image

CORTESÍA DE TIMOTHY TEGGE, TEGGE CIRCUS ARCHIVES, BARABOO, WISCONSIN

DIECIOCHO

Les alcanzo cuando Marlena se está bajando de la cabeza de Rosie.

—¡Habéis estado espléndidas! ¡Espléndidas! —dice August dándole un beso en la mejilla—. ¿Lo has visto, Jacob? ¿Has visto lo magníficas que han estado?

—Por supuesto.

—Hazme un favor y llévate a Rosie, ¿quieres? Yo tengo que volver adentro —me entrega el bastón con contera de plata. Mira a Marlena, suelta un profundo suspiro y se pone una mano en el pecho—. Espléndidas, sencillamente espléndidas. No olvides —dice dando la vuelta y andando unas cuantas zancadas de espaldas— que vuelves a actuar con los caballos justo después de Lottie.

—Ahora mismo voy a por ellos —dice ella.

August se dirige de nuevo a la gran carpa.

—Has estado espectacular —digo.

—Sí. Ha sido muy buena, ¿verdad? —Marlena se inclina y le planta a Rosie un sonoro beso en el hombro, dejando una huella perfecta sobre la piel gris. Luego alarga una mano y la borra con el pulgar.

—Me refería a ti —digo.

Se ruboriza, todavía con el pulgar en la piel de Rosie.

Me arrepiento de haberlo dicho inmediatamente. Y no es que no haya estado espectacular; eso es cierto, pero yo quería decir algo más y ella lo sabe, y la he puesto incómoda. Decido batirme en veloz retirada.

Chodź Rosie —digo animándola a moverse—.Chodź, mój malutki pączuszek.

—Jacob, espera —Marlena pone sus dedos por encima de mi antebrazo.

A lo lejos, justo delante de la entrada de la gran carpa, August frena y se pone tenso. Es como si hubiera sentido el contacto físico. Se da la vuelta lentamente con una expresión sombría. Nos miramos a los ojos.

—¿Puedes hacerme un favor? —pregunta Marlena.

—Claro. Por supuesto —digo mirando intranquilo a August. Marlena no ha notado que nos observa. Me pongo la mano en la cadera, haciendo que sus dedos caigan de mi brazo.

—¿Puedes llevar a Rosie a mi camerino? He preparado una sorpresa.

—Claro que sí. Supongo —digo—. ¿Cuándo quieres que esté allí?

—Llévala ahora mismo. Yo voy enseguida. Ah, y ponte algo bonito. Quiero que sea una fiesta perfecta.

—¿Yo?

—Claro que tú. Ahora tengo que hacer mi número, pero no tardaré mucho. Y si ves a August antes, ni una palabra, ¿de acuerdo?

Asiento con la cabeza. Cuando vuelvo a mirar hacia la gran carpa, August ya ha desaparecido en su interior.

Rosie acepta de buen grado los cambios en su rutina. Camina a mi lado hasta el exterior de la tienda de Marlena y allí espera pacientemente a que Grady y Bill desaten la parte de debajo de la lona de sus anclajes.

—Oye, ¿qué tal le va a Camel? —pregunta Grady agachado y soltando una correa. Rosie se inclina para investigar.

—Más o menos igual —le digo—. Él cree que está mejorando, pero yo no lo veo. Creo que no lo nota tanto porque no tiene que hacer nada. Bueno, eso y que se pasa el día borracho.

—Ése es mi Camel —dice Bill—. ¿De dónde saca el licor? Porque es licor, ¿verdad? No estará bebiendo esa mierda de esencia otra vez, ¿no?

—No, es licor. Mi compañero de cuarto le ha tomado cierto cariño.

—¿Quién? ¿Ese tal Kinko? —dice Grady.

—Sí.

—Creía que odiaba a los trabajadores.

Rosie le quita el sombrero a Grady. Él se gira e intenta recuperarlo, pero ella lo agarra con fuerza.

