15 de enero
—¿Tienes algo de comer?
La voz me sobresaltó y estuvo a punto de caérseme la carga de nieve que estaba subiendo. La reconocí inmediatamente: era la voz de Sarah, la esposa de Richard. Me di la vuelta y me llevé un nuevo sobresalto. La voz era la de Sarah, pero ella…
A la tenue luz del hueco de la escalera, dos ojos desesperados alzaban la mirada hacia mí desde un par de cuencas hundidas. Encorvada, Sarah se tapaba los hombros con una manta sucia y harapienta, y tenía las raíces grises del pelo llenas de liendres. Miró atrás furtivamente y se volvió hacia mí, intentando sonreír, con los labios hinchados y agrietados. Tenía los dientes amarillos y cubiertos de sarro, y la vi tocarse con una mano esquelética la lesión, enrojecida y de feo aspecto, de una mejilla cuya piel, fina como el papel, imaginé desprendiéndosele de la cara mientras se frotaba la llaga.
—Por favor, Michael —susurró.
—Claro —farfullé, horrorizado. Até la cuerda para que la carga de nieve no se cayera. En el bolsillo tenía un premio, un trozo de queso que había estado guardando para Luke. Se lo pasé a Sarah, que se lo metió ávidamente en la boca, asintiendo y dándome las gracias.
—¡Sarah!
La vi encogerse como un animal asustado. Richard apareció en el umbral y Sarah retrocedió, apretándose contra la barandilla.
—Vamos, Sarah, no te encuentras bien —dijo Richard, tendiéndole la mano e ignorándome.
Ella estiró un brazo reducido a piel y huesos que no paraba de temblar para que no se le acercara. Vi que tenía la piel llena de cardenales.
—No quiero.
Richard la contempló sin decir nada, y después se volvió hacia mí para sonreírme con una boca llena de dientes blancos y relucientes. Vestía una cazadora con forro de piel de cordero que parecía abrigar mucho y pantalones de esquiador, y su piel rosada y pulcramente afeitada irradiaba salud.
—Ha estado enferma —explicó con un encogimiento de hombros.
Dio un paso hacia ella y agarró la manta con la que se envolvía. Sarah dejó escapar un maullido quejumbroso cuando la levantó del suelo. Después se volvió hacia mí, con Sarah atrapada entre sus brazos.
—¿Te parece que podrás dejar un poco de agua en nuestro extremo del pasillo cuando hayas acabado?
Lo miré sin entender nada mientras se marchaba.
—¿A qué ha venido eso?
Chuck subía la escalera con un bidón de veinte litros lleno de diésel en la mano buena.
—Sarah quería comida.
—¿Y quién no? —rio Chuck sin alegría. Se dispuso a subir los últimos escalones—. Unos cuantos más y se acabó.
—Sarah no se encuentra bien —dije, sin apartar la mirada del umbral de la puerta.
—Ninguno de nosotros se encuentra bien —replicó Chuck, acabando de subir—. ¿Has visto lo que están comiendo en el pasillo?
Algunos refugiados habían empezado a cazar ratas en el vestíbulo de abajo. Irena les había enseñado cómo hacerlo: dejando somníferos y otros venenos en la basura, porque las ratas eran demasiado veloces y agresivas para atraparlas con la mano. Y si estaban comiéndose las ratas, entonces también estaban ingiriendo los venenos. Yo había encontrado un montón de esqueletos de rata bien limpios en un rincón de una letrina.
Oí cerrarse otra puerta: la del apartamento de Richard.
—¿Has estado en su casa últimamente?
Me miró y se detuvo, dejando el bidón en el suelo.
—La verdad es que tienes mal aspecto.
No me encontraba bien, pero eso nos pasaba a todos. El mundo empezó a darme vueltas y me agarré a la barandilla para no perder el equilibrio.
—Caramba, ¿estás bien?
Respiré hondo y dije que sí con la cabeza.
—Tengo que acabar de subir esta carga de nieve para depositarla en los cubos de derretir, y luego iré a acostarme un rato.
Chuck me miró.
—¿Por qué no vas a acostarte ahora mismo y comes algo?
Aquella mañana habíamos freído parte de los pollos. Al pensar en ello se me hizo la boca agua. Habíamos tratado de ocultar lo que estábamos haciendo, preparándolos sobre un infiernillo de butano en un rincón del dormitorio de Chuck y Susie, pero estaba seguro de que el olor se habría infiltrado a través de las paredes.
Probablemente era eso lo que había sacado de su escondite a Sarah.
—En serio, ¿por qué no vas y coges un poco más de comida? Yo termino esto —se ofreció Chuck.
