Día 29

20 de enero

—Ten, toma un poco.

Irena me tendía un plato lleno de carne humeante. Famélico, lo cogí de sus manos. Un caldero hervía sobre el hornillo, y la seguí aturdido hacia él mientras engullía a toda prisa lo que había en el plato. Unos huesos muy grandes asomaban del caldero y el agua burbujeando furiosamente en torno a ellos. «Esos huesos son grandes, demasiado grandes…».

—Necesitamos sobrevivir, Mi-kay-yal —dijo Irena sin el menor rastro de arrepentimiento, removiendo los huesos.

Detrás de ella, en la despensa, estaba sentado alguien. «No, no está sentado». Era Stan, de la banda de Paul, cortado por la mitad. El torso, por encima de la cintura, era lo único que quedaba de él. Sus ojos me miraban, empañados y ciegos.

Un reguero de sangre fluía por el suelo, acumulándose en torno a los pies de Irena.

—Tienes que despertar si quieres sobrevivir —me dijo, ensangrentada de pies a cabeza, sin dejar de remover los huesos.

—Despierta.

«Despierta».

—Estás soñando, cariño —dijo Lauren.

Abriendo los ojos, me di cuenta de que continuaba sentado en el asiento trasero del Land Rover, abrigado con mantas. Estaba oscuro. El sol empezaba a asomar. La luz interior del todoterreno estaba encendida y Susie daba de comer a Ellarose en el asiento delantero. Chuck y los chicos charlaban fuera, apoyados en un murete de cemento.

Estiré el cuello y solté un gemido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Lauren—. Hablabas en sueños.

—Estupendamente. Estaba soñando.

«Con los Borodin».

Irena y Aleksandr parecían haber entrado en una especie de hibernación, moviéndose apenas, sobreviviendo gracias a su reserva de galletas duras y rascando la nieve de fuera de sus ventanas para obtener agua. Sentados en su sala de estar, con la escopeta y un hacha, vigilaban la puerta del dormitorio donde estaban confinados los prisioneros.

Cuando les dijimos que nos íbamos, Irena fue a su puerta a descolgar la mezuzá y me la dio, diciéndome que me la llevase y la sujetara en el quicio de la puerta de dondequiera que acabásemos. Fue la primera vez que la vi discutir con Aleksandr, y no lo hicieron en ruso, sino en una lengua muy antigua que tenía que ser hebreo. Aleksandr se alteró bastante, porque no quería que Irena la descolgara y nos la diese. Intenté negarme a aceptarla, pero Irena insistió.

Ahora la llevaba en el bolsillo de los vaqueros.

—¿Dónde estamos?

Mi cerebro todavía estaba recomponiendo lo sucedido el día anterior.

Cruzar la barricada militar en el puente George Washington había sido una situación tensa pero, a fin de cuentas, casi decepcionante. Nos reunimos con el sargento Williams según lo planeado. Él puso unos cuantos imanes del Departamento de Policía de Nueva York en las puertas del todoterreno y condujimos directamente entre el gentío hasta el control.

La cosa no fue del todo sobre ruedas. Tuvimos que esperar alrededor de una hora. Nuestros nombres no figuraban en la lista original, y en el permiso de conducir del todoterreno constaba la dirección de Nueva York, pero después de discutir un poco y de unas cuantas llamadas en ambos sentidos entre el Javits y el control de carreteras, al final nos dejaron pasar.

Lauren había hecho una cuna con unas cuantas cajas, acolchada con mantas, en la que escondimos a Luke y Ellarose. Habíamos calculado el tiempo con precisión y les habíamos dado de comer abundantemente, así que se pasaron todo el rato durmiendo.

—Estamos junto a un paso elevado del acceso a la I-78 —me respondió Lauren.

Al pasar el punto de control había estado bastante aturdido, débil pero haciendo todo lo posible por sonreír y aparentar normalidad. Recuerdos de los grandes arcos grises del puente George Washington afloraron en mi mente, como una catedral que abarcaba toda la anchura del río Hudson, y volví a experimentar la misma sensación de alivio que se había adueñado de mí cuando nos dejaron pasar.

Cuando nos pusimos en marcha ya era bien entrada la tarde. Fuimos por la I-95, prácticamente la única autopista que las máquinas habían mantenido libre de nieve, cruzando Nueva Jersey en dirección al aeropuerto de Newark. La aguja del Empire State se veía en la lejanía, la Torre de la Libertad más abajo, con Nueva York entre ambos edificios.

«Somos libres», recordé haber pensado, y luego debí de quedarme dormido.

—A partir de ese momento no recuerdo nada. ¿Qué pasó después? Creía que la idea era alejarnos lo máximo posible de Nueva York.

—Cuando salimos de la I-95 hacia el paso elevado de la I-78, la calzada empezó enseguida a empeorar y se estaba poniendo el sol. En lugar de arriesgarse a conducir a oscuras, Chuck escogió este lugar para pasar la noche. Tú no te enteraste de nada.

—¿Cómo se encuentran Luke y Ellarose?