—¡Eh! ¿Quieres mantener a raya a tu elefanta?

La miro a los ojos y ella me hace un guiño.

Połoź! —digo severamente, a pesar de que me cuesta contener la risa. Ella agita sus enormes orejas grises y suelta el sombrero. Me agacho a recogerlo.

—Walter… Kinko… podría ser un poco más amable —digo mientras se lo entrego a Grady—, pero se ha portado muy bien con Camel. Le ha dejado su cama. Incluso ha encontrado a su hijo. Le ha convencido de que se reúna con nosotros en Providence para hacerse cargo de Camel.

—¿En serio? —dice Grady dejando su actividad para mirarme con sorpresa—. ¿Y Camel lo sabe?

—Eh… Sí.

—¿Y cómo se lo ha tomado?

Hago una mueca y aspiro aire entre los dientes.

—Así de bien, ¿eh?

—Pero no teníamos muchas más alternativas.

—No, no las teníais —Grady hace una pausa—. Lo que pasó no fue culpa suya. Probablemente a estas alturas su familia ya lo sabe. La guerra hizo que muchos hombres se comportaran de manera rara. Ya sabías que fue artillero, ¿verdad?

—No. No habla de eso.

—Oye, no crees que Camel pueda hacer cola, ¿verdad?

—Lo dudo —digo—. ¿Por qué?

—Hemos oído rumores de que quizá haya dinero por fin, tal vez incluso para los peones. Hasta ahora no les había dado mucho crédito, pero después de lo que acaba de pasar en la gran carpa, estoy empezando a creer que puede que haya una pequeña posibilidad.

La parte de debajo de la lona revolotea libre. Bill y Grady la levantan, exponiendo la nueva disposición del camerino de Marlena. A un lado hay una mesa con mantelería de lino y servicio para tres comensales. El otro lado ha sido despejado del todo.

—¿Dónde quieres que pongamos la estaca? ¿Allí? —pregunta Grady señalando el espacio abierto.

—Supongo que sí —digo.

—Ahora vuelvo —dice desapareciendo. Unos minutos más tarde regresa con dos pesadas mazas, una en cada mano. Le lanza una por el aire a Bill, que no parece alarmarse lo más mínimo. La agarra por el mango y sigue a Grady al interior de la tienda. Clavan la estaca de hierro en el suelo de tierra con una serie de golpes perfectamente sincronizados.

Meto a Rosie y me acuclillo para asegurar las cadenas de la pata. Deja esa pata firmemente plantada en el suelo, pero tira con fuerza de las otras. Cuando me incorporo veo que intenta acercarse a una inmensa pila de sandías que hay en el rincón.

—¿Quieres que la volvamos a sujetar? —dice Grady señalando la lona suelta.

—Sí, si no os importa. Supongo que Marlena no quiere que August sepa que Rosie está aquí dentro hasta que entre.

Grady se encoge de hombros.

—Por mí, no hay problema.

—Oye, Grady. ¿Crees que podrías echarle un ojo a Rosie durante unos minutos? Tengo que cambiarme de ropa.

—No sé —dice mirando a Rosie con los ojos entornados—. No se le ocurrirá arrancar la vara o algo así, ¿verdad?

—Lo dudo, pero mira —digo dirigiéndome a la pila de sandías. Rosie levanta la trompa y abre la boca en una amplia sonrisa. Le llevo una y la estrello contra el suelo delante de ella. La sandía revienta y la trompa se lanza inmediatamente sobre su carne roja. Se lleva trozos a la boca con cáscara y todo—. Aquí tienes tu seguro.

Salgo agachándome por debajo de la lona y me voy a cambiar.

Cuando vuelvo Marlena ya está allí, luciendo el vestido de seda con abalorios que le regaló August aquella noche que cenamos en su compartimento. El collar de diamantes resplandece en su cuello.