Dejó el bidón de combustible y se asomó a la barandilla para examinar el cubo de nieve que yo estaba subiendo. Damon y yo intentábamos traer la mayor cantidad de nieve que podíamos. Necesitábamos más agua.
Cuando había salido del apartamento aquella mañana, el hedor era tan intenso que estuve a punto de vomitar. Si pensaba que me había acostumbrado a él, que ya no podía empeorar más, estaba muy equivocado. Dos de los refugiados que dormían en el pasillo se habían ensuciado los pantalones y se encontraban en un estado realmente lamentable.
Pam dijo que era debido a la deshidratación, y yo esperaba que solo se tratase de eso. Ella había hecho un valeroso esfuerzo por limpiarlos, pero era una tarea imposible, y mientras Pam intentaba asearlos, habíamos echado mano de toda la gente que pudiera traer más agua.
Un acceso de náuseas se abrió paso a través del nudo de hambre que me abrasaba el estómago. Armándome de valor, esperé a que se me pasara.
—¿Sigues con la idea de perseguir a Paul? —pregunté.
Chuck asintió.
—Pero deja que Tony y yo nos encarguemos de ello. Le debemos a todo el mundo recuperar ese portátil.
Chuck estaba hablando mucho del portátil, de lo importante que era recuperar el testimonio de todos los acontecimientos guardado en él que nos había ido enviando la gente. Pero nosotros sabíamos que se trataba de algo personal, que tenía una cuenta pendiente que saldar.
Con el derrumbamiento de la autoridad gubernamental, la responsabilidad de que se hiciera justicia había pasado a los grupos tribales que habíamos creado espontáneamente. Mantener a raya a los más impetuosos del clan requería una fuerza sólida, centralizada, pero ¿y si esa fuerza central era impetuosa?
Prácticamente lo único que nos sobraba era tiempo para pensar, y Chuck no paraba de darle vueltas a la idea de que Paul andaba suelto por ahí. Era un hambre sustituyendo otra. Me sentía incapaz de reunir la energía necesaria para discutir con él. Necesitábamos concentrarnos en sobrevivir, no correr detrás de espejismos, pero me callé.
—Iré a acostarme un rato —le dije con una sonrisa y me volví para regresar a nuestro apartamento.
—Y no —dijo Chuck—, no he vuelto a estar en el apartamento de Richard. Él dice que nosotros hemos puesto una barricada en nuestro extremo, así que no deja entrar a Susie ni a nadie.
Asentí sin volverme a mirarlo y cogí aire antes de entrar en el pasillo. La radio estaba puesta con el volumen bajo.
—«… al menos una docena más de personas han muerto ahogadas mientras las fuerzas de rescate hacen cuanto está en su mano para salvar…».
«Así que hacen cuanto está en su mano para salvarnos, ¿eh? Eso sí que tiene gracia».
Ya era el cuarto día de la cuarentena que supuestamente iba a durar solo uno o dos, y la gente trataba de escapar por los ríos. Una gruesa capa de hielo circundaba la isla de Manhattan, impidiendo el uso de embarcaciones, así que se adentraban en las sucias corrientes, empujando y arrastrando cualquier artefacto flotante que hubieran conseguido improvisar. Muchos se hundían bajo el hielo o volcaban en las gélidas aguas.
Su desesperación indicaba claramente lo insostenible que había llegado a ser la situación.
Con los grandes centros de emergencia cerrados, la indigencia se había adueñado de las calles. Habían abierto algunos centros de acogida nuevos, pero demasiado tarde y demasiado pocos. Se habían incendiado más edificios y, sin calefacción, agua ni comida, las peleas por los contenedores que arrojaban desde los aviones se habían vuelto feroces.
Nosotros no salíamos a la calle.
«Decenas de miles de muertos». Las emisoras de radio oficiales no daban datos, pero esa era la cifra que corría por la red de malla. Una epidemia mortífera estaba haciendo estragos en la ciudad.
Llegué a la puerta del apartamento de Chuck y la abrí. Las chicas estaban ocupadas preparando el té del mediodía para todo el mundo, y Lauren me miró con una sonrisa en los labios que enseguida se esfumó.
—Dios mío, Mike, ¿te encuentras bien?
Asentí. Tenía flojera y poco faltó para que se me doblaran las rodillas.
—Estoy bien. Solo voy a tumbarme un momento.
El móvil zumbó en mi bolsillo. Era un mensaje del sargento Williams: «He encontrado una forma de sacar de la isla a tu familia, pero necesitaré ir allí».
Me costaba enfocar la vista en la pantalla, pero apoyándome en el marco de la puerta le respondí que viniera.
«¡Una forma de salir de aquí!».
Quise contárselo a Lauren y di un paso adelante.
Al instante siguiente me había caído de bruces. Oí que Susie y Lauren gritaban.
Perdí el conocimiento.