Día 35

26 de enero

Vi la punta del monumento a Washington asomando por encima de los árboles que tenía delante mientras salía de debajo de un paso elevado. Me había despertado al amanecer, tieso de frío y con la garganta reseca. Después de beberme casi toda el agua y acabarme los cacahuetes, volví a la carretera para proseguir mi viaje. Estuve a punto de olvidarme la mezuzá, pero me acordé de cogerla justo antes de salir del cobertizo.

A medida que me aproximaba a Washington, empecé a ver gasolineras y pequeños comercios al borde de la carretera. La mayoría estaban abandonados, pero en uno había una hilera de coches vacíos aparcados fuera. Incapaz de contener mi curiosidad y mi hambre, me aproximé con cautela. Dentro, todos los estantes se hallaban vacíos, y el hombre que había detrás del mostrador me informó de que al día siguiente habría gasolina.

Me llenó las botellas de agua y, cuando me disponía a irme, me ofreció un bocadillo, probablemente su almuerzo. Lo acepté y lo engullí con un hambre de lobo. Me dijo que no había nada para mí en Washington, que no debía ir, que era más seguro quedarse en el campo.

Le di las gracias y proseguí mi camino.

La gente que iba a pie ocupaba un carril entero de la carretera en cuanto estuve cerca de Washington, y me encontré avanzando en silencio con todos los demás.

Ya era mediodía. Edificios de oficinas se elevaban hacia el cielo gris a mi derecha, con grúas abandonadas y maquinaria para la construcción entre ellos. A mi izquierda había una hilera de árboles esqueléticos, con enredaderas verdes en el tronco. Los indicadores del puente Roosevelt señalaban hacia delante, mientras que los del Pentágono y Arlington lo hacían hacia la derecha.

Ya casi había llegado.

«¿Qué están haciendo en el Pentágono?».

Allí estaba, a solo un kilómetro y medio de mí.

«¿Tienen un plan? ¿Están enviando a hombres y mujeres valientes para que defiendan nuestra patria?».

Yo nunca había hecho nada valiente, no en el sentido físico, al menos.

«¿Esto es valentía, caminar casi cien kilómetros hacia lo desconocido?».

El miedo me había impulsado a hacerlo, pero lo que más me había asustado era separarme de Luke y Lauren, sobre todo porque ella me había rogado que no fuera a Washington.

Seguí entre una multitud creciente por el arcén de la autovía, un pasillo flanqueado por altos muros cubiertos de enredaderas. Éramos un torrente de refugiados que íbamos dejando atrás sucesivamente Fairfax, Oakton y Vienna. Mi amor por Lauren y Luke fue mi principal motivación aquella mañana. Fue lo que mantuvo en movimiento mis piernas a pesar del dolor, lo que hizo que siguiera poniendo un pie delante del otro.

La otra emoción que me impulsaba era la ira. Si antes solo había estado intentando sobrevivir, a medida que me aproximaba a Washington y a la posibilidad de que todo aquello terminara, me centré en la venganza.

«Alguien pagará por esto, por haberle hecho daño a mi familia».

Seguí la carretera hasta el puente sobre el Potomac. La marea estaba baja, y las gaviotas volaban en círculos a lo lejos. Más adelante, el monumento a Washington hincaba su punta en el cielo, sobresaliendo de las copas de los árboles. Seguí a la multitud a lo largo de la Avenida de la Constitución. Había barricadas que nos mantenían alejados del Memorial de Lincoln, canalizándonos hacia algún destino ignorado.

Estábamos siendo conducidos igual que el ganado.

Empezó a lloviznar. Gruesas nubes bajas habían reemplazado el intenso sol de la mañana. El tráfico rodado iba y venía por la carretera, la mitad de él militar. Resistí el impulso de ponerme delante de uno y obligarlo a detenerse.

¿Quién iba a detenerse por mí, sin embargo? Yo no era más que un integrante más de aquella multitud desastrada que caminaba bajo la lluvia y, en cualquier caso, casi había completado mi misión. «Solo cuatro o cinco kilómetros más».

Imágenes familiares, tranquilizadoras, aparecieron ante mí: la Casa Blanca, apenas visible entre los árboles, y los remates de los edificios del Smithsonian más abajo, en la misma calle.

A mi derecha, sin embargo, el National Mall, la gran explanada de verdor que se prolongaba desde el Memorial de Lincoln hasta el Capitolio, se hallaba oculta por una cerca muy alta rematada de alambre de espino. La cerca estaba cubierta con lonas, pero a través de los huecos entre ellas conseguí ver que había un enjambre de actividad.

«¿Qué están ocultando?».

