RINGLING CIRCUS MUSEUM, SARASOTA, FLORIDA
Mientras August le hace sólo Dios sabe qué a Rosie, Marlena y yo yacemos en la hierba de su camerino, abrazados el uno al otro como monos araña. Yo casi no hablo, sólo sujeto su cabeza contra mi pecho, y ella va desgranando la historia de su vida en un susurro urgente.
Me cuenta cómo conoció a August: ella tenía diecisiete años y acababa de caer en la cuenta de que la reciente procesión de solteros que venía a cenar a casa de su familia eran en realidad candidatos a marido. Cuando un banquero de mediana edad con barbilla huidiza, pelo escaso y dedos afilados fue a cenar una noche más de lo que pareció prudente, oyó las puertas de su futuro cerrándose de golpe a su alrededor.
Pero al mismo tiempo que el banquero gimoteaba algo que hizo que Marlena fijara la mirada horrorizada en el cuenco de sopa de almejas que tenía delante, en todas las paredes de la ciudad pegaban carteles. Las ruedas del destino se habían puesto en marcha. El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini se acercaba a ellos poco a poco trayendo con él una fantasía muy real y, para Marlena, una aventura que acabaría siendo tan romántica como aterradora.
Dos días después, un día de sol radiante, la familia L’Arche fue al circo. En la carpa de las fieras, Marlena estaba de pie ante una hilera de bellísimos caballos árabes blancos y negros cuando August la abordó por primera vez. Sus padres se habían ido a ver los felinos, ajenos al seísmo que estaba a punto de sacudir sus vidas.
Y August era un seísmo. Encantador, sociable y endemoniadamente guapo. Vestido impecable con inmaculados pantalones de montar blancos, chistera y frac, irradiaba autoridad y un carisma irresistible. Al cabo de unos minutos había conseguido la promesa de un encuentro clandestino, y desapareció antes de que los señores L’Arche se reunieran con su hija.
Cuando se vieron más tarde, en una galería de arte, empezó a cortejarla con entusiasmo. Era doce años mayor que ella y tenía un poder de seducción que sólo un director ecuestre puede transmitir. Antes de dar por concluida su primera cita, ya le había propuesto matrimonio.
Era seductor y resuelto. Le dijo que no se movería de allí hasta que se casara con él. La fascinó con relatos sobre la desesperación de Tío Al, y el propio Tío Al elevó ruegos en favor de August. Ya se habían saltado dos plazas de la ruta. Un circo no podía sobrevivir si no cumplía la ruta prevista. Era una decisión importante, sí, pero seguro que ella comprendería cómo les afectaba a ellos. ¿Entendía que las vidas de numerosas personas dependían de que ella tomara la decisión correcta?
Aquella Marlena de diecisiete años pensó en su futuro en Boston durante tres noches más, y la cuarta hizo las maletas.
En este punto de la historia, se deshace en lágrimas. Sigo abrazándola, meciéndola en mis brazos. Finalmente, se separa de mí, secándose los ojos con las manos.
—Deberías irte —dice.
—No quiero.
Ella solloza y alarga la mano para acariciarme la cara con el dorso.
—Quiero volver a verte —digo.
—Me ves todos los días.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Hace una larga pausa. Baja la mirada al suelo. Su boca se mueve unas cuantas veces hasta que habla por fin.
—No puedo.
—Marlena, por el amor de Dios.
—Es que no puedo. Estoy casada. Yo hice la cama y ahora tengo que dormir en ella.
Me arrodillo frente a ella, buscando en su rostro una señal para que me quede. Tras una interminable espera, reconozco que no la voy a encontrar.
La beso en la frente y me voy.
Antes de recorrer cuarenta metros, ya sé más de lo que quisiera sobre el precio que ha tenido que pagar Rosie por la limonada.
Al parecer, August entró como una tromba en la carpa y echó a todo el mundo. Los desconcertados trabajadores de la carpa de las fieras y algunos otros se quedaron fuera, con los oídos aplicados a las junturas de la gran tienda de lona, y oyeron cómo empezaba a soltar un torrente de gritos desaforados. Esto hizo que el resto de los animales se asustaran: los chimpancés chillaron, los felinos rugieron y las cebras relincharon. A pesar de todo el ruido, los sobrecogidos oyentes podían distinguir los golpes de la pica sobre la carne, una y otra vez.
