La droga definitiva
Que los contenidos de la tele son capaces de empobrecer el intelecto mejor amueblado es algo sabido, aceptado y de lo que hemos dado cumplida muestra en los capítulos precedentes. Sin embargo, más de un detractor de la televisión se llevaría una desagradable sorpresa si supiera que, además, las pantallas de rayos catódicos son un elemento hipnótico que hace caer a los televidentes en un estado de trance, en el que su voluntad se ve disminuida hasta convertirle en un ser fácilmente manipulable.
A día de hoy, y mientras Internet no lo remedie, la televisión es el medio de comunicación de masas por excelencia. Casi todos sucumbimos a la seducción de sus encantos. Sin embargo, este familiar electrodoméstico, centro espiritual de la mayoría de los hogares occidentales, contiene en su seno un secreto que pocos conocen fuera de la propia industria televisiva y de las agencias de publicidad. Y es que el pezón electrónico del que cada día mamamos información y entretenimiento, la niñera de cristal a la que confiamos buena parte de la educación de nuestros hijos, la amiga y compañera de tantos ratos de soledad, es en realidad un lobo con piel de cordero, que bajo su inocente envoltura de oropel esconde una jeringuilla cargada con una peligrosa droga, tan adictiva como la más poderosa de las sustancias prohibidas. No estamos exagerando, y lo demostraremos echando mano de un buen número de estudios científicos elaborados por prestigiosas instituciones académicas.
La medicina y la sociedad ya han admitido que tan peligrosas como las adicciones químicas —alcohol, drogas, etc.— pueden ser las adicciones psicológicas, de las cuales la más conocida suele ser la ludopatía. En ambos casos, la adicción puede ser definida como la necesidad imperiosa de llevar a cabo una determinada acción o consumo, sin ser capaz de moderarlo o suprimirlo. Esta necesidad viene determinada por una compleja variedad de fenómenos psíquicos y físicos.
En realidad, toda experiencia placentera tiene un potencial adictivo, especialmente si requiere poco esfuerzo para ser llevada a cabo. Nuestro programa genético básico nos induce a la búsqueda del bienestar. Es lo que los psicólogos llaman «refuerzo positivo»,[53] un recurso muy utilizado en el entrenamiento de animales y hasta en la educación infantil. Se ha demostrado que el refuerzo positivo es más eficaz que el negativo (los castigos) para modificar el comportamiento animal. Cuando la búsqueda de la gratificación se exagera, supera el control de la voluntad y se presenta la adicción.
Aunque a muchos les pueda parecer excesivo, la televisión cumple las condiciones como para volverse un agente adictivo. Jerry Mandar, director del Grupo de Estudios Ecológicos de Berkeley, afirmaba en su libro Cuatro buenas razones para eliminar la televisión, que este aparato es un agente embriagador visual que lleva al espectador a un estado hipnótico y puede reemplazar el conocimiento del sujeto con los contenidos que aparecen en la pantalla.
Alteraciones cerebrales
Recientes investigaciones, llevadas a cabo por el doctor Herbert Krugman,[54] muestran que, cuando el telespectador se encuentra delante de la televisión, la actividad cerebral salta automáticamente del hemisferio izquierdo del cerebro al derecho. Además, aparece una alteración neurológica que provoca que la actividad de este hemisferio se acelere por encima de su ritmo normal. Dicho de una forma más resumida: los espectadores se encuentran en un estado de conciencia… en trance.
Cuando esto sucede, el cerebro comienza a segregar unas sustancias conocidas como endorfinas, muy similares a los derivados del opio. De hecho, los opiáceos y las endorfinas comparten los mismos receptores en el cerebro y existen muy leves diferencias entre los efectos de ambos. Las endorfinas son el vehículo de la felicidad, la euforia, el placer, y proporcionan alivio contra el dolor. Son hormonas que actúan sobre el sistema nervioso y nos aseguran bienestar. Desde su descubrimiento, se han hecho numerosas investigaciones sobre su acción en el sistema nervioso central, y se ha llegado a la conclusión de que gracias a ellas sentimos todas las sensaciones que catalogamos como positivas. Las endorfinas han sido calificadas por muchos como la «química de la felicidad».
