PÍCAROS Y BROMISTAS

Los mayores engaños en los medios de comunicación

Algunas veces, las menos, los medios de comunicación no son los perpetradores de las mentiras que llegan hasta el público, sino meras víctimas de otros que han decidido —por lucro, diversión o denuncia— intentar ganar a los maestros de la manipulación en su propio terreno. Unas pocas de estas mentiras han alcanzado la categoría de memorables y han pasado a la historia.

Quizá uno de los fraudes más importantes de todos los tiempos haya sido el de la autobiografía del excéntrico multimillonario Howard Hughes, quien se hizo mundialmente famoso como industrial, productor cinematográfico y piloto. Sin embargo, como odiaba el escrutinio público dedicó su fortuna a mantenerse aislado del mundo exterior. Por ejemplo, en 1938 batió el récord de vuelo más rápido alrededor del mundo. Una revista publicó la noticia de la hazaña y la reacción de Hughes no fue otra que comprar todos y cada uno de los ejemplares para después quemarlos. Finalmente, dejó sus negocios en manos de hombres de confianza y se recluyó para siempre. En la década de los cincuenta, Hughes daba las instrucciones precisas para conducir sus empresas exclusivamente a través del teléfono.

Este exceso de reserva tuvo el efecto contrario y sólo sirvió para que el público tuviera aún más interés por el personaje. Se planearon varias biografías no autorizadas, pero indefectiblemente Hughes bloqueaba su publicación, a veces con importantes sobornos para los autores. Es en este momento de la historia donde debemos presentar a Clifford Irving, un novelista de segunda fila que hasta aquel momento sólo había cosechado un modesto éxito con la biografía del notable falsificador de arte Elmyr de Hory.[17]

A finales de la década de los sesenta, los accionistas de la compañía aérea TWA, una de las empresas de Hughes, le habían denunciado por lo que ellos consideraban una gestión negligente de la empresa. La no comparecencia del magnate en el juicio fue el pistoletazo de salida de un complejo juego de intrigas en el imperio Hughes. Toda esta situación habría podido detenerse de inmediato si Hughes hubiera prestado una declaración pública; sin embargo, hizo oídos sordos a todo lo que sucedía a su alrededor y voló a las Bahamas a finales de 1970.

Irving trabajaba por aquel entonces en una novela, pero el escándalo de la TWA le dio la idea para otro libro que, a buen seguro, le resultaría mucho más rentable. Había quedado demostrado que la aversión de Hughes a las apariciones públicas era tan intensa que ni siquiera se dignaba hacer acto de presencia cuando sus intereses personales podían resultar gravemente perjudicados. Con ese convencimiento y una muestra de la letra de Hughes tomada de una carta reproducida en la prensa, Clifford Irving comenzó a maquinar su plan. Sin dudarlo, reclutó al también escritor Richard Suskind, muy conocido en el entorno profesional por lo minucioso de sus investigaciones, para que le ayudara a escribir la «autobiografía» de Howard Hughes.

Tras haber escrito la biografía de uno de los mayores falsificadores de la historia, Irving sabía que la más poderosa arma del falsificador es la audacia. Así, falsificó un primer conjunto de cartas con las que acudió a visitar su editorial, McGraw-Hill, donde quedaron encantados con el proyecto y no tuvieron ningún reparo en prometerle la máxima discreción. «H. R. Hughes» recibió un cheque de 850 000 dólares como adelanto por los derechos del libro. El cheque fue ingresado en una cuenta suiza, abierta por la esposa de Irving con el nombre falso de Helga R. Hughes.[18]

Irving y Suskind se pusieron de inmediato a trabajar en el fraude, leyendo absolutamente todo cuanto se hubiera publicado sobre el magnate. Además, contaron con una ayuda inestimable para cualquier biógrafo del magnate, la de Noah Dietrich, un antiguo colaborador de Hughes que había escrito unas memorias en las que relataba con todo detalle su relación con el millonario. La pareja de falsificadores consiguió hacerse con el manuscrito y utilizarlo para darle a su obra el toque de autenticidad que le faltaba. En el otoño de 1971, Irving entregaba su manuscrito incluyendo algunas anotaciones del puño y letra de Hughes. Los valiosos datos aportados involuntariamente por Dietrich sirvieron para engañar a los expertos en cuanto a la autenticidad del material. Los grafólogos fueron igualmente engañados al no detectar la falsificación de la letra de Hughes.

El 7 de diciembre de 1971, McGraw-Hill hizo pública la noticia. La revista Life pagó 250 000 dólares por la publicación de un extracto del libro. Las empresas de Hughes denunciaron el fraude, pero Irving no se arredró. A fin de cuentas, Hughes nunca daba cuenta de sus actividades e Irving estaba convencido de que no iba a comparecer para destapar el fraude.