Al principio, Rosie resoplaba y se quejaba. Cuando empezó a chillar y a gemir, muchos de los hombres, incapaces de soportarlo, se alejaron. Uno de ellos fue a buscar a Earl, que entró en la carpa y sacó a August agarrado de las axilas. Mientras Earl le arrastraba por la explanada y le hacía subir las escaleras de su vagón, August daba patadas y se resistía como un loco.
El resto de los hombres encontraron a Rosie tumbada de lado, temblando y con la pata todavía encadenada a la estaca.
—Odio a ese hombre —dice Walter en cuanto subo al vagón de los caballos. Él está sentado en el camastro, acariciando las orejas a Queenie—. No sabes cuánto odio a ese hombre.
—¿Quiere contarme alguien lo que está pasando? —exclama Camel desde el otro lado de los baúles—. Porque sé que pasa algo. ¿Jacob? Dímelo tú. Walter no me cuenta nada.
Me quedo en silencio.
—No hacía ninguna falta ser tan bestia. Ninguna falta —continúa Walter—. Y además casi provoca una estampida. Nos podía haber matado a todos. ¿Estabas allí? ¿Te has enterado de algo?
Nuestros ojos se encuentran.
—No.
—Pues a mí no me molestaría saber de qué puñetas estáis hablando —dice Camel—. Pero parece que no os importo un pito. Eh, ¿no es la hora de la cena?
—No tengo hambre —digo.
—Yo tampoco —dice Walter.
—Pues yo sí —dice Camel indignado—. Pero seguro que a ninguno de los dos se le ha pasado por la cabeza. Y apuesto a que ninguno de los dos ha traído ni un cacho de pan para un pobre viejo.
Walter y yo nos miramos.
—Yo sí he estado allí —dice con los ojos llenos de recriminación—. ¿Quieres saber lo que he oído?
—No —digo mirando a Queenie. Ésta capta mi mirada y da unos golpes en la manta con la cola.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—Como eres veterinario y eso, pensé que te interesaría.
—Y me interesa —digo alzando la voz—. Pero también me da miedo lo que me pueda afectar.
Walter me mira largo rato.
—Bueno, ¿quién le va a traer algo de comer al viejo chocho, tú o yo?
—¡Eh! ¡Ten un poco de educación! —grita el viejo chocho.
—Ya voy yo —digo. Me doy la vuelta y salgo del vagón.
A medio camino hacia la cantina me doy cuenta de que voy apretando los dientes.
Cuando vuelvo con la comida de Carriel, Walter no está. Regresa al cabo de unos minutos con una botella grande de whisky en cada mano.
—Que Dios te bendiga —ríe Camel, que ya está sentado en el rincón. Señala a Walter con una mano desmayada—. ¿De dónde diantres has sacado eso?
—Un amigo del vagón restaurante me debe un favor. He pensado que a todos nos vendría bien olvidar esta noche.
—Bueno, pues dale —dice Camel—. Deja ya de gimotear y pásala.
Walter y yo le fulminamos con la mirada al mismo tiempo.
Las líneas de la cara arrugada de Camel se fruncen aún más.
—Joder, pues sí que sois un buen par de lloricas, ¿no? ¿Qué os pasa? ¿Alguien os ha escupido en la sopa?
—Venga. No le hagas ni caso —dice Walter poniéndome una botella de whisky pegada al pecho.
—¿Cómo que no me haga ni caso? En mis tiempos a los chicos les enseñaban a tener respeto a los mayores.
En vez de responder, Walter se lleva la otra botella y se agacha a su lado. Cuando Camel intenta agarrarla, Walter le retira la mano.
—De eso nada, viejo. Si la tiras seremos tres los lloricas.
Levanta la botella hasta los labios de Camel y se la sujeta mientras da media docena de tragos. Parece un bebé tomando el biberón. Walter se gira y se apoya en la pared. Entonces él también da un largo trago.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta el whisky? —dice limpiándose la boca y señalando la botella que tengo sin abrir en la mano.
—Claro que me gusta. Oye, no tengo nada de dinero, así que no sé cuándo podré pagártela, pero ¿me la puedo quedar?
—Ya te la he dado.
—No, quiero decir… ¿Puedo llevármela?
Walter me observa un instante con los ojos medio cerrados.
—Es una mujer, ¿verdad?
—No.
—Mientes.
—No miento.
—Te apuesto cinco pavos a que es una mujer —dice dando otro trago. Su nuez sube y baja y el líquido marrón desciende casi tres centímetros. Es asombrosa la rapidez a la que pueden tragar el alcohol más fuerte Camel y él.
