CORTESÍA DE THE PFENING ARCHIVES, COLUMBUS, OHIO
Camel pasa los días escondido detrás de los baúles, tumbado sobre unas mantas que Walter y yo hemos dispuesto para proteger su maltrecho cuerpo del suelo. La parálisis está tan avanzada que no sé si podría salir a rastras aunque quisiera, pero tiene tanto miedo de que le pillen que ni siquiera lo intenta. Todas las noches, cuando el tren ya está en marcha, separamos los baúles y le ayudamos a apoyarse en la pared o a ir hasta el camastro, dependiendo de si quiere sentarse o seguir tumbado. Es Walter el que ha insistido en que se acueste en el camastro, y yo, a mi vez, me he empeñado en que él duerma en el jergón. O sea que yo he vuelto a dormir en la manta de caballo en el rincón.
A los dos días escasos de nuestra convivencia, los temblores de Camel son tan violentos que no puede ni hablar. Walter lo descubre a mediodía, cuando vuelve al vagón a traerle algo de comida a Camel. Éste está tan mal que Walter va a buscarme a la carpa de las fieras para contármelo, pero August está observando, así que no puedo ir al tren.
Casi es medianoche cuando Walter y yo esperamos sentados en el camastro a que arranque el tren. En el mismo instante en que se mueve, nos levantamos y retiramos los baúles de la pared.
Walter se arrodilla, le pone las manos debajo de las axilas a Camel y le ayuda a sentarse. Luego saca una petaca del bolsillo.
Cuando los ojos de Camel recuperan la luz, buscan la cara de Walter. Luego se llenan de lágrimas.
—¿Qué es eso? —pregunto rápidamente.
—¿Qué coño crees que es? —dice Walter—. Es licor. Licor auténtico. Del bueno.
Camel se lanza a por la botella con manos temblorosas. Walter, todavía sujetándole en posición erguida, le quita el tapón y la acerca a los labios del viejo.
Pasa otra semana y Marlena sigue enclaustrada en su compartimento. Ahora siento una necesidad tan grande de verla que me sorprendo a mí mismo maquinando formas de espiar por su ventana sin ser descubierto. Afortunadamente, el sentido común se impone.
Todas las noches, tumbado en mi apestosa manta del rincón, repaso nuestra última conversación, adorada palabra tras adorada palabra. Revivo una y otra vez la misma atormentada situación, desde el arrebato de alegría incrédula a mi devastadora decepción. Sé que pedirme que me fuera era lo único que podía hacer, pero, aun así, me cuesta sobrellevarlo. El solo recuerdo me deja tan alterado que me revuelvo en la manta hasta que Walter me dice que pare, porque no le dejo dormir.
Y seguimos adelante. En la mayoría de las ciudades no nos quedamos más que una noche, aunque solemos hacer una parada de dos días los domingos. Durante el trayecto entre Burlington y Keokuk, Walter —con la ayuda de una generosa cantidad de whisky— logra sacarle a Camel el nombre y la última dirección conocida de su hijo. En las siguientes paradas, Walter se marcha a la ciudad nada más desayunar y no regresa hasta que es casi la hora del espectáculo. Cuando llegamos a Springfield ha conseguido establecer contacto.
Al principio, el hijo de Camel niega su relación. Pero Walter es insistente. Día tras día va a la ciudad a negociar mediante telegramas, y al viernes siguiente el hijo acepta reunirse con nosotros en Providence y hacerse cargo del anciano. Eso significa que tendremos que mantener nuestro sistema de hospedaje algunas semanas más, pero al menos es una solución. Y es mucho mejor que lo que teníamos hasta ahora.
Lucinda la Linda muere en Terre Haute. Cuando Tío Al se recupera de su demoledor pero breve desconsuelo, organiza una ceremonia de despedida para «nuestra adorada Lucinda».
Una hora después de que se haya firmado el certificado de defunción, colocan a Lucinda en el tanque del carromato del hipopótamo, al que enganchan un tiro de veinticuatro caballos percherones negros con plumas en la cabeza.
Tío Al se sube al pescante con el cochero, prácticamente roto de dolor. Al cabo de unos instantes mueve los dedos para dar la salida a la procesión de Lucinda. Esta recorre a paso lento las calles de la ciudad, seguida a pie por todos los miembros de El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini que merecen ser vistos. Tío Al, desolado, llora y se suena la nariz con un pañuelo rojo y sólo levanta la mirada para comprobar que el paso de la comitiva permite que se vaya reuniendo una buena multitud.
Las mujeres van inmediatamente detrás del carro del hipopótamo, todas vestidas de negro y enjugándose los ojos con elegantes pañuelos de encaje. Yo voy más atrás, rodeado por todas partes de hombres afligidos, con las caras brillantes por las lágrimas. Tío Al ha prometido tres dólares y una botella de whisky canadiense al que ofrezca la mejor representación. Nunca se ha visto dolor semejante… Hasta los perros aúllan.
Casi un millar de vecinos de la ciudad nos siguen cuando volvemos a la explanada. Todos se quedan en silencio cuando Tío Al se pone de pie en el carruaje.