Rosie mastica feliz otra sandía; por lo menos es la segunda, pero todavía queda media docena en el rincón. Marlena le ha quitado el tocado a Rosie, y ahora cuelga de la silla que hay delante del tocador, que se ha convertido en una mesita de servicio repleta de fuentes de plata y botellas de vino. Huelo la carne de buey tostada y el estómago se me retuerce de hambre.

Marlena, acalorada, rebusca en uno de los cajones de su tocador.

—¡Oh, Jacob! —dice mirando por encima de su hombro—. Bien. Empezaba a preocuparme. Va a presentarse en cualquier momento. Oh, cielos. Y no lo encuentro —se endereza de repente y deja el cajón abierto. Pañuelos de seda se derraman por el borde—. ¿Puedes hacerme un favor?

—Por supuesto —digo.

Saca una botella de champán de una cubitera de tres patas. El hielo que contiene se desliza y tintinea. El agua chorrea de su base cuando me lo da.

—¿Puedes abrirlo justo cuando entre? Y también grita ¡sorpresa!

—Claro —digo agarrando la botella. Le quito el alambre y espero con los pulgares apoyados en el corcho. Rosie acerca su trompa e intenta hacerse un hueco entre mis manos y la botella. Marlena sigue hurgando en el cajón.

—¿Qué es esto?

Levanto la mirada. August está delante de nosotros.

—¡Oh! —exclama Marlena dando la vuelta—. ¡Sorpresa!

—¡Sorpresa! —grito esquivando a Rosie y empujando el corcho. Rebota en la lona y aterriza en la hierba. El champán rebosa por encima de mis dedos y me río. Marlena se acerca inmediatamente con dos copas de flauta para intentar detener la riada. Para cuando conseguimos coordinar, he derramado un tercio de la botella, que Rosie sigue intentando arrebatarme.

Miro para abajo. Los zapatos de seda rosa de Marlena están oscurecidos por el champán.

—¡Oh, lo siento! —digo entre risas.

—¡No, no! No seas tonto —dice ella—. Tenemos otra botella.

—He preguntado «¿qué es esto?».

Marlena y yo nos quedamos paralizados, todavía con las manos entrelazadas. Ella alza la mirada con una repentina expresión de preocupación en los ojos. Muestra las dos copas casi vacías en las manos.

—Es una sorpresa. Una celebración.

August nos mira fijamente. Lleva la corbata deshecha, la chaqueta abierta. Su cara es del todo inexpresiva.

—Una sorpresa, sí —dice. Se quita el sombrero y le da vueltas en las manos, examinándolo. El pelo le sube como una ola desde la frente. De repente levanta la cara, con una ceja arqueada—. O eso creéis vosotros.

—¿Cómo dices? —pregunta Marlena con la voz imperturbable.

Con un golpe de muñeca, August lanza la chistera a un rincón. Luego se quita la chaqueta, lenta, metódicamente. Se acerca al tocador y sacude la chaqueta como si la fuera a dejar en el respaldo de la silla. Cuando ve el tocado de Rosie se detiene. Entonces pliega la chaqueta y la deja encima del asiento. Sus ojos se desplazan hacia el cajón abierto con los pañuelos desbordando por encima.

—¿Os he pillado en un mal momento? —dice dirigiendo la mirada a nosotros. Suena igual que si le estuviera pidiendo a alguien que le pasara la sal.

—Cariño, no sé de qué estás hablando —dice Marlena suavemente.

August se inclina y saca un chal naranja largo y casi transparente del cajón. A continuación se lo pasa alrededor de los dedos.

—Así que estabais pasando un ratito divertido con los pañuelos, ¿no? —tira de un extremo del chal y se lo pasa otra vez entre los dedos—. Eres una chica muy traviesa. Pero supongo que eso ya lo sabía.

Marlena le observa sin decir palabra.

—Bueno —dice—. ¿Es una celebración poscoital? ¿Os he dado tiempo suficiente? ¿O debería irme un rato y volver luego? Debo decir que la elefanta es una novedad. Me da miedo pensarlo.