—Es una hembra —digo.
—¡Ja! —suelta Walter—. Será mejor que ella no te oiga decir eso. Aunque sea quien sea, y sea lo que sea, siempre será mejor que la que ha estado ocupando tus pensamientos últimamente.
—Tengo que desagraviarla —digo—. Hoy la he defraudado.
Walter me mira, comprendiendo de repente.
—¿Me das un poco más de eso? —dice Camel irritado—. Puede que él no lo quiera, pero yo sí. Y no es que le culpe por querer un poquito de marcha. Sólo se es joven una vez. Como yo digo, hay que aprovechar mientras se puede. Sí, señor, aprovechar mientras se puede. Aunque te cueste una botella de néctar.
Walter sonríe. Una vez más, acerca la botella a los labios de Camel y le deja que dé unos cuantos tragos largos. Luego le pone el tapón, se estira hacia mí aún en cuclillas y me la da.
—Llévale también ésta. Dile que yo también lo siento. Que lo siento mucho, de verdad.
—¡Eh! —grita Camel—. ¡No hay mujer en el mundo que valga dos botellas de whisky! ¡Venga ya!
Me levanto y meto una botella en cada bolsillo de mi chaqueta.
—¡Eh, venga ya! —gimotea Camel—. Oh, esto no es justo.
Sus quejas y protestas me siguen hasta que dejo de oírle.
Está oscureciendo, y en la parte del tren que ocupan los artistas han empezado ya varias fiestas, incluyendo una —no puedo evitar darme cuenta— en el vagón de August y Marlena. No habría asistido, pero es significativo que no me hayan invitado. Supongo que August y yo volvemos a estar enfrentados; o más exactamente, puesto que yo ya le odio más de lo que he odiado a nadie ni a nada en toda mi vida, supongo que yo estoy enfrentando a él.
Encuentro a Rosie al fondo de la carpa de las fieras, y cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra veo que hay alguien junto a ella. Es Greg, el hombre del huerto de repollos.
—Hola —le digo al acercarme.
Vuelve la cabeza. Tiene en la mano un tubo de pomada de zinc y se la está aplicando a Rosie en la piel herida. Hay un par de docenas de puntos blancos, tan sólo en este lado.
—Jesús —digo al examinarla. Gotas de sangre y suero brotan por debajo del zinc.
Sus ojos color ámbar buscan los míos. Parpadea con esas pestañas escandalosamente largas y suspira, una tremenda exhalación de aire que le sacude toda la trompa.
Me siento invadido por la culpabilidad.
—¿Qué quieres? —gruñe Greg sin abandonar su tarea.
—Sólo quería ver cómo estaba.
—Bueno, pues ya lo has visto, ¿no? Ahora, si me perdonas… —dice desentendiéndose de mí. Se vuelve hacia ella—. Nogę —dice—. No, daj nogę!
Al cabo de un instante, la elefanta levanta la pata y la mantiene en el aire. Greg se arrodilla y le pone un poco de pomada en la articulación, justo delante de su extraño pecho gris, que cuelga de su tronco como el de una mujer.
—Jesteś dobrą dziewczynką —dice incorporándose y enroscando el tapón de la pomada—. Połóź nogę.
Rosie vuelve a poner la pata en el suelo.
—Masz, moja piękna —dice rebuscando en el bolsillo. La trompa de la elefanta se mueve, investiga. Él saca un caramelo de menta, le quita el envoltorio y se lo da. La elefanta se lo arranca de la mano ágilmente y se lo mete a la boca.
Les miro alucinado, creo que hasta puede que tenga la boca abierta. En el breve tiempo de dos segundos, mi memoria ha recorrido un zigzag desde su incapacidad para actuar y su historia con la rampa, hasta el robo de la limonada y otra vez para atrás hasta el huerto de repollos.
—Dios del cielo —digo.
—¿Qué? —dice Greg acariciándole la trompa.
—Te entiende.
—Sí, ¿y qué?
—¿Cómo que y qué? Dios mío, ¿tienes la menor idea de lo que eso significa?
—Espera un momentito —dice Greg cuando me voy a acercar a Rosie. Interpone su hombro entre nosotros con cara de pocos amigos.
—No me hagas reír —le digo—. Por favor. Una de las últimas cosas que haría en el mundo sería hacerle daño a este animal.
