Día 31

22 de enero

—¡Os van a encantar!

Chuck iba andando conmigo y con Lauren camino de casa de los Baylor. La familia de Chuck había construido la suya antes de que el lugar fuera declarado parque nacional, y en la montaña solo había unas cuantas cabañas.

Vimos el humo de la chimenea de los vecinos por encima de los árboles de nuevo esa mañana, así que, después de un buen desayuno y de haber lavado bien y tendido la ropa, llegó la hora de ir a saludarlos.

—Viven aquí todo el año, siempre están —siguió diciendo Chuck—. Randy es un militar retirado, puede que tal vez fuera de la CIA. Si alguien sabe lo que está pasando es él. Están tan bien preparados que probablemente apenas habrán notado la falta de electricidad.

No quedaba muy lejos, a poco menos de un kilómetro de distancia, así que habíamos decidido ir a pie. Susie y Tony se quedaron en la cabaña porque querían volver a llenar la bañera con agua del arroyo para que los niños nadaran un poco. Hacía un día precioso. El frío navideño había dado paso a un calor impropio de la estación, y además estábamos más al sur.

El sotobosque, a ambos lados del camino que bajaba por la montaña, zumbaba con el rumor de los insectos y la vida, su humedad terrosa se mezclaba con el olor de la tierra calentándose bajo nuestros pies. Con el intenso sol, yo sudaba a pesar de ir en camiseta y vaqueros.

«Ojalá tuviera un poco de protector solar que ponerme en la coronilla. —Pensé divertido—. La pobre nunca había visto el sol».

Dando patadas a las piedras del camino, Chuck estaba animadísimo. En cuanto a mí, me sentía como un hombre nuevo. Lauren y yo íbamos cogidos de la mano, balanceándolas al compás mientras bajábamos por el camino. Al doblar una curva, la casa de los Baylor apareció entre los árboles deshojados. Subimos por el sendero que serpenteaba hacia ella, hasta los dos coches aparcados enfrente, y luego subimos al porche delantero.

Chuck llamó a la puerta.

—¡Randy! —gritó—. ¡Cindy! ¡Soy yo, Charles Mumford!

No hubo respuesta, pero había alguien en casa.

—¡Randy! ¡Soy yo, Chuck! —gritó él, más fuerte.

Olí algo que se estaba cocinando.

—Iré a echar una mirada por detrás. A lo mejor están en el patio, cortando leña o haciendo vete a saber qué. Vosotros dos quedaos aquí.

Saltó del porche y desapareció. Lauren me apretó la mano. Fuimos al otro extremo del porche delantero, siguiendo el olor de lo que fuera que se estuviera cocinando. Mirando por las ventanas entornadas de la cocina, vi una gran olla, más bien un caldero humeante. Unos huesos sobresalían hirviendo en el agua.

Una punzada de dolor me subió por la mano y, cuando miré, vi los nudillos blancos de Lauren. Me estaba clavando las uñas. Siguiendo la dirección de su mirada hasta el comedor, anexo a la cocina, entreví una confusión de objetos. Concentrándome, intenté determinar qué estaba viendo, buscando un mejor ángulo de visión.

—¿Quién demonios eres? —oí que decía Chuck. Por la cristalera de la parte posterior de la casa lo vi mirando a alguien.

—Yo podría preguntarte lo mismo —oí que respondía alguien que había en el porche trasero.

—Vámonos de aquí… —me apremió Lauren en un susurro.

—Tenemos que esperar a Chuck —le susurré a mi vez.

Sus uñas se me clavaron un poco más en la mano.

Ladeé un poco la cabeza para ver mejor el comedor. Parecía haber alguien tendido en el suelo… ensangrentado, descuartizado. El olor de la carne que hervía en el caldero me envolvió y estuve a punto de vomitar.

—¡Largo de aquí! —gritó una segunda voz desde la parte de atrás de la cabaña.

Chuck empuñó su 38 y apuntó a alguien que estaba subiendo los escalones del porche trasero y que lo encañonaba con una escopeta.

—¿Dónde están los Baylor? —gritó Chuck, retrocediendo ligeramente al tiempo que movía el arma de un lado a otro para cubrir a las dos personas—. ¿Qué habéis hecho con ellos?

La sensación de irrealidad que había experimentado tantas veces en Nueva York volvió a hacer presa en mí cuando el terror me oprimió las entrañas.

—¡Te hemos dicho que te vayas, chico!

—¡No me iré! Decidme qué…

Con una seca detonación y un estampido, el 38 de Chuck y la escopeta abrieron fuego casi al mismo tiempo. Le dispararon a quemarropa, e incluso desde la distancia a la que estábamos vimos brotar la sangre cuando el impacto lo levantó por los aires e hizo que su cuerpo saliera despedido del porche. Lauren gritó a mi lado y nos apresuramos a agacharnos.