McGraw-Hill contrató a otro grafólogo, que se pronunció en el mismo sentido sobre la autenticidad de los documentos. Sin embargo, el 7 de enero, Hughes se decidió a hablar por primera vez en muchos años —telefónicamente, eso sí—, con un grupo de siete periodistas. La extraña rueda de prensa duró dos horas y cuarenta minutos y durante ese tiempo Hughes ofreció toda suerte de detalles para desmontar el fraude de Irving.

Irving y la editorial se defendieron, pero la suerte ya estaba echada. Noah Dietrich descubrió el robo de su manuscrito y, más tarde, siguiendo la pista del dinero, se terminó por descubrir la verdadera identidad de «Helga R. Hughes». Por último, los grafólogos se echaron atrás en sus juicios previos y declararon que la letra de Hughes había sido falsificada. Irving se convirtió en portada de la revista Time, aunque no precisamente como escritor del año. Él y su esposa fueron condenados por fraude y pasaron un breve tiempo en prisión. Suskind salió mejor parado y quedó en libertad sin cargos.

Los diarios de Hitler

En abril de 1983, la revista alemana Stern comenzó a publicar la que ya muchos denominaban como la mayor exclusiva periodística de todos los tiempos. Se trataba de una serie de resúmenes de los 64 volúmenes que formaban los recién descubiertos diarios personales de Adolf Hitler. Todo el mundo seguía la noticia con expectación. A fin de cuentas, de ser auténticos, estaríamos ante uno de los documentos históricos más reveladores de todos los tiempos. Las más prestigiosas publicaciones de todo el mundo, como la revista Time o el Sunday Times británico, pagaron importantes cantidades a cambio de hacerse con los derechos de la exclusiva en sus diferentes países. Los diarios habían sido conseguidos para Stern por el reportero Gerd Heidemann, quien aseguró haberlos obtenido tras pagar a un desconocido intermediario una elevada suma de dinero, alrededor de dos millones y medio de euros. Según Heidemann, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial un avión que transportaba los diarios se estrelló y su valiosa carga fue escondida por la tripulación para que no cayera en manos de las tropas soviéticas.

El primero en pronunciarse respecto a la autenticidad de los diarios fue el historiador británico Hugh Trevor Roper, considerado por aquellos días como una de las máximas autoridades en el tema de la Segunda Guerra Mundial. Trevor Roper dio su aprobación al presunto diario a pesar de que contenía algunos errores importantes. Más cauto fue otro gran historiador británico, Norman Stone, quien decidió no pronunciarse públicamente sobre esta cuestión debido a que al parecer juzgaba la lectura de los textos atribuidos a Hitler mortalmente aburrida. Pero aburridos o no, lo cierto es que, a medida que se iban publicando los extractos de los diarios, las dudas respecto a su autenticidad crecían exponencialmente.

El periodista James P. O’Donnell denunció la sospechosa similitud entre lo que se había publicado hasta el momento en Stern y un libro suyo titulado El búnker.[19]

El doctor Wolfman Werner encontró también un notable parecido entre lo publicado y la gruesa obra en cuatro volúmenes Hitler: discursos y proclamas,[20] de Max Domarus. El parecido era tan notable que incluso se recogían en ambos los mismos errores. Otros expertos, como Werner Jochmann, dudaban de aspectos más sutiles del contenido, como el hecho de que Hitler se refiriera en varias ocasiones a su ministro de Propaganda llamándole «ese pequeño doctor Goebbels». Demasiadas dudas.[21] Para despejarlas, Stern organizó una rueda de prensa a la que invitó a Hugh Trevor-Roper. La sorpresa fue mayúscula cuando este historiador súbitamente rectificó sus primeras impresiones y comenzó a mostrar dudas sobre los manuscritos.[22]

Ya no le quedaba otra opción a la revista que encargar un análisis en profundidad de los diarios. Los expertos fueron categóricos. Se trataba de una falsificación. La tinta era de época muy posterior a la Segunda Guerra Mundial; lo mismo se podía decir del papel. La falsificación de la letra no engañó ni por un momento a los grafólogos. Para colmo, las iniciales que había en las cubiertas de los cuadernos ni siquiera eran las de Hitler. El falsificador, que no debía conocer la letra gótica, había confundido la «a» con una «f». Ni qué decir tiene que Heidemann fue inmediatamente despedido. Sometido a interrogatorio, el periodista finalmente confesó que un tal Honrad Kujau, que regentaba una tienda en Stuttgart, era quien le había vendido realmente los diarios.