Él me sigue mirando con desconfianza. No estoy muy seguro de que no intente atacarme por la espalda, pero me vuelvo hacia Rosie de todas formas. Ella parpadea.
—¡Rosie, nogę —digo.
Parpadea de nuevo y abre la boca en una sonrisa.
—Nogę, Rosie!
Ella mueve las orejas y suspira.
—Proszę? —digo.
Suelta otro suspiro. Luego traslada el peso de su cuerpo y levanta una pata.
—La madre de Dios —oigo mi voz como si no fuera mía. El corazón me palpita, la cabeza me da vueltas—. Rosie —digo poniéndole una mano en el flanco—. Sólo una cosa más.
La miro fijamente a los ojos, suplicante. Estoy seguro de que sabe lo importante que es esto. Dios, por favor, Dios mío…
—Do tyłu, Rosie! Do tyłu!
Otro profundo suspiro, otro sutil cambio de peso y luego da dos pasos hacia atrás.
Suelto un grito de alegría y me vuelvo al desconcertado Greg. Me acerco a él de un salto, le agarro de los hombros y le doy un fuerte beso en los labios.
—¡Qué demonios!
Corro hacia la salida. A unos cinco metros, paro y me doy la vuelta. Greg sigue escupiendo y limpiándose la boca con asco.
Saco las botellas de los bolsillos. Su expresión cambia por una de mayor interés, sin retirar la mano de la boca.
—¡Eh, pilla! —le digo mientras le lanzo una botella por el aire. Él la atrapa al vuelo, lee la etiqueta y mira a la otra con esperanza. Se la lanzo también.
—Dáselas a nuestra nueva estrella, ¿quieres?
Greg inclina la cabeza pensativo y se vuelve hacia Rosie, que ya sonríe e intenta hacerse con las botellas.
Durante los diez días siguientes me convierto en el profesor particular de polaco de August. En todas las ciudades hace instalar una pista de entrenamiento en la parte de atrás y, día tras día, los cuatro —August, Marlena, Rosie y yo— pasamos las horas que nos quedan entre la llegada a la ciudad y la función de tarde trabajando en el número de Rosie. Aunque ya participa en el desfile diario y en la Gran Parada de presentación, todavía no actúa en el espectáculo. Y a pesar de que la curiosidad está matando a Tío Al, August no quiere desvelar su número hasta que no sea perfecto.
Yo paso los días sentado en una silla junto a la pista con un cuchillo en la mano y un balde entre las piernas, cortando fruta y verdura en trozos para los primates y gritando las frases oportunas en polaco. El acento de August es espantoso, pero Rosie —tal vez porque normalmente August repite una frase que acabo de gritar yo— obedece sin rechistar. No ha utilizado la pica desde que descubrimos la barrera idiomática. Camina a su lado, meneando el pincho bajo su vientre o detrás de sus patas, pero nunca —ni una sola vez— la toca.
Es difícil reconocer en este August al otro y, para ser sincero, ni siquiera lo intento muy en serio. He visto destellos de este August en otros momentos —este brillo, esta armonía, esta generosidad de espíritu—, pero sé de lo que es capaz y no lo voy a olvidar. Los demás pueden pensar lo que quieran, pero yo no voy a creer ni por un solo segundo que éste sea el auténtico August y el otro una aberración. Y sin embargo, me doy cuenta de cómo pueden caer en ese error…
Es delicioso. Es encantador. Brilla como el sol. Colma de atenciones a la gran bestia de color gris tormenta y a su diminuta amazona desde el momento en que nos reunimos por la mañana hasta que desaparecen para el desfile. Es atento y tierno con Marlena, y amable y paternal con Rosie.
No parece recordar que alguna vez hubo un enfrentamiento entre nosotros, a pesar de mi reserva. Sonríe abiertamente, me da palmaditas en la espalda. Se fija en que mi ropa está desaliñada y esa misma tarde el Hombre de los Lunes me trae otra. Declara que el veterinario del circo no debería tener que bañarse con cubos de agua fría y me invita a ducharme en su compartimento. Y cuando descubre que a Rosie lo que más le gusta en el mundo es la ginebra con ginger ale, exceptuando quizá la sandía, se encarga de que tenga ambas cosas todos los días. Se estrecha contra ella. Le susurra al oído, y ella disfruta de las atenciones y trompetea feliz cada vez que le ve.
¿Es que no recuerda?
