7 de febrero
El bosque cobraba vida a la luz de la luna llena.
Moviéndome despacio, en silencio, me deslicé entre los árboles. Criaturas diminutas se escabullían en la oscuridad y un búho ululó, con un sonido fantasmagórico cuyos ecos vibraron en el frío aire. Un telón estrellado flotaba por encima de mí, visible entre las ramas desnudas de los árboles. Las estrellas no parecían lejanas; las sentía muy próximas, como si pudiera trepar a las copas y tocarlas.
La noche me amparaba.
Me había vuelto consciente de los ciclos lunares. Dormido en nuestra habitación, notaba los cambios de presión atmosférica y el viento que indicaba que venía lluvia. Hacía tan solo unas semanas que mis sentidos se hallaban entumecidos, divorciados de la naturaleza, pero estaba cambiando. Me estaba volviendo un animal.
La violencia que habíamos presenciado no debería haberme sorprendido. Los humanos somos violentos por naturaleza. Somos los máximos depredadores del planeta. Cada uno de nosotros está vivo únicamente porque nuestros antepasados mataron y se comieron otros animales, imponiéndose a todo para sobrevivir. Todas y cada una de las criaturas de las que descendemos, desde los orígenes de la vida en la Tierra, han sobrevivido matando para no perecer. Somos el último eslabón de una larga cadena de asesinos.
La tecnología no podía retroceder, pero los humanos sí, y lo habían hecho con sorprendente facilidad y rapidez en cuanto las vestiduras del mundo moderno desaparecieron. El animal tribal siempre había estado ahí, oculto bajo nuestra vida superficial, los móviles, la televisión por cable y los cafés con leche.
Dormía prácticamente el día entero: soñaba que estaba atrapado en aquel pasillo deprimente e infestado de piojos de nuestro edificio de pisos. Lauren flotaba ante mí en su baño de burbujas, limpia e intocable, y siempre aparecía el bebé, frío y resbaladizo. De día me olvidaba del hambre durmiendo, pero con la puesta de sol y la salida de la luna, mi hambre y mi ira se hacían presentes.
La luna llena me había despertado esa noche. Sentí que me arrastraba fuera como una mano invisible. El vello de la nuca se me erizó. Me llevaba a la casa de los Baylor con un cuchillo en la mano, dispuesto a matar.
Pero allí no había nadie.
Bajé por el sendero del bosque y rodeé la montaña, hacia una cabaña que había visto entre los árboles cuando íbamos hacia el río. Había estado yendo allí, noche tras noche, para observar, para preparar mi cacería. El techo de la cabaña brillaba levemente ante mí, y me agazapé en el bosque a esperar.
En una de las ventanas vi el parpadeo hipnótico de una vela encendida. Entonces apareció la cara de un hombre iluminada por la llama. «¿Es uno de los que estaban en la cabaña de los Baylor?». No estaba seguro. Miró por la ventana, directamente hacia mí, y contuve la respiración. Pero no me vio, no podía verme.
Estaba hablando. Allí dentro había alguien más.
Había pasado por delante del espejo de nuestra habitación aquel día y me había quedado asombrado. Otra persona me devolvía la mirada, con las mejillas hundidas, una incipiente pelusa en la cabeza, las costillas marcadas y la piel de los brazos colgando en pliegues. Estaba contemplando a la víctima de un campo de prisioneros de la que únicamente los ojos, devolviéndome la mirada con estupefacción, me pertenecían.
Cada noche la salida de la luna me infundía nuevas fuerzas, alimentando la ira que hervía en mi interior.
«¿Por qué debería rendirme?». Mi abuelo había combatido en la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién sabía a qué horrores tuvo que sobrevivir? Mi abuela decía que nunca hablaba de la guerra, y yo estaba empezando a entender por qué.
El hombre de la ventana sopló la vela.
Apreté el cuchillo. No le había contado a nadie que el vaquero que me había llevado de vuelta hasta allí en su camioneta me había abrazado al despedirse. Había sido muy amable, pero la tristeza de sus ojos ahora me enfurecía.
Yo no necesitaba compasión.
Agazapado en la oscuridad, con mis instintos apremiándome para que entrara en la cabaña, volví a pensar en aquel joven vaquero, en su ternura conmigo.
Mirando la cabaña, imaginé gente durmiendo dentro y me eché a llorar.
«¿Qué voy a hacer? ¿Matarlos?».
Dentro de aquella cabaña tal vez hubiera niños y, aunque no los hubiera, ¿qué me habían hecho aquellas personas? ¿En qué estaba pensando? Un espasmo de hambre me retorció dolorosamente el estómago. Sin hacer ruido, retrocedí, adentrándome en la noche.
Era un animal, pero también humano.