Kujau, por su parte, declaró que él estaba convencido de la autenticidad de los documentos cuando se los vendió al reportero de Stern. Sin embargo, pronto se descubrió que Kujau era un experto calígrafo. Ahondando aún más en las andanzas de Kujau, se descubrió que el fraude histórico era una materia en la que no era novato, ya que en 1978 le había vendido al historiador Eberhard Jackel un poema presuntamente escrito por Hitler.

La relación entre Kujau y Heidemann se inició a través de estos negocios, cuando ambos intercambiaron mano a mano un cuadro pintado por Hitler en su juventud por uno de los uniformes de Hermann Goering. Lo curioso es que ambos objetos eran falsos. Cuando finalmente Kujau firmó su confesión lo hizo con el nombre de «Adolf Hitler, alias Honrad Kujau», plasmado en el papel con la misma caligrafía que aparecía en los diarios.[23] Incluso se vanaglorió al asegurar que también podía firmar como Winston Churchill.

En su confesión, Kujau declaró que Heidemann sabía de la falsedad del material desde el primer momento.[24] Cuando se le preguntó qué había hecho con los dos millonesy medio de euros recibidos de Stern, Kujau declaró indignado que su socio sólo le había dado ochocientos mil. Ambos fueron condenados por fraude, si bien el juez incluyó en su sentencia un apartado en el que suscribía que Stern no puso demasiado empeño en verificar la autenticidad de aquellos documentos.

Pánico en la BBC

Hasta aquí todo lo contado no deja de ser relativamente anecdótico. Sin embargo, estamos seguros de que nadie espera que el que con toda probabilidad es el medio de comunicación más prestigioso del planeta, la BBC británica, estuviera envuelto en una invención similar. El 16 de enero de 1926, miles de británicos escuchaban lo que creían un discurso político desde Edimburgo. Lo que la gran mayoría de ellos desconocía era que se trataba del comienzo de una dramatización sobre una revuelta anarquista ficticia. En un momento dado, el programa fue interrumpido para que un aparentemente alarmado locutor anunciase que en esos mismos momentos el Parlamento estaba siendo atacado por una multitud enfurecida equipada con morteros y explosivos. La torre del reloj, que alberga al famoso Big Ben, habría caído reducida a escombros tras una violenta explosión. Según avanzaba el programa, los informes se iban haciendo paulatinamente más dramáticos y alarmantes, y alcanzaron su punto álgido cuando se anunció el linchamiento de un ministro, ahorcado en una farola, y el asalto y posterior voladura del lujoso hotel Savoy.

Los atónitos británicos apenas podían dar crédito a lo que oían, el Imperio británico se desmoronaba en minutos y caía en la anarquía. Comisarías y redacciones de periódicos se vieron desbordadas por las llamadas telefónicas y por las personas que acudían personalmente en busca de más información. La propia centralita de la BBC se vio colapsada. Todos los accesos a Londres quedaron bloqueados ante la avalancha de personas que huía de la ciudad, que se encontró de bruces con otra multitud similar que acudía a la capital para rescatar a sus familiares o, incluso, unirse a los tumultos. Por su parte, el almirantazgo dio órdenes de que el grueso de la flota zarpara con rumbo al Támesis para intentar detener la «revolución».

Finalmente, los directivos de la BBC, informados de lo que estaba sucediendo, decidieron suspender la emisión antes de que finalizase. Al día siguiente se presentaron las pertinentes disculpas públicas por parte del ente y del Gobierno, que anunció que en el futuro no se permitiría este tipo de emisiones en la radio pública. En Estados Unidos, la prensa ocupó los titulares del día en burlarse de la credulidad de los británicos, sin saber que doce años más tarde los estadounidenses caerían en la misma broma.

La guerra de los mundos

Posiblemente el siguiente hecho se trate de la mayor de las imposturas jamás perpetradas. Octubre de 1938 era una época de ansiedad para los Estados Unidos. La economía no terminaba de marchar como debía y las noticias que llegaban de Europa indicaban la inminencia de una guerra. Pero para el joven Orson Welles, de tan sólo 23 años de edad, aquél era el momento más dulce de su vida. En poco tiempo se había convertido en el niño mimado de Broadway, sus obras se contaban por éxitos y destacaba también como autor, actor y director. En la radio se había hecho igualmente popular interpretando al personaje «La Sombra» y produciendo además un programa titulado Mercury Theather on the Air, en el que se emitían dramatizaciones de novelas conocidas.[25]

Cuando le llegó el turno a La guerra de los mundos, Welles le encargó al guionista Howard Koch que hiciera una ambientación situada en los Estados Unidos de aquella época. El lugar designado para el «aterrizaje» de los marcianos fue Grover’s Mili, Nueva Jersey. Durante los siguientes seis días, escribió y reescribió hasta darle forma el guión más célebre de la historia de la radio. Los actores no estaban demasiado complacidos con la obra. No les parecía serio interpretar una invasión marciana. A pesar de ello, el trabajo continuó frenéticamente hasta apenas minutos antes de la emisión, el domingo 30 de octubre de 1938, a las ocho de la tarde.