—En nombre de Dios, ¿de qué estás hablando? —dice Marlena.

—Dos copas —comenta mientras señala las manos de la mujer.

—¿Qué? —ella levanta las copas tan deprisa que su contenido cae en la hierba—. ¿Te refieres a éstas? La tercera está precisamente…

—¿Crees que soy idiota?

—August… —digo.

—¡Cierra la boca! ¡Cierra la puta boca, joder!

La cara se le ha puesto amoratada. Los ojos hinchados. Tiembla de rabia.

Marlena y yo nos quedamos completamente quietos, mudos de asombro. Y entonces la cara de August sufre otra transformación, fundida con algo que podría parecer regodeo. No deja de jugar con el chal, incluso lo mira y sonríe. Luego lo dobla con meticulosidad y lo vuelve a dejar en el cajón. Cuando se levanta sacude la cabeza lentamente.

—Vosotros… Vosotros… Vosotros… —levanta una mano y remueve el aire con los dedos. Pero entonces calla; el bastón de contera de plata ha llamado su atención. Está apoyado en la pared cerca de la mesa, donde yo lo dejé. Se acerca a paso lento y lo empuña.

Oigo un líquido que golpea el suelo a mis espaldas. Rosie está meando en la hierba, con las orejas pegadas al cuerpo y la trompa recogida bajo la cara.

August blande el bastón y golpea con su empuñadura de plata contra la palma de la mano.

—¿Cuánto tiempo creíais que me lo podríais ocultar? —hace una breve pausa y luego me mira a los ojos—. ¿Eh?

—August —digo—. No tengo ni idea de…

—¡He dicho que cierres la boca! —se gira y golpea con el bastón la mesita auxiliar arrojando fuentes, cubiertos y botellas al suelo. Acto seguido levanta un pie y, de una patada, lo tira todo. La mesa cae de lado y vuelan porcelanas y alimentos.

August observa el destrozo por un momento y levanta la mirada.

—¿Creéis que no me doy cuenta de lo que está pasando? —sus ojos perforan a Marlena, sus sienes palpitan—. Oh, eres buena, querida —sacude los dedos ante ella y sonríe—. Eso hay que reconocerlo. Eres muy buena.

Vuelve al tocador y apoya el bastón sobre la mesa. Se inclina sobre ella y se mira en el espejo. Se retira hacia atrás el mechón de pelo que le ha caído sobre la frente y se lo alisa con la mano. Luego se queda inmóvil, con la mano todavía en la frente.

Cu-cú —dice mirándonos en el reflejo—. Os veo.

La cara horrorizada de Marlena me mira desde el espejo.

August se gira y levanta el tocado de lentejuelas rosas de Rosie.

—Y ése es el problema, ¿verdad? Que os veo. Vosotros creéis que no, pero os veo. Debo admitir que esto fue un detalle muy bonito —dice dando vueltas al tocado en la mano—. La esposa devota escondida en el armario, dedicada a sus labores. ¿O no fue en el armario? Tal vez fuera aquí mismo. O acaso fuisteis a la tienda de la puta ésa. Las putas se cuidan unas a otras, ¿no es cierto? —me mira a mí—. Bueno, ¿dónde lo hacíais, eh, Jacob? ¿Dónde te has follado a mi mujer exactamente?

Agarro a Marlena del codo.

—Venga. Vámonos —digo.

—¡Ajá! ¡O sea que ni siquiera lo negáis! —grita. Sujeta el tocado con los nudillos blancos y tira de él, gritando con los dientes apretados, hasta que lo rasga en zigzag.

Marlena chilla. Deja caer las copas de champán y se tapa la boca con una mano.

—¡Pedazo de puta! —grita August—. Golfa. ¡Perra sarnosa! —con cada epíteto rasga más y más el tocado.

—¡August! —grita Marlena dando un paso adelante—. ¡Para! ¡Para ya!

