21 de enero
—Esperamos demasiado.
—No deberías verlo de esa manera.
Era mediodía y estábamos fuera de la cabaña, llenando el jacuzzi que se calentaba con leña.
«¿Quién aparte de Chuck tendría una bañera calentada por leña?». Reí para mis adentros.
El aire fresco de la montaña era increíble, y hacía calorcito, al menos diez grados por encima de la temperatura de congelación. Entre los fresnos y los alerces, el sol brillaba sobre nosotros. Los pájaros cantaban.
—Estamos todos aquí, nos encontramos bastante bien de salud —continué—. ¿Qué más da que nos falten unos cuantos suministros?
El agua fresca del deshielo bajaba burbujeando por un arroyuelo muy próximo a nosotros, y disponíamos de comida para unos cuantos días. Chuck me había enseñado a utilizar otra de las aplicaciones de su móvil, esta para reconocer plantas comestibles en los bosques, y también podíamos pescar y poner trampas.
Yo no tenía ni idea de cómo se pone una trampa, pero también había una aplicación para eso.
—Tienes razón. —Rio y sacudió la cabeza—. Increíble, ¿verdad?
Luke estaba a nuestros pies. Había encontrado un palo y corría de un lado a otro, golpeando alborozado las hojas. Con las diez palabras de que constaba su vocabulario, nuestro hijo no podía explicarnos lo feliz que se sentía al estar fuera del pasillo de nuestro edificio, pero su sonrisa lo decía todo. También yo sonreí mientras lo miraba. Llevaba la cara mugrienta, la cabeza afeitada, la ropa sucia y harapienta. Chillando en el bosque casi parecía un animalito salvaje. Pero al menos se lo veía feliz.
Quienquiera que hubiese asaltado la cabaña de Chuck no se lo había llevado todo. Reventaron la puerta de su almacén, pero aún había ropa de repuesto en los armarios del piso de arriba y los dormitorios estaban intactos. Se habían llevado la mayor parte de la comida y el equipo de emergencia, así como el combustible del generador y las botellas de propano. Pero habían dejado café.
Tras dormir como un bebé en sábanas limpias, me levanté temprano y me pasé la mañana sentado en el columpio para parejas del porche, preparando un cazo de café en una hoguera. Estábamos a unos seiscientos metros de altitud, y desde el porche delantero se disfrutaba de una preciosa vista en descenso, montaña abajo hacia Maryland.
Hacía más de una semana que no tomaba café, y poder paladear una taza entera sentado tranquilamente en el columpio, respirando el aire de la montaña bajo un cielo azul, era pura magia.
Recordaba haber leído que algunas personas pensaban que el Renacimiento se había dado en parte gracias a la introducción del café en Europa, al efecto tonificante de la cafeína sobre la psique. Reí. Aquella mañana me parecía verosímil. Casi bastó para hacerme olvidar el horror que estábamos viviendo, para que dejara de preguntarme si el mundo no estaría siendo consumido por las llamas en torno a nosotros.
Mientras me tomaba el café, reparé en un humo negro que se elevaba a lo lejos. Chuck me dijo que tenía que ser de la chimenea de sus vecinos, los Baylor.
—¿Cuánto crees que tardará Tony? —le pregunté.
Habíamos prometido a Damon que lo llevaríamos en el todoterreno a casa de sus padres, no muy lejos de allí. Tony se había ofrecido a llevarlo hasta Manassas, donde vivían, o lo más cerca de allí que pudiera llegar sin arriesgarse demasiado. Hacía cosa de dos horas que se habían ido, después de una ronda de adioses entre lágrimas y promesas de mantenernos en contacto. Si Damon no hubiera entrado en nuestras vidas, las cosas habrían ido de un modo muy distinto, probablemente para peor. En más de un sentido le debíamos la vida y sentíamos con su partida la pérdida de un miembro de la familia.
Chuck y yo habíamos debatido si uno de nosotros debía acompañarlos, pero yo no quería dejar a Lauren y Luke, y Chuck tampoco quería dejar a Susie y Ellarose. El GPS del todoterreno funcionaba, así que encontrar el camino de vuelta no iba a suponer ningún problema para Tony.
—Debería estar de regreso en cualquier momento, dependiendo de lo lejos que haya decidido llegar. —Chuck enarcó las cejas—. Si es que regresa, claro.
Chuck tenía cierta sospecha de que a Tony se le podía ocurrir tratar de ir hasta Florida, donde estaba su anciana madre.
Justo entonces oímos el ruido de un motor. Instintivamente, Chuck cogió la escopeta apoyada en el montón de leña, pero enseguida se relajó. Era el sonido de nuestro todoterreno. Tony había vuelto.