Se quita el sombrero y se lo pone contra el pecho. Saca un pañuelo y se lo pasa por los ojos. Luego pronuncia un discurso conmovedor, tan emocionado que apenas puede contenerse. Cuando acaba dice que, si por él fuera, suspendería la función de esta noche por respeto a Lucinda. Pero no puede hacer eso. Es algo que se escapa a su decisión. Es un hombre de honor, y en su lecho de muerte Lucinda le agarró la mano y le hizo prometer —no, jurar— que no permitiría que lo que ya era su inminente final interfiriera en la rutina del espectáculo y defraudara a los miles de personas que esperaban ir al circo aquel día.
—Porque, después de todo… —Tío Al hace una pausa y se lleva una mano al pecho, sollozando compasivamente. Levanta los ojos al cielo mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas.
Las mujeres y los niños del público lloran abiertamente. Una mujer de las primeras filas se lleva un brazo a la frente y se desploma mientras los hombres que tiene a ambos lados se apresuran a recogerla.
Tío Al se recupera con evidente esfuerzo, aunque no puede evitar que los labios le sigan temblando. Asiente con la cabeza despacio y continúa:
—Porque, después de todo, como nuestra querida Lucinda sabía muy bien… el espectáculo debe continuar.
Esa noche tenemos un llenazo de público: un «suelo de paja», así llamado porque, una vez que se han vendido todos los asientos habituales de las gradas, los peones esparcen paja por la pista de los caballos que rodea las pistas circulares para que se siente el exceso de público.
Tío Al empieza el espectáculo con un minuto de silencio. Agacha la cabeza, llora lágrimas reales y dedica la función a Lucinda, cuya generosidad total y absoluta es la única razón de que podamos continuar ante nuestra gran pérdida. Y vamos a hacer que se sienta orgullosa… Ah, sí, nuestro amor por Lucinda era tal que, a pesar del dolor que nos consume, y forzando nuestros corazones rotos, sacaremos fuerza suficiente para cumplir su último deseo y hacer que se sienta orgullosa. Maravillas como nunca han visto, damas y caballeros, números y artistas llegados de los cuatro puntos cardinales para entretenerles y sorprenderles, acróbatas y malabaristas, y trapecistas del más alto nivel…
Ha transcurrido casi una cuarta parte del espectáculo cuando ella entra en la carpa de las fieras. Siento su presencia antes incluso de oír los murmullos de sorpresa a mi alrededor.
Dejo a Bobo en el suelo de su jaula. Me doy la vuelta y, como esperaba, allí está, preciosa con sus lentejuelas rosas y su tocado de plumas, quitándoles los arneses a los caballos y dejándolos caer al suelo. Sólo Boaz —un caballo árabe negro y seguramente el sustituto de Silver Star— sigue enjaezado, y es evidente que no le hace ninguna gracia.
Me apoyo en la jaula de Bobo, fascinado.
Los caballos, con los que he pasado todas las noches de viaje entre una ciudad y otra y que normalmente parecen caballos corrientes, se han transformado. Resoplan y bufan con los cuellos arqueados y las colas levantadas. Se agrupan en dos formaciones de baile, una blanca y otra negra. Marlena se sitúa frente a ellos, llevando un látigo largo en cada mano. Levanta uno de ellos y lo gira sobre su cabeza. Luego camina de espaldas y los caballos salen de la tienda detrás de ella. Van libres por completo. No llevan arneses, riendas ni cinchas… Nada. Sencillamente la siguen agitando las cabezas y levantando las patas como Saddlebreds.
Nunca he visto su número —los que trabajamos detrás no tenemos tiempo para permitirnos ese lujo—, pero en esta ocasión nada podría impedírmelo. Cierro bien la puerta de Bobo y me cuelo por la de comunicación, el pasadizo de lona sin techo que une la tienda de las fieras con la gran carpa. El vendedor de entradas de la otra carpa me mira rápidamente y, cuando ve que no soy un poli, vuelve a concentrarse en su negocio. El bolsillo, repleto de dinero, le tintinea. Me coloco junto a él y miro hacia el extremo de la carpa, al otro lado de las tres pistas circulares.
Tío Al la anuncia y ella hace su entrada. Gira levantando los dos látigos por el aire. Hace restallar uno de ellos y da unos pasos hacia atrás. Los dos grupos de caballos se arremolinan alrededor de ella.
Marlena camina con calma hasta la pista central y ellos la siguen, levantando las patas, como vistosas nubes blancas y negras.
Una vez en el centro de la pista, agita el aire delicadamente. Los caballos trotan alrededor de la pista: los cinco blancos seguidos de los cinco negros. Después de dos vueltas completas, Marlena sacude el látigo. Los caballos negros aprietan el paso hasta que cada uno de ellos está al lado de uno blanco. Otro movimiento y se ponen en fila, de manera que ahora se alternan los caballos blancos y negros.
Ella, con sus lentejuelas rosas brillando bajo las luces refulgentes, apenas se mueve. Sus pasos describen un pequeño círculo en el centro de la pista y sacude los látigos en una sucesión de señales.
