—¿Quieres ir a ver al tío Damon? —le pregunté a Antonia.
Se metió unos cuantos deditos en la boca.
—Me lo tomaré como un sí.
Riendo, la puse en la mochila para bebés. Antonia era diminuta y esa iba a ser su primera salida de casa, la primera vez que vería Nueva York, y yo quería que fuera algo especial. Iríamos a pie hasta Central Park, para ver las celebraciones del Cuatro de Julio.
Nuestro apartamento estaba lleno de cajas de embalar, y con Antonia bien asegurada en la mochila, me tomé un momento para despedirme.
El suministro de agua y de electricidad en nuestra zona había sido restaurado pocos días después de nuestra partida hacia Virginia. Cuando nos fuimos ya volvía a haber agua, solo que las cañerías de nuestro edificio habían reventado. Deberíamos habernos quedado, pero habían estado diciendo todos los días que iba a volver. No hubo forma de saber si así sería hasta que al fin volvió.
La temperatura había empezado a subir incluso antes de que nos fuéramos de Nueva York, y cuando volvimos, la primera semana de marzo, ya hacía seis semanas que disponía de electricidad y de los otros servicios, la nieve se había fundido y la ciudad había sido limpiada a conciencia.
Era casi como si la cibertormenta nunca hubiera existido.
Casi todos los vecinos de nuestro edificio habían conseguido marcharse antes de que empezara el sitio de Nueva York. Volvieron para encontrarse con lo que parecía una zona de guerra, pero en muy poco tiempo la basura estuvo recogida, repararon puertas y ventanas y dieron una mano de pintura.
Había una premura casi frenética por relegar el episodio al olvido. La familia de Lauren, preguntándose desesperadamente dónde estábamos, incluso había contratado a alguien para que limpiara nuestro apartamento y el pasillo. Cuando regresamos, todo volvía a estar como antes de la cibertormenta, como si no hubiera sido otra cosa que una pesadilla.
Todo volvía a estar igual que antes: todo menos Tony.
Suspiré, echando un último vistazo al apartamento. Los de la mudanza llevarían nuestras cosas a la nueva casa del Upper West Side. Cerré la puerta y llamé a la de los Borodin.
—¡Ah, Mi-kay-yal, An-to-nia! —nos dijo cariñosamente Irena nada más abrir la puerta. Aleksandr tenía puesto el televisor, pero no dormía. Me hizo una seña con la cabeza, sonriendo, y yo se la devolví—. ¿Entras a comer?
—En otra ocasión —prometí—. Solo quería despedirme y volver a daros las gracias.
Habían mantenido cautiva a la banda de Paul hasta que el sargento Williams se los llevó. Como todos los demás, los prisioneros habían estado a punto de morir de hambre, pero al final no estaban peor que el resto de nosotros.
Los Borodin no parecían afectados, como si no comprendieran a qué había venido todo aquello, pero después de todo ellos habían pasado por algo todavía más horrendo. Los tres millones de habitantes de Leningrado habían soportado los novecientos días que duró el sitio de su ciudad, mientras que nuestra odisea solo había durado treinta y seis. Más de seiscientas mil personas murieron durante el sitio de Leningrado, mientras que solo setenta mil habían muerto aquí.
«Solo setenta mil…». Podría haber sido mucho peor, sin embargo.
—Te veremos, ¿sí? Subiremos a ver a Antonia y Luke —dijo Irena, poniéndose de puntillas para besarme la mejilla y darle a Antonia un minúsculo beso en la rosada cabecita sin pelo.
—Siempre que queráis —repuse yo.
Nos levantamos y nos miramos en silencio un instante. Después Irena asintió y volvió a concentrarse en sus guisos, dejando entornada la puerta. Yo di media vuelta y recorrí el pasillo.
«El pasillo».
Aún veía mentalmente los sofás y las sillas alineados a lo largo de él, con todas aquellas personas debajo de mantas. El recuerdo más intenso de todos era el olor. Habían arrancado la moqueta y reemplazado el papel pintado, pero todavía podía percibirlo. En cualquier caso, aquel pasillo había sido nuestro refugio, y recordaba en parte con afecto los días que habíamos pasado acurrucados allí, compartiendo nuestros temores y nuestras migajas de comida.