El guión final estaba estructurado como si se tratara de una serie de boletines de noticias encadenados. Sin embargo, una casualidad iba a hacer que el programa de Welles tuviera una repercusión inaudita. A las ocho de la tarde, la mayoría de los oyentes se encontraban escuchando un popular programa de variedades en la NBC, pero a las ocho y doce minutos, finalizada la actuación estelar, muchos oyentes se incorporaron a la emisión de la CBS para encontrarse con los truculentos noticiarios de Welles, sin saber que se trataba de una dramatización.[26]

El trabajo de la compañía de Welles había sido tan bueno que las noticias parecían genuinas, y el pánico comenzó a extenderse por todo el país. Tanto se había hablado de una guerra mundial en las fechas precedentes que la posibilidad de una guerra interplanetaria no pareció extrañar a nadie. Como sucediera en su día con la BBC, las centralitas de la CBS se colapsaron. Partidas armadas de bravos granjeros de Nueva Jersey salieron a la caza de los marcianos y fue un milagro que los únicos daños registrados se cifraran en la destrucción de un viejo molino de viento, confundido con una de las máquinas de guerra de los marcianos. En Indianápolis, una mujer que entró en una iglesia gritando que se trataba del fin del mundo consiguió que todos los feligreses partieran raudos a sus casas. En Pittsburg, un hombre pudo impedir a tiempo que su mujer se suicidara ingiriendo veneno.

Mientras tanto, Welles continuaba con su programa, ajeno al caos que estaba originando. El productor ejecutivo, Davidson Taylor, comenzó a recibir las primeras noticias del desconcierto ocasionado y ordenó que se leyera un aviso en medio de la emisión, un aviso que, a decir verdad, nadie pareció notar en medio de aquel clima de histeria colectiva. Finalmente, el programa terminó y todo Estados Unidos se dio cuenta de su error. Welles tuvo que abandonar los estudios por la puerta de atrás para evitar a la multitud vociferante y al grupo de periodistas que le esperaban frente a la entrada principal. A la mañana siguiente, los diarios de todo el mundo recogían la noticia.[27]

Welles, alarmado por la polvareda que se había levantado, pidió públicamente disculpas por lo sucedido.[28] En su defensa, acudieron la flor y nata de la intelectualidad estadounidense, incluidos los columnistas de los principales diarios, que señalaron en sus artículos cómo la travesura de Welles había puesto en evidencia los peligros que conlleva la histeria colectiva. De hecho, todo el incidente no sirvió sino para darle más publicidad a Welles y pavimentar su camino hacia Hollywood.

Al guionista del programa, Howard Koch, tampoco le fue mal; suyo es, por ejemplo, el guión de Casablanca. Saltando de controversia en controversia, en 1940 Welles dirigió y protagonizó Ciudadano Kane, una de las mejores películas de todos los tiempos, cuyo retrato irreverente del multimillonario William Randolph Hearst le volvió a colocar en el centro de la polémica.

Ciudadano Hearst

Lo cierto es que el personaje se merecía ser tratado con cierta dureza ya que, aparte del padre del periodismo amarillo, Hearst es el responsable de la mayor colección de mentiras publicadas en diarios de toda la historia. No había embuste lo suficientemente grande como para que el magnate no lo divulgase y lo elevara a la categoría de verdad siempre y cuando ello le beneficiara de alguna manera. Por ejemplo, en 1913 publicó una fotografía en la que aparecía un grupo de niños harapientos con los brazos en alto acompañados de un pie de foto en el que se explicaba que se trataba de niños mexicanos a punto de ser fusilados. En realidad, se trataba de una fotografía tomada por unos turistas británicos en Honduras. Los niños, en realidad, saludaban a la cámara.