Sus palabras parecen hacer efecto, porque se detiene. Mira a Marlena y parpadea. Mira el tocado que tiene en las manos. Luego vuelve a mirarla, confuso.

Tras una pausa de varios segundos, Marlena se adelanta.

—¿Auggie? —dice con cautela. Le mira con ojos suplicantes—. ¿Te encuentras bien?

August la observa ofuscado, como si acabara de despertarse y se hubiera encontrado allí inesperadamente. Marlena se acerca despacio.

—¿Cariño? —dice.

Él mueve la mandíbula. Arruga la frente y el tocado cae al suelo.

Creo que he dejado de respirar.

Marlena llega a su lado.

—¿Auggie?

La mira. La nariz le tiembla. Entonces, le da un empujón tan violento que la tira sobre las fuentes volcadas y la comida. Da un largo paso hacia delante, se inclina e intenta arrancarle el collar del cuello. El cierre se resiste y acaba arrastrando a Marlena del cuello mientras ella grita.

Cruzo el espacio que nos separa y me lanzo sobre él. Rosie ruge detrás de mí al tiempo que August y yo caemos rodando sobre los platos rotos y la salsa desparramada. Primero yo encima de él, golpeándole en la cara. Luego, él encima de mí, me atiza en un ojo. Me deshago de él y le obligo a ponerse de pie.

—¡Auggie! ¡Jacob! —chilla Marlena—. ¡Parad!

Le empujo hacia atrás, pero él me agarra de las solapas y los dos nos derrumbamos sobre la mesa de tocador. Escucho unos lejanos tintineos cuando el espejo se desintegra a nuestro alrededor. August me empuja y nos volvemos a enganchar en el centro de la tienda.

Rodamos por el suelo, gruñendo, tan pegados que siento su aliento en la cara. Ora soy yo el que está encima descargando puñetazos; ora es él, que me golpea la cabeza contra el suelo. Marlena corretea alrededor de nosotros y nos grita que paremos, pero no podemos. Al menos yo no puedo; toda la rabia, el dolor y la frustración de los pasados meses se ha canalizado a través de mis puños.

Ahora estoy mirando la mesa volcada. Ahora a Rosie, que tira de su pata encadenada y barrita. Ahora estamos de pie otra vez, aferrados cada uno al cuello, a las solapas del otro, ambos esquivando y encajando puñetazos. Por fin caemos contra la cortina de la entrada y aterrizamos en medio de la multitud que se ha reunido fuera.

En cuestión de segundos me encuentro sujeto, retenido por Grady y Bill. Por un instante parece que August va a venir a por mí, pero la expresión de su cara magullada cambia. Se pone de pie y se sacude el polvo tranquilamente.

—Estás loco. ¡Loco! —le grito.

Me mira con frialdad, se estira las mangas y vuelve a entrar en la tienda.

—Soltadme —ruego girando la cabeza primero hacia Grady y luego hacia Bill—. ¡Por el amor de Dios, soltadme! ¡Está loco! ¡La va a matar! —me debato con tanta fuerza que consigo hacerles avanzar unos cuantos pasos. Desde dentro de la tienda oigo el ruido de platos rotos y un grito de Marlena.

Grady y Bill gruñen y plantan las piernas con firmeza para impedir que me suelte.

—No lo hará —dice Grady—. Por eso no te preocupes.

Earl se separa de la muchedumbre y se inclina para entrar en la tienda. Los ruidos cesan. Se oyen dos golpes sordos y luego uno más fuerte, y luego un silencio denso.

Me quedo inmóvil, con la mirada clavada en la desierta superficie de lona.

—Ya está. ¿Lo ves? —dice Grady sin dejar de agarrarme con fuerza del brazo—. ¿Estás bien? ¿Te podemos soltar ya?

Asiento en silencio, con la mirada todavía fija.

Grady y Bill me liberan, pero poco a poco. Primero aflojan la presión de las manos. Luego me sueltan, pero se quedan cerca, vigilándome constantemente.