Pam y Rory habían sobrevivido; de hecho, todas las personas que estaban allí cuando nos fuimos salieron bien libradas. Los habíamos visitado, pero no les hablamos de la sangre. No hacía falta. Curiosamente, habían permanecido fieles en lo posible a sus ideas veganas; la sangre había sido donada voluntariamente y no habían hecho daño a nadie.
La única con la que no hablamos fue con Sarah. Cuando volvimos, ya no estaba.
El sargento Williams había convertido en una misión personal la captura de Paul, acusado de homicidio múltiple gracias a las pruebas visuales recopiladas en la red de malla. Cuando lo detuvieron, salió a la luz toda la historia. Richard tenía dinero pero también muchas deudas, así que puso en marcha un plan de robo de identidades con Stan y Paul, escogiendo como blanco a hombres de negocios de fuera de la ciudad que utilizaban su servicio de limusinas. Puesto que nadie nos preguntó por el paradero de Richard, simplemente pasó a ser otro más de los miles de desaparecidos.
Richard había sido el responsable de que le robaran la identidad a Lauren y probablemente tenía tanto interés en llevarse bien con sus padres para sonsacarles información. La cosa se le había escapado de las manos al iniciarse el desastre. Paul había amenazado a Richard con que, si no lo ayudaba a robar suministros, contaría lo que estaba haciendo. Sospechábamos que la muerte de aquellas nueve personas en el segundo piso no había sido tan inocente como nos la había pintado él, pero no teníamos pruebas.
Llegué a los ascensores y apreté el botón de bajada, pero cambié de idea y bajé por la escalera. El familiar sonido de mis pasos en los peldaños metálicos me resonó en los oídos mientras bajaba. En el vestíbulo, los siempre impecablemente atendidos jardines japoneses volvían a estar como antes. Sin embargo, salí por la puerta trasera.
Fuera fui acogido por una ráfaga de aire caliente y el ruido de Nueva York. Un martillo neumático tableteaba a lo lejos, acompañado por una cacofonía de bocinazos y un helicóptero que sobrevolaba las calles. Mirando hacia el río Hudson, vi pasar la punta del mástil de un velero.
La vida había vuelto aparentemente a la normalidad, pero nunca nada volvería a ser lo mismo.
Fui por la Veinticuatro, crucé la Novena Avenida y miré hacia el Distrito Financiero. Los criminales rusos, que tenían por único objetivo las empresas de fondos de cobertura de Connecticut, habían estado a punto de provocar el colapso de todo el sistema. Asombrosamente, apenas volvió la electricidad y las redes estuvieron limpias, la mayoría del sistema financiero fue capaz de ponerse en marcha de nuevo.
Los edificios consumidos por los incendios habían sido demolidos. Estaban levantando andamios para construir otros nuevos que los sustituyeran. En unos cuantos meses la ciudad había vuelto prácticamente a la normalidad, aunque quedaban cicatrices aquí y allá: edificios afectados o demolidos, zonas todavía vedadas.
El coste estimado de la Cibertormenta era de cientos de miles de millones de dólares, lo que dejaba pequeño cualquier desastre anterior en la historia de Estados Unidos, sin incluir las decenas de miles de millones de dólares en pérdidas de producción ni lo que había costado limpiar internet y las redes. Pero el precio más alto se había pagado en vidas humanas. Con sus por el momento más de setenta mil muertos confirmados, el conflicto conocido como «cibertormenta» nos había salido más caro en vidas que la guerra de Vietnam.
Los medios de comunicación, sin embargo, ya habían empezado a hacer comparaciones con guerras y otros desastres climáticos, como la ola de calor que en Europa había matado a setenta mil personas en el año 2003: en París tuvieron que abrir los almacenes frigoríficos para guardar los cuerpos porque los depósitos de cadáveres estaban desbordados. Yo recordaba haber leído sobre ello unas cuantas líneas distraídamente una mañana, mientras me tomaba el café para empezar el día. Ahora gente de todo el mundo estaba haciendo lo mismo con la noticia de lo sucedido en Nueva York: leyendo una breve noticia de las muchas que se publicaban a diario.