—Corre —le susurré a Lauren, empujándola ante mí—. ¡CORRE!

Pasamos agachados a la carrera junto a los vehículos aparcados y, una vez en el sendero de acceso, nos incorporamos para correr frenéticamente carretera arriba. Los pulmones me ardían. Tenía la sensación de que todo aquello le estaba pasando a otra persona.

«Debería haber traído un arma. ¿Por qué no he traído un arma?».

De haberlo hecho, quizá también habría estado muerto.

«Limítate a correr».

Detrás de mí oí cierta conmoción, unos cuantos gritos. Tenían que habernos visto.

«¡Corre más deprisa!».

Después de lo que pareció una eternidad, llegamos al camino de acceso a nuestra cabaña. Maroon 5 sonaba a un volumen muy alto en el sistema de sonido del todoterreno, que tenía bajadas las ventanillas, y Adam Levine estaba cantando Moves Like Jagger. A lo lejos, oí algo más. El motor de un coche. Nos perseguían.

Me paré junto al todoterreno, metí la mano en la guantera y cogí el otro 38.

—Ve a la parte de atrás. ¡Tienen que estar en la bañera!

Doblamos la esquina con alas en los pies. Susie bailaba con Luke en el borde de la bañera. Tony, arrodillado enfrente de Ellarose, le sostenía en alto las manitas.

—¡Bajad! ¡Tenemos que salir de aquí! —grité.

Tony nos miró, estupefacto.

—¿Qué ha pasado?

—¡Bajad de una vez! ¡Al todoterreno!

Lauren ya estaba cogiendo a Luke.

—¿Dónde está Chuck? —preguntó Susie, con la voz chillona por el miedo.

Cogió a Ellarose de las manos de Tony y un instante después bajaban corriendo los escalones de la terraza para reunirse con nosotros.

—¡Vamos, vamos! —chillé.

Pero ya era demasiado tarde.

«¿Qué hago?». Por encima de la canción del todoterreno oí los neumáticos de otro coche haciendo crujir la grava delante de la cabaña.

—¿Dónde está Chuck? —volvió a preguntar Susie, implorante.

—Le han pegado un tiro en la otra casa —respondí, tratando de pensar—. Tony, coge la escopeta y llévalos al sótano. Voy a hablar con ellos.

—¿Hablar con quiénes? ¿Qué diablos ha pasado?

Pudimos oír el ruido de las puertas de un coche cerrándose de golpe enfrente de la cabaña.

Susie estaba al borde del llanto.

—Llévate a Ellarose —dijo con un hilo de voz a Tony, pasándosela. La besó, las lágrimas corriendo a raudales por sus mejillas—. Tengo que encontrar a Chuck.

—¿Qué vas a hacer? Chuck está muerto, le han…

Pero ella ya corría hacia el otro lado de la cabaña, alejándose de nosotros.

Empujé a Tony y a Lauren para que se pusieran delante de mí y abrí las puertas del sótano, apremiándolos a bajar, en el preciso instante en que tres personas doblaban la esquina de la cabaña, dos de ellas armadas con escopetas. Dejando abierta una de las puertas del sótano, me quedé donde estaba.

«Puede que todo esto solo haya sido un accidente. Pero esos huesos…».

—¿Qué queréis? —grité al tiempo que agitaba mi arma. Sin mediar palabra, uno de ellos me disparó y noté la tremenda sacudida cuando el proyectil pasó rugiendo a mi lado.

Aterrorizado, bajé de un salto los escalones del sótano, cerré las puertas detrás de mí y deslicé un travesaño de madera por las asas en lo que yo sabía que era un inútil intento de mantenerlas cerradas.

«Necesitamos algo para impedir que entren».

Al lado de los escalones había una estantería metálica llena de leña, y empecé a tirar de ella con manos temblorosas, arrastrándola para bloquear las puertas.

«Tiene que haber una forma de salir de aquí».

Pero mientras tiraba de la estantería, cayó sobre mí y me dejó aprisionado.

Lauren chilló.

—Estoy bien —gemí, tratando de incorporarme.

—¡Por el amor de Dios, no dejes que se lleven a los niños!

Agazapada en un rincón, lo más lejos posible de la puerta del sótano, Lauren abrazaba a Ellarose. El sótano estaba oscuro y olía a serrín, petróleo y herramientas viejas. Luke, de pie junto a ella, con la cara manchada de barro, estaba mudo de terror. Gimiendo, empecé a debatirme en un desesperado intento por liberar la pierna que me había quedado atrapada bajo el montón de leña.