Una mano se posa en mi cintura. Walter está a mi lado.

—Venga, Jacob —dice—. Vámonos.

—No puedo —respondo.

—Sí. Puedes. Venga. Vamos.

Miro la tienda silenciosa. Al cabo de unos segundos arranco mi mirada de la lona abultada y me alejo.

Walter y yo nos subimos al vagón de los caballos. Queenie sale de detrás de los baúles, donde Camel ronca. Menea la cola y luego se detiene, olisqueando el aire.

—Siéntate —ordena Walter señalando el camastro.

Queenie se sienta en medio del suelo. Yo lo hago en el borde del camastro. Ahora que mi adrenalina se va disolviendo, empiezo a darme cuenta del lamentable estado en que me encuentro. Tengo las manos laceradas, respiro con un sonido como si llevara puesta una máscara de gas y veo a través de la rendija que dejan los párpados hinchados de mi ojo derecho. Cuando me toco la cara, la mano se retira empapada en sangre.

Walter se inclina sobre un baúl abierto. Cuando se da la vuelta tiene en las manos una garrafa de whisky ilegal y un pañuelo. Se pone delante de mí y quita el corcho.

—¿Eh? ¿Eres tú, Walter? —dice Camel desde el otro lado de los baúles. Siempre le despertará el sonido de una botella al abrirse.

—Estás hecho un asco —dice Walter sin hacer el menor caso a Camel. Pega el pañuelo al gollete de la garrafa y la pone boca abajo. Acerca el trapo húmedo a mi cara—. Estate quieto. Esto te va a escocer.

Eso ha sido el eufemismo del siglo: cuando la tela entra en contacto con mi cara salto hacia atrás con un quejido.

Walter espera con el pañuelo en el aire.

—¿Necesitas morder algo? —se agacha para recoger el tapón de corcho—. Toma.

—No —digo apretando los dientes—. Sólo dame un segundo —me abrazo el pecho balanceándome adelante y atrás.

—Tengo una idea mejor —dice Walter. Me pasa la garrafa—. Adelante. Cuando lo tragas quema como un demonio, pero después de unos sorbos no notas demasiado. ¿Qué demonios ha pasado, si puede saberse?

Agarro la garrafa y utilizo las dos manos magulladas para llevármela a la boca. Me siento torpe, como si llevara guantes de boxear. Walter me ayuda. El alcohol me quema los labios heridos, se abre camino por mi garganta y explota en el estómago. Tomo aire y me retiro la garrafa tan rápido que el líquido salpica por el gollete.

—Ya. No es del más suave —dice Walter.

—Chicos, ¿me vais a sacar de aquí y a invitarme o qué? —protesta Camel.

—¡Calla, Camel! —dice Walter.

—¡Eh, oye! Ésa no es forma de hablarle a un pobre anciano…

—¡He dicho que te calles, Camel! Estoy intentando resolver un problema. Sigue —dice ofreciéndome la garrafa otra vez—. Bebe un poco más.

—¿Qué clase de problema? —insiste Camel.

—Jacob está hecho una pena.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Ha habido un «Eh, palurdo»?

—No —contesta Walter—. Peor.

—¿Qué es un «Eh, palurdo»? —farfullo a través de mis labios inflamados.

—Bebe —dice dándome la garrafa otra vez—. Una pelea entre ellos y nosotros. Entre los del circo y los palurdos. ¿Estás listo?

Le doy otro trago al licor ilegal que, a pesar de lo que Walter aseguraba, sigue quemando como gas mostaza. Dejo la garrafa en el suelo y cierro los ojos.

—Sí, eso creo.

Walter me agarra de la barbilla con una mano y la gira a izquierda y derecha, evaluando los daños.

—Joder, Jacob. ¿Qué coño ha pasado? —dice rebuscando entre mi pelo en la parte de atrás de la cabeza. Al parecer, ha encontrado una nueva atrocidad.

