31 de enero
El tiempo era otra vez húmedo y nuboso: pésimo para salir, pero estupendo para pescar.
—Seguramente no tuvieron alternativa —dijo Susie, todavía intentando entender qué había pasado.
Íbamos montaña abajo hacia el río Shenandoah y el valle, hacia el oeste. La neblina flotaba en el aire.
«Espero que no llueva». Todo lo que se mojara seguiría días mojado. A lo lejos, entre los árboles también había niebla. En toda aquella cara de la montaña solo había otras dos cabañas, y nos mantuvimos alejados de ellas, siguiendo un sendero del bosque mientras íbamos bajando.
—Puede que tengas razón —repliqué—. Puede que ahora la guerra sea así. Ojalá hubiera estado mejor preparado.
Guerra moderna, que termina antes de haber disparado un solo tiro. No podía evitar recordar lo que había leído sobre la ciberamenaza ni de lamentarme por no habérmela tomado en serio. ¡Debería haber hecho de otra manera tantas cosas! Debería haber protegido mejor a Lauren y Luke. Todo era culpa mía.
Llegamos al río. El sendero estaba embarrado, y me puse a buscar huellas. Ninguna parecía reciente.
—No puedes prepararte para todo —dijo Susie después de reflexionar un rato—. Y quizá sea mejor así.
Delgada como el papel, tenía la piel cerúlea con aquella luz gris. Vi que cerca del cuero cabelludo se le estaba empezando a pelar. Se dio cuenta de que la estaba mirando y aparté la vista, señalando hacia los frutos amarronados y ovalados de unos arbustos cercanos al sendero.
—Eh, ¿eso nos lo podemos comer? —pregunté.
—Son papayas —dijo Susie—. Qué raro que las ardillas no se las hayan comido.
Fuimos hacia el arbusto y las arrancó.
—Pero ya no están buenas. Maduran en otoño —dijo, no obstante se las guardó en el bolsillo de todos modos.
—¿Qué has querido decir con eso de que quizá sea mejor así? —le pregunté mientras recogíamos más papayas.
—Quería decir que un ciberataque es algo mejor que una bomba.
Mientras volvíamos al río estuve callado. Me preguntaba cómo les estaría yendo a los Borodin y qué habría sido de los prisioneros: si los habían dejado marchar o si se habían muerto de hambre.
Susie se agachó y tiró de uno de los sedales que habíamos atado a los arbustos. Negó con la cabeza y avanzamos hacia el siguiente. Había abedules, altos y esbeltos, en las riberas del Shenandoah. Hojas amarillentas alfombraban el suelo del bosque. Pasamos junto a una serie de rápidos que gorgoteaban y burbujeaban. Habíamos puesto varios sedales en el estanque donde terminaban. Según la guía de supervivencia de mi móvil, los estanques como ese eran un buen sitio para pescar.
—Quizá sencillamente deberíamos rendirnos —dijo Susie.
—¿A quién exactamente?
—A los chinos.
—¿Quieres andar casi cien kilómetros para rendirte?
—Tiene que haber alguien con quien podamos hablar.
—No creo que sea una buena idea.
Después del ataque del primer día, teníamos demasiado miedo para aproximarnos a cualquier otra cabaña. A veces veíamos personas entre los árboles, pero nos manteníamos alejados, manteniendo las distancias.
—Siempre hay esperanza, Mike —dijo Susie, como si me estuviera leyendo el pensamiento.
Aunque nos entregáramos, ¿dónde acabaríamos? ¿En qué iba a ser mejor un campo de prisioneros chino? Recordé los torrentes humanos de refugiados con los que había recorrido Washington. ¿Adónde iba toda aquella gente? La mente se me llenó de vagas imágenes de viejas películas de guerra, de campos de concentración en las húmedas selvas de Vietnam. No, era más seguro permanecer donde estábamos. Debíamos escondernos, sobrevivir, hacer lo que pudiéramos.
—Al final tendrán que irse —añadió Susie, pensando lo mismo que estaba pensando yo—. Tienen que hacerlo. La ONU o la OTAN nunca les permitirán quedarse.
Salté a una roca del estanque, al final de los rápidos, y metí la mano en el agua para tirar de otro sedal. Lo noté pesado, como si hubiera picado algo, que de pronto empezó a tirar de mi mano en sentido contrario.
—¡Eh! Tenemos uno. ¡Se nota que es grande!
Los siluros del Shenandoah podían llegar a pesar diez o quince kilos.
—¿Ves? —dijo Susie con una sonrisa—. Siempre hay esperanza.
Saqué el siluro del agua y lo vimos colgar impotentemente ante nosotros, atrapado por algo que no entendía. «Yo debería haber estado mejor preparado. No debería haber permitido que le sucediera esto a mi familia». Cuando el pez giraba colgado del sedal, lo miré a los ojos, lo agarré por la cola y le aplasté la cabeza contra una roca.