Las actividades que generan una segregación de endorfinas en nuestro cerebro suelen ser aquellas que terminan convirtiéndose en hábitos —en general, solemos resistirnos a definirlas como «adicciones»—. El ejercicio extenuante, los videojuegos, las actividades de riesgo y el sexo constituyen algunos ejemplos de actividades endorfínicas que pueden desembocar en adicción.
«Teleyonquis»
Estudios llevados a cabo con animales, a los cuales se les habían implantado electrodos que estimulaban la producción de endorfinas cuando éstos realizaban una actividad sencilla (apretar un botón, por ejemplo), demostraron el tremendo poder de estas sustancias. Los animales apretaban una y otra vez el botón de placer olvidándose incluso de comer, hasta que fallecían de inanición.
Tal es la similitud entre las sustancias que produce el cerebro humano y los opiáceos, que incluso existe un síndrome de abstinencia cuando se deja de realizar la actividad generadora de endorfinas. En el caso de la televisión, este síndrome de abstinencia ha podido ser estudiado en diversas ocasiones.
En 1975, un grupo de sudafricanos fue privado de la televisión durante un mes. El síndrome de abstinencia fue tan fuerte que una gran mayoría abandonó el experimento una semana después de su inicio. Los que aguantaron, sufrieron diversos grados de depresión y dijeron sentirse «como si hubieran perdido a un amigo». Más significativo fue un experimento realizado en Alemania. Un total de 182 personas se comprometió a dejar de ver la televisión durante un año a cambio de una compensación económica. ¡Nadie llegó al final del experimento! Seis meses después, se daba de baja al último participante con síntomas tales como depresión, crisis de ansiedad, irritabilidad… La televisión tiene un poderoso efecto adictivo, basado en la profunda alteración que ejerce sobre nuestra química cerebral. Pero ¿una adicción compartida por tantos millones de personas puede ser destructiva? Desgraciadamente, los datos no son muy positivos.
Dejando aparte el trabajo y el sueño, la televisión es la actividad a la que más tiempo semanal dedican los españoles. A pesar de ello, sólo un porcentaje muy reducido admite en las encuestas estar viendo probablemente demasiada televisión. Si lo analizamos, estamos ante la conducta típica de un adicto, que sabe que su comportamiento le es perjudicial pero que jamás lo admitirá ante nadie, cortando cualquier intento de abordar el tema por parte de otras personas con un «yo controlo, tío». Pero no controlas:
La televisión proporciona un escape de la realidad no muy diferente al de las drogas o el alcohol. Una persona puede deslizarse hacia los mundos de fantasía que ofrecen los programas de televisión y evadir de forma efectiva las presiones y ansiedades de su propia vida. Es «un viaje» como el inducido por las drogas o el alcohol.[55]
El opio del pueblo
La televisión causa hoy en día una adicción que muy pocas personas logran superar, ya que no está considerada como un vicio sino como una experiencia compartida. Nos muestra un mundo prefabricado en el que el espectador participa sólo mirando, sin utilizar su intelecto activamente. Por ello, el contenido cultural y moral de la sociedad se ha venido resintiendo con el tiempo, ya que la televisión nos entrega imágenes de diversión superficiales, aderezadas con una serie de valores transgredidos que entran en conflicto con el proceso de socialización de los jóvenes.
Cuando se comienza a ver la tele, las zonas superiores del cerebro —la corteza— frenan drásticamente su actividad cediendo protagonismo a zonas más profundas, como el sistema límbico, cuyos procesos generalmente se encuentran fuera del rango de la conciencia. El sistema límbico está formado por partes del tálamo, hipotálamo, hipocampo, amígdala, cuerpo calloso, septum y mesencéfalo. Constituye una unidad funcional del encéfalo, que se ha mantenido inalterada a lo largo del proceso evolutivo y donde se encuentran nuestras reacciones más primarias, como los reflejos, los comportamientos instintivos y los sentimientos primitivos, como el miedo o la agresión.