En 1932 publicó una instantánea que presuntamente mostraba a los parados británicos manifestándose ante el palacio de Buckingham. La fotografía había sido tomada, en realidad, en 1929 y reflejaba a la multitud que esperaba, frente al palacio, noticias sobre la enfermedad del rey. Visceral anticomunista, llegó a publicar fotografías falsas de multitudes muriendo de hambre en la Unión Soviética, el mismo día que alguno de sus propios periódicos informaba de las extraordinarias cosechas recogidas en Rusia. Aunque muchos de sus fraudes tenían un claro componente político, lo cierto es que Hearst imprimía cualquier cosa que pudiera reportarle vender más periódicos, como una alucinante historia de un árbol devorador de mujeres, a la que en su día dieron cobertura los diarios de Hearst.

Durante la Guerra Civil española publicaba informes de toda clase de atrocidades cometidas por los republicanos. El problema era que las fotografías que ilustraban esas historias reflejaban, en realidad, actos cometidos por los fascistas. Desgraciadamente no era la primera vez que Hearst distorsionaba gravemente hechos relacionados con España. En la década de 1890, con anterioridad a la guerra de Cuba, Hearst le encomendó al reconocido artista Frederic Remington que dibujase las escenas más terribles de los primeros estadios del futuro conflicto. Es tristemente célebre el intercambio de telegramas entre Remington y su jefe:

Aquí no hay ningún problema [stop] No habrá guerra [stop] Deseo regresar [stop] Remington.

Por favor permanezca en su puesto [stop] Usted encárguese de los dibujos [stop] Yo me encargaré de la guerra [stop]

Remington se quedó en Cuba y con sus dibujos contribuyó a crear el clima de guerra que necesitaba su jefe. Uno de los más famosos recoge la imagen de una mujer estadounidense, que en un registro a bordo de un barco era desnudada por tres agentes españoles. La imagen provocó la indignación del público estadounidense, al menos hasta que el New York World publicó una entrevista con la mujer en la que declaraba que se sentía humillada… pero por Hearst. No había sido desnudada en la cubierta del barco, sino registrada con respeto por matronas en una habitación aparte. Pero los ímpetus de Hearst como defensor de damiselas en apuros en manos de los pérfidos españoles no quedaron ahí. En otro lance igualmente lamentable, sus reporteros se empeñaron en presentar a una mujer que estaba encerrada en la cárcel, al parecer por ejercer la profesión más antigua del mundo, como una luchadora por la libertad y víctima de la represión colonial española. A raíz de esto, Hearst inventó una historia novelesca y alucinante que incluía un inverosímil rescate de la muchacha en cuestión, que en realidad se consiguió gracias a un modesto soborno.

La presión de la opinión pública, que enardecida por las fabulaciones de la prensa amarilla reclamaba una intervención en favor de los independentistas cubanos, consiguió apoyo en el Congreso de Estados Unidos, pero tanto el presidente Stephen Grover Cleveland como su sucesor, WilHam McKinley, durante su primer año de mandato, se negaron rotundamente a emprender ninguna acción armada. El presidente del Gobierno español, Práxedes Mateo Sagasta, intentó solucionar el conflicto en 1897 con la concesión de una autonomía parcial al pueblo cubano y a Puerto Rico, y la supresión de los campos de concentración, creados por el capitán general de Cuba Valeriano Weyler. Sin embargo, estas medidas resultaban insuficientes, pues los insurgentes cubanos, dirigidos por José Julián Martí hasta su fallecimiento, en 1895 —y desde entonces por Máximo Gómez—, reclamaban ya la independencia completa.

El casus belli de esta contienda iba a venir de la mano del Maine, un acorazado estadounidense, botado en 1890 en el arsenal de Nueva York. Reclasificado en 1895 como acorazado de segunda clase, llegó a La Habana el 25 de enero de 1898 en visita oficial «de paz y amistad», aunque su presencia en el puerto se debía a la petición del cónsul norteamericano, Fitzhugh Lee, que había solicitado el envío de un buque para «garantizar» la seguridad de los norteamericanos en la isla. Al mando del navío, que contaba con una dotación de 354 hombres, estaba el capitán Charles Dwight Sigsbee.

La noche del 15 de febrero tuvo lugar una explosión que provocó el hundimiento del barco y acabó con la vida de la mayoría de la tripulación (230 marineros, 28 marines y dos oficiales). Aunque en Cuba nadie dudaba de que la explosión se había debido a un accidente fortuito, The New York Journal señaló, al día siguiente, que el barco había sido hundido deliberadamente por una mina submarina «obra del enemigo», con lo cual se creó el pretexto que necesitaban los intervencionistas para precipitar la guerra contra España[29] bajo el eslogan: «¡Recordad el Maine!».