Le observo esperando descubrir fisuras, pero el nuevo August persiste. Al poco tiempo, su optimismo impregna a toda la explanada. Hasta Tío Al resulta afectado: se acerca todos los días a comprobar nuestros progresos, y al cabo de un par de semanas encarga carteles nuevos en los que se ve a Rosie con Marlena sentada en el lomo. Deja de maltratar a la gente, y poco después la gente deja de evitarle. Incluso se vuelve alegre. Empiezan a circular rumores de que tal vez haya dinero el día de paga y hasta los peones empiezan a sonreír.
Mis convicciones comienzan a tambalearse sólo cuando pillo a Rosie ronroneando de verdad ante las demostraciones de cariño de August. Y lo que me queda delante de los ojos cuando se derrumban es algo terrible.
Tal vez fuera culpa mía. Tal vez quisiera odiarle porque estoy enamorado de su mujer y, si ése fuera el caso, ¿en qué clase de hombre me convierte?
En Pittsburgh voy por fin a confesarme. En el confesionario me desmorono y lloro como un bebé hablándole al sacerdote de mis padres, de mi noche de desenfreno y de mis pensamientos adúlteros. El cura, un tanto estupefacto, murmura unos cuantos «bueno, bueno» y luego me dice que rece el rosario y que olvide a Marlena. Estoy demasiado avergonzado para admitir que no tengo rosario, así que, cuando regreso al tren, les pregunto a Walter y a Camel si ellos tienen. Walter me mira extrañado y Camel me ofrece un collar de dientes de alce verdes.
Estoy muy al tanto de la opinión de Walter. Sigue odiando a August más de lo que puede soportar y, aunque no diga nada, sé exactamente lo que piensa de mi cambio de postura. Seguimos repartiéndonos el cuidado y la alimentación de Camel, pero ya no intercambiamos historias los tres juntos durante las largas noches que pasamos en camino. En lugar de eso, Walter lee a Shakespeare y Camel se emborracha y se pone cada vez más gruñón y más exigente.
En Meadville, August decide que ésa es la noche.
Cuando nos da la buena noticia, Tío Al se queda sin palabras. Se lleva las manos al pecho y levanta la mirada a las estrellas con los ojos llenos de lágrimas. Luego, mientras sus acólitos se agachan para protegerse, alarga los brazos y agarra a August del hombro. Le da un masculino apretón de manos y a continuación, como es evidente que está demasiado emocionado para hablar, le da otro.
Estoy examinando una pezuña rajada en la tienda del herrero cuando August me manda a buscar.
—¿August? —digo situando la cara junto a la abertura de la tienda camerino de Marlena. La lona se hincha ligeramente, sacudida por el viento—. ¿Querías verme?
—¡Jacob! —exclama con voz atronadora—. ¡Me alegro de que hayas podido venir! ¡Entra, por favor! ¡Entra, muchacho!
Marlena lleva la ropa de actuar. Está sentada delante del tocador con un pie apoyado en su canto para atar la larga cinta rosa de una de sus zapatillas alrededor del tobillo. August se sienta a su lado, con la chistera y el frac. Da vueltas a un bastón con contera de plata. Tiene la empuñadura doblada, como la pica de domar elefantes.
—Por favor, siéntate —dice levantándose de su silla y dando unos golpecitos en el asiento.
Titubeo durante una fracción de segundo y luego cruzo la tienda. Una vez me he sentado, August se planta delante de mí. Yo miro a Marlena.
—Marlena, Jacob, queridísima mía y mi querido amigo —dice August quitándose el sombrero y contemplándonos con los ojos humedecidos—. Esta última semana ha sido increíble en muchos sentidos. Creo que no sería exagerado calificarla de viaje del alma. Hace tan sólo dos semanas este circo estaba al borde de la ruina. La supervivencia, y más aún, creo que en este clima financiero puedo decir que las vidas, las vidas mismas, de todos los componentes de este espectáculo estaban en peligro. ¿Y queréis saber por qué?
Sus ojos brillantes se desplazan de Marlena a mí, de mí a Marlena.
—¿Por qué? —pregunta Marlena dócilmente mientras levanta la otra pierna y se enrolla la ancha cinta de satén alrededor del tobillo.
—Porque nos metimos en un agujero al comprar un animal que, supuestamente, iba a ser la salvación del circo. Y porque además tuvimos que comprar un vagón nuevo para transportarlo. Y porque entonces descubrimos que, al parecer, el animal no sabía nada, pero se lo comía todo. Y porque alimentarla significaba que no podíamos alimentar al resto de los empleados, y tuvimos que dejar que se fueran algunos de ellos.