Reí.
—Si es que regresa, ¿eh?
—¿Eso lo estáis calentando para mí, chicos? —preguntó una voz cantarina desde la puerta de la terraza.
Era Lauren. Rio sin dejar de mirarnos, y se frotó avergonzada la sombra de pelo que le cubría la cabeza.
Cuando llegamos allí la noche anterior, después de calmar a Chuck, todos nos desnudamos, dejamos la ropa infestada de piojos en un montón, junto al porche delantero, y nos pusimos las prendas que encontramos en los armarios de la cabaña.
Además, todos nos afeitamos la cabeza, las chicas incluidas.
—Esto es solo para ti, cariño —reí, palmeando un lado del jacuzzi. Era la primera vez en mi vida que me afeitaba la cabeza, y me froté el cuero cabelludo sudoroso.
Por suerte, el jacuzzi había permanecido cubierto y todavía estaba lleno de agua cuando llegamos. Fue una bendición, porque las cañerías del suministro urbano que subían serpenteando junto al camino estaban secas y llenar la bañera con el escaso caudal del arroyuelo habría requerido una eternidad.
No estábamos calentando el agua para pasar un buen rato dentro de la bañera. Chuck había hecho inventario en el sótano, y las tabletas de cloro para purificar el agua seguían donde las dejó, así que le estábamos administrando una dosis masiva al agua para lavar la ropa y lavarnos.
Oí la grava crujiendo bajo las ruedas del todoterreno, en la parte delantera de la cabaña, y luego apagarse el motor. Una puerta se abrió y se cerró con un golpe seco.
—¡Estamos aquí atrás! —grité.
Unos segundos después, Tony apareció. Tenía un aspecto bastante cómico. Era unos cuantos centímetros más alto que Chuck y estaba un poco más fondón, así que la ropa de los armarios no era de su talla: los vaqueros le quedaban cortos y demasiado apretados; la chaqueta y la camiseta, francamente pequeñas. Aquello, combinado con la cabeza recién afeitada, le hacía parecer un preso fugado de vacaciones.
Vio que le sonreíamos y se rio.
—Me siento como si me hubiera unido a una secta: las cabezas afeitadas, escondidos en las montañas…
—No se te ocurra beberte el refresco —se burló Chuck, señalando el jacuzzi. Se inclinó sobre la puerta de la estufa, que ya daba bastante calor, y la cerró.
Luke vio a Tony y corrió hacia él para que lo alzara en volandas.
—¿Todo bien? —le pregunté.
Tony dijo que sí con la cabeza.
—Había mucha gente y yo no quería problemas, así que Damon se bajó en la carretera cuando estuvimos cerca de su casa.
—¿Viste algo? —preguntó Susie—. ¿Pudiste hablar con alguien?
—Nadie tiene electricidad y los móviles no dan señal.
Allí arriba no habíamos podido sintonizar ninguna emisora de radio y, obviamente, tampoco había redes de malla ni móvil. Estar allí era infinitamente mejor que vernos en la trampa mortal de Nueva York, pero todavía nos encontrábamos más desconectados del mundo que antes de huir de la ciudad.
Habíamos dejado el generador en el apartamento porque pesaba demasiado, así que nuestra única manera de generar electricidad era con el todoterreno. Chuck había conectado todos nuestros móviles al encendedor, así que estaban cargados. Podíamos utilizarlos para comunicarnos entre nosotros, como una minired de malla, y seguían siéndonos útiles como linterna y para consultar la guía de supervivencia.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Tony.
Chuck lo miró.
—Asearnos, hacer la colada, inventariar lo que tenemos… y relajarnos. Mañana iremos a casa de nuestros vecinos para saber cómo han estado yendo las cosas por aquí.
—Suena bien. Pero hay una pequeña pega: me parece que al todoterreno se le ha soltado el silenciador, probablemente al caer de cola en la nieve. —Sonrió—. Eso fue bastante espectacular.
—Iré a coger las herramientas del sótano —dije yo, que entendía un poco de coches—. Le echaré un vistazo.
—Perfecto —dijo Chuck con una sonrisa—. Entonces, manos a la obra.
No habíamos hablado de los cadáveres desaparecidos ni del horror del canibalismo, que de repente me vino a la mente. Quería olvidarlo, fingir que no había sucedido. Parecía como si todo aquello estuviera a un millón de kilómetros de nosotros.
Me encaminé al sótano sin dejar de mirar la alfombra de hojas amarillas que cubría el suelo al pie de los delgados troncos de los abedules. Sin embargo, parecía haber algo fuera de lugar. Inspiré profundamente y sacudí la cabeza, atribuyendo mi sensación al estrés, y abrí las puertas del sótano.