13 de enero
Subiéndome las gafas de visión nocturna, me detuve y parpadeé, escrutando la oscuridad con unos ojos ahora desprovistos de ayuda. La noche era negra como la pez y silenciosa; me sentía desconectado de todo. Solo, contemplando el vacío, me convertí en una mota de existencia que flotaba en el universo. Al principio la sensación fue aterradora y me dio vueltas la cabeza, pero no tardó en volverse reconfortante.
«A lo mejor la muerte es esto. Estar solo, en paz, flotando, flotando, sin miedo…».
Volví a ponerme las gafas de visión nocturna. Copos de nieve de un verde espectral aparecieron de la nada para caer suavemente a mi alrededor.
Aquella mañana los retortijones del hambre habían sido tan intensos que poco faltó para que me impulsaran a salir fuera de día. Fue Chuck quien me retuvo, hablando conmigo y calmándome. No era por mí, había argumentado yo, era por Luke, por Lauren, por Ellarose, por cualquier razón que me permitiera, igual que a un adicto, ir en busca de mi dosis.
Solté una carcajada.
«Soy adicto a la comida».
Los copos de nieve que caían eran hipnóticos. Cerré los ojos y respiré hondo.
«¿Qué es real? ¿Qué es la realidad, en todo caso?». Me parecía estar teniendo alucinaciones, mi mente era incapaz de encontrar apoyo firme en algo antes de patinar. «Contrólate. Luke cuenta contigo. Lauren cuenta contigo».
Abrí los ojos, me obligué a volver al aquí y el ahora y pulsé el móvil que llevaba en el bolsillo para poner en pantalla la realidad aumentada. Un campo de puntitos rojos se desplegó en la distancia. Inspirando profundamente una vez más, fui poniendo cautelosamente un pie delante del otro y proseguí mi camino por la calle Veinticuatro, yendo hacia el cúmulo de puntos de la Sexta Avenida.
En salidas previas, con el ansia por desenterrar las bolsas de comida y volver a casa, no se me había ocurrido marcar las ubicaciones que ya había visitado. Habíamos relacionado un total de cuarenta y seis ubicaciones, y hasta el momento había probado catorce de ellas en cuatro viajes.
En cuatro de ellas no había encontrado nada. Podía ser que alguien me hubiera visto dejando las bolsas en aquellos puntos, o que hubieran quedado expuestas, o incluso que ya los hubiera visitado. Ya no pensaba con suficiente claridad. En todo caso, suponía que una cuarta parte de las localizaciones estarían vacías. Con catorce puntos ya visitados, eso significaba que en alrededor de veinte de las ubicaciones aún habría algo de comida. Sacaba tres o cuatro bolsas por ubicación y, a un promedio de unas dos mil calorías por bolsa, cada ubicación representaba casi un día de comida para nuestro grupo.
Los números bailaron en mi cabeza.
«Lauren necesita dos mil calorías, y los niños necesitan casi otras tantas.
»Pero yo necesito comer más».
Llevaba todo el día aturdido, febril. No iba a poder ayudar a nadie si me dejaba morir de hambre. Solo me había estado permitiendo unos cuantos centenares de calorías al día, pero había leído que los exploradores del Ártico necesitaban más de seis mil calorías al día por el frío.
Y hacía frío. El viento empeoraba las cosas. Tenía la sensación de que podía llevárseme volando igual que a una hoja. Mirando hacia arriba, entorné los párpados en un intento de distinguir la placa con el nombre de la calle cuando pasé por debajo.
«Octava Avenida».
El cartel de debajo se burló de mí: «Burger King».
«Imagínate una hamburguesa bien grande y jugosa, con todos los complementos, mayonesa y ketchup». Tuve que apelar a toda mi fuerza de voluntad para no entrar por la puerta abierta y ponerme a cavar en la nieve amontonada hasta la mitad de la pared. «¿Y si a alguien se le ha pasado por alto una hamburguesa ahí dentro? Si pudiera encender una de las planchas de propano…».
Olvidándome de las hamburguesas, seguí adelante. En los montones de nieve de la Sexta Avenida habíamos enterrado comida en ocho ubicaciones. Era una auténtica mina de oro, y mi coto de caza. Volví a calcular mentalmente. Si podía recuperar toda la comida de las veinte ubicaciones, dispondríamos de doce días antes de volvernos como ellos.
Como ellos.
Como las otras personas de nuestro piso.
Hacía cinco días que los centros de ayuda habían cerrado sus puertas, cortando el único suministro fiable de calorías para los otros grupos de nuestra planta. Suponía que había transcurrido casi el mismo número de días desde la última vez que habían dispuesto de algo sustancial que comer.