—No te preocupes, Mike, que no dejaré entrar a nadie. —Tony estaba plantado en las escaleras y entornaba los párpados para protegerse los ojos del sol que se filtraba por las grietas de la madera de las puertas del sótano—. Son cuatro.

—Matamos a tu amigo —dijo una voz gangosa.

Lauren se echó a llorar, sujetando firmemente a Luke y Ellarose.

—No es que quisiéramos hacerlo —continuó la voz—. Ahora se ha liado todo.

—¡Dejadnos en paz! —grité. Tony retrocedió un escalón, moviéndose de lado y alzando el rifle hacia la puerta del sótano.

—Mande salir a esos niños y a su señora.

Me esforcé desesperadamente por salir de debajo de los troncos, presa de una agonía que me desgarraba la piel y amenazaba con partirme los huesos. Lauren negaba violentamente con la cabeza.

Y luego silencio. Solo oía el latido de mi sangre en los oídos y un tenue rumor entre las hojas. Traté de serenarme, manteniendo a raya el dolor mientras me aseguraba de que mi arma tuviera quitado el seguro. Tony me miró y asintió con la cabeza, indicándome que estaba preparado.

Con un ruido espantoso, una de las puertas del sótano estalló. Tony retrocedió tambaleándose y cayó sobre una rodilla. Otro escopetazo y se volvió de lado, pero aun así consiguió levantar el rifle y apretar el gatillo. Fuera hubo chillidos de dolor, seguidos por otro escopetazo y otro más, este disparado a través de las puertas del sótano.

Tony gimió e intentó apartarse, pero se desplomó delante de mí. Lo agarré de la mano y tiré de él, pero era demasiado tarde. Se convulsionó. Mirándome a los ojos, parpadeó para contener las lágrimas y luego se quedó inmóvil.

—¡Tony! —gemí, tratando de arrastrarlo hacia mí. Sus ojos me miraron sin ver. «Dios mío, no puedes estar muerto, Tony. ¡Despierta, vamos!».

—¡Maldita sea! ¡Le has volado la oreja al primo Henry! —dijo la voz gangosa—. ¡O mandas salir ahora mismo a tu mujer y a esos críos, o prenderemos fuego a la cabaña!

Con las lágrimas corriéndome por la cara, volví a tirar de mi pierna. Me desgarré la carne, pero no pude liberarme. Lauren sollozaba y Luke, inmóvil junto a ella, me miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Qué va a ser, chico?

Apretando la mandíbula, solté la mano de Tony y me incliné sobre la pila de leños. «Esto no puede estar sucediendo, esto no puede estar sucediendo…».

Un disparo retumbó fuera y el proyectil se incrustó ruidosamente en la tierra.

—¿Qué diablos pasa? —gritó la voz gangosa.

Oí ruido de gente que corría por el bosque, confusión y griterío.

—¡Hay alguien en la casa!

Más disparos y cristales haciéndose añicos. Luego el eco de un seco estampido entre los árboles, de un arma distinta, más lejos, y más gritos y nuevos disparos. Tras un corto silencio, oí ponerse en marcha el motor de un coche y luego el vigoroso rumor de nuestro todoterreno.

Con un último esfuerzo, conseguí liberar la pierna del peso de los leños y me apresuré a levantarme para subir cojeando los escalones del sótano. El gruñido del motor del todoterreno se hizo más intenso y, por la puerta lo vi pasar a gran velocidad. Un instante después se estrellaba contra nuestra terraza con un estruendo terrible, destruyéndola. La casa se estremeció encima de nosotros y los ruidos cesaron gradualmente.

Dubitativo, atisbé fuera y luego abrí las puertas del sótano y asomé la cabeza. Susie estaba allí, empuñando un arma y mirando camino abajo. Se volvió hacia mí.

—Todo va bien. Se han ido —le dijo a alguien que se aproximaba por el camino de entrada con una escopeta.

—¡Tiene un arma! —le grité a Susie, agachando la cabeza—. ¡Sal de ahí!

Silencio.

—Soy yo, idiota —anunció Chuck con la voz ronca.

Una oleada de alivio me invadió, pero ya había vuelto junto a Tony. Le rasgué la camisa. «¿Debo hacerle el boca a boca?». Tenía el torso ensangrentado. Lauren continuaba inmóvil en el rincón del sótano, apretando a los niños contra sí y mirándonos, primero a mí y luego a Tony.

«¿Tiene pulso?». Con las manos temblorosas le puse suavemente dos dedos sucios de sangre en el cuello y me incliné sobre él para comprobar si respiraba.

«No hay pulso ni respiración».

—¡Baja aquí! —grité.