Los restos del acorazado se convirtieron durante años en uno de los atractivos turísticos de La Habana. Sin embargo, constituían un peligro para la navegación, por lo que en 1911 se decidió reflotar el Maine. Una comisión estadounidense examinó los restos y, a pesar de que todas las pruebas apuntaban en contra, se reafirmó patrióticamente la teoría de la causa externa. Así quedó el asunto hasta que, finalmente, en 1976, el almirante Hyman Rickover elaboró un nuevo informe con los datos recabados, tanto en 1898 como en 1911, donde se concluía que la causa de la explosión había sido el calor originado por el fuego de una carbonera próxima al pañol de reserva. Flaco consuelo para los muertos de uno y otro bando durante la guerra de Cuba.

Janet Cooke y su premio Pulitzer

En 1980, el Washington Post publicó una triste historia sobre un muchacho de ocho años adicto a la heroína. La autora era una joven reportera de 26 años llamada Janet Cooke.

Tras los años de reivindicación de los movimientos feministas y de los derechos civiles, la prensa estadounidense buscaba un cambio de aires, una forma de presentar una nueva imagen al público. Fue en ese momento cuando Janet Cooke se presentó en las oficinas del Post, justo lo que estaban necesitando los editores del periódico. Era mujer, era de raza negra, tenía un notable atractivo físico y un currículum impresionante. Su expediente académico en Vassar, una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, era impecable, así como las referencias de su anterior trabajo en el Toledo Blade.[30]

En el Post comenzó en los suplementos semanales bajo supervisión de Vivian Aplin, una dura y excelente profesional a la que se dejaba la tutela de los novatos. Sin saberse muy bien el porqué, el caso es que entre ambas mujeres surgió rápidamente una antipatía mutua. La joven Cooke deseaba fervientemente salir de los dominios de Aplin y su gran oportunidad de brillar con luz propia en el periódico la tuvo al hacer una entrevista a una trabajadora social, quien le habló por primera vez de un muchacho de apenas ocho años de edad que se encontraba en tratamiento de desintoxicación. Toda la redacción se estremeció. Aquello podía convertirse en una de las noticias del año y ocupar la primera plana durante más de un día. Tan sólo había un problema: Janet no podía dar con el niño. La dirección del periódico la presionó duramente para que hiciera lo preciso para obtener esa historia. Y ella lo hizo…

Tras muchos esfuerzos, logró encontrar a otro niño en idénticas circunstancias, Jimmy, que tenía ocho años y a quien sus padres, ambos toxicómanos, habían inyectado heroína hasta convertirle en un adicto como ellos. La noticia generó un clima de indignación nacional tan enorme que el mismísimo alcalde de Washington, Marión S. Barry, decidió tomar cartas en el asunto y ordenar a la policía de la ciudad que considerara prioritaria la localización de aquel niño. Días después, el propio alcalde convocaba una rueda de prensa para revelar el resultado de las pesquisas policiales: la historia de Jimmy no era más que un fraude. En cualquier caso, se trataba de la palabra del político contra la de la periodista, ya que ninguno de los dos podía aportar pruebas de la existencia o no del infortunado muchacho. Como era lógico, la opinión pública decidió creer a la reportera.

Sin embargo, dentro del propio diario comenzaron a surgir dudas sobre la integridad profesional de Cooke. El director, de hecho, se negó a publicar una historia sobre una prostituta de catorce años, a menos que Janet pudiera aportar nombres y pruebas suficientes para sustentarla, cosa que nunca hizo. Para asegurarse un poco más aún, la dirección le puso un compañero, Cortland Milloy, para que ambos trabajasen en una secuela de la historia de Jimmy. Cuando ambos se encaminaron al barrio marginal en el que presuntamente vivía el niño, el comportamiento de la periodista era el de una persona que en su vida había pisado aquel vecindario. A pesar de todo ello, o precisamente por ello, el periódico decidió respaldar aún con más fuerza a su periodista y nominarla para el premio Pulitzer.

Unos meses después, el jurado decidió otorgar al reportaje de Janet Cooke el galardón más prestigioso de la prensa estadounidense. Curiosamente, la periodista no aceptó el premio. Pero el daño ya estaba hecho. La publicación de sus notas biográficas puso al descubierto que el currículum que había presentado en el Post era falso en su totalidad. Ni había trabajado en el Toledo Blade ni había estudiado en Vassar. La situación se volvió insostenible y los directivos del periódico necesitaban saber si la historia de Jimmy era también un engaño. Ante tanta presión, la joven finalmente confesó el fraude. Todo había sido un artificio para poner tierra por medio entre ella y su odiada jefa, Vivian Aplin. El director del diario, Donald E. Graham, se vio obligado a convocar una rueda de prensa para admitir que la historia de Jimmy era una invención y a publicar una larga disculpa en la edición del día siguiente. Finalmente, Janet terminó alejándose definitivamente de Vivían Aplin. En 1996, era dependienta de una tienda de ropa.[31]