Levanto la cabeza de golpe ante esta manipulada referencia a las luces rojas, pero August mira por encima de mí, a una de las paredes. Se queda callado un rato incómodamente largo, casi como si hubiera olvidado que estamos aquí. De repente vuelve en sí con un estremecimiento.
—Pero nos hemos salvado —dice bajando la mitrada sobre mí con ojos amorosos—, y la razón por la que nos hemos salvado es que hemos recibido una bendición doble. El destino nos sonreía el día de junio en que condujo a Jacob hasta nuestro tren. No sólo nos entregó un veterinario con título de una gran universidad, el veterinario adecuado para un gran espectáculo como el nuestro, sino que era además un veterinario tan devoto de su deber que hizo un descubrimiento de lo más asombroso. Un descubrimiento que acabaría por salvar al circo.
—No, en serio, lo único que yo…
—Ni una palabra, Jacob. No te voy a permitir que lo niegues. Desde la primera vez que te puse los ojos encima tuve una corazonada contigo. ¿Verdad, cariño? —August se vuelve hacia Marlena y la señala con un dedo.
Ella asiente en silencio. Con la segunda zapatilla asegurada, quita el pie del canto de tocador y cruza las piernas. Las puntas de sus dedos empiezan a balancearse de inmediato.
August se queda mirándola fijamente.
—Pero Jacob no hizo solo todo el trabajo —continúa—. Tú, mi bella e inteligente amada, has estado brillante. Y Rosie, porque, de entre todos nosotros, es a ella a la que menos debemos olvidar en esta ecuación, tan paciente, tan dispuesta… —hace una pausa y aspira tan fuerte que las aletas de su nariz se dilatan. Cuando sigue, la voz se le quiebra—. Porque es un animal bello y magnífico, con el corazón repleto de perdón y la capacidad de comprender los malentendidos. Porque gracias a vosotros tres, El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini está a punto de elevarse hasta nuevas cotas de grandeza. Realmente estamos uniéndonos a las filas de los mayores circos, y nada de esto habría sido posible sin vosotros.
Nos sonríe radiante, con las mejillas tan arreboladas que me da miedo que vaya a romper a llorar.
—¡Oh! Casi se me olvida —exclama dando palmas. Corre hacia un baúl y rebusca en su interior. Saca dos cajas pequeñas. Una es cuadrada y la otra rectangular y plana. Las dos están envueltas en papel de regalo—. Para ti, querida —dice entregándole la plana a Marlena.
—¡Oh, Auggie! ¡No tenías por qué hacerlo!
—¿Y tú qué sabes? —dice con una sonrisa—. A lo mejor es un juego de plumas.
Marlena rasga el papel, descubriendo un estuche de terciopelo azul. Le mira insegura y abre la tapa con bisagras. Una gargantilla de diamantes refulge sobre el forro de satén rojo.
—Oh, Auggie —dice. Desplaza la mirada de la gargantilla a August con el ceño fruncido en un gesto de preocupación—. Auggie, es maravillosa. Pero no creo que nos podamos permitir…
—Calla —le dice inclinándose para tomarla de una mano. Le da un beso en la palma—. Esta noche anuncia una nueva era. Nada es demasiado bueno para esta noche.
Ella saca el collar y deja que cuelgue entre sus dedos. Es evidente que está impresionada.
August se gira y me entrega la caja cuadrada.
Retiro la cinta y abro el papel con cuidado. La caja que contiene también es de terciopelo azul. Se me hace un nudo en la garganta.
—Venga ya —dice August impaciente—. ¡Ábrelo! ¡No seas tímido!
La tapa se abre con un chasquido. Es un reloj de bolsillo de oro.
—August… —digo.
—¿Te gusta?
—Es precioso. Pero no lo puedo aceptar.
—Sí, claro que puedes. ¡Y lo vas a aceptar! —dice agarrando a Marlena de la mano y poniéndola de pie. Le quita el collar de la mano.
—No, no puedo —digo—. Es un gesto magnífico. Pero es demasiado.
—Puedes y lo vas a aceptar —dice con firmeza—. Soy tu jefe y es una orden directa. Y además, ¿por qué no ibas a aceptar ese regalo? Creo recordar que no hace mucho te desprendiste de uno por un amigo.