Los caballos siguen dando vueltas, los blancos adelantando a los negros y los negros adelantando a los blancos, dando como resultado final que los colores siempre se alternen.
Ella da una voz y todos se paran. Marlena dice algo más y los animales se giran hacia afuera y suben los cascos delanteros al anillo de la pista. Se ponen a andar de lado, con las patas subidas en el borde y las colas hacia Marlena. Así describen una vuelta completa hasta que ella los hace detenerse. Se bajan y dan la vuelta para mirarla. Ella llama a Midnight.
Es un ejemplar negro, todo fuego árabe con un rombo blanco perfecto en la testuz. Ella le habla, agarrando los dos látigos con una mano y ofreciéndole la palma de la otra. El caballo aplica su morro contra ella con el cuello arqueado y las aletas de la nariz abiertas.
Marlena retrocede y alza un látigo. Los otros caballos observan danzando en su sitio. Levanta el otro látigo y agita la punta adelante y atrás. Midnight se yergue sobre las patas de atrás con las manos dobladas delante del pecho. Ella grita algo —es la primera vez que levanta la voz— y retrocede. El caballo la sigue sobre las patas traseras y arañando el aire con las delanteras. Le hace recorrer de pie todo el perímetro de la pista. Luego le hace un gesto para que baje. El látigo dibuja otro críptico círculo y Midnight saluda, inclinándose con una pata delantera doblada y la otra estirada. Marlena hace una profunda reverencia y el público se vuelve loco. Con Midnight todavía saludando, levanta ambos látigos y los agita. El resto de los caballos trazan piruetas sin moverse del sitio.
Más vítores, más halagos. Marlena estira los brazos por el aire y se gira para conceder a cada parte del público la ocasión de adorarla. Luego se acerca a Midnight y se sube con cuidado a su grupa reclinada. El caballo se levanta, encorva el cuello y se lleva a Marlena de la carpa. Los demás caballos les siguen, agrupados otra vez por colores, arrimándose unos a otros para no alejarse mucho de su ama.
El corazón me late tan fuerte que oigo el fluir de la sangre en mis oídos a pesar de los gritos de la gente. Estoy tan lleno de amor que se me desborda, que estallo.
Esa noche, una vez que el whisky ha dejado a Camel fuera de combate y Walter ronca en el jergón, salgo de la pequeña habitación y me quedo mirando las grupas de los caballos de pista.
Cuido a diario de estos caballos. Limpio sus cubiles, les lleno los cubos de agua y comida y los arreglo para el espectáculo. Reviso sus dientes y peino sus crines y les palpo las patas para ver si tienen fiebre. Les doy golosinas y acaricio sus cuellos. Se han convertido en una parte importante de mi vida, como Queenie, pero después de ver la actuación de Marlena nunca volveré a verlos de la misma manera. Estos caballos son una extensión de Marlena, una parte de ella que ahora está aquí conmigo.
Paso la mano por encima de la división de los establos y la apoyo en un anca negra. Midnight, que estaba dormido, se remueve sorprendido y gira la cabeza.
Cuando descubre que sólo soy yo, retira la mirada. Baja las orejas, cierra los ojos y cambia el peso de su cuerpo para hacerlo descansar en una pata trasera.
Vuelvo al cuarto de las cabras y compruebo que Camel respira. Me tumbo en mi manta y caigo en un sueño sobre Marlena que seguramente me cueste el alma.
Delante de los mostradores de comida, a la mañana siguiente:
—Fíjate en eso —dice Walter levantando un brazo para darme un golpe en las costillas.
—¿Qué?
Señala.
August y Marlena están sentados a nuestra mesa. Es la primera vez que se presentan a una comida desde el accidente.
Walter me examina.
—¿Podrás soportarlo?
—Claro que sí —contesto irritado.
—Vale. Sólo quería saberlo —dice él. Pasamos junto al siempre vigilante Ezra y nos dirigimos a nuestras respectivas mesas.
—Buenos días, Jacob —dice August mientras dejo el plato en la mesa y tomo asiento.
—August. Marlena —digo saludando con la cabeza a cada uno.
Marlena echa una mirada rápida y vuelve a fijar los ojos en el plato.
—¿Qué tal te encuentras en este maravilloso día? —pregunta August. Escarba en un montón de huevos revueltos.
—Muy bien. ¿Y tú?
—Estupendo —dice.
—¿Y tú qué tal, Marlena? —pregunto.
—Mucho mejor, gracias —responde ella.
—Anoche vi tu número —digo.
—¿Ah, sí?
—Sí —digo desplegando la servilleta y poniéndomela sobre las rodillas—. Es… No sé muy bien qué decir. Fue asombroso. Nunca he visto una cosa igual.
—Oh —dice August subiendo una ceja—. ¿Nunca?
—No. Nunca.
—Fíjate.
Me mira sin parpadear.
—Pensaba que había sido el número de Marlena lo que te había animado a unirte al circo, Jacob. ¿Estaba equivocado?
El corazón me da un salto en el pecho. Agarro los cubiertos: el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, al estilo europeo, como mi madre.
