23 de febrero
—¿Podemos comernos esto? —le pregunté a Chuck.
Estaba mirando una seta que había crecido debajo de un tronco podrido junto al cauce del río. La husmeé y después hurgué en su base, poniendo al descubierto una masa de gusanos que se retorcían en la tierra.
—No estoy seguro —respondió él.
Por alguna razón, recordé haber leído que tenemos dos cerebros: uno en la cabeza, el llamado propiamente «cerebro», y otro que se prolonga por las entrañas, el llamado «sistema nervioso entérico» o «SNE», nuestro más primitivo cerebro. De la misma manera en que me había hecho consciente del cielo, el clima y los ciclos lunares, me parecía haber empezado a escuchar hasta cierto punto mi cerebro antiguo, que en aquel momento le estaba enviando un mensaje a mi consciencia: «No te comas estas setas».
Con la cuchara que saqué del bolsillo, empecé a recoger del suelo los insectos y a guardarlos en una bolsa de plástico.
Estábamos junto al cauce del río comprobando los sedales y las trampas. Al igual que nosotros, otros animales tenían que bajar a beber desde las colinas de vez en cuando, así que ese era el mejor sitio para atraparlos. Yo llevaba el rifle al hombro por si veíamos un ciervo o un jabalí y, naturalmente, como protección en el caso de que viéramos a otras personas.
Todas las cabañas de la zona estaban deshabitadas, incluso la que yo había visitado en mis merodeos nocturnos. Estábamos solos, salvo por el resplandor en el horizonte que observábamos atentamente cada noche, buscando cualquier señal de actividad o de cambio mientras intentábamos llevar una existencia marginal.
—¿Para qué eran esas bolsas de basura que había en la terraza? —pregunté.
Había reparado en ellas aquella mañana al salir hacia el bosque. Hacíamos compost con toda la materia orgánica, así que no producíamos basura propiamente dicha.
—Es uno de los proyectos de tu mujer. Si coges toda la ropa y las sábanas, las atas y las tienes en bolsas de basura dos semanas, matas a todos los piojos, incluidas las liendres. Salen de los huevos y mueren.
Asentí sin decir nada mientras examinaba el bosque en busca de cualquier cosa con aspecto de ser mínimamente comestible. Había muchas opciones: bayas, nueces, hojas, brotes. Siempre había pensado que lo que nos permitió conquistar el planeta fue el cerebro, pero en realidad fueron el estómago y la capacidad de comer prácticamente cualquier cosa. El problema era que si comíamos ciertas cosas podíamos morir o enfermar, lo que en nuestra condición actual venía a ser lo mismo.
—No me importaría ser chino —le dije a Chuck.
Había estado pensando en ello cada vez más a menudo. ¿Qué diferencia había, en realidad? China se había vuelto más occidental, con dinero y bienes materiales, y Estados Unidos se parecía más a China, espiando a nuestros ciudadanos. A lo mejor habíamos llegado a un punto medio y ya daba igual quién mandara.
—Chinoamericano, ¿eh? —Chuck soltó una carcajada—. ¿En eso estás pensando?
—No podemos sobrevivir mucho más aquí —repuse.
El arroyo que corría junto a la cabaña se había secado en cuanto acabó el deshielo y ya no era más que un sendero lodoso que recorría el bosque. Para conseguir agua fresca teníamos que bajar al río, lo que suponía un descenso de casi trescientos metros en un trayecto de varios kilómetros. Chuck había encontrado yodo para potabilizar el agua, pero se había terminado y nos veíamos obligados a hervirla. Hervir el agua suficiente para todo un día no era cosa fácil, así que habíamos empezado a tomar agua sin tratar y teníamos episodios de diarrea. Estábamos cada vez más débiles y pasábamos hambre.
Después de comprobar todos los sedales y las trampas sin encontrar nada, llenamos las botellas de agua y nos sentamos junto al corto tramo de rápidos. Teníamos que descansar un poco antes de iniciar el largo trayecto montaña arriba, con las manos vacías.
—¿Qué tal te encuentras? —me preguntó Chuck tras un largo silencio. El ruido blanco de los rápidos resultaba relajante.