Mentiras clonadas

No obstante, no siempre la prensa fabrica las mentiras que publica. A veces, contribuye involuntariamente a difundir las de otros. En 1978, David M. Rorvik, un prestigioso divulgador científico que había dirigido la sección de ciencia de la revista Time, se hizo mundialmente famoso con la publicación de su libro A su imagen. El niño clónico,[32] en el que relataba ni más ni menos que el proceso de clonación de un bebé y su nacimiento. Lo asombroso del asunto era que no se trataba de una obra de ficción o de especulación científica, sino que el autor afirmaba que aquello ya había sucedido. El proceso era ya conocido, sencillo en teoría pero terriblemente complejo de llevar a la práctica. Se cogía un óvulo femenino y se sustituía su núcleo por el de una célula de la persona que se deseaba clonar, en este caso, un hombre.

Toda la prensa estadounidense se hizo eco de las revelaciones de Rorvik, quien no tardó en ser invitado a los programas de televisión más populares, como el Today Show, conducido por el mítico Tom Brokaw. El autor contó en los medios cómo, en 1973, fue llamado por un hombre extremadamente rico que mostraba un gran interés respecto a la ingeniería genética, tema sobre el que él había escrito abundantemente en el pasado. «Max» —el nombre supuesto que Rorvik había puesto a este personaje— no tardó en revelar sus verdaderas intenciones: quería producir un clon de sí mismo. El papel de Rorvik en toda esta historia sería el de encontrar al científico adecuado para llevar a cabo el trabajo.

Tras muchas pesquisas y algunos intentos infructuosos, al parecer Rorvik terminó contactando con un prestigioso ginecólogo, apodado «Darwin» en el libro, que accedió a desarrollar el proyecto del millonario. Disponiendo de fondos prácticamente ilimitados, el ginecólogo pudo montar un completo laboratorio en una isla tropical, al margen de las miradas curiosas y las legislaciones restrictivas. Los óvulos para las experiencias procedían de mujeres nativas de la isla, que por muy poco dinero aceptaron participar en el experimento. Finalmente, y tras muchos esfuerzos, «Max» terminó siendo el orgulloso padre de un bebé clonado.

Esta historia despertó en el público un interés inusitado y en poco tiempo el libro alcanzó una recaudación millonaria, todo ello a pesar de que en múltiples medios de comunicación la comunidad científica había dictaminado que se trataba de una historia descabellada sin visos algunos de verdad. Tal vez en un par de décadas, la ciencia genética podría avanzar lo suficiente como para hacer realidad el relato de Rorvik, pero en aquella época, debido a los escasos medios disponibles, la clonación era algo impensable. De hecho, el libro contenía algunos errores de bulto en cuanto a la metodología descrita, que resultaban fácilmente detectables para cualquier experto en genética.

El más indignado de todos los científicos que habían tenido acceso al best seller de Rorvik era el doctor Derek Bromhall, en cuyos trabajos estaba basada casi totalmente la parte científica del libro. De hecho, parece ser que Rorvik había tomado literalmente fragmentos enteros de su tesis doctoral sin pedir permiso. Sintiendo que su reputación había quedado perjudicada por su involuntaria participación en esta polémica obra, Bromhall decidió demandar al editor ante los tribunales, lo que no hizo sino aumentar la presión sobre Rorvik para que revelase las verdaderas identidades de «Max» y «Darwin».

Finalmente, en febrero de 1981, el juez John Fullham dictaminó que el libro era un fraude, ya que Rorvik no era capaz de facilitar las identidades de los principales protagonistas. La demanda contra los editores se solucionó a través de un acuerdo económico extrajudicial y una disculpa pública por parte de aquéllos, que satisfizo al ofendido Bromhall. En 1982, Rorvik admitió que su obra era ficción.

El fraude entendido como una de las bellas artes

Con todo, ha habido algunos personajes empeñados en convertir el fraude en un arte, en el más estricto sentido de la realidad. Tal es el caso de Joey Skaggs, un artista neoyorquino reconocido como el autor de algunos de los fraudes y engaños más ocurrentes de los últimos tiempos. Admirador y seguidor del surrealismo y el dadaísmo, Skaggs se convirtió en la década de los sesenta en un artista que llegó a alcanzar alguna notoriedad con sus performances, como aquella vez que en Semana Santa se paseó por todo Nueva York ataviado como Jesucristo y arrastrando una pesada cruz de madera. En otra ocasión, se dedicó a organizar visitas turísticas en autobús a los barrios residenciales para que los turistas hippies se pudieran asombrar viendo con sus propios ojos cómo vivía la América acomodada en sus casitas con jardín. En otra oportunidad, el día de San Valentín, colocó en la fachada del edificio del Tesoro un enorme sujetador de más de 15 metros de largo.