Cierro los ojos con fuerza. Cuando los vuelvo a abrir, Marlena está de espaldas a August, recogiéndose el pelo mientras él le abrocha el collar alrededor del cuello.
—Ya está —dice.
Ella se da la vuelta y se inclina ante el espejo de su tocador. Sus dedos se acercan cautelosos a los diamantes que adornan su garganta.
—¿Debo entender que te gusta? —pregunta.
—Ni siquiera sé qué decir. Es la cosa más bonita… ¡Oh! —exclama de repente—. ¡Casi se me olvida! Yo también tengo una sorpresa.
Abre el tercer cajón de su tocador y escarba en él, echando a un lado vaporosas piezas de tejido. Luego saca un gran retal de algo color rosa. Lo agarra por las puntas y le da una ligera sacudida, de manera que brilla, reflejando mil puntos de luz.
—Bueno, ¿qué te parece? ¿Qué os parece? —dice con una gran sonrisa.
—Es… es… ¿Qué es? —pregunta August.
—Es un tocado para Rosie —dice sujetándolo contra su pecho con la barbilla y desplegando el resto delante de su cuerpo—. ¿Veis? Esta parte se engancha a la parte de atrás del arnés y éstas a los lados, y esta parte le cae por encima de la frente. Lo he hecho yo. Llevo dos semanas trabajando en él. Hace juego con el mío —levanta la mirada. Tiene una mancha colorada en cada una de sus mejillas.
August la mira fijamente. Su mandíbula inferior se mueve un poco, pero no emite sonido alguno. Luego estira los brazos y la envuelve con ellos.
Yo tengo que retirar la mirada.
Gracias a las insuperables técnicas comerciales de Tío Al, la gran carpa está llena a rebosar. Se venden tantas entradas que, después de que Tío Al pida al público que se junte más por cuarta vez, queda claro que no será suficiente.
Envían a los peones a echar paja en la pista de los caballos. Para entretener al público mientras lo hacen, la banda da un concierto, y los payasos, Walter incluido, recorren las gradas repartiendo caramelos y acariciando las barbillas de los más pequeños.
Artistas y animales se encuentran alineados en la parte de atrás, listos para empezar la cabalgata. Llevan veinte minutos de espera y están inquietos.
Tío Al sale por la puerta de atrás hecho una furia.
—Vale, chicos, escuchad —vocifera—. Esta noche tenemos suelo de paja, así que no os salgáis de las pistas centrales y aseguraos de que quedan sus buenos dos metros de separación entre los animales y los palurdos. Si resulta atropellado aunque sea un solo crío, desollaré con mis propias manos al encargado del animal que lo haya hecho. ¿Queda claro?
Gestos de asentimiento, murmullos, más retoques en los trajes.
Tío Al saca la cabeza por la cortina y le hace un gesto con el brazo al director de la banda.
—Muy bien. ¡Adelante! ¡Que se queden muertos! Pero no literalmente, ya sabéis lo que quiero decir.
No arrollan ni a un solo crío. De hecho, todo el mundo está magnífico, y Rosie mejor que nadie. Lleva a Marlena sobre su cabeza cubierta de lentejuelas rosas durante la Parada, con la trompa curvada a modo de saludo. Delante de ella va un payaso, un hombre desgarbado que alterna volatines y saltos mortales hacia atrás. En cierto momento, Rosie alarga la trompa y le agarra de los pantalones. Tira tan fuerte de él que los pies del payaso se despegan del suelo. Se gira, ofendido, y se encuentra con una elefanta sonriente. El público silba y aplaude, pero a partir de ese momento el payaso mantiene las distancias.
Cuando casi es la hora de la actuación de Rosie, me cuelo en la gran carpa y me pego a una sección de gradas. Mientras los acróbatas reciben su ovación, los peones entran corriendo en la pista central rodando dos bolas: una pequeña y una grande, ambas decoradas con estrellas rojas y rayas azules. Tío Al alza los brazos y mira al fondo. Su mirada pasa por encima de mí y alcanza a August. Hace un leve gesto con la cabeza y una señal al director de la banda, que ataca un vals de Gounod.
Rosie entra en la gran carpa paseando junto a August. Lleva a Marlena sobre la cabeza, saluda con la trompa levantada y la boca abierta en una sonrisa. Cuando entran en la pista central, Rosie levanta a Marlena de su cabeza y la deja en el suelo.
