El bebé lloraba a pleno pulmón en mis brazos, húmedo y resbaladizo, pero yo lo agarraba bien fuerte… y sonreía.
—Es una chica —dije, con lágrimas en las mejillas—. Es una chica.
Lauren estaba cubierta de sudor, pero yo lo estaba casi tanto como ella.
—¡Qué guapa es! —Se la puse en los brazos—. ¿Cómo quieres llamarla?
Lauren la miró, riendo y llorando al mismo tiempo.
—Antonia.
Me enjugué las lágrimas.
—Tony es un buen nombre.
—¿Podemos llevárnosla? —preguntó la enfermera, acercándose a Lauren para coger a Antonia.
—Parece estar muy bien de salud —dijo el médico, yendo hacia las ventanas—. ¿Puedo?
Asentí y descorrió las cortinas, revelando una multitud de caras: Damon, Chuck, el sargento Williams, la madre y el padre de Lauren. Volvíamos a estar en el Presbiteriano de Nueva York, el mismo hospital del que habíamos evacuado a los pacientes en lo que parecía otro mundo, solo unos meses antes. Susie sostenía en alto a Luke para que pudiera verlo todo. Les hice el signo del pulgar con ambas manos y todos prorrumpieron en vítores.
—¿Estás bien? —le pregunté a Lauren.
La enfermera y el médico asearon a Antonia y le hicieron un rápido chequeo antes de devolvérnosla. Después de todo lo que habíamos soportado, decidimos que no queríamos saber por adelantado el sexo de nuestro bebé. Eso era un regalo que queríamos ir desenvolviendo poquito a poquito.
—Haga pasar a sus amistades si quiere —dijo el médico—. Todo ha ido perfectamente. Un pequeño milagro, teniendo en cuenta por todo lo que ha pasado esta mujer.
Le sonreí y después sonreí a la pequeña Antonia, antes de volverme hacia la ventana e indicarles con una seña que ya podían entrar.
Chuck fue el primero en hacerlo, con una botella de champán en la mano artificial y cuatro copas en la otra. Al final habían tenido que amputársela, incluso después de tratarlo en el hospital, pero Chuck tenía dinero y un buen seguro médico. La prótesis robótica con la que le habían sustituido la mano era realmente asombrosa. Mejor que su antigua mano, le gustaba decir a Chuck en broma.
Descorchó la botella mientras todos entraban en la habitación para felicitar a Lauren y echarle una miradita a Antonia. Fui hacia él mientras llenaba dos copas. El champán rebosó y se derramó.
—Un brindis por no rendirse jamás —dijo riendo, ofreciéndome una copa—. Y por Antonia, naturalmente.
Damon se reunió con nosotros y aceptó una copa de manos de Chuck.
—Y por estar equivocados.
Reí y sacudí la cabeza. «Por estar equivocado».
Era la primera vez que nos reíamos de ello, y la sensación no podía ser más agradable. Alzando las copas para brindar, miramos cómo todos se congregaban alrededor de Lauren y de Antonia.
Desde luego que yo había estado equivocado, pero todo el mundo lo había estado.
Lo que vi era y no era una base del Ejército chino en pleno centro de Washington.
Los chinos habían sido invitados a montar un campamento provisional en el centro de la capital de nuestra nación. Solo estuvieron allí unas semanas, como parte de un esfuerzo de ayuda humanitaria internacional a gran escala que trajo equipo y efectivos para ayudar a la Costa Este a recuperarse de los efectos de la «cibertormenta», como habían empezado a llamarla en los medios de comunicación.
Durante las dos primeras semanas la escala del desastre no había sido evidente, al menos para quienes no estaban en Nueva York. Las comunicaciones habían quedado completamente interrumpidas y, según los escasos informes que recibían las autoridades, los servicios de emergencias no iban a tardar en restaurar el suministro de agua y electricidad, como habían hecho en la mayor parte del país, excepto en Manhattan.
Ante cualquier catástrofe se reacciona con lentitud. La mente colectiva tiene que comprender algo inaudito, y en el caso de los sucesos de Nueva York eso precisamente había sucedido. Por sí solas, las ciberalteraciones habrían sido una catástrofe pasajera, pero sumadas a unas infraestructuras urbanas tan deterioradas como las de Nueva York, donde las cañerías, muy antiguas y corroídas por el agua de mar, habían reventado debido al corte del suministro de agua y a las bajas temperaturas, y además a las intensas nevadas y heladas que nos habían dejado sin electricidad ni teléfono y con las carreteras intransitables… Todo junto había creado una trampa mortal para decenas de miles de personas.
—¿Estás bien, Mike? —me preguntó Chuck.