—Ha maltratado a Marlena.

—¿Quieres decir físicamente?

—Sí.

—¿Por qué?

—Se volvió loco. No sé de qué otra manera describirlo.

—Tienes cristales por todo el pelo. Estate quieto —sus dedos examinan mi cuero cabelludo, levantando y separando el pelo—. ¿Y por qué se volvió loco? —dice dejando esquirlas de cristal encima del libro más cercano.

—No tengo ni puñetera idea.

—Y una mierda que no. ¿Has hecho el tonto con ella?

—No. Nada de eso —digo, aunque estoy bastante seguro de que me ruborizaría si no tuviera ya la cara como carne picada.

—Espero que no —dice Walter—. Por tu bien, espero que no.

Se oyen roces y golpes a mi derecha. Intento mirar, pero Walter me sujeta la barbilla con fuerza.

—Camel, ¿qué puñetas estás haciendo? —brama echando su cálido aliento en mi cara.

—Quiero ver si Jacob se encuentra bien.

—Por lo que más quieras —dice Walter—. No te muevas, ¿de acuerdo? No me sorprendería que tuviéramos visita en cualquier momento. Puede que vengan a por Jacob, pero no creas que no te llevarían a ti también.

Cuando Walter ha terminado de limpiarme los cortes y de quitarme los cristales del pelo, me arrastro hasta el jergón e intento encontrar un reposo confortable para mi cabeza, que está dolorida por delante y por detrás. Tengo el ojo derecho inflamado y no lo puedo abrir. Queenie se acerca a investigar, olisqueando cautelosamente. Retrocede unos pasos y se tumba sin quitarme la vista de encima.

Walter vuelve a guardar la garrafa en el baúl y se queda encorvado, revolviendo en el fondo. Al enderezarse lleva en la mano un cuchillo enorme.

Cierra la puerta interior y la atranca con un taco de madera. Luego se sienta con la espalda contra la pared y el cuchillo a su lado.

Poco tiempo después oímos el ruido de los cascos de los caballos en la rampa. Pete, Otis y Diamond Joe hablan en susurros en la otra parte del vagón, pero nadie llama a la puerta ni intenta abrirla. Al cabo de un rato, oímos cómo desmontan la rampa y cierran la puerta corredera de fuera.

Cuando el tren arranca por fin, Walter suspira ostensiblemente. Yo le miro. Deja caer la cabeza entre las piernas y se queda así unos instantes. Luego se pone de pie y guarda el enorme cuchillo detrás del baúl.

—Eres un cabrón con suerte —dice desencajando el taco de madera. Abre la puerta y se dirige a la fila de baúles que ocultan a Camel.

—¿Yo? —digo entre los vapores del licor ilegal.

—Sí, tú. Por ahora.

Walter separa los baúles de la pared y saca a Camel. Luego lo lleva a rastras hasta el otro extremo del vagón para ocuparse de sus abluciones vespertinas.

Dormito embotado por una mezcla de dolores y alcohol.

Soy vagamente consciente de que Walter le da de cenar a Camel. Recuerdo haberme incorporado para aceptar un trago de agua y volver a desplomarme en el jergón. La siguiente vez que recupero la consciencia, Camel está tirado en el camastro, roncando, y Walter sentado en la manta del rincón, con la lámpara a su lado y un libro en el regazo.

Oigo pasos en el techo y, poco después, un golpe sordo fuera de la puerta. Todo mi cuerpo se pone en alerta.

Walter se desliza por el suelo como un cangrejo y empuña el cuchillo de detrás del baúl. Luego se coloca a un lado de la puerta, aferrando con fuerza el mango del cuchillo. Me hace un gesto para que me haga con la lámpara. Cruzo la habitación, pero con un ojo cerrado no tengo percepción de profundidad y me quedo corto.

La puerta empieza a abrirse con un chirrido. Los dedos de Walter se abren y se cierran sobre el mango del cuchillo.

