Día 27

18 de enero

—¿Qué pasa, cariño?

Lauren estaba encogida en posición fetal en el sillón, junto a la cama. Era de mañana y el cielo nublado llenaba el dormitorio de una luz monótona. Me encontraba mejor, pero al despertar me la había encontrado llorando. Luke todavía dormía.

Lauren no me respondió.

—¿Estás enfadada conmigo?

La noche anterior habíamos discutido. Lauren se había negado categóricamente a que nos fuéramos, diciendo que la electricidad no tardaría en volver, que el agua volvería también y que salir a la calle era demasiado peligroso. No pensaba meter a Luke en una bolsa de viaje para esconderlo mientras pasábamos la barricada del puente George Washington.

Estaba asustada, y yo también.

—¿Qué tienes? ¿Es por lo de Richard?

Por muy capullo que hubiera resultado ser al final, Richard había sido su amigo. Yo no podía ni imaginar lo que estaría sintiendo Lauren.

Volvió a negar con la cabeza. Respirando hondo, tragó saliva.

—Iba a llevarles un poco de agua, Pam y Rory… —fue todo lo que consiguió decir antes de echarse a llorar de nuevo.

—¿Les pasa algo?

Lauren negó con la cabeza, encogiéndose de hombros. Algo la había asustado. Como un soldado que sufre fatiga de combate, me di cuenta de que lo desconocido ya no me asustaba, así que decidí ir a ver qué la tenía tan apenada.

Me vestí y salí sigilosamente a la sala principal. Tony y Damon compartían el sofá, y ambos estaban dormidos, con el zumbido del generador como ruido de fondo. Tony abrió los ojos pero le susurré que no pasaba nada. Cogí una linterna frontal y, tras una breve vacilación, también la pistola de Tony. Él volvió a abrir los ojos, pero le susurré una vez más que no se preocupara.

Siempre manteníamos encendida una lucecita en el pasillo, así que no encendí la linterna mientras avanzaba cautelosamente entre los cuerpos inertes bajo las mantas. Olía a alcantarilla. Ya no dejábamos encendidas las estufas de queroseno por la noche, así que hacía el frío suficiente para verme el aliento.

Cuando pasé frente al mueble librería en mitad del pasillo, algo que había debajo de la radio me recordó las cajas de dónuts que solía llevar a mi despacho para compartir, y a pesar del hedor me encontré pensando en dónuts rellenos de crema y recubiertos de chocolate, y en tazas de café humeante.

«Al menos vuelvo a tener apetito». El estómago me dolía de hambre. «Y estoy sediento…». Tenía reseca la garganta, y cuando me pasé la lengua por los labios, me los noté ampollados.

En cuanto llegué a la puerta del apartamento de Rory, encendí la linterna, respiré hondo y abrí la puerta, empujando para hacer retroceder cualquier desperdicio que se hubiese acumulado detrás.

La habitación olía distinto. El olor no era tan rancio como el del pasillo, un tanto metálico. Me recordó los días que había pasado en mi adolescencia ayudando a mi tío a reparar las cañerías en el barrio. Me pregunté si Rory y Pam habrían estado haciendo trabajos de fontanería en un desesperado intento por conseguir algo de agua. El olor también me recordó algo más. Hacía unos días me había encontrado con que uno de los apartamentos-letrina del piso de abajo se hallaba en un estado particularmente repugnante, con excrementos incluso en las paredes, y el hedor del apartamento de Rory y Pam tenía ese mismo punto metálico.

«¿Habrán tenido un accidente?».

Su apartamento era un estudio. Dos vecinos del cuarto piso, Terry y Natalie, se alojaban allí y seguramente estaban bajo las mantas del sofá.

La cama de Rory y Pam estaba en una plataforma elevada al otro extremo del apartamento. También estaba cubierta con una pila de mantas, de las que asomaban las cabezas de ambos. Tenían la cara muy sucia, manchada de negro.

Desperté a Rory.

—¿Os encontráis bien?