Sonreí.
—¿Ya no estás enfadado?
—Nunca estuve enfadado contigo, sino más bien con toda la situación. Solo necesitaba un poco de tiempo. Todos lo necesitábamos.
Habían pasado casi cuatro meses desde nuestro rescate, y habían sido unos meses bastante duros. Ellarose había sido hospitalizada por desnutrición tras haber perdido prácticamente la mitad de su peso corporal, y Chuck había pasado más de un mes en el hospital. Todos habíamos estado enfermos.
Me volví hacia Damon.
—Sigo sin saber cómo darte las gracias.
En casa de los padres de Damon la luz había vuelto al cabo de una semana y todo había regresado a la normalidad. Intentó dar con nosotros y acabó poniéndose en contacto con la familia de Lauren. Nadie tenía noticias nuestras, así que intentaron localizar la cabaña de Chuck pero el registro de la propiedad electrónico todavía no estaba operativo, así que no pudieron conseguir la dirección. Damon tenía una idea aproximada de su situación, así que encabezó un grupo de búsqueda que subió a la montaña.
Damon miró al suelo.
—Soy yo quien debería darte las gracias. Tú también me salvaste la vida al permitir que me quedara con vosotros en vuestro edificio.
Escondido en el sótano, había visto lo que tomé por un soldado chino, cuando en realidad era un soldado estadounidense de origen japonés. Estaba paranoico y no veía más que una cosa.
Durante el viaje a Washington me había sucedido lo mismo. Había decidido que habíamos sido atacados por los chinos, así que todo lo que vi no hizo más que confirmar mi prejuicio. Cuando subí al tejado del museo, el azar quiso que viera ante mí al Cuerpo de Ingenieros chino. Estaba allí porque China era la única nación con repuestos para los generadores de veinte toneladas que habían quedado inutilizados, y con mano de obra especializada en su instalación.
Si me hubiera molestado en mirar con más atención mientras estaba en ese tejado, habría visto indios, japoneses, franceses, rusos y alemanes. Toda la comunidad internacional había acudido en auxilio de Estados Unidos en cuanto se conoció la escala del desastre, sobre todo cuando salió a la luz lo sucedido exactamente.
Dejé la copa de champán en una mesita auxiliar. Después de haber pasado la noche en vela, el alcohol me estaba mareando.
—Creo que voy a tomarme un café. ¿Alguien quiere?
—No, gracias —respondió Chuck—. ¿Quieres que te acompañe?
—¿Por qué no os quedáis con Lauren? Enseguida vuelvo.
Chuck y Damon asintieron y fueron a reunirse con los demás mientras yo me acercaba discretamente a la puerta. Cerrándola sin hacer ruido, fui hasta las máquinas expendedoras. La edición de aquel día del New York Times estaba encima de una de las mesas. El titular de portada rezaba: «El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha declarado el perdón y el ciberarmisticio». Lo cogí.
Por irónico que parezca, los iraníes habían sido nuestros primeros salvadores al admitir su parte de culpa en la cibertormenta. Seguramente su intención no había sido salvarnos, claro está, pero eso costaba bastante asegurarlo en este nuevo mundo donde nada era lo que parecía.
Como habíamos oído por la radio hacía lo que parecía toda una vida, al principio de la tercera semana de cibertormenta, el grupo Ashiyane se había declarado autor de la difusión del virus Scramble para atacar los sistemas logísticos estadounidenses en represalia por las ciberarmas Stuxnet y Flame que Estados Unidos había usado a su vez contra Irán. Para enturbiar las aguas, habían difundido al mismo tiempo que Anonymous iniciaba su ataque contra FedEx.
Los investigadores forenses de China habían sido capaces de desentrañar una cadena de acontecimientos en la que estaba implicada una facción escindida de su propio Ejército de Liberación del Pueblo responsable de un ciberataque paralelo contra nuestro país. Siguiendo hacia atrás las fichas de dominó de la cibertormenta hasta llegar a su origen, los investigadores descubrieron que todo había empezado con un fallo del suministro eléctrico en Connecticut, y de ahí se remontaron a un ataque lanzado por un grupo criminal ruso. Aquella banda de delincuentes había entrado en los sistemas de backup de unas empresas de fondos de protección de Connecticut e insertado en ellos un gusano diseñado para que modificara todos los registros financieros en cuanto las ubicaciones primarias de dichos fondos se quedaran sin suministro eléctrico. Había sido ese grupo criminal ruso el causante de los primeros cortes de electricidad en Connecticut al intentar extraer dinero de esos fondos de protección.