—Bien —mentí.
Me sentía enfermo, pero al menos volvía a tener la cabeza en su sitio.
—¿Tienes hambre?
—La verdad es que no —volví a mentir.
—¿Te acuerdas de ese día, justo antes de que empezara todo esto, cuando me presenté en vuestro apartamento con el almuerzo?
Reviví aquel recuerdo. Cuando pensaba en Nueva York me sentía como si estuviese recordando una película acerca de un lugar ficticio en el que antes yo imaginaba que vivía. El mundo real era este, este mundo de dolor y hambre, de miedo e incertidumbre.
—¿Cuando yo estaba durmiendo con Luke?
—Sí.
—¿Cuando trajiste patatas fritas con foie?
—Exacto.
Nos quedamos en silencio, recordando los trozos untuosos de hígado, reviviendo su sabor.
—¡Oh, qué delicia! —Chuck gimió, imaginando lo mismo que yo, y ambos reímos.
Apretando la mandíbula, sentí una punzada de dolor en los dientes. Abrí la boca y me los froté. Los notaba flojos en las encías y el dedo se me manchó de sangre.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Me parece que tengo escorbuto.
Chuck rio.
—Yo también. He preferido no hablar de ello. Cuando llegue la primavera deberíamos encontrar fruta.
—Siempre el hombre con un plan, ¿eh?
—Sí.
Volvimos a guardar silencio.
—Me parece que tengo lombrices —dijo finalmente Chuck con un suspiro.
Seguimos sentados sin decir nada.
—Siento que te quedaras por nosotros, Chuck. Podrías haber llegado aquí antes. Con tantos preparativos… Os lo he echado todo a perder.
—No digas eso. Tú eres de la familia. Estamos juntos en esto.
—Podrías haberte marchado más al oeste. Estoy seguro de que sigue habiendo un Estados Unidos en alguna parte.
Un gemido de dolor de Chuck me interrumpió. Vi que se agarraba el brazo.
—¿Te encuentras bien? —pregunté—. ¿Qué te pasa?
Chuck torció el gesto cuando sacó el brazo del cabestrillo. Lo había estado ocultando. Tenía la mano bastante hinchada, y negra.
—Se me ha infectado —dijo Chuck—. Creo que un perdigón me alcanzó y me la ha infectado.
La mano nunca había llegado a curársele del trompazo contra la puerta de la escalera de nuestro edificio de Nueva York. La tenía tres veces más grande de lo normal, con vetas oscuras bajo la piel que le subían ominosamente por el brazo.
—Hace unos días que empezó a ponérseme así, pero va de mal en peor.
—A lo mejor podemos encontrar una colmena en el bosque.
Había leído en la aplicación de supervivencia que la miel era un poderoso antiséptico. Chuck no dijo nada y volvimos a quedarnos callados, esta vez más rato que antes. A lo lejos, un águila describía círculos sobre las copas de los árboles. Nubes blancas tachonaban el cielo.
—Vas a tener que amputarme la mano, posiblemente todo el brazo por encima del codo.
Yo miraba el águila.
—No puedo hacer eso, Chuck. Dios mío, no tengo ni idea…
Me aferró la mano.
—Tienes que hacerlo, Mike. La infección se está extendiendo. Si llega al corazón me matará.
Las lágrimas le corrían por la cara.
—¿Cómo?
—La sierra de arco que hay en el sótano cortará el hueso…
—¿Esa cosa oxidada? Agravará la infección. Te mataría.
—De todas maneras voy a morir. —Sin dejar de llorar se rio y volvió la cabeza.
El águila volaba en círculos a lo lejos.
—Cuida de Ellarose por mí, y de Susie. Intenta cuidarlas. ¿Me lo prometes?
—No vas a morir, Chuck.
—Prométeme que cuidarás de ellas.
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Veía el águila borrosa.
—Lo prometo.
Respirando hondo, Chuck volvió a poner el brazo en el cabestrillo.
—Basta —dijo, levantándose. El río gorgoteaba en su cauce—. Volvamos.
Secándome los ojos, me levanté y empezamos el ascenso por el sendero.
El sol se estaba poniendo.