Marlena salta teatralmente al anillo, un torbellino de destellos rosas. Sonríe, gira, levanta los brazos y lanza besos al público. Rosie la sigue a buen ritmo, con la trompa curvada en el aire. August va a su lado, azuzándola con el bastón de contera de plata en vez de con la pica. Observo su boca, leo en sus labios las frases en polaco que ha aprendido de memoria.
Marlena recorre bailando el perímetro de la pista una vez más y se detiene junto a la bola pequeña. August conduce a Rosie al centro. Marlena les contempla y luego se vuelve hacia el público. Hincha las mejillas y se pasa una mano por la frente remedando un gesto de exagerado agotamiento. Luego se sienta en la bola. Cruza las piernas y coloca un codo en ellas, apoyando la barbilla en la mano. Da golpecitos con el pie en el suelo y levanta la mirada al cielo. Rosie la observa sonriente y con la trompa levantada. Al cabo de un instante, se da la vuelta poco a poco y desciende su enorme trasero gris sobre la bola grande. La risa surge de entre el público.
Marlena la mira sorprendida y se levanta con un gesto de falsa irritación en la boca. Le da la espalda a Rosie. La elefanta se levanta también y se gira pesadamente hasta presentarle la cola a Marlena. El público ruge de placer.
Marlena se gira y le lanza una mirada furibunda. Con aire dramático, levanta uno de los pies y lo planta encima de su bola. Acto seguido, cruza los brazos y asiente con la cabeza una sola vez, con energía, como si dijera: «Chúpate ésa, elefanta».
Rosie enrosca la trompa, levanta la pata delantera derecha y la pone con cuidado encima de su bola. Marlena la mira enfurecida. Entonces separa los dos brazos a los lados y levanta el otro pie del suelo. Endereza la rodilla lentamente, con la otra pierna separada hacia un lado, con la punta del pie estirada como una bailarina de ballet. Una vez que ha extendido del todo la rodilla, baja la otra pierna de manera que queda de pie sobre la bola. Sonríe abiertamente, convencida de que ha logrado derrotar a la elefanta. El público aplaude y silba, también convencido. Marlena se gira, dando la espalda a Rosie, y levanta los brazos victoriosa.
Rosie espera un momento y coloca la otra pata sobre la bola. El público explota. Marlena mira incrédula por encima de su hombro. Vuelve a girar con cuidado hasta ponerse de frente a Rosie y otra vez se pone las manos en las caderas. Frunce el ceño profundamente y sacude la cabeza, frustrada. Levanta un dedo y lo agita ante Rosie pero, al cabo de unos instantes, se queda paralizada. Su expresión se ilumina. ¡Una idea! Levanta el dedo por el aire y lo mueve para que todo el público pueda asimilar que está a punto de derrotar a la elefanta de una vez por todas.
Se concentra un momento con la mirada fija en las zapatillas. Y entonces, acompañada de un redoble de tambor in crescendo, empieza a arrastrar los pies haciendo que la bola ruede hacia delante. Va cada vez más deprisa, moviendo los pies a toda velocidad, moviendo la bola por toda la pista mientras el público aplaude y pita. Entonces se oye una bestial explosión de gritos gozosos…
Marlena para y se vuelve. Estaba demasiado concentrada en su bola y no se ha percatado de la desatinada imagen que tiene detrás. El paquidermo se ha subido en la bola grande, con las cuatro patas muy juntas y el lomo arqueado. El redoble de tambor empieza de nuevo. Nada al principio. Luego, poco a poco, la bola empieza a rodar bajo las patas de Rosie.
El director de la banda hace una señal a los músicos para que ataquen una pieza más rápida y Rosie mueve la bola unos dos metros. Marlena sonríe satisfecha y, dando palmas, señala a Rosie invitando al público a adorarla. A continuación salta de la bola y se acerca a Rosie, que desciende de la suya con mucha más precaución. Baja la trompa y Marlena se sienta en su arco, se agarra colocando un brazo alrededor de ésta y estira las puntas de los pies elegantemente. Rosie levanta la trompa y sube a Marlena por el aire. Luego la deposita sobre su cabeza y sale de la gran carpa entre los vítores de una multitud embelesada.
Y entonces empieza la lluvia de dinero; la dulcísima lluvia de dinero. Tío Al no cabe en sí de gozo y, de pie en medio de la pista de los caballos, con los brazos extendidos y la cabeza levantada, se regodea bajo las monedas que le caen encima. No baja la cara a pesar de que las monedas le rebotan en las mejillas, la nariz y la frente. Creo que es posible que esté llorando.