Se limitaban a dormir.
Por la mañana fui a ver qué tal estaban Vicky y sus hijos, y aparté las capas de mantas del sofá del centro del pasillo. Los niños me miraron parpadeando en la penumbra, con los labios espantosamente agrietados e hinchados, rojos e infectados.
La deshidratación era peor que la muerte por inanición.
Damon y yo habíamos pasado la mayor parte del día recogiendo toda la nieve que pudimos, para luego subirla con las poleas. Chuck había intentado ayudar, pero no se había recuperado realmente del golpe que le habían propinado en la cabeza, y la mano rota se le había vuelto a hinchar.
El pasillo olía a excrementos humanos.
A pesar de lo brutales que se habían vuelto nuestras condiciones, aún presenciaba pequeños actos de bondad. Susie iba de un lado a otro ofreciendo agua a todo el mundo, pasándoles un poco de nuestra comida, haciendo lo que podía. Vi cómo Damon traía su manta, que había tardado horas en lavar, y se la daba a Vicky y sus niños. También compartió un poco de comida con ellos.
Durante todo el día, sin embargo, no vi que la puerta del apartamento de Richard se abriera ni una sola vez. Habíamos llamado a ella para asegurarnos de que se encontraban bien, pero nos había dicho que nos fuéramos.
En cuanto llegué a la Séptima Avenida, miré en ambas direcciones, pero la nevada hacía que la visibilidad quedara limitada a cinco metros escasos. Cuando toqué la pantalla del móvil, la imagen de mis gafas de RA me ofreció una panorámica de donde me encontraba.
«Podría subir por la Séptima y luego bajar hasta la Sexta por la calle Veintitrés».
Yendo con mucho cuidado hasta el cruce de pisadas en el centro de las calles, imágenes de los cadáveres que habíamos dejado en el apartamento del segundo piso llenaron mi mente.
Durante el día, las radios pirata habían vuelto a emitir el audio de un noticiario de la CNN, que por lo visto había sido mostrado en las cadenas de televisión del mundo exterior. Describía la situación en Nueva York como difícil pero estable, diciendo que se estaban repartiendo suministros y que los brotes de enfermedad estaban siendo contenidos.
Nada podía estar más lejos de la verdad, lo que dio pábulo a nuevas especulaciones acerca de que el Gobierno estaba ocultando algo.
«¿Cómo es posible que no vean lo que está pasando aquí?».
Ya me daba igual. Mi vida había quedado reducida a cuidar de Lauren y Luke, y por añadidura de Susie, Ellarose y Chuck. Nuestra situación hacía que tuviera claras mis prioridades. Descartaba cualquier afectación y pasaba de todas las cosas carentes de importancia que antes consideraba esenciales.
Una intensa sensación de déjà vu hizo presa en mí, pero no provenía de nada que hubiera experimentado antes. Sentí como si estuviera reviviendo las historias del sitio de Leningrado que Irena había compartido conmigo. Esta ciberguerra no parecía tener nada que ver con el futuro sino con el pasado. Era como si estuviéramos excavando hacia atrás en la esencia de la inacabable habilidad humana para hacernos daño los unos a los otros.
Si querías ver en el futuro, solo necesitabas mirar en el pasado.
Cuando llegué a la esquina de la Sexta con la calle Veintitrés, me encontré con los restos esparcidos de uno de los contenedores que habían lanzado desde el aire. Después de que anunciaran cada nuevo lanzamiento, al principio íbamos a ver qué podíamos conseguir, pero enseguida los lanzamientos se habían convertido en violentas guerras de rapiña. Rory había sido herido mientras cogía unas cuantas cosas, la mitad de las cuales eran inútiles (mosquiteras, por ejemplo).
Un gran círculo rojo brillaba bajo una de las esquinas del contenedor, enfrente de mí. Encendí el móvil para ver la imagen que me indicaría la posición exacta. Rodeando el contenedor, encontré el mejor sitio y me arrodillé para empezar a cavar. Al cabo de unos diez minutos de búsqueda me vi recompensado.
«Patatas. Anacardos».
Artículos que, en otro mundo, cogíamos de los estantes sin mirar.
Se me hizo la boca agua cuando me imaginé comiendo unos cuantos anacardos. «Solo unos cuantos, nadie se dará cuenta». Sin embargo, lo metí todo en la mochila y fui hacia el siguiente círculo rojo, Sexta Avenida abajo.
Una hora después había recuperado todas las bolsas de aquella ubicación. Descansