14 de enero
—«La Autoridad de la Energía de Nueva York dice que el suministro será restaurado en muchas partes de Manhattan durante el curso de la semana», esa fue la promesa que nos hizo el locutor, pero luego añadió: «Claro que todos hemos oído eso antes, ¿verdad? Manténganse calientes, manténganse a salvo…».
—¿Te apetece un poco más de té? —preguntó Lauren.
Pam dijo que sí con la cabeza, y Lauren fue hacia ella con su tetera y le llenó la taza.
—¿Alguien más?
«Más té no, pero desde luego que me encantarían unas galletas».
Sentado en uno de los sofás en nuestro extremo del pasillo, empecé a soñar despierto con galletas.
«Galletas recubiertas de chocolate, como las que solía traer mi abuela los días de fiesta, galletas Graham cracker».
—Sí, más té, por favor —dijo uno de los integrantes de la familia china del final del pasillo, el más joven. Lauren sonrió y se le acercó, sorteando con mucho cuidado las piernas, los pies y las mantas que se interponían en su camino.
El bulto de su embarazo era perceptible, al menos para mí, incluso debajo del suéter que llevaba. «Está de quince semanas». Yo le había ganado cuatro agujeros más al cinturón, y estaba tan delgado como cuando iba a la universidad.
Conforme iba desapareciendo mi estómago crecía el de ella.
Una alerta de la red de malla sonó en mi móvil, y lo saqué del bolsillo para leerla. Anunciaba una reunión en la Sexta Avenida con la calle Treinta y cuatro para intercambiar suministros médicos. «Más vale que esté bien defendida». Muchas de las personas de por allí querrían lo que se disponían a intercambiar.
El té del mediodía había sido idea de Susie. Hervir el agua equivalía a esterilizarla, y las chicas no paraban de insistir en que debíamos tratar de mantenernos en contacto con todo el mundo por lo menos una vez al día. El pasillo se había convertido en una especie de centro de convalecencia para los participantes en una huelga de hambre, con hileras de caras enflaquecidas asomando de debajo de mantas sucias. Flotaban briznas en el té, pero te hidrataba y le daba calor al cuerpo y, esperaba Susie, también al alma.
Chuck observó que tener reunidos a tantos cuerpos en un mismo espacio ayudaba a mantenerlo caliente. Cada cuerpo humano, explicó, desprendía casi tanto calor como una bombilla de cien vatios. Así que veintisiete cuerpos eran lo mismo que dos mil setecientos vatios de poder calefactor, la mitad de la energía que producía nuestro generador.
No hablábamos de cuál era el origen de toda aquella energía. Gastábamos menos energía si nos movíamos lo menos posible, pero gastábamos mucha más, me susurró Chuck, si hacía frío.
Después de tres semanas, incluso siendo lo más ahorrativos posible, todas las reservas de queroseno de que disponía Chuck se habían acabado, y apenas si nos quedaba diésel. El depósito de abajo estaba casi vacío después de tres semanas de alimentar dos pequeños generadores, los calefactores y los hornillos, además de lo que habían robado los carroñeros.
Apenas si usábamos ya el generador eléctrico. El pasillo estaba iluminado por lámparas que habíamos hecho, y que utilizaban el combustible para la calefacción sacado de la caldera del sótano. Era prácticamente lo único para lo que lo podíamos usar, ya que era demasiado viscoso para ponerlo en el generador. Alimentar las estufas de queroseno únicamente con diésel creaba calor, pero también unos vapores insoportables, así que cuando lo utilizábamos teníamos que mantener abiertas las ventanas. Eso quitaba todo sentido al propósito.
—«Dentro de unos minutos daremos las últimas informaciones de que disponemos sobre la investigación del ciberataque, con…».
De regreso para llenar la tetera, Susie bajó el volumen de la radio.
—Me parece que ya hemos tenido suficiente de eso.
—Yo no —dijo Lauren, sentada junto a mí en nuestro extremo del pasillo.
Habíamos quitado la mitad de la barricada pero el resto seguía en su sitio, con una mesita auxiliar puesta de lado y unas cuantas cajas indicando cuál era el extremo del pasillo al que no le estaba permitido acceder a los otros. Lauren estaba haciendo cuanto podía para mantener limpio nuestro extremo, sumergiendo en lejía las mantas y la ropa. El olor de la lejía era tan intenso que casi te hacía llorar los ojos.
Lauren se inclinó hacia delante mirándonos a todos.
—¿Por qué no hicieron internet más segura?
Era una pregunta siempre presente en la red de malla, formulada cada vez con un poco más de ira, y el grueso de la culpa estaba recayendo sobre un gobierno inepto que debería habernos protegido más.
—Os diré por qué —graznó Rory desde debajo de sus mantas en el centro del pasillo—. Podéis echarle la culpa a quien queráis, pero la razón principal por la que internet no es segura es que nosotros no queremos que lo sea.
Oyendo hablar a Rory, Chuck se sumó a la conversación.
—¿Qué quieres decir con nosotros? Yo estoy completamente a favor de tener una internet segura.
Rory se incorporó a medias.
—Tú quizá pienses que quieres una internet segura, pero en realidad no piensas tal cosa, y eso es parte de lo que ha hecho posible todo esto. En última instancia, que internet sea realmente segura es algo que no le interesa ni al gran público ni a los productores de software.
—¿Por qué los consumidores no van a querer una internet segura?
—Porque si internet fuera realmente segura no serviría a un interés común por la libertad.
—Parece que ahora sí que lo haría —dijo Tony. Luke estaba dormido encima de él en el sofá junto a Lauren y a mí.