Esta zona del cerebro es la primera en activarse cuando nace un ser humano. Su forma de interactuar con la realidad es completamente infantil. Programa la percepción en un rígido encasillamiento dividido en cosas buenas (hacia las que se siente atraído) y cosas peligrosas (de las que huye o a las que ataca). Una de las particularidades más interesantes del sistema límbico es que no tiene capacidad de distinguir las imágenes televisivas de las reales y, ante los estímulos de la pantalla, reacciona segregando las hormonas que corresponderían a experiencias auténticas. Otro de los peligros inherentes a la sobreestimulación de esta parte del cerebro es que su actividad excesiva puede atrofiar algunas funciones cognitivas superiores, con sede en la corteza cerebral. La consecuencia más clara de esto es que, a un mayor dominio de las regiones inferiores del cerebro, el individuo se va convirtiendo en un ser progresivamente hedonista; se va embruteciendo.
Llegados a este punto, es lógico plantearse si realmente somos adictos a la televisión. Para responder esta pregunta proponemos un breve cuestionario. Es muy conveniente pensar detenidamente cada respuesta antes de contestar y tener en cuenta que a efectos de esta prueba, televisión es sinónimo de videojuegos y películas en vídeo y DVD.
Para calcular nuestra puntuación, a cada «a» le otorgaremos un valor de cuatro puntos; a cada «b», tres, a cada «c», dos y cada «d», un punto.
Hipnosis colectiva
Sin embargo, y a pesar de lo que pudiéramos sentirnos tentados a creer, a tenor de la programación con la que nos deleitan las diferentes cadenas, la raíz del problema no se encuentra en el contenido sino en el continente: el aparato de televisión.
Llevemos a cabo un nuevo experimento. Para ello, tomaremos a dos sujetos de nivel intelectual y de formación similares. A uno de ellos le encomendaremos que realice una tarea intelectualmente compleja la lectura de un texto. Si realizamos un electroencefalograma mientras está leyendo, no nos sorprenderá descubrir que su cerebro bulle de actividad, y si le preguntamos posteriormente sobre lo que ha leído, mostrará un nivel de comprensión acorde con su formación y la complejidad del texto. El segundo sujeto deberá leer el mismo texto, pero con una variación sustancial, en vez de hacerlo sobre papel, lo leerá en un monitor de televisión. Las diferencias son espectaculares. El encefalograma de este segundo sujeto muestra una actividad muy pequeña y las preguntas posteriores nos revelan un nivel de comprensión muy inferior al de su compañero.
La esencia de estos efectos se encuentra en el funcionamiento del elemento principal de una televisión: la pantalla. La imagen, tal como la vemos, en realidad sólo existe en nuestro cerebro. Está formada por un fino rayo de luz que recorre las 625 líneas de la pantalla a una velocidad rapidísima, entre 60 y 100 veces por segundo dependiendo de la calidad de nuestro aparato. Nosotros vemos una imagen completa, pero lo que están viendo nuestros ojos es un parpadeo luminoso que termina acoplando el funcionamiento de nuestro cerebro —muy sensible a los ritmos— a esas frecuencias, de la misma forma que una luz parpadeante puede inducir un ataque epiléptico a una persona propensa.[56]
Esta característica de la imagen televisiva le otorga una cualidad hipnótica y sumamente apta para provocar interrupciones en los circuitos mentales, anulando los circuitos de discriminación del hemisferio izquierdo del cerebro. Así, la información pasa a ser interpretada por el hemisferio derecho. Dicho de otra forma, cuando estamos sentados frente al televisor somos más fáciles de convencer. Nuestro hemisferio derecho tiende a dar respuestas emotivas a los estímulos. En consecuencia, ante la pantalla podemos aplaudir planteamientos que, si los leyéramos en un periódico, nos parecerían insustanciales.
Los veteranos de los debates televisivos saben que no tiene por qué triunfar el argumento más convincente, sino que, por lo general, el que obtiene el favor del público es el tertuliano que defiende su postura con mayor vehemencia y que «transmite mejor» su mensaje.