—Mentí —digo.
Pincho el extremo de una salchicha y empiezo a cortarla, esperando la respuesta.
—¿Cómo has dicho? —dice.
—Mentí. ¡Mentí! —dejo los cubiertos de golpe en la mesa con un trozo de salchicha clavado en el tenedor—. ¿Vale? Por supuesto que nunca había oído hablar del circo de los Hermanos Benzini hasta que me subí al tren. ¿Quién coño ha oído hablar de los Hermanos Benzini? El único circo que he visto en toda mi vida ha sido el Ringling, y fue genial. ¡Genial! ¡¿Te enteras?!
Se hace un silencio sobrecogedor. Miro alrededor aterrado. Todos los presentes en la carpa me miran fijamente. La mandíbula de Walter está desencajada. Queenie pega las orejas a la cabeza. A lo lejos berrea un camello.
Por fin vuelvo los ojos hacia August. Él también me mira. Un lado del bigote le tiembla. Dejo la servilleta bajo el borde del plato, preguntándome si se va a lanzar a por mí por encima de la mesa.
August abre los ojos todavía más. Yo aprieto los nudillos bajo la mesa. Y entonces, August explota. Ríe tan fuerte que se pone rojo, se agarra la barriga y respira con dificultad. Ríe y aúlla hasta que las lágrimas corren por su cara y los labios le tiemblan por el esfuerzo.
—Oh, Jacob —dice secándose las mejillas—. Oh, Jacob. Creo que te había juzgado mal. Sí. Desde luego. Creo que te había juzgado mal —ríe y sorbe mientras se limpia la cara con la servilleta—. Ay, Dios —suspira—. Ay, Dios —carraspea y vuelve a tomar los cubiertos. Recoge un poco de huevo con el tenedor y vuelve a dejarlo, nuevamente vencido por la hilaridad.
El resto de los comensales vuelven a su comida, pero con reservas, como la gente que observaba cuando eché al hombre de la explanada el primer día. Y no puedo evitar darme cuenta de que, cuando vuelven a comer, lo hacen con un aire de aprensión.
La muerte de Lucinda nos deja con una grave deficiencia en las filas de los fenómenos. Y hay que solucionarla… Todos los grandes circos tienen una mujer gorda, y nosotros no podemos ser menos.
Tío Al y August repasan el Billboard y hacen llamadas de teléfono en todas las paradas y mandan telegramas intentando reclutar una, pero todas las mujeres gordas parecen estar satisfechas con el trabajo que tienen, o recelosas de la reputación de Tío Al. Al cabo de dos semanas y de diez trayectos de tren, Tío Al está tan desesperado que aborda a una señora del público de generosas dimensiones. Desgraciadamente, resulta ser la señora del jefe de la policía y Tío Al acaba con un ojo de un morado brillante en vez de con una señora gorda, aparte de una orden oficial de salir de la ciudad.
Tenemos dos horas. Los artistas se recluyen inmediatamente en sus vagones. Los peones, una vez espabilados, corren por la explanada como gallinas sin cabeza. Tío Al, enrojecido y sin aliento, sacude el bastón, azuzando a los trabajadores si no se mueven todo lo rápido que él quiere. Las carpas se desmontan tan deprisa que los hombres quedan atrapados debajo, y los que están desmontando otras tienen que entrar y sacarles antes de que se asfixien bajo la gran superficie de lona o —lo que es peor desde el punto de vista de Tío Al— tienen que abrir con sus navajas un respiradero.
Cuando ya están recogidos todos los animales de carga, me retiro al vagón de los caballos. No me gustan las miradas de los vecinos que se van reuniendo en los límites de la explanada. Muchos van armados, y un mal palpito me va fermentando en la boca del estómago.
Todavía no he visto a Walter y me paseo de un lado a otro delante de la puerta abierta, examinando la explanada. Los trabajadores negros se han ocultado en el Escuadrón Volador hace un buen rato, y no estoy del todo seguro de que la turba no se conforme con un enano pelirrojo.
Una hora y cincuenta y cinco minutos después de que nos den las órdenes de partir, su cara se asoma por la puerta.
—¿Dónde puñetas estabas? —le grito.
—¿Es él? —gruñe Camel desde el otro lado de los baúles.
—Sí, es él. Venga, entra ya —digo haciéndole un gesto—. Esa gente tiene mala pinta.
Él no se mueve. Está congestionado y sin resuello.
—¿Dónde está Queenie? ¿Has visto a Queenie?
—No. ¿Por qué?
Walter desaparece.
—¡Walter! —me incorporo de un salto y le sigo hasta la puerta—. ¡Walter! ¿Dónde coño vas? ¡Ya han dado la señal de los cinco minutos!
Corre en paralelo al tren, agachándose para mirar entre las ruedas.
—¡Vamos, Queenie! ¡Eh, nena! —se endereza y se detiene delante de todos los vagones, grita entre las rendijas y espera la respuesta—. ¡Queenie! ¡Venga, nena! —cada vez que grita, su voz alcanza nuevas cotas de desesperación.
