeños y redondos, como limones. Los retengo y paso los pulgares sobre ellos, notando que el pezón se contrae bajo el algodón de su vestido. Aprieto mi boca maltrecha contra la suya y paso las manos por encima de sus costillas, de su cintura, sus caderas, sus muslos…

Cuando me desabrocha los pantalones y me toma en su mano, me separo.

—Por favor —jadeo con la voz ronca—. Por favor, déjame que entre en ti.

No sé cómo, logramos llegar a la cama. Cuando por fin me hundo en su cuerpo, grito en voz alta.

Después me pego a ella como una cuchara a otra. Nos quedamos tumbados en silencio hasta que cae la noche, y entonces empieza a hablar titubeante. Pasa sus pies por mis tobillos, juega con las yemas de mis dedos y, al poco rato, las palabras fluyen. Habla sin necesidad de respuestas, ni espacio para ellas, de manera que yo me limito a abrazarla y a acariciarle el pelo. Me cuenta el dolor, la pena y el horror de los últimos cuatro años; de cómo había aprendido a aceptar que era la esposa de un hombre tan violento e inestable que su piel se erizaba al menor contacto, y pensaba, hasta hacía muy poco, que por fin lo había conseguido. Y que entonces mi presencia la había obligado a reconocer que no había aprendido a soportar nada de nada.

Cuando se queda callada yo sigo acariciándola, pasando mi mano con suavidad por el pelo, los hombros, los brazos, las caderas. Y entonces empiezo a hablar yo. Le hablo de mi infancia y de la tarta de albaricoques de mi madre. Le cuento que empecé a hacer visitas con mi padre en la preadolescencia y lo orgulloso que se puso cuando me aceptaron en Cornell. Le hablo de Cornell y de Catherine y de que yo creía que aquello era amor. Le cuento que el viejo señor McPherson arrojó a mis padres por un lateral del puente y que el banco se quedó con nuestra casa, y cómo me vine abajo y salí corriendo del examen cuando todas las cabezas se quedaron sin cara.

Por la mañana volvemos a hacer el amor. Esta vez me toma de la mano y guía mis dedos, y los desliza sobre su piel. Al principio no lo entiendo, pero cuando tiembla y se arquea bajo mi roce, comprendo lo que me está enseñando y me dan ganas de soltar un grito de alegría por este conocimiento.

Después se acurruca contra mí; su pelo me hace cosquillas en la cara. La acaricio dulcemente, memorizo su cuerpo. Quiero que se funda conmigo, como la mantequilla en la tostada. Quiero absorberla e ir por ahí el resto de mis días con ella incrustada en mi cuerpo.

Quiero.

Me quedo tumbado inmóvil, degustando la sensación de su cuerpo pegado al mío. Me da miedo respirar por si acaso rompo el hechizo.