Entornó los ojos a la luz de mi linterna frontal.

—¿Mike, eres tú?

—Sí. ¿Estáis bien?

Una inspección más atenta me reveló que no tenía la cara manchada de negro, sino de algo rojizo.

—Vete. —Puso la mano encima de mi linterna, apartándome de un empujón.

La camisa que llevaba también estaba manchada de algo no rojizo sino rojo sangre. Aparté un poco las mantas. Rory tenía el cuerpo apretado contra la espalda de Pam y ambos estaban manchados de sangre, con la cara ensangrentada.

—Rory, ¿estás herido? ¿Qué ha pasado?

—Vete —repitió él, tirando de las mantas—. Por favor.

Pisé algo que hizo un ruidito viscoso. Miré al suelo y vi una gruesa bolsa de plástico que me resultó muy familiar. Estaba medio llena de un líquido negro.

«Negro no, rojo».

Había docenas de bolsas esparcidas alrededor de la cama. ¿Dónde había visto yo esas bolsas?

«En el banco de sangre de la Cruz Roja donde trabajaba Pam».

Estaban bebiendo sangre humana.

Retrocedí con un acceso de náuseas. El sofá estaba lleno de bolsas, y junto a la pared del fondo vi docenas de ellas amontonadas llenas y gordas como sanguijuelas.

Pese al asco, no pude evitar sentirme atraído por ellas.

«Beberla quizá no, pero podríamos cocinarla, hacer morcillas de sangre. La sangre tiene mucho hierro y muchas proteínas, ¿no?». Luke no sabría de qué se trataba y Lauren necesitaba hierro. Mi estómago protestó, pero entonces me estremecí. «Yo di sangre el día en que empezó todo esto». Imaginé a Pam bebiéndose mi sangre, con la cara muy blanca, los colmillos claramente visibles mientras me observaba con sus ojos felinos…

—Tenemos que irnos —siseó alguien detrás de mí—. Ya.

Me volví en redondo, casi temiendo ver a una criatura de la noche, pero la luz de mi linterna encontró la cara de Chuck.

—Están bebiendo sangre —murmuré con un hilo de voz.

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—La idea no es del todo mala, pero he estado tratando de mantenerlo en secreto para que a la gente no le entrara el pánico. La sangre se conserva casi cuarenta días si hace frío, y aquí lo está haciendo.

«¿Por qué sabe cosas como esta?». La sensación de irrealidad se intensificó y sentí como si estuviera alejándome de todo.

—Mike —dijo Chuck—, espabila y escúchame. Has estado apartado de la acción un tiempo, y las cosas han empeorado mucho.

«Las cosas han empeorado mucho». La forma en que lo dijo…

—¿Qué es lo que no me estás contando?

—Tienes que convencer a Lauren de que debemos irnos. Inmediatamente.

Continué mirándolo.

—¿Qué más hay?

Chuck inspiró profundamente.

—Esos nueve muertos en el segundo piso…

—¿Qué pasa con ellos?

—Solo quedan cinco.

No hacía falta que preguntara qué había sido de ellos. Los cuerpos humanos eran la última fuente de calorías que quedaba en Nueva York. Me apoyé en la pared, pálido y sintiendo un hormigueo en los dedos. Irena había mencionado brevemente al hablar del sitio de Leningrado las bandas de errantes que atacaban a la gente y se la comían.

—Y Richard ha desaparecido —susurró Chuck—, o al menos, partes de él.

«Partes de él». Me estremecí, horrorizado.

—¿Sabes quién ha sido?

Chuck sacudió la cabeza.

—¿Quién parece más sano? Quizás alguien de aquí, quizás alguien de fuera. Eso supongo. —Exhaló y añadió en voz baja—. O eso espero.

—No se lo digas a Lauren.

«Probablemente ya lo sabe».

—Pues consigue que acceda a irse.

Empezaba a recuperar el color y me ardían las mejillas. Seguía sintiéndome mal.

Chuck me miró a los ojos.

—Nos vamos mañana a primera hora.