Apostados en los cruces, había policías que mantenían el tráfico en movimiento. Nada más aproximarme al Museo Americano de Historia Natural, ubicado en el Mall, vi que en uno de los lados había un gran andamio. Yo quería ver qué había detrás de la cerca, así que me desvié hacia el lado derecho de la calle y, tras comprobar que nadie me miraba, me metí debajo del andamio cubierto con una lona azul, de modo que, una vez debajo, quedé oculto. Empecé a subir de nivel en nivel por aquel lado del edificio. Cuando estuve a varios pisos de altura, pasé al tejado del edificio y me tendí boca abajo cerca del borde.

El Mall era un mar de tiendas color caqui, camiones militares y estructuras de aluminio. Se prolongaba hasta el edificio del Capitolio y, a mi derecha, rodeaba el monumento a Washington y se prolongaba por el Estanque del Reflejo y el Memorial de Lincoln.

«Tiene que ser la movilización militar».

Pero había algo raro. Los camiones no me parecieron del Ejército estadounidense. Mientras intentaba entender lo que veía, despegó un helicóptero del corazón de la instalación militar, elevando en el aire una pieza de equipo. Luego miré a los soldados que había detrás de la valla, a poco más de trescientos metros. «Ese uniforme no es el nuestro».

Eran chinos. Me los quedé mirando con incredulidad, sintiendo un hormigueo en el cuerpo. Frotándome los ojos, respiré hondo y volví a mirar. Todo el mundo, hasta donde alcanzaba la vista, era asiático. Algunos hombres llevaban uniforme caqui, otros gris, y muchos iban con ropa de camuflaje, pero todos con insignias rojas en la solapa y gorra con una estrella roja.

Estaba viendo una base del Ejército chino en pleno centro de Washington.

Poniéndome a cubierto detrás de la pared del terrado me esforcé por asimilar lo que acababa de ver. Los intrusos sin identificar en nuestro espacio aéreo, por qué el presidente se había ido de Washington, por qué nos habían dejado abandonados en Nueva York para que nos pudriéramos allí, por qué Washington era el único sitio donde había electricidad, todas las mentiras y la desinformación: de pronto todo cobró sentido. Nos habían invadido.

Cambiando de postura, saqué el móvil del bolsillo y tomé rápidamente unas cuantas imágenes.

Ir al Capitolio no tenía sentido. Allí no encontraría ayuda. Si me capturaban, nunca volvería con Lauren. Tenía que salir de allí.

La adrenalina propulsó mi descenso del andamio y salí a la calle con mucho cuidado, reincorporándome al flujo de refugiados de la manera más cautelosa posible, tratando de no llamar la atención. Nadie pareció reparar en mí, así que me detuve y miré las cercas a lo largo del Mall. A un par de metros había un agente de policía y no pude contenerme.

—¿Ahí dentro hay militares? —le pregunté, señalando las cercas para que me hiciera caso. El policía me miró y asintió con una leve inclinación de cabeza.

—¿Militares chinos?

—Están aquí —respondió él, con aparente resignación—, y no van a marcharse.

Sus palabras fueron para mí como un puñetazo en el estómago. Lo miré con incredulidad. El monumento a Washington se erguía detrás de él bajo la lluvia.

—Vaya acostumbrándose, amigo —añadió, viendo cómo lo miraba yo—. Y ahora muévase.

Sacudiendo la cabeza, seguí mirando. Quería hacer algo, quería gritar. «¿Qué hace toda esta gente?». Mantenían la cabeza gacha y no hablaban, vencidos, como si se hubieran rendido.

«¿Ya nos hemos rendido? —Eché a andar y acabé corriendo—. No es posible. ¿Cómo puede ser?».

Tenía que volver con Lauren y Luke. Eso era lo único que importaba. En un estado de estupor, caminé bajo la lluvia de regreso al Potomac y lo crucé, dejando atrás el Distrito de Columbia. En vez de regresar a la I-66, sin embargo, mi aturdimiento me condujo hacia el puente que había unos doscientos metros al sur y, cruzando las aguas, me encontré en la entrada del Cementerio Nacional de Arlington.

Me detuve al borde del gran óvalo de césped de la calzada de acceso, lleno de gansos del Canadá, que se pusieron a graznar enfadados en cuanto pasé entre ellos. La calzada estaba flanqueada por grandes arbustos pulcramente podados y llenos de diminutas bayas rojas. «¿Puedo comérmelas?». Probablemente me habrían sentado mal.