Gran parte del fracaso de los argumentos inteligentes en televisión se debe a que el telespectador retiene una porción muy escasa de la información que recibe. Jacob Jacoby, psicólogo de la Universidad de Purdue, lo demostró experimentalmente. Tras realizar una batería de pruebas sobre 2700 sujetos descubrió que la mayoría no llegaba a comprender totalmente lo que se le ofrecía en la televisión, aunque fueran contenidos tan simples como anuncios o teleseries.[57] Apenas unos minutos después de apagar el televisor, un espectador medio era incapaz de responder al 36 por ciento de las preguntas que se le hacían sobre lo que acababa de ver, independientemente de la naturaleza de ese contenido. Como en el sueño o el trance hipnótico, el telespectador tiende a olvidar casi inmediatamente lo que ha visto en cuanto su cerebro regresa a la situación de plena vigilia.
Por otro lado, actividades como la lectura o la escritura registran altos índices de comunicación entre ambos hemisferios cerebrales. En cambio, se ha observado que mientras los sujetos están viendo la televisión presentan una casi total ausencia de actividad coordinada entre las dos partes del cerebro. El encefalograma de los televidentes muestra alteraciones significativas. La actividad cerebral, mientras se ve televisión, registra una fuerte disminución de ondas beta y un aumento de las ondas alfa, asociadas con la inactividad, fijación, falta de decisión, negligencia, cuerpo inerte y el sueño.
Además, se ha demostrado que, independientemente del tamaño de la pantalla y lo que se nos muestre, los ojos tienden a permanecer inmóviles, con lo que se comprueba el efecto de trance semihipnótico que ejerce el aparato.
Percepción del entorno
Aparte de los efectos físicos, la televisión tiene una espectacular incidencia en la psicología, en especial en la percepción del entorno y en la de sí mismos que terminan adquiriendo los televidentes.
Un reciente estudio revela que casi el 80 por ciento de las mujeres estadounidenses se consideran gordas después de la continua exposición televisiva a modelos, actrices y azafatas excesivamente delgadas. George Gerbner, decano emérito de la facultad de Comunicación de la Universidad de Pennsylvania lleva ocupándose de este fenómeno desde que en 1967 fundara el Cultural Indicators Project, para estudiar los efectos de la violencia televisiva en la sociedad. Él es el autor de la tan citada estadística que concluye que un niño occidental de 12 años ya ha presenciado alrededor de 8000 asesinatos a través de la pequeña pantalla.
Sus estudios muestran cómo el sexo y la violencia son usados, a modo de lenguaje universal, por la industria de la comunicación de masas, para conquistar los mercados de diferentes países con los mismos productos. Las series televisivas de mayor éxito internacional, como Los vigilantes de la playa, Xena o Hércules, basan sus argumentos en el impacto visual y emotivo, no en los diálogos. Lo mismo podríamos decir del cine made in Hollywood. Se trata de productos mucho más sofisticados de lo que parecen, diseñados para maximizar el beneficio de sus productores, sin tener en cuenta otros valores.
En este sentido, el efecto más devastador es el que sufren los jóvenes. Según un estudio de Gonzalo Jover Olmeda, profesor titular de Ética y Política de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, los jóvenes españoles buscan refugio en la televisión, debido a que «aumenta progresivamente el número de aquellos que se repliegan en su momento histórico y se sienten incapaces de programar un proyecto vital». Según Jover, la televisión les ofrece «una huida, pero sin perder el vínculo con el entorno cercano, es decir, salir para regresar. Les permite una evasión desde el sofá».[58]
La actividad más importante que los jóvenes españoles realizan en su tiempo libre es ver la televisión. Más del 80 por ciento de estos jóvenes destina un promedio de tres horas al día a ver televisión. Esta opción supera, por ejemplo, a estar con la familia, salir con los amigos, el tiempo que comparten con su pareja, la lectura o el deporte. Pero sería un error pensar que estos excesos solamente son propios de los más jóvenes.
Ver la televisión es la actividad de tiempo libre preferida también por los españoles adultos, según el estudio El ocio y la percepción por parte de los españoles, realizado por Invymark y la Escuela Superior de Administración de Empresas con motivo del VII Simposio Internacional de Turismo, celebrado en Barcelona. Según este estudio, el 33,5 por ciento de la población dedica casi la totalidad de su tiempo de ocio a la televisión.