—Perfectamente.

«Gracias a Dios».

Me desperecé.

—Voy a hablar con los chicos, ¿vale?

Aparté las mantas, cogí una botella de agua y besé a Lauren.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó, devolviéndome el beso.

—Bien. —Respiré hondo—. Realmente bien. —Le di otro beso y abrí la puerta del todoterreno para mirar hacia el horizonte.

El sol empezaba a asomar por encima del Distrito Financiero. La Torre de la Libertad brillaba en la lejanía y, un poco más allá y a nuestros pies, estaban los muelles helados y las grúas del puerto de Nueva Jersey. Volviendo la cabeza un poco hacia la izquierda, intenté distinguir los familiares edificios de Chelsea Piers cercanos a nuestro apartamento, nuestra prisión durante el último mes.

«Somos libres, pero…».

—¿Cómo están las carreteras? ¿Son practicables?

Los chicos, que habían estado concentrados en discutir algo, se volvieron hacia mí.

—¡Hombre, el Bello Durmiente! —bromeó Chuck—. Así que por fin has decidido unirte a nosotros, ¿eh?

—Sí, sí.

—¿Te encuentras bien?

Asentí. Quizá solo fuese por el aire fresco, pero llevaba semanas sin sentirme tan bien.

—Las quitanieves llevan tiempo sin pasar, pero son transitables —repuso Chuck, respondiendo a mi pregunta anterior—. Prepárate. A las cinco nos vamos.

Dejándolos que continuaran con su tema, me desperecé caminando alrededor del todoterreno, acabando de despertarme.

La nieve era profunda en los arcenes, pero la calzada estaba llena de roderas. Otros habían pasado por allí después de que las máquinas quitanieves hubieran dejado de trabajar, y la nieve se estaba fundiendo rápidamente.

Apartando la mirada del amanecer en Nueva York, bajé la vista hacia el paso elevado de la I-78, más allá de una explanada para contenedores y en dirección a Nueva Jersey y Pensilvania.

Por fin íbamos de camino.

Pese a las objeciones de Lauren, hicimos un alto en el aeropuerto de Newark. Chuck había insistido en que por lo menos intentáramos buscar a sus padres. Lauren insistió en que estaba segura de que habrían logrado marcharse del aeropuerto, pero lo intentamos de todos modos. Entrando por uno de los veinte carriles desiertos con sus cabinas de peaje nevadas, fuimos por el paso elevado y nos detuvimos en la terminal principal.

Damon y yo nos quedamos con las chicas mientras Chuck y Tony iban a echar un vistazo. Desde fuera, la terminal parecía completamente abandonada. Tardaron menos de una hora en volver. Nadie se nos había acercado mientras los esperábamos, y nos dijeron que no habían encontrado a los padres de Lauren. Pero a su regreso, tanto Chuck como Tony estaban muy callados. Solo podíamos imaginar lo que habían visto, y el trayecto de regreso a la autopista fue silencioso.

La autopista estaba llena de maquinaria de construcción abandonada —camiones, volquetes y apisonadoras—, cubierta por una gruesa capa de nieve. Las casas y los árboles iban sucediéndose a lo largo de la carretera. Pasamos junto a un grupo de gente que estaba cortando leña. Nos saludaron con la mano, y les devolvimos el saludo.

La autopista I-78 era semisubterránea en aquel tramo, de manera que fuimos pasando bajo un paso elevado tras otro, cada uno de ellos festoneado de banderas americanas —algunas nuevas, algunas hechas jirones— y banderolas proclamando cosas como «resistiremos» o «aguanta».

Imaginé a las personas ateridas y hambrientas que las habían puesto allí, escribiendo sus mensajes con un aerosol encima de sábanas viejas. Eran mensajes para mí, para nosotros. «No estáis solos», significaban. Sonreí, agradeciéndoselo en silencio, deseando que les fuera lo mejor posible dondequiera que estuviesen luchando por salir adelante.

Había que recorrer ciento doce kilómetros por la I-78 hasta Phillipsburg y la frontera de Nueva Jersey y Pensilvania, y luego la misma distancia hasta el enlace con la I-81 yendo hacia el sur hasta Virginia. Desde allí había que recorrer doscientos cincuenta y siete kilómetros en línea recta hasta las montañas del Shenandoah en las que Chuck tenía su cabaña familiar.

En condiciones normales, el viaje habría requerido cuatro horas de conducción, pero mientras íbamos dando botes sobre las rodadas del centro de la calzada, supuse que tardaríamos más bien diez. Eso en caso de que el estado de las carreteras no empeorara. Sin embargo, Chuck estaba decidido a que llegáramos allí en solo un día de viaje. De todos modos, se habría hecho de noche cuando llegáramos, así que se aseguró de que Tony siguiera yendo lo más deprisa posible.

Fue un trayecto duro y violento, y tuve a Luke sentado en mi regazo todo el tiempo, acunándolo.