Cuando llegué a la esquina de la Octava Avenida, torcí hacia el norte y miré mi móvil. «Las dos y diez». Había quedado a las tres con Damon y Lauren en la entrada a Central Park de Columbus Circle. Tenía tiempo suficiente para ir paseando tranquilamente hasta allí.
Me puse en marcha, dejé atrás unas cuantas manzanas y no tardé en pasar por delante del Madison Square Garden. Estaba cerrado y probablemente nunca volvería a abrir sus puertas, pero había muchísima gente. Toda la manzana estaba rodeada por un enorme montón de flores, fotos y cartas sujetas a las paredes en memoria de las víctimas.
Damon y sus seguidores habían creado un sitio web equivalente, donde estaban clasificados los centenares de miles de imágenes obtenidas con los móviles. Sus allegados podían así pasar página, incluso se conectaban con quienes habían tomado las fotos para enterarse de lo sucedido. Miles de personas más estaban siendo juzgadas por los delitos cometidos y se contactaba con los testigos a través de su cuenta en la red de malla.
En el mundo real, filas de camiones del FEMA todavía ocupaban el bloque alrededor del memorial improvisado.
La FEMA, la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, había hecho cuanto estaba en su mano para dar respuesta a la situación, pero no existía ningún plan de contingencia concebido para rescatar a sesenta millones de personas atrapadas bajo dos metros de nieve, sin electricidad ni comida y muchas de ellas sin agua. El problema se vio agravado por la caída de las comunicaciones y las redes informáticas: los equipos de rescate no sabían dónde estaba nada, cómo llegar hasta ello ni cómo ponerse en contacto con la gente. Además, las carreteras, llenas de nieve, eran impracticables.
Hasta al cabo de dos semanas no fue posible recuperar suficientes sistemas de información y de comunicaciones para organizar alguna clase de respuesta efectiva, y los esfuerzos empezaron en Washington y Baltimore. No le prestaron atención a Nueva York hasta el momento en que huimos.
En cuanto quedó claro lo que había pasado, se destinaron cantidades ingentes de personas y recursos a la ciudad, pero durante las primeras semanas llevar todo eso hasta allí resultó sencillamente imposible, y no solo por los ciberataques: miles de líneas del tendido eléctrico y del telefónico, así como muchas torres de telefonía móvil, habían caído bajo el peso de la nieve y el hielo.
El sistema de abastecimiento de agua solo había estado una semana fuera de funcionamiento, tiempo que había bastado sin embargo para que prácticamente todas las cañerías reventaran debido al intenso frío. Cuando dieron el agua, a la parte baja de Manhattan solo le llegaba un hilillo, así que tuvieron que volver a cortarla para efectuar las reparaciones necesarias. Con toda la ciudad cubierta por unos cuantos palmos de nieve y hielo, sin suministro eléctrico ni medios para que se comunicara el personal especializado, eso se convirtió en una tarea imposible.
Después de los fallos iniciales de los sistemas, el presidente se había amparado inmediatamente en la Ley Stafford para que el Ejército pudiera actuar en el frente doméstico, pero durante las primeras semanas habíamos estado al borde de la guerra con China e Irán y los militares habían tenido las manos atadas.
Añádase a todo eso las lecturas de los radares durante el primer día del ataque indicando que nuestro espacio aéreo había sido violado. Casi todos los analistas habían pensado que se trataba de alguna clase de ataque con drones, una nueva amenaza que empezaban apenas a entender. Tuvo que transcurrir todo un mes antes de que se confirmara que aquellas lecturas eran producto de un virus en los sistemas informáticos de los radares que la Fuerza Aérea tenía en McChord Field, en el estado de Washington.
Cuando a la cuarta semana se tuvo un bosquejo de lo sucedido y los equipos de ciberseguridad chinos y estadounidenses tuvieron ocasión de reunirse para analizar el asunto a puerta cerrada, se puso en marcha una operación de rescate a gran escala. Formaban parte de dicha operación los equipos chinos que trajeron repuestos y efectivos para reparar la red eléctrica de la Costa Este.