Suena un silbato, un aviso largo y sostenido al que sigue el siseo y los carraspeos de la locomotora.
La voz de Walter se quiebra, ronca por los gritos.
—¡Queenie! ¿Dónde demonios estás? ¡Queenie! ¡Ven aquí!
En la parte de delante, los últimos rezagados suben a los vagones de plataforma.
—¡Walter, venga! —exclamo—. No hagas el tonto. Tienes que subir ya.
Él me ignora. Ahora se encuentra junto a aquellos vagones, rebuscando entre las ruedas.
—¡Queenie, ven! —grita él. Se para y, de repente, se estira. Parece perdido—. ¿Queenie? —pregunta a nadie en especial.
—Maldita sea —digo.
—¿Vuelve ya o no? —pregunta Camel.
—Parece que no —le digo.
—¡Pues vete a por él! —me aúlla.
El tren da un acelerón, los vagones brincan al tensar la locomotora los enganches que los unen.
Salto a la gravilla y corro en dirección a los vagones de delante. Walter está enfrente de la locomotora.
Le toco el hombro.
—Walter, es hora de irse.
Se gira hacia mí con los ojos suplicantes.
—¿Dónde está? ¿No la has visto?
—No. Vamos, Walter —digo—. Tenemos que subirnos al tren enseguida.
—No puedo —dice. Su cara no expresa nada—. No puedo abandonarla. No puedo.
El tren se mueve ya, adquiriendo velocidad.
Miro detrás de mí. Los vecinos, armados con rifles, bates de béisbol y palos, avanzan hacia nosotros. Me fijo en el tren el tiempo suficiente para hacerme una idea de su velocidad y cuento, rogando a Dios que no me equivoque: uno, dos, tres, cuatro.
Agarro a Walter como si fuera un saco de harina y lo lanzo dentro. Se oye un golpe y un grito cuando aterriza en el suelo. Luego corro junto al tren y me aferro a la barra metálica que hay al lado de la puerta. Dejo que el tren me arrastre durante tres grandes zancadas y aprovecho su velocidad para saltar y meterme dentro.
Mi cara se desliza sobre las maderas sin desbastar del suelo. Cuando me siento a salvo, busco a Walter, preparado para la pelea.
Está acurrucado en un rincón, llorando.
Walter no tiene consuelo. Se queda en su rincón mientras yo retiro los baúles y saco a Camel. Me ocupo solo del afeitado del anciano —una labor que normalmente hacemos entre los tres— y luego le arrastro hacia la zona frente a los caballos.
—Ah, venga, Walter —dice Camel. Le tengo suspendido por las axilas, con su trasero desnudo sobrevolando lo que Walter llama «el tarro de la miel»—. Has hecho todo lo que podías —me mira por encima de su hombro—. Oye, bájame un poquito, ¿quieres?, que estoy colgado en el aire.
Muevo los pies para separarlos e intento bajar un poco a Camel sin doblar la espalda. Por lo general, Walter se encarga de esta actividad, porque tiene la altura justa.
—Walter, me vendría bien que me echaras una mano —digo al notar que un tirón me recorre la espalda.
—Cállate —dice.
Camel me mira otra vez, en esta ocasión con una ceja levantada.
—No tiene importancia —le digo.
—¡Sí, sí tiene importancia! —grita Walter desde el rincón—. ¡Todo tiene importancia! Queenie era lo único que tenía. ¿Lo entendéis? —su voz baja hasta convertirse en un quejido—. Era lo único que tenía.
Camel me hace un gesto con la mano para indicar que ya ha acabado. Me retiro un par de pasos y le dejo tumbado de lado.
—Bah, eso no puede ser cierto —dice Camel mientras le limpio—. Un chico joven como tú tiene que tener a alguien en algún sitio.
—No sabes nada de nada.
—¿No tienes a tu madre por ahí? —insiste Camel.
—No una que merezca la pena.
—No te atrevas a hablar de esa manera —dice Camel.
—¿Por qué coño no? Ella me vendió a esta chusma cuando tenía catorce años —nos mira rabioso—. Y no se os ocurra mirarme como si os diera pena —suelta—. De todas formas, era una vieja arpía. ¿Quién coño la necesita?
—¿Qué quieres decir con que te vendió? —pregunta Camel.
—Bueno, no soy la persona más dotada para el trabajo en el campo, ¿verdad? Y dejadme en paz de una vez, ¿vale? —se gira y nos da la espalda.
Le abrocho los pantalones a Camel, le agarro por las axilas y vuelvo a meterle en el cuarto. Arrastra las piernas con los talones rozando el suelo.
—Madre mía —dice mientras le coloco en el camastro—. ¿Qué te parece?
—¿Te apetece comer algo? —le digo, intentando cambiar de tema.
—No, todavía no. Pero una gota de whisky me sentaría bien —sacude la cabeza lentamente—. Nunca he oído hablar de una mujer con un corazón más frío.
—Todavía puedo oíros, ¿sabéis? —gruñe Walter—. Y además, tú no eres el más indicado para hablar, viejo. ¿Hace cuánto que no ves a tu hijo?