Volvía a estar contento. Aquello le parecía una aventura, y creo que se alegraba tanto como nosotros de haber salido del encierro de nuestro apartamento. Parecía un sueño, de hecho. El sol había salido y teníamos bajados los cristales de las ventanillas, disfrutando del calorcito. Chuck había puesto música de Pearl Jam.

El paisaje fue abriéndose ante nosotros en cuanto la autopista empezó a subir revelando la ondulación de las colinas y la campiña. Dejamos atrás ahumaderos, depósitos de agua y torres de telefonía móvil que puntuaban el terreno. Nada de aquello funcionaba ya. Yo no paraba de comprobar el móvil, pero no había cobertura en ninguna parte. Las torres del tendido eléctrico, cuyos cables cruzaban la autopista y se perdían en la lejanía, eran las más altas.

Poco a poco fueron apareciendo pueblecitos y ciudades de pequeño tamaño. Salía humo de las chimeneas y vimos gente por la calle.

«Por lo menos tienen mucha leña para quemar». Los bosques parecían no tener fin. «¿La vida sigue normal aquí?».

Entonces pasamos junto a una granja con reses sacrificadas en charcos rojos que resaltaban contra la blancura de los campos nevados. Un grupo de personas con machetes estaban descuartizando un animal al lado de un silo de cereales, y uno de ellos agitó el suyo haciéndonos señas para que paráramos.

No lo hicimos ni tampoco le devolvimos el saludo.

Damon no dejaba en paz la radio, alternando entre poner música y tratar de sintonizar cualquier emisora que no hubiera dejado de emitir, pero básicamente solo pudimos captar los mismos canales gubernamentales de Nueva York y algún que otro locutor de radio pirata. Cuando Damon daba con uno de esos, escuchábamos en silencio, a veces un anuncio para la comunidad, a veces despotricar, pero no tardamos en tener claro que allí tampoco había electricidad ni comunicaciones.

Había gente por todas partes, sin embargo, andando por los arcenes o empujando cargas amontonadas sobre trineos, pero no encontramos ningún otro vehículo en la carretera. Empecé a adormilarme de nuevo, captando apenas lo que veía: anuncios de McDonald’s y Quiznos, un tren azul incrustado en la ladera de una colina, el rojo y amarillo de la noria de un parque de atracciones.

El estado de la calzada fue mejorando a medida que nos alejábamos de la costa. Cuando llegamos a la I-81, a media tarde, rodábamos sobre el asfalto. La I-81 tampoco había sido limpiada desde hacía algún tiempo, pero había mucha menos nieve en ella que en otros lugares. Hicimos un alto para volver a llenar el depósito con el diésel que habíamos traído del apartamento en bidones. El recorrido era de menos de quinientos kilómetros, menos de los que podía recorrer el todoterreno con el depósito lleno, pero más valía prevenir que curar.

A medida que iba oscureciendo empezamos a ver motoristas que circulaban en dirección opuesta, faros que surgían de la penumbra y pasaban a nuestro lado. El mundo parecía casi normal, excepto por el hecho de que el campo estaba completamente oscuro. Cuando la luna llena subió en el cielo, bañó el paisaje con una luz fantasmal.

Chuck anunció que casi habíamos llegado cuando anochecía y tomó una salida de la autopista. Ya solo nos quedaba media hora de trayecto montaña arriba, dijo. Emocionado, empezó a hablar de todos los suministros que había escondido, de la gran cena que nos íbamos a dar y de lo acogedora que era la cabaña. Damon se puso a hablar con él de la radio de onda corta, de cómo podíamos escuchar emisoras de todo el mundo y descubrir qué estaba pasando realmente.

Lauren se apretó contra mí. Sosteníamos a Luke por debajo de una manta. Me estaba librando de un peso inmenso. «Una comida caliente, una cama limpia». Delante de nosotros, a la luz de los faros del todoterreno, vi que íbamos por un sendero de tierra helada. En el bosque había nieve, pero solo a retazos.

Cuando nos detuvimos frente a su cabaña, Chuck me estaba hablando de ir a pescar al Shenandoah. Aquello iba a ser igual que unas vacaciones. Saltamos del todoterreno y cogimos nuestras bolsas mientras Chuck subía corriendo los escalones de la entrada. Era una hermosa cabaña de troncos. En un abrir y cerrar de ojos, Chuck estuvo dentro, con la linterna de mano y la frontal encendidas. Empezamos a amontonar cosas en el porche.

—¡No! —gritó Chuck desde dentro.

Nos quedamos helados, y Tony empuñó su 38.

—¿Estás bien?

—¡Maldita sea!

—Chuck, ¿estás bien? —volvió a preguntarle Tony.

Cogí a Luke y Ellarose y retrocedí hacia el todoterreno, que seguía con el motor en marcha. Lauren y Susie me siguieron, sin que ninguno de nosotros dejara de mirar la puerta. La cara de Chuck apareció en el umbral, contorsionada de furia.

—¿Qué pasa? —preguntó Susie en voz baja.

—Todo ha desaparecido.

—¿Qué es lo que ha desaparecido?

Chuck bajó la cabeza.

—Todo.