Asimismo, la televisión ha contribuido decisivamente a crear en la población una cultura del miedo[59] en la que los ciudadanos, influidos por la preponderancia de contenidos violentos tanto en los espacios informativos como en los de entretenimiento, tienen una percepción exagerada de los riesgos que los acechan en su vida cotidiana. Por citar un ejemplo, los programas de sucesos en Estados Unidos han levantado actualmente una verdadera psicosis de preocupación sobre el «alarmante aumento» de los homicidios cometidos por menores. Lo cierto es que, en los últimos años, el número de homicidios ha descendido un 30 por ciento y, sin embargo, un abrumador porcentaje de padres declara temer por la vida de sus hijos mientras se encuentran en el colegio. No caben dudas de que el miedo nace en la televisión.
Ataque al inconsciente
La televisión posee el mismo potencial adictivo y enajenador que muchas drogas convencionales, pero existe una diferencia que la aparta del terreno de las adicciones.
Generalmente, asociamos la droga a circunstancias que afectan negativamente a la socialización del individuo. La televisión, según la óptica occidental, es, sin embargo, una pieza clave de ese proceso. No sólo se ha convertido en el «gran hermano» que dicta los términos del consenso social sino que, gracias a su cualidad hipnótica, es el medio más poderoso de la publicidad actual, motor de la sociedad de consumo. Y es que podemos considerar a la televisión como la más poderosa herramienta de ingeniería social del hombre.
Para rastrear comportamientos y emociones en la vida normal, en lugar de usar el artificio del laboratorio, los doctores Kubey y Csikszentmihalyi utilizaron el Método de Muestreo de Experiencias (Experience Sampling Method). Los participantes llevaron consigo un dispositivo localizador con el que se los llamaba entre seis y ocho veces al día. Al oír la señal, debían anotar lo que estaban haciendo y cómo se sentían. Cuando las personas eran requeridas mientras estaban viendo la televisión, describían estados relajados y pasivos. De forma similar, sus electroencefalogramas mostraban menor estimulación. Pero la sensación de relax terminaba cuando se apagaba la tele, aunque los sentimientos de pasividad y reducción de la alerta continuaban hasta mucho después.
Estas investigaciones, y mucho antes las de Thomas Mullholland, tuvieron una gran repercusión en la industria televisiva y en la de la publicidad. Este descubrimiento hizo que los «cerebros» de Madison Avenue, la meca neoyorquina del universo publicitario, se dedicaran a la producción de anuncios para sacar provecho de ese estado. Fue la época en que la publicidad comenzó a construir campañas destinadas a asociar el producto anunciado con sentimientos agradables. Así, al ver el producto en la tienda, el consumidor rememoraría inconscientemente la agradable sensación del anuncio para inclinarse a la compra. Lo más terrible de esta forma de publicidad es que funciona mejor cuanta menos atención se preste al anuncio.
La verdad es que la televisión es el sueño de cualquier propagandista: un aparato susceptible de ejercer una forma de control mental y que, además, genera adicción. ¿Quién puede dar más? Pero esta circunstancia no es fruto de una conspiración urdida por siniestros personajes empeñados en la «estupidización» de los ciudadanos. La televisión, como el resto de las drogas, nace del deseo humano de evadirnos de una monótona realidad, de un deseo que acaba cargándonos con las cadenas de una esclavitud menos evidente pero igual de opresiva. ¿Merece la pena pasar tanto tiempo frente a un electrodoméstico que, para colmo, altera nuestra capacidad de percepción de la realidad?
La niñera electrónica
Todos estos efectos resultan más alarmantes cuando se trata de los niños. En ellos, el potencial adictivo de la pequeña pantalla es igual o mayor que en los adultos. Si no, recapacitemos sobre un fenómeno que conocen muy bien las madres de niños pequeños. El momento de decirle al niño que es hora de acostarse suele ser fuente de conflictos, pero hay una circunstancia que lo agrava hasta llegar al punto de los lloros y pataleos: si el pequeño se encuentra delante de la televisión. En general, cuando el niño está realizando una actividad —jugando, leyendo, etc.—, la orden suele ser acatada con más o menos resignación. Pero si el pequeño se encuentra delante de la tele, es muy posible que tengamos que enfrentarnos a un repentino brote de rebeldía histérica. Pero la cosa no se queda ahí.