Camel se pone pálido.
—¿Eh? No puedes contestar, ¿verdad que no? —continúa diciendo Walter desde fuera del cuarto—. No hay mucha diferencia entre lo que hiciste tú y lo que hizo mi madre, ¿verdad?
—Sí la hay —exclama Camel—. Hay una gran diferencia. Y además, ¿tú cómo coño sabes lo que hice?
—Hablaste de tu hijo una noche que estabas borracho —digo con calma.
Camel me mira durante unos segundos. Luego su cara se contrae. Se lleva una mano inerte a la frente y retira la mirada.
—Ah, mierda —dice—. Mierda. No sabía que lo sabíais. Tendríais que habérmelo dicho.
—Pensé que lo recordarías —digo—. De todas formas, él no contó mucho. Sólo dijo que te marchaste.
—¿«Sólo dijo»? —la cabeza de Camel se gira de golpe—. ¿Cómo que «sólo dijo»? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Te has puesto en contacto con él?
Me siento en el suelo y pongo la cabeza en las rodillas. Parece que va a ser una noche muy larga.
—¿Qué has querido decir con «sólo dijo»? —aúlla Camel—. ¡Te estoy haciendo una pregunta!
Suspiro.
—Sí, nos hemos puesto en contacto con él.
—¿Cuándo?
—Hace poco.
Me mira pasmado.
—Pero ¿por qué?
—Hemos quedado en vemos en Providence. Te va a llevar a casa.
—Ah, no —dice Camel negando violentamente con la cabeza—. De eso nada.
—Camel…
—¿Por qué diantres habéis hecho eso? ¡No teníais ningún derecho!
—¡No teníamos alternativa! —grito. Paro, cierro los ojos y me calmo—. No teníamos alternativa —repito—. Había que hacer algo.
—¡No puedo volver! No sabéis lo que pasó. No quieren saber nada de mí.
Los labios le tiemblan y cierra la boca. Retira la cara. Un momento después, sus hombros empiezan a estremecerse.
—Joder —digo. Levanto la voz y grito al otro lado de la puerta—: ¡Eh, gracias, Walter! ¡Has sido de gran ayuda esta noche! ¡Te lo agradezco mucho!
—¡Que te den! —responde.
Apago la lámpara de petróleo y gateo hasta mi manta. Me tumbo en su rasposa superficie y luego me vuelvo a incorporar.
—¡Walter! —grito—. ¡Eh, Walter! Si no vuelves, voy a dormir en el jergón.
No hay respuesta.
—¿Me has oído? He dicho que voy a dormir en el jergón.
Espero un par de minutos y cruzo el suelo a gatas.
Walter y Camel se pasan toda la noche haciendo los ruidos que hacen los hombres cuando no quieren llorar, y yo la paso poniéndome la almohada sobre las orejas para intentar no oírles.
Me despierta la voz de Marlena.
—Toc, toc. ¿Puedo pasar?
Abro los ojos de golpe. El tren ha parado y yo he seguido durmiendo. También estoy sorprendido porque estaba soñando con Marlena, y por un momento no sé si sigo dormido.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Me apoyo en los codos y miro a Camel. Se encuentra inmóvil en el camastro, con los ojos abiertos por el miedo. La puerta interior se ha quedado abierta toda la noche. Me levanto de un salto.
—Eh, ¡espera un segundo! —voy corriendo a donde está y cierro la puerta al salir.
Marlena ya está subiendo al vagón.
—Ah, hola —dice al ver a Walter. Este sigue agazapado en el rincón—. En realidad te buscaba a ti. ¿Éste no es tu perro?
La cabeza de Walter gira precipitadamente.
—¡Queenie!
Marlena se agacha para dejarla en el suelo pero, antes de que pueda hacerlo, Queenie se libera de sus brazos y salta produciendo un chasquido. Corre desmañadamente por el piso y salta sobre Walter, le lame la cara y mueve la cola con tanto ímpetu que se va para atrás.
—¡Oh, Queenie! ¿Dónde te habías metido, mala, mala? ¡Estaba muy preocupado por ti, chica mala! —Walter se deja lamer la cara y la cabeza y Queenie salta y se estremece de contento.
—¿Dónde estaba? —pregunto volviéndome hacia Marlena.
—Iba corriendo junto al tren ayer, cuando arrancamos —dice sin quitarles los ojos de encima a Walter y Queenie—. La vi por la ventana y mandé a Auggie a por ella. Se tumbó boca abajo en la plataforma y la recogió.
—¿August hizo eso? —digo—. ¿En serio?
—Sí. Y ella le mordió en pago a sus desvelos.
Walter envuelve a la perra en sus dos brazos y sepulta la cara entre sus rizos.
Marlena les mira unos instantes más y se dirige a la puerta.
—Bueno, creo que ya me puedo ir —dice.
—Marlena —digo agarrándola de un brazo.
Ella se detiene.
—Gracias —digo soltando mi mano—. No tienes ni idea de lo que significa para él. Para los dos, la verdad.
Me dedica una mirada brevísima —con la más leve de las sonrisas— y luego mira los dorsos de sus caballos.