Con estas acciones, Skaggs conseguía salir en las noticias, pero nadie parecía entender que se trataba de arte. Las más de las veces achacaban estas acciones a algún tipo de protesta hippie. En consecuencia, Skaggs decidió dirigir sus siguientes obras a desenmascarar la fachada de infalibilidad de los medios, así como a poner en evidencia la credulidad del público. El primer trabajo de Skaggs en esta etapa consistió en la publicación de un anuncio en los periódicos en el que se daba a conocer la existencia de un nuevo y original servicio: un prostíbulo para perros. Una vez captado el interés general, escenificó una disparatada presentación oficial a la que acudieron diversos medios de comunicación, que inmediatamente difundieron la noticia y provocaron un gran revuelo entre el público e incluso entre las instituciones oficiales.

El interés de los medios fue tal que la cadena ABC realizó un extenso reportaje sobre el supuesto «prostíbulo canino», que incluso llegó a ser nominado para un premio Emmy. El suceso también captó la atención del fiscal general del Estado, que ordenó que se abriera una investigación en busca de posibles ilegalidades en el asunto. Finalmente, cuando consideró que la noticia había llegado lo suficientemente lejos, Skaggs confesó que todo había sido un montaje, el prostíbulo, un decorado y su personal, actores contratados. Según la filosofía de Skaggs, explicarle a la gente que había sido engañada era tan importante como el engaño mismo. Si uno solo de aquellos medios se hubiera molestado en contrastar la noticia, en dedicar siquiera un par de horas de tiempo de uno de sus reporteros a investigarla, habría dado con el fraude con relativa facilidad.

Con ello demostraba que los diarios y cadenas de televisión son meras factorías generadoras de contenidos, sin el menor interés en llegar al fondo de las historias que dan a conocer. De hecho, los escasos diarios que recogieron la confesión de Skaggs, una fracción de los que habían publicado la noticia del presunto burdel, le dedicaron el mínimo espacio que les dictaba el pundonor profesional. La cadena ABC ni siquiera se dio por aludida.

Poco tiempo después, Skaggs perpetraba su siguiente golpe al denunciar que el banco de esperma del que era director había sido atracado. La policía y la prensa volvieron a picar en el anzuelo y la cara de Skaggs nuevamente apareció en los medios sin que nadie pareciera notar que estaba otra vez ante el mismo empresario del burdel canino. En esta ocasión, Skaggs contaba con la ayuda de un plantel de 50 actores para respaldarle en su broma, que aderezó con unas supuestas donaciones de semen por parte de famosos. Llegado el momento, confesó nuevamente el fraude y una vez más los medios estuvieron remisos a la hora de reconocer su error ante el público.

Para su siguiente proyecto, Skaggs, ya convertido en un auténtico hombre de las mil caras, tomó la personalidad del doctor Joseph Gregor, un supuesto entomólogo colombiano. Para este nuevo montaje, instaló un auténtico laboratorio completamente equipado, en el que Skaggs convocó una rueda de prensa para anunciar que a través de la ingeniería genética había conseguido crear una especie nueva de cucarachas inmunes a todas las toxinas conocidas y con las cuales elaboraba un novedoso medicamento que lo curaba prácticamente todo, desde la gripe hasta el acné.

De hecho, el «doctor Gregor» contaba con el testimonio de varios pacientes —actores— que habían accedido a trabajar como conejillos de Indias humanos y que relataron a la prensa la mejoría que habían experimentado en sus respectivas dolencias. Para mayor burla, la empresa del doctor Gregor se llamaba «Metamorfosis», al igual que el relato de Kafka en el que el protagonista, Gregor Samsa, se convierte en un insecto gigante. Pero ni siquiera esta referencia literaria hizo sospechar a los periodistas.

En esta ocasión, la que picó con la broma fue una de las instituciones informativas más destacadas del mundo, la agencia United Press, mediante la cual la historia fue reproducida en medios de comunicación de todo el planeta. Cuando finalmente se supo del fraude, la agencia publicó, meses después, una más que discreta retractación que pasó inadvertida para casi todo el mundo. Skaggs ha continuado con sus fraudes. La mayor parte de ellos ha puesto en evidencia a importantes medios de comunicación, haciendo patente el hecho de que lo que aparezca en las noticias no quiere decir, ni mucho menos, que sea real.