Los administradores de las empresas de dichos fondos habrían comprendido inmediatamente qué estaba pasando, probablemente antes de que los criminales sustrajeran el dinero, y eso los rusos lo sabían. Así que, para mantener alejada la mayor cantidad posible de personal cualificado, hicieron dos cosas: iniciar el ataque el día antes de Navidad y difundir una falsa alerta de emergencia sobre un brote de gripe aviar.
El aviso de gripe aviar había resultado ser muchísimo más eficaz de lo que pretendían inicialmente los rusos y, al igual que el apagón, se había propagado en cascada por todo el sistema. Su campaña había tenido demasiado impacto y, de ser unos meros delincuentes, habían pasado a ser terroristas. Ahora la CIA les seguía la pista.
En aquel momento, con los portaaviones chinos y los de nuestro país enfrentados en el mar de China, lo lógico era atribuir los cortes de electricidad en Connecticut, la epidemia de gripe aviar y los ataques a los sistemas logísticos a un ataque coordinado por parte de los chinos en respuesta a las fuerzas estadounidenses que amenazaban su «protectorado».
Tras el accidente del tren Amtrak, en el que hubo muchas bajas de civiles, el Cibercomando de Estados Unidos había iniciado un ataque contra las infraestructuras chinas como respuesta. Incluso entonces, el Politburó chino había prohibido categóricamente que se tomara cualquier clase de represalia: sabían que ellos no nos habían atacado e intentaban esclarecer qué pasaba.
Corría el rumor por internet de que el gobernador de la provincia de Shanxi había ordenado a un grupo escindido del ELP que atacara en represalia las infraestructuras de Estados Unidos después del ataque estadounidense contra China. Por lo visto el gobernador también había abierto las compuertas de su propia presa, devastando un pueblo entero para justificar sus acciones.
También se sabía que ese mismo grupo disidente había saboteado muchos generadores eléctricos y la red de suministro de agua de Nueva York. En condiciones normales eso habría causado serios problemas, pero sumado a la sucesión de tormentas invernales peor de la historia de la Costa Este, la cibertormenta se había convertido en un desastre de proporciones cataclísmicas.
Al final, la cibertormenta no fue más que una compleja simultaneidad de acontecimientos tanto en el plano cibernético como en el físico. Parecía una coincidencia increíble, pero en realidad no lo era. Cada día tenían lugar millones de ciberataques en internet, como las olas que se suceden en el océano. Obedeciendo la ley de probabilidades, varias olas de ciberataque se habían juntado, del mismo modo que en los océanos reales surgen olas gigantescas aparentemente de la nada y siembran la destrucción.
En la sala de espera había varios periodistas. No estaban allí por mí, sino que seguían a Damon, el ya célebre creador de la red de malla que tantas vidas había salvado y que había contribuido a mantener el orden cuando todo lo demás había fallado.
Millones de mensajes y llamadas de auxilio habían quedado alojadas en la red de malla, junto con cientos de miles de imágenes. Ahora la gente examinaba todo aquel material, buscando fotos de sus seres queridos, intentando averiguar qué les había sucedido exactamente durante el caos. Las autoridades también la estaban usando para seguir la pista a quienes habían delinquido. La RedDamon, como la llamaban, seguía operativa.
Me saqué unas cuantas monedas del bolsillo, las metí en la máquina del café y elegí uno con leche.
«Los periodistas». Ellos habían sido la mitad del problema, parte de la razón por la que se tardó tanto en llegar a comprender la escala de la emergencia. Sin comunicaciones y con la ciudad aislada por las nevadas, los periodistas de fuera no habían podido llegar al centro de Nueva York para ver qué estaba pasando. En lugar de eso, la CNN y otros medios de comunicación se habían instalado en Queens y otros barrios para informar acerca de las condiciones de los mismos, sin que nadie se diera cuenta de las precarias condiciones en que se encontraba Manhattan. Así que el mundo se enteró de que en Nueva York había ciertas dificultades, pero se llevó la impresión de que Manhattan dormía apaciblemente bajo su manto de nieve. La magnitud del desastre solo resultó evidente cuando pusieron en cuarentena la isla «temporalmente» y el mundo vio con espanto a la gente ahogarse y morir helada intentando escapar cruzando los ríos Hudson y East.
Cogí el café con leche y soplé para enfriarlo.
Había sido un desastre en parte natural y en parte causado por la mano del hombre, aunque esa distinción distaba mucho de ser evidente. Algunos climatólogos afirmaban que las tormentas se debían al cambio climático, por lo que eran tan obra del hombre como la cibertormenta que había colisionado con ellas. Y si todo el mundo era culpable, ¿no había nadie a quien culpar?