—Sí. Sí. Creo que sí lo sé.
Cuando ella desciende del vagón, mis ojos están húmedos de lágrimas.
—Vaya, ¿qué te parece? —dice Camel—. Puede que sea humano después de todo.
—¿Quién? ¿August? —dice Walter. Se inclina, coge el asa de un baúl y lo arrastra por el suelo. Estamos cambiando la habitación a su configuración diurna, aunque Walter lo hace todo a medio gas porque se empeña en llevar a Queenie bajo un brazo—. Nunca.
—Puedes dejarla suelta, ¿sabes? —le digo—. La puerta está cerrada.
—Pues salvó a tu perra —apunta Camel.
—No lo hubiera hecho de saber que era mía. Queenie lo sabe. Por eso le dio un mordisco. Sí, lo sabías, ¿verdad, cariño? —dice subiéndose el hocico de la perra a la cara y hablando como se habla a los bebés—. Sí, Queenie es una chica lista.
—¿Por qué crees que August no lo sabía? —digo—. Marlena sí lo sabía.
—Porque lo sé. No hay ni un hueso humano en el cuerpo de ese perro judío.
—¡Cuidado con lo que dices! —grito.
Walter para y me mira.
—¿Qué? Eh, oye, no serás judío, ¿verdad? Mira, lo siento. No quería decir eso. Ha sido un insulto gratuito —dice.
—Sí, lo ha sido —digo, todavía alzando la voz—. Todos los insultos son gratuitos y empiezo a estar harto de ellos. Los artistas insultan a los peones. Los peones insultan a los polacos. Los polacos insultan a los judíos. Y si eres enano, bueno… Dímelo tú, Walter. ¿Sólo odias a los judíos y a los peones, o también odias a los polacos?
Walter se pone rojo y baja la mirada.
—No los odio. No odio a nadie.
Tras unos instantes, añade:
—Bueno, vale, odio a August. Pero le odio porque es un loco hijo de puta.
—Eso no se puede discutir —suelta Camel.
Miro a Camel y luego a Walter, y de nuevo a Camel.
—No —digo suspirando—. No, supongo que no se puede discutir.
En Hamilton la temperatura sube hasta los cuarenta grados, el sol pega sin piedad en la explanada y la limonada desaparece.
El hombre del puesto de refrescos, que no se ha separado del enorme barreño de la mixtura más que unos minutos, acude furioso a Tío Al, convencido de que los peones son los culpables.
Tío Al decide investigarles. Ellos salen de detrás de las tiendas de los establos y de las fieras, adormilados, con paja en el pelo. Yo observo desde lejos, pero es difícil no darse cuenta de que les envuelve un aire de inocencia.
Al parecer, Tío Al no lo ve así. Va de un lado a otro a grandes zancadas, pegando voces como Gengis Khan al inspeccionar sus tropas. Les grita a la cara, detalla el coste —tanto en ingredientes como en las ventas no realizadas— de la limonada robada y les dice que se les retendrá la paga a todos ellos la próxima vez que esto ocurra. Les da un pescozón en la cabeza a unos cuantos y los despacha. Ellos regresan a sus lugares de descanso, frotándose la cabeza y mirándose unos a otros con suspicacia.
A falta de sólo diez minutos para que se abran las puertas, los encargados de los refrescos preparan una nueva remesa con el agua de los abrevaderos de los animales. Filtran los granos de centeno, las briznas de paja y los pelos sueltos con unos leotardos donados por un payaso, y para cuando le añaden los «flotadores» —rodajas de limón de cera que tienen la misión de hacer creer que el mejunje tuvo contacto con fruta real en algún momento de su preparación— un grupo de palurdos se acerca ya al puesto. No sé si los leotardos estarían limpios, lo que sí noto es que, ese día, todo el mundo en el circo se abstiene de beber limonada.
La limonada vuelve a desaparecer en Dayton. Una vez más, se prepara una nueva remesa con agua de los abrevaderos y se saca momentos antes de que lleguen los palurdos.
En esta ocasión, cuando Tío Al investiga a los sospechosos habituales, en vez de amenazarles con retenerles su salario —una amenaza sin valor puesto que ninguno de ellos ha cobrado desde hace más de ocho semanas—, les obliga a abrir las bolsas de Judas de ante que llevan colgadas del cuello y a entregarle dos cuartos de dólar cada uno. Los poseedores de las bolsas se convierten entonces en verdaderos Judas.
El ladrón de limonada ha dado a los peones donde más les duele y están preparados para entrar en acción. Cuando llegamos a Columbus, unos cuantos se esconden cerca del barril de la mezcla y esperan.
Poco antes de que empiece la función, August me llama a la tienda camerino de Marlena para que vea un anuncio de un caballo acróbata blanco. Marlena necesita otro porque doce caballos son más espectaculares que diez, y de eso es de lo que se trata. Además, Marlena cree que Boaz se está empezando a deprimir por quedarse solo en el establo mientras los demás actúan. Eso es lo que dice August, pero yo creo que me está rehabilitando en sus favores después del arrebato de la cantina. O eso o es que August ha decidido tener a sus amigos cerca y a sus enemigos más cerca todavía.