—¿Jacob?

—¡Marlena! —exclamo.

—¡Por Cristo bendito, mujer! —grita Walter dejando caer el cuchillo—. Casi te mato —se agarra al quicio de la puerta y saca la cabeza para ver al otro lado—. ¿Estás sola?

—Sí —dice ella—. Lo siento. Tengo que hablar con Jacob.

Walter abre la puerta un poco más. Luego relaja la cara.

—Ay, madre —dice—. Será mejor que pases.

Cuando entra levanto la lámpara de queroseno. Tiene el ojo izquierdo amoratado e hinchado.

—¡Dios mío! —digo—. ¿Eso te lo ha hecho él?

—Pero fíjate cómo estás tú —dice alargando los brazos. Pasa las puntas de los dedos sobre mi cara sin tocarla—. Tienes que ir al médico.

—Estoy bien —digo.

—¿Quién demonios anda ahí? —pregunta Camel—. ¿Es una señora? No veo nada. Alguien me ha dado la vuelta.

—Oh, os pido perdón —dice Marlena, atónita ante la visión del cuerpo impedido en el camastro—. Creía que sólo estabais vosotros dos… Oh, lo siento mucho. Ya me voy.

—De eso nada —digo.

—No quería… a él.

—No quiero que te pasees por los techos de los vagones en marcha, por no hablar de saltar de uno a otro.

—Estoy de acuerdo con Jacob —dice Walter—. Nosotros nos vamos donde los caballos para dejarte un poco de intimidad.

—No, no puedo permitirlo —dice Marlena.

—Entonces déjame que te saque el jergón ahí fuera —digo.

—No. No era mi intención… —sacude la cabeza—. Dios, no tenía que haber venido —se tapa la cara con las manos. Un instante después empieza a llorar.

Le paso la lámpara a Walter y la estrecho entre mis brazos. Ella, sollozando, se aprieta contra mí, con la cara hundida en mi pecho.

—Madre mía —dice Walter otra vez—. Probablemente esto me convierte en cómplice.

—Vamos a charlar —le digo a Marlena.

Ella sorbe y se separa de mí. Sale a las cuadras de los caballos y yo la sigo, cerrando la puerta al salir.

Hay un leve revuelo de reconocimiento. Marlena se pasea y acaricia el flanco de Midnight. Yo me siento pegado a la pared y la espero. Ella se reúne conmigo al cabo de un rato. Al tomar una curva, los tablones del suelo crujen debajo de nosotros y nos empujan hasta que nuestros hombros se tocan.

Yo rompo el silencio.

—¿Te había pegado antes?

—No.

—Si lo vuelve a hacer, te juro por Dios que le mato.

—Si lo vuelve a hacer, no será necesario —dice suavemente.

Levanto la mirada hacia ella. La luz de la luna entra por las rendijas a sus espaldas y su perfil es negro, sin rasgos.

—Le voy a dejar —dice bajando la barbilla.

Instintivamente, le tomo la mano. Su anillo ha desaparecido.

—¿Se lo has dicho? —pregunto.

—Muy claramente.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—Ya has visto su respuesta —dice.

Nos quedamos escuchando el traqueteo de las ruedas. Fijo la mirada en los cuartos traseros de los caballos dormidos y en los retazos de noche que se ven por las rendijas.

—¿Qué vas a hacer? —pregunto.

—Supongo que hablaré con Tío Al cuando lleguemos a Erie para ver si me puede encontrar una litera en el vagón de las chicas.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto me iré a un hotel.

—¿No quieres volver con tu familia?

Pausa.

—No. Además, no creo que me aceptaran.

Nos quedamos apoyados en la pared en silencio, con las manos entrelazadas. Al cabo de una hora más o menos, se queda dormida y se desliza hasta que descansa la cabeza en mi hombro. Yo sigo despierto, con todas las fibras de mi cuerpo conscientes de su proximidad.