Día 64

24 de febrero

Yo estaba fuera con Susie cuando oímos los camiones.

Lauren había encontrado unos sobres de semillas de zanahorias, pepino y tomate en un rincón del sótano. Eran antiguos y estaban descoloridos, pero las semillas quizá todavía estuvieran en condiciones de germinar. Así que aramos una pequeña parcela donde tendrían buena luz y empezamos a plantarlas cuidadosamente.

Chuck estaba dentro, descansando, y Lauren encendiendo fuego para preparar un poco de té de cortezas. De espaldas en la hierba, Ellarose miraba las nubes y masticaba una ramita que le había dado Susie. Arrugada y marchita, con la piel enrojecida y escamosa, parecía un bebé de cien años. Con fiebre, se había pasado la noche llorando. Susie la tenía cerca siempre, nunca a más de un metro de distancia. Era conmovedor.

Le habíamos dado a Luke su propia palita, una llana oxidada, y se había puesto a cavar industriosamente hoyitos en la tierra, sonriéndome con cada golpe de la llana, cuando un gruñido extraño flotó entre los árboles. Una ligera brisa agitó las hojas y dejé de cavar. Completamente inmóvil, agucé el oído.

—¿Qué pasa? —preguntó Susie, mirándome.

El viento cesó de pronto y ahí estaba de nuevo: un rumor muy tenue, un rumor mecánico.

—Llévate abajo a los niños. ¡Ya!

Susie también lo había oído y se apresuró a levantarse, cogiendo en brazos a Ellarose primero y agarrando del brazo a Luke después. Corrí a la cabaña y me subí de un salto a lo que quedaba de la terraza posterior.

—¡Lauren, ve abajo! —grité nada más entrar por la puerta del porche—. ¡Viene alguien! ¡Apaga ese fuego!

Lauren me miró, desconcertada. Cogí una botella de agua de la encimera y fui rápidamente hacia ella. Vertí el agua sobre las ramitas que había encendido, las esparcí a patadas y pisoteé las cenizas.

—¿Quién es? —me preguntó—. ¿Qué pasa?

—No lo sé —respondí a gritos corriendo al piso de arriba en busca de Chuck—. Tú métete en el sótano con los niños y Susie.

Arriba, Chuck estaba despierto y ya miraba por la ventana.

—Parecen camiones del Ejército —dijo cuando entré en la habitación—. Los he visto un segundo en el risco de abajo. Enseguida los tendremos aquí.

Lo ayudé a bajar las escaleras y cogí el rifle del porche delantero. No los veíamos pero los oíamos, y el sonido aumentaba de volumen.

—Déjame aquí —dijo Chuck—. Hablaré con ellos, veré qué quieren.

Sacudí la cabeza.

—No. Vamos al sótano. No saben que estamos aquí. Nos esconderemos y ya veremos quiénes son.

Chuck asintió y bajamos al sótano. Susie había hecho un buen trabajo reconstruyendo las puertas con aglomerado. Cuando llegamos abajo, las chicas nos miraron. Susie empuñaba un 38, al igual que Lauren.

Cerramos las puertas detrás de nosotros en el preciso instante en que oíamos cómo los camiones hacían crujir la grava del camino de acceso. Subí las escaleras sin hacer ruido e intenté ver por una rendija qué estaba pasando fuera.

—¿Son los nuestros? —susurró Chuck, apremiante.

—¿Qué quieren? —preguntó Susie sin levantar la voz, sosteniendo en brazos a Ellarose e intentando mantenerla callada.

Pegué un ojo a la fina rendija e intenté ver algo más. Los recién llegados vestían uniforme caqui, pero eso no quería decir nada. Luego vi una cara, una cara asiática, que miró hacia donde estaba yo. Me apresuré a agacharme.

—Son los chinos —susurré mientras bajaba.

Cogí el rifle y me arrodillé en el duro suelo de tierra apisonada. Por encima de nuestras cabezas oíamos voces ahogadas y el ruido que hacían sus botas mientras deambulaban por la casa.

Chuck entornó los ojos en la penumbra, aguzando el oído.

—¿Eso es chino?

Oímos que alguien subía al piso de arriba y luego bajaba y salía al porche.

—Quizá solo están echando un vistazo —murmuró Lauren, esperanzada.

Y entonces…

—¡Mike! —gritó alguien fuera.

«¿Están gritando mi nombre?».

Frunciendo el ceño, miré a Chuck, que se encogió de hombros. La voz me resultaba muy familiar.

—¡Mike! ¡Chuck! ¿Estáis ahí, chicos? —gritó de nuevo la misma persona.

Recorrí el sótano con la mirada, observándolos a todos.

«¿Es Damon?».

—¡Estamos aquí abajo! —respondió Susie.

—Chsss —la reprendí, pero ya era demasiado tarde.

Unos pasos por la hierba y luego una de las puertas del sótano se abrió. Retrocediendo con los ojos entornados, apunté hacia el vano con mi arma, justo cuando Damon asomaba la cabeza.