—Ahora mismo lo hace, pero en el fondo todo se reduce a lo que estábamos diciendo, eso de que la privacidad es la piedra angular de la libertad. Una parte cada vez más considerable de nuestras vidas se está desplazando hacia el ciberespacio, y necesitamos preservar lo que tenemos en el mundo físico conforme nos trasladamos al cibermundo. Una internet perfectamente segura implica que habrá un rastro de información en alguna parte, con un seguimiento continuo de lo que estás haciendo.
No se me había ocurrido pensar en ello desde esa perspectiva. Una internet completamente segura sería lo mismo que un mundo con cámaras en cada esquina y en cada hogar, registrando hasta nuestro último movimiento, pero sería todavía más invasiva. Un registro perfecto de cada una de las interacciones que tuviéramos proporcionaría a alguien la capacidad de escrutar nuestros mismísimos pensamientos.
—Yo estaría dispuesto a renunciar a mi intimidad online con tal de ahorrarme este desastre —resopló Tony. Luke se removió en las mantas y le susurró unas palabras de disculpa.
—Espera, ¿eso no contradice tu discurso sobre la necesidad de hacer que internet sea más segura?
—El problema es que estamos intentando emplear la misma tecnología, internet, tanto para el trabajo de red social como para controlar las centrales nucleares. Los requisitos son muy distintos en cada caso. Necesitamos tratar de hacer que internet sea lo más segura posible sin transferir toda la responsabilidad a un poder centralizado —repuso Rory con cansancio—. Estamos hablando de un equilibrio, de un intento de conseguir que sea difícil abusar de los derechos individuales en el cibermundo del futuro. Incluso esto —y Rory abrió débilmente los brazos bajo la luz de las velas—, lo que sea que esté sucediendo ahora, se solucionará bastante pronto.
Rory apenas parecía tener fuerzas suficientes para mantenerse en pie, y sin embargo hablaba con una inmensa seguridad en sí mismo.
—El mayor problema es que a las empresas de software no les interesa la seguridad de los consumidores —dijo Damon, inclinado sobre su portátil, con la cara iluminada por la pantalla. Lo mantenía en modo de ahorro energético y lo cargaba de noche, cuando poníamos en marcha el generador.
—¿Estás diciendo que las empresas tecnológicas quieren deliberadamente una internet insegura? —pregunté.
—Quieren que internet esté a salvo de los piratas informáticos —respondió Damon—, pero no que los consumidores estén a salvo de ellos. Instalan puertas traseras para poner al día y modificar el software a distancia y eso es un fallo de seguridad fundamental que crean deliberadamente. La ciberarma Stuxnet lo aprovechó.
—Pues claro que no quieren que los consumidores estén a salvo de ellos —resopló Rory—. Si nos dan todo ese software gratis es precisamente para que no estemos a salvo de ellos, para observarnos y vender nuestra información.
Damon miró distraídamente la pantalla de su portátil.
—Si no pagas por un producto, entonces eres el producto.
—¿En qué afecta a la seguridad que alguien siga las compras que hago online? —preguntó Susie, perpleja.
Damon se encogió de hombros.
—Todos los pequeños resquicios, todos los vericuetos y las maneras de rastrear lo que haces y entrar en tu ordenador han sido puestas ahí deliberadamente por las empresas de software: eso es lo que aprovechan los hackers.
—Y de eso tú sabes mucho, ¿verdad? —le espetó Richard hoscamente desde el otro extremo del pasillo.
Lo ignoramos.
El día anterior nos habíamos enterado de que había sido él quien había dado la estufa de queroseno a los del segundo piso a cambio del generador que instaló en su propio dormitorio. Richard insistía en que les había dicho que ventilaran bien. No se había disculpado, a pesar de ser tal vez responsable de la muerte de nueve personas.
—¿Qué hay del Gobierno, entonces? ¿No se supone que está para impedir eso? —preguntó Lauren—. Lo que está pasando ahora es algo más que el pirateo de una cuenta bancaria.
—¿Impedir qué exactamente? —quiso saber Rory.
—Para empezar, la falta de electricidad y agua.
—Esas cosas ya no son propiedad del Gobierno. Suministrarlas tampoco es responsabilidad suya.
—¿El trabajo de los militares no es protegernos?
—En teoría sí: los militares de una nación están para proteger de otras naciones a sus ciudadanos y a su industria, estableciendo una frontera primero y protegiéndola después. Pero eso ya no funciona. Las fronteras son casi imposibles de definir en el ciberespacio. —Rory respiró hondo—. Mientras que antes el Gobierno y el Ejército tenían la responsabilidad de proteger una fábrica de los ataques de Gobiernos extranjeros, ahora piden a la industria privada que se haga cargo de esa responsabilidad en el ciberespacio. —Se encogió de hombros—. Pero ¿quién va a pagarlo? ¿Puede una empresa privada autoprotegerse realmente de una nación hostil? ¿Podemos los ciudadanos actuar como nuestras propias Fuerzas Armadas? ¿Y qué pasa cuando las grandes empresas son tan poderosas como una nación?
Damon asintió.
—Nos quejamos de los chinos y de los iraníes, pero usamos ciberarmas avanzadas, como el Stuxnet y el Flame contra ellos en primer lugar. ¿Por qué nos sorprende que las usen ahora contra nosotros?
Eso me sonaba familiar, y me hizo pensar en algo.
—Si decides usar el fuego en una batalla, asegúrate de que todo lo que necesitas sea inflamable.
—¿Sun Tzu? —preguntó Rory.
Asentí, pensando: «Cuanto más cambian las cosas, más igual siguen».
—Bueno, entonces deberíamos haber tenido más cuidado —dijo Rory, riendo—, porque somos el país más cibercombustible del planeta.
Nadie más lo encontró divertido.