Estoy sentado en una silla plegable con el Billboard en el regazo y una botella de zarzaparrilla en la mano. Marlena se da los últimos retoques a la ropa delante del espejo y yo intento no mirarla abiertamente. La única vez que nuestros ojos se encuentran a través del espejo, contengo la respiración, ella se ruboriza y los dos miramos para otro lado.
August, ajeno a todo, se abrocha los botones del chaleco y charla animado, cuando Tío Al cruza la cortina de entrada.
Marlena se vuelve, ofendida.
—Eh, ¿no te han dicho que hay que llamar antes de irrumpir en el aposento de una señora?
Tío Al no le hace el menor caso. Se dirige directamente a August y le hinca un dedo en el pecho.
—¡Ha sido tu puñetera elefanta! —exclama.
August baja la mirada al dedo que tiene puesto en el pecho, hace una breve pausa y luego lo agarra con delicadeza entre el pulgar y el índice. Retira la mano de Tío Al hacia un lado y saca un pañuelo del bolsillo para limpiarse la saliva de la cara.
—¿Cómo dices? —le pregunta al acabar toda esta operación.
—¡Ha sido tu puñetera elefanta ladrona! —grita Tío Al, rociando de nuevo a August de saliva—. Arranca la estaca, se la lleva y se bebe toda la puñetera limonada, ¡y luego vuelve y clava la estaca en el suelo otra vez!
Marlena se tapa la boca con una mano, pero no a tiempo.
Tío Al se gira furioso.
—¿Te parece divertido? ¿Te parece divertido?
La cara de Marlena palidece.
Yo me levanto de la silla y doy un paso adelante.
—Bueno, tienes que admitir que tiene una cierta…
Tío Al me planta las dos manos en el pecho y me da un empujón tan fuerte que caigo de espaldas encima de un baúl.
Se da la vuelta para encarar a August.
—¡Esa puta elefanta me costó una fortuna! ¡Por su culpa no pude pagar a los hombres y tuve que hacerme cargo de todo y tuve una bronca con los puñeteros inspectores de ferrocarriles! ¿Y para qué? ¡El puñetero bicho no quiere actuar y roba la puta limonada!
—¡Al! —exclama August secamente—. No hables así. Tengo que recordarte que estás en presencia de una dama.
Tío Al gira la cabeza. Observa a Marlena sin remordimientos y se vuelve otra vez hacia August.
—Woody está calculando las pérdidas —dice—. Lo voy a cobrar de tu salario.
—Ya se lo has cobrado a los peones —dice Marlena con calma—. ¿Has pensado devolverles su dinero?
Tío Al le lanza una mirada y su expresión me gusta tan poco que me adelanto hasta que estoy entre ellos.
Vuelve sus ojos hacia mí, con la mandíbula rechinando de furia. Luego da la vuelta y se marcha.
—Qué gilipollas —dice Marlena volviendo a su mesa de tocador—. Podría haber estado vistiéndome.
August permanece totalmente inmóvil. Luego coge la chistera y la pica de la elefanta.
Marlena lo ve por el espejo.
—¿Adónde vas? —dice rápidamente—. August, ¿adónde vas?
Él se dirige a la puerta.
Ella le agarra del brazo.
—¡Auggie! ¿Adónde vas?
—No soy el único que va a pagar la limonada —dice soltándose el brazo de un tirón.
—¡August, no! —vuelve a agarrarle del codo. Esta vez pone toda su fuerza, intentando evitar que se vaya—. ¡August, espera! Por el amor de Dios. No sabía lo que hacía. La próxima vez la sujetaremos mejor…
August se suelta con un empellón y Marlena cae al suelo. Él la mira con franco desprecio. Luego se pone el sombrero en la cabeza y da media vuelta.
—¡August! —grita Marlena—. ¡Detente!
Él abre la cortina y desaparece. Marlena se queda paralizada, sentada en el mismo sitio en el que ha caído. Yo miro de la cortina a Marlena, y de Marlena a la cortina.
—Voy a seguirle —digo encaminándome a la salida.
—¡No! ¡Espera!
Freno en seco.
—No hay nada que hacer —dice ella con la voz quebrada y débil—. No puedes detenerle.
—Pero te aseguro que puedo intentarlo. No hice nada la vez anterior y nunca me lo perdonaré.
—¡No lo entiendes! ¡Sólo conseguirás empeorarlo! ¡Jacob, por favor! ¡No lo entiendes!
Me vuelvo para mirarla.
—¡No! ¡No lo entiendo! Ya no entiendo nada. Nada de nada. ¿Por qué no me lo explicas tú?
Abre mucho los ojos. Su boca forma una O. Después, se tapa la cara con las manos y rompe a llorar.
La miro horrorizado. Luego caigo de rodillas y la mezo en mis brazos.
—Oh, Marlena, Marlena…
—Jacob —susurra contra mi camisa. Se abraza a mí con tanta fuerza como si quisiera evitar que se la tragara la tierra.