Según estudios científicos[60], un excesivo número de horas delante de la televisión puede producir graves alteraciones en los cerebros en desarrollo, que en la edad adulta se traducirán en déficits en la capacidad de atención, concentración y otros trastornos. Estos efectos aparecen incluso a edades muy tempranas.
La revista Pediatrics publicó, en un número de abril de 2004, un ambicioso estudio sobre el tema, en el que se analizaban los hábitos televisivos y sus posteriores efectos de un grupo de 1345 niños. En una primera fase, cuando los pequeños tenían de uno a tres años, se llevó a cabo un control exhaustivo en cada casa de las horas que cada uno de los pequeños tenía acceso a la televisión. Tiempo después, al cumplir los siete años, los pequeños eran sometidos a una batería de tests para evaluar su capacidad de atención. Los resultados fueron devastadores. Cada hora de televisión, vista por los niños a la edad de uno a tres años, tenía un 10 por ciento adicional de posibilidades de que el niño sufriera serios trastornos en la atención a la edad de siete.
La clave de este resultado está en el efecto que produce la sobrestimulación sensorial sobre las mentes que aún se están formando. El ritmo de aparición de imágenes y estímulos en la televisión es muy superior al de la vida real. El cerebro infantil sometido a largas sesiones de televisión carece de entrenamiento en el desarrollo de tareas que requieran largos tiempos de concentración intelectual. Cualquier cosa que no se ajuste a los ritmos televisivos termina pareciendo aburrida.
Prestigiosas instituciones, como la Academia Americana de Pediatría, recomiendan que no se permita ver la televisión a los menores de dos años si no se quiere que éstos vean perjudicada su capacidad de atención. El doctor Dimitri Christakis, investigador del Children’s Hospital and Regional Medical Center de Seattle y uno de los directores del experimento, nos advierte al respecto:
El cerebro de los niños se desarrolla con mucha rapidez en los primeros dos o tres años de vida. En realidad se está programando… El exceso de estímulo durante ese período tan importante puede crear hábitos mentales que acaban por ser nocivos.[61]
Y concluye:
Hay muchos motivos por los que no se debe dejar que los niños vean televisión. Hay otros estudios que lo asocian con la obesidad y la agresividad.[62]
Sin embargo, los perjuicios de la televisión no sólo afectan a lo mental, sino también a lo físico. Obesidad, insomnio y atrofia visual y auditiva son otros de los efectos colaterales que pueden apreciarse en los niños teleadictos.
Un estudio realizado con niños de ocho y nueve años ha demostrado que ver la televisión engorda, y que con sólo reducir las horas delante de la pantalla se pierde cerca de un kilo al año. Pediatras de la Universidad de Stanford (California) realizaron la investigación con 192 niños de cuarto grado que solían ver la televisión una media de cuatro horas al día. Se les convenció para que redujeran entre una y dos horas el tiempo que dedicaban a la televisión y los resultados demostraron que después de un año habían engordado un kilogramo menos que los niños que continuaron con sus hábitos televisivos. El estudio no incluía la sustitución de esas horas por ningún tipo de deporte o dieta; de hecho, parece ser que los niños dedicaron su tiempo extra mayoritariamente a actividades sedentarias.
Para los autores de la investigación, apagar la televisión durante un tiempo, no sólo ayuda a que aumente la actividad física de los pequeños, sino que, sobre todo, reduce significativamente el hábito de comer frente a la pantalla. Thomas Morrison, uno de los investigadores, asegura que la televisión estimula la ingesta de alimento y hace que tarde más en aparecer la sensación de saciedad.
En cualquier caso, y para cerrar este capítulo, quisiéramos aportar una reflexión final, especialmente dirigida a aquellos cuyo escepticismo les haga dudar de los argumentos aquí expuestos. El peligro real de la televisión no se encuentra en los comportamientos y actitudes que fomenta, sino en aquellos que impide: la conversación, la lectura, la convivencia familiar, el juego compartido…