Al pasar por la calle Cuarenta y siete vi los autobuses rojos de dos pisos de la empresa de rutas turísticas New York Sightseeing aparcados en fila junto a la acera. Iban llenos de turistas, pero no eran como los de antes: estos eran turistas morbosos que acudían para ver la reconstrucción de nuestra ciudad, el mismo tipo de gente a quien fascinan las visitas a Auschwitz.
A lo lejos, los neones de Times Square resplandecían incluso a plena luz del día, y por encima de mi cabeza, desfilaba en una valla publicitaria digital un titular: «Inicio de las sesiones del Senado para determinar por qué no fue tomada más en serio una ciberamenaza».
Reí para mis adentros, sacudiendo la cabeza mientras lo leía.
«¿Qué van a debatir?». De hecho, el Gobierno se había tomado en serio la ciberamenaza, pero antes de la cibertormenta, el término «ciberguerra» tenía connotaciones más bien metafóricas, como la «guerra contra la obesidad». Ya no. Ahora se conocían los daños, se habían calculado los costes y se habían presenciado los horrores.
«¿Solo ha sido una improbable sucesión de acontecimientos?». Tal vez, pero a nuestro planeta estaban empezando a sucederle con inquietante regularidad cosas que «solo pasan una vez en la vida». Incluso con todos los análisis posteriores a los hechos, nadie comprendía cómo había fallado todo a la vez.
Todo estaba interconectado y las grandes ciudades dependían de que intrincados sistemas funcionaran a la perfección, constantemente. Cuando no lo hacían, entonces la gente empezaba a morir enseguida. La pérdida de unos cuantos sistemas creaba problemas demasiado grandes, imposibles de solucionar: causaba la parálisis sin que hubiera modo de recuperar tecnologías ni sistemas anteriores.
Una generación antes, para mantener a raya al aterrador peligro de las armas nucleares, los políticos y los militares habían creado unas reglas de enfrentamiento basado en la disuasión. Sin embargo, no existía un protocolo parecido para vérselas con los ciberataques. ¿Cuál era el radio de explosión de una ciberarma? ¿Cómo sabías quién la había usado? La culpa de la cibertormenta había sido tanto de la falta de normas y de acuerdos internacionales como de las circunstancias.
La gente, naturalmente, siempre encontraba una forma de sobrevivir. En los medios de comunicación se hablaba ocasionalmente de canibalismo. Lo hubo, en efecto, pero en lugar de demonizarlo, habían empezado a normalizarlo, comparándolo con incidentes históricos similares.
Se había llevado a cabo una investigación en las cabañas cercanas a la nuestra de Virginia. Así fue como se descubrió que los Baylor estaban de vacaciones y que las personas con las que nos habíamos topado eran intrusos. Probablemente habían robado la comida y el equipo de la cabaña de Chuck, pero, después de todo, nosotros habíamos robado a los vecinos de Nueva York aquello que necesitábamos para sobrevivir. En las cabañas no había ninguna prueba de canibalismo, solo unos cuantos huesos de los jabalíes que seguramente habían cazado, igual que nosotros. Habíamos sacado conclusiones erróneas llevados por el miedo y los horrores vividos.
Había llegado a Columbus Circle. Me detuve a mirar los coches y los camiones que iban pasando. Frente a mí, los árboles de Central Park formaban como un desfiladero verde entre los rascacielos y el gran monumento del centro del cruce nos contemplaba desde lo alto mientras las fuentes lanzaban chorros de agua a su alrededor. Había gente sentada en los bancos, disfrutando del sol.
La vida seguía.
Mientras esperaba a que se pusiera verde el semáforo para cruzar, miré la pared gris del Museo de Arte y Diseño, situado a mi derecha. Había un mensaje escrito en letras enormes con aerosol negro en la fachada curva del edificio, del suelo al tejado: «A veces se desmontan cosas para montar otras mejores. Marilyn Monroe».
Lo señalé con el dedo.