Detrás de los arbustos, las ramas desnudas de los árboles se desplegaban hacia el cielo. Pasé junto a un memorial dedicado al 101 Aerotransportado, coronado por un águila de bronce con las alas desplegadas, y me pregunté dónde estarían aquellos hombres. Nuestra bandera seguía ondeando, a media asta, en el edificio beige con columnas del centro del cementerio, en la cima de la colina.

«Tengo que seguir caminando, alejarme».

Cuando llegué al borde del cementerio, me detuve frente a una fuente circular de piedra gris. Estaba seca, y no había nadie cerca. Podía elegir entre cuatro arcos de acceso y opté por el de mi izquierda. Subí un tramo de escalones y descubrí un edificio de paredes de cristal. Vi un muro interior cubierto de fotografías y pinturas: un tributo visual a «La Generación Más Grande», según explicaba un cartel. Hombres como mi abuelo, que había combatido en las playas de Normandía, me observaron mientras subía los escalones.

Cuando llegué arriba, me dieron la bienvenida una hilera tras otra de lápidas de mármol blanco hincadas en un césped impecablemente recortado. Cada lápida estaba adornada con una corona de flores frescas y un lazo rojo. Todo parecía muy cuidado. Las hileras de lápidas blancas subían por la colina ante mí, entre los robles y los eucaliptos.

«Nuestros héroes nacionales yacen aquí para ver esta abominación».

Vagué sin rumbo por entre las lápidas, leyendo nombres. Subí por la colina, dejando atrás Arlington House y las tumbas de los hermanos Kennedy. Me detuve en la cima para mirar alrededor. Bajo la lluvia, el río Potomac desplegaba su cinta gris en la lejanía, en tanto que Washington se alzaba detrás.

Sacudí la cabeza y empecé a bajar por el otro lado. «¿Qué puedo hacer?».

Entonces me di cuenta de lo sediento que estaba. Llovía con ganas y la lengua se me pegaba al paladar. En las calles de detrás del cementerio, el agua fluía por los desagües. Me arrodillé con una botella vacía, tratando de llenarla. Alguien pasó por la acera, pero dio un buen rodeo para evitarme.

«El aspecto que debo de tener, agazapado aquí como un animal, con la ropa empapada y hecha jirones, la cabeza afeitada…». Quise gritarle, hirviendo de ira.

«¿Por qué camina tan despacio? ¿Adónde va?». ¿No podía ver que el mundo se había acabado?

La adrenalina fue bajándome mientras volvía a la carretera, y de pronto fui consciente de la distancia que tenía por delante. Estaba empapado y débil. No conseguiría volver a pie a la cabaña de Chuck. El frío y el agotamiento me roían los huesos y los músculos y la ira me abandonó. Comprendí que era incapaz de recorrer a pie todo el camino. Dudaba incluso que sobreviviera.

Al llegar a la rampa de acceso a la autopista, decidí intentar que alguien me llevara en coche. Tenía que arriesgarme. Con la cabeza gacha, caminé cojeando con el pulgar en alto. Temblaba violentamente. «Necesito ponerme a resguardo pronto».

Absorto en mis pensamientos, apenas me enteré de que una camioneta reducía la velocidad y se detenía unos dos metros más adelante.

Un hombre asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Necesitas que te lleve?

Intenté correr hacia la ventanilla, asintiendo con la cabeza. La temperatura iba bajando y estaba calado hasta los huesos.

—¿Adónde vas? —preguntó uno de los chicos de la cabina. Había tres, escuchando música country en la radio. La canción hablaba de una familia de montañeses y me aparté involuntariamente.

—Eh, colega, ¿estás bien?

—S-sí —tartamudeé—. Hasta la salida dieciocho, pasado Gainesville.

El chico se volvió hacia los otros ocupantes y les dijo algo.

Seguí inmóvil bajo la lluvia y esperé.

—¿Vas solo? —me preguntó finalmente el que había hablado antes, volviéndose hacia mí y asomando la cabeza por la ventanilla para mirar el arcén.

Asentí.

—Estoy solo.

El chico me señaló la parte de atrás con el pulgar.

—Podemos dejarte donde has dicho. Aquí ya no queda espacio, pero tenemos sitio atrás. Tendrás que ir en la trasera con unos cuantos más, pero al menos estarás a cubierto. ¿Te va bien así?

Volví a asentir con la cabeza y le di las gracias, decidiendo que no me quedaba elección. Yendo hacia la parte de atrás de la camioneta, vi que alguien había bajado ya la portezuela, así que subí de un salto y la cerré tras de mí mientras empezábamos a acelerar, alejándonos de allí.

En la oscuridad vi a los demás apretujados: cinco personas sentadas juntas encima de mantas y ropa sucias. Me senté en una esquina, lejos de los demás. Estuve en silencio un rato, y tenía la intención de seguir callado, pero al final no pude contenerme.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí los chinos? ¿Cuánto hace que invadieron Washington?

Nadie dijo nada, pero uno me lanzó una manta y le di las gracias mientras me cubría con ella, todavía temblando.

«¿Puedo confiar en ellos?». No tenía elección. Mojado y muerto de frío, moriría ahí fuera abandonado a mis propios recursos. Aquella pequeña caja de metal era lo más próximo a la salvación que podía esperar encontrar. Tenía que regresar a la montaña.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —volví a preguntar. Me castañeteaban los dientes.

Silencio.

Iba a darme por vencido cuando un chico rubio que llevaba una gorra de béisbol me respondió.

—Unas semanas.

—¿Qué pasó?

—La cibertormenta, eso fue lo que pasó —dijo un chico con el pelo cortado a lo mohawk. Llevaba por lo menos una docena de piercings, y eso era todo lo que veía de su persona—. ¿Dónde has estado?

—Nueva York.

Una pausa.

—Las cosas se pusieron bastante feas ahí arriba, ¿eh?

Asentí, todo mi horror resumido en ese gesto.

—¿Dónde están nuestros militares? —pregunté—. ¿Cómo han permitido que nos invadan?

—Me alegro de que estén aquí —respondió Mohawk.

—¿Te alegras? —chillé—. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?

El rubio se irguió de golpe.

—Eh, tío, cálmate. No queremos jaleo, ¿vale?

Sacudiendo la cabeza, me arrebujé en la manta. «¿Y estos chicos son el futuro?». No era de extrañar que hubiera pasado todo aquello. Unas semanas antes nuestro país había parecido indestructible, pero ahora…

De algún modo, habíamos fallado.

Lo único importante era encontrar a mi familia, mantenerla a salvo. Con un suspiro, cerré los ojos y volví la espalda a los demás, apretando la cara contra el frío metal de la camioneta, escuchando aquel rumor mecánico que tiraba de mí hundiéndome en la noche.

Lo siguiente que supe fue que alguien me sacudía el hombro.

—Eh, amigo —dijo uno de los vaqueros desde la parte delantera de la camioneta. Había bajado la portezuela y esperaba de pie en el arcén. Estábamos en una salida.

¿Habrían decidido echarme antes de lo acordado?

—Esta es tu salida.

Sacudiendo la cabeza, comprendí que me había quedado dormido. Ya no había nadie en la trasera de la furgoneta. Los chicos se habían apeado. Estaba completamente cubierto de mantas, e incluso tenía una doblada debajo de la cabeza. «Tienen que habérmelas puesto encima mientras dormía». Me arrepentí de haberme enfadado de aquella manera con ellos.

—Gracias —murmuré, saliendo de debajo de las mantas y cogiendo la mochila. Salté a la calzada. Había dejado de llover, pero oscurecía.

El vaquero me vio mirar el cielo.

—Hemos tardado un poco más de lo que pensaba. Tuvimos que hacer un alto para dejar a esos tíos…

—Gracias —dije—, de verdad.

Miró montaña arriba.

—¿Vas a subir ahí?

—No —dije en voz baja, señalando hacia las colinas—. Voy hacia allí.

Me preocupaba que me siguieran o, peor aún, que se me adelantaran.

Él me miró raro, se encogió de hombros y dio un paso hacia mí. Retrocedí, creyendo que quería quitarme la mochila, pero lo que hizo fue darme un abrazo.

—Cuídate, ¿oyes? —me dijo.

Me quedé plantado donde estaba, con los brazos a los costados, mientras me estrujaba.

—Bueno pues. —Rio, soltándome—. Que no te pase nada.

Sin abrir la boca, lo vi subirse a la furgoneta. Se fueron.

No me había dado cuenta, pero tenía lágrimas en los ojos.

Poniéndome la mochila, miré la carretera que ascendía por la montaña. Estaba oscureciendo y no me sería fácil orientarme en la subida. Apenas había luna para iluminarme el camino. Inicié el trayecto de vuelta a casa, sintiéndome abatido pero al mismo tiempo contento porque no tardaría en volver a estar con Lauren y Luke.

Había algo más, algo en lo que había estado evitando pensar. Ese día Lauren cumplía treinta años. Quería hacerle un regalo, una promesa de liberación del dolor y del miedo de las últimas semanas, pero volvía con las manos vacías; peor que vacías, de hecho. Sin embargo, al menos volvía.

Esperaba que todo estuviera bien allí arriba.

Pese al dolor, apreté el paso.