23 de enero
Lauren escogió un sitio precioso para enterrar a Tony, en un claro del bosque, al norte de la cabaña, junto a unos cornejos cuyas ramas estaban desnudas, pero pronto, en primavera, dijo Susie, les saldrían brotes y se llenarían de flores.
Sería un sitio muy hermoso donde descansar en paz.
Hermoso, tal vez, pero bajo unos centímetros de hojarasca la tierra era muy rocosa y estaba llena de raíces entrelazadas. Para cavar un agujero profundo había que cortarlas y apalancar las rocas para irlas sacando una por una. Era un trabajo duro, todavía más dada la razón por la que había que hacerlo.
Estábamos enterrando a Tony.
Él se había ofrecido a permanecer en el edificio cuando podría haberse ido a Brooklyn. Yo estaba seguro de que lo había hecho por nosotros, por Luke. Si no se hubiera quedado por nosotros, probablemente habría bajado hasta Florida para tomar el sol con su madre. En lugar de eso, estábamos cavando su tumba.
No habíamos podido hacer nada por él. Tony había muerto casi en el acto. Intenté asearlo, pero acabé resignándome a cubrirlo simplemente con una manta. Me senté en los escalones del sótano, lloré y hablé con el cuerpo inerte de Tony, dándole las gracias por intentar protegernos. No soportaba la idea de dejarlo solo allí abajo, así que bajé un catre y dormí con él.
Los pájaros trinaban alegremente en los árboles mientras Susie y yo arrastrábamos el cuerpo de Tony por la hojarasca. Pesaba bastante más de noventa kilos, así que lo llevábamos tirando de la manta con la que lo había envuelto yo.
En cuanto llegamos al claro, que quedaba a unos cien metros de la cabaña, lo remolcamos hasta el borde del agujero. El sol brillaba en un esplendoroso cielo azul y yo estaba sudando, jadeando y doblado sobre mí mismo a causa del esfuerzo. Hicimos cuanto pudimos para bajarlo suavemente a la tierra, pero se escurrió y cayó como un fardo, con las piernas de lado.
—Yo lo pondré bien —se ofreció Susie.
Bajó a la fosa con cautela y se inclinó para colocar a Tony en una posición más digna. Sentándome sobre las hojas, miré el cielo mientras recuperaba el aliento.
—¿Va todo bien? —preguntó Lauren a una cierta distancia. Se había quedado con los niños mientras nosotros llevábamos a cabo una pequeña ceremonia fúnebre para Tony.
Susie ya estaba fuera de la tumba, sacudiéndose la tierra de los vaqueros. Me dijo que sí con la cabeza.
—¡Estamos bien! —grité, pensando todo lo contrario.
Armándome de valor, me levanté del suelo. Entre los árboles desnudos de hojas, vi a Lauren abrazando a Ellarose, y a Chuck, que venía cojeando hacia nosotros. Entonces vi a Luke correteando de un lado a otro con su peculiar combinación de saltitos y pasos. Llevaba toda la mañana preguntando por Tony y yo no sabía qué decirle.
Me pasé una mano sucia de tierra por el incipiente pelo de mi cuero cabelludo y alcé la cara, sintiendo el calor del sol. Seguía teniendo la mente embotada. No sabía qué sentía aparte de temor.
Pero estábamos vivos.
Anochecía, y la luna creciente iba subiendo por el cielo. Sentado en el porche de atrás, nuevamente en el columpio para parejas, montaba guardia con la escopeta. Un buen fuego rugía dentro de la estufa de leña de la sala de estar.
Al menos estábamos calientes.
Chuck llevaba un chaleco antibalas que le había dado el sargento Williams al entregarnos los trajes NBQ. No estaba seguro de por qué se lo había puesto, dijo, pero quizá por esa razón se había mostrado tan osado enfrentándose a aquellas personas, quienesquiera que fuesen, en el porche trasero de aquella cabaña. Incluso llevando el chaleco había sufrido heridas de cierta consideración, porque unos cuantos perdigones le habían dado en el brazo y el hombro.
Mi herida en la pierna no había sido demasiado grave. Solo tenía un profundo corte donde se me había hincado un clavo. Susie me lo había vendado y apenas si cojeaba un poco.
«¿Qué demonios vamos a hacer ahora?».
Ya no disponíamos de un vehículo y apenas nos quedaba comida, porque la mitad de nuestras provisiones habían quedado en el todoterreno. Aquel sitio que parecía mágico hacía solo unos días, ahora parecía maligno, amenazador. Yo había pensado que quizá la locura solo se había adueñado de Nueva York, que el mundo seguía cuerdo fuera de la gran ciudad, pero al parecer ocurría exactamente lo mismo.
Y entonces, una estrella se movió y parpadeó. Siguiendo aquella lucecita minúscula, la vi descender mientras intentaba asimilar lo que estaba viendo.
«¡Es un avión!». Tenía que serlo.
Fascinado, lo contemplé mientras se posaba suavemente en un retazo de resplandor que había en el horizonte, y entonces até cabos. Saltando del columpio, corrí a la puerta principal, la abrí de un manotazo y corrí escaleras arriba.
—¿Han vuelto? —gritó Chuck mientras yo subía los escalones haciendo mucho ruido.
—No, no —murmuré apremiante. Lauren y los niños estaban durmiendo—. Todo va perfectamente.
Abrí la puerta de un dormitorio y encontré a Chuck acostado en la cama, cubierto de paños ensangrentados. Susie estaba inclinada sobre él, con unas pinzas en la mano y una botella de alcohol para friegas.
—¿Qué pasa?
—¿Qué ves, justo encima del horizonte, desde aquí?
Chuck miró a Susie y después me miró.
—De noche se ve Washington, que queda a unos noventa kilómetros. Al menos se veían las luces de la ciudad cuando estaban encendidas. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque puedo ver Washington.