—¿Ves eso, Antonia? ¿Te parece que se acercan tiempos mejores?
Desde luego eso esperaba yo, por su bien, pero me invadía el alma una profunda inquietud.
Como sucede con todas las desgracias, algún bien estaba resultando de aquella. Se estaban incorporando cambios de gran calado en el derecho internacional. Al menos eso decían los periódicos. Ya veríamos si algo de todo aquello llegaba a hacerse realidad.
La separación entre el cibermundo y el mundo físico estaba desapareciendo. El cibermatón no era más que un matón y la ciberguerra no era más que guerra: la auténtica era cibernética empezaría cuando dejáramos de usar el término en sentido descriptivo.
Ya en Columbus Circle vi a Lauren con Damon y los saludé con la mano. Lauren sujetaba la correa de Buddy, nuestro nuevo perro. Los refugios estaban repletos de animales domésticos desde el desastre, y esa era nuestra manera, por pequeña que fuese, de reducir el sufrimiento.
—¡Mira, ahí está mamá!
Me costaba imaginar que hubiera estado tan ciego, que hubiera sido tan estrecho de miras como para creer que mi esposa me había sido infiel cuando solo estaba intentando mejorar su existencia y, de paso, la mía. El mismo modo de pensar ilusorio y cerrado había estado a punto de costarnos la vida porque solo fui capaz de interpretar lo que estaba sucediendo como un ataque chino.
—¡Eh, cariño! —grité—. ¡Antonia y yo hemos dado un paseo estupendo!
Lauren vino corriendo y me besó. Damon la siguió, empujando el cochecito de Luke.
Hacía un día precioso, con el cielo completamente azul. La entrada a Central Park estaba adornada con banderas. Habíamos ido allí para asistir a la conmemoración del Día de la Independencia y ver a Damon recibir la llave de la ciudad de manos del alcalde de Nueva York.
Entramos en el parque. Nos reunimos con Chuck y Susie, uniéndonos a la multitud que rodeaba la tarima para la ceremonia de Damon.
—Anda, ve para allá —apremié a este mientras intercambiábamos saludos—. Tu tiempo de ser famoso.
Damon soltó una carcajada.
—Sí, la palabra clave es «tiempo».
«Sigue siendo un chico de lo más extraño».
Sacudí la cabeza mientras Damon corría hacia la parte posterior del escenario. La multitud crecía. Saqué de la mochila portabebés a Antonia para tenerla en brazos.
—Mira —dije, levantándola y señalando hacia el escenario. Damon parecía un poco incómodo delante de tanta gente—, ese de ahí es tu tío Damon.
Antonia bostezó y me llenó de babas. Reí, asombrado de que algo tan diminuto pudiera ser tan hermoso.
Se había cruzado un umbral y el mundo no volvería a ser el mismo. A pesar de los apretones de manos y las caras sonrientes que salían por televisión, ya había rumores de nuevos conflictos. Yo dudaba que recordáramos mucho tiempo las lecciones que habíamos aprendido.
Mirando alrededor, uno habría dicho que nada de aquello había pasado. Me acordé de un viaje que había hecho a Varsovia. Durante la retirada de la ciudad, al final de la guerra, los nazis arrasaron el centro urbano, destruyendo cuantos edificios pudieron: Hitler estaba decidido a borrar Varsovia del mapa. Posteriormente, sin embargo, los habitantes lo reconstruyeron ladrillo a ladrillo, borrando a Hitler de la misma manera que él había intentado borrarlos a ellos.
Nueva York parecía la misma ciudad, pero no lo era ni lo sería nunca.
Allí de pie, al sol, con las personas que habían sido mi familia durante la catástrofe, los ojos se me llenaron de lágrimas.
Antonia se rio en mis brazos. Setenta mil personas habían muerto, pero al menos una vida se había salvado. Si nada de aquello hubiera sucedido, Lauren probablemente habría abortado y yo nunca me habría enterado. Antonia no habría formado parte de mi vida, nunca habría sabido de su existencia, y probablemente también habría perdido a Lauren.
Miré a los ojos a Antonia y me di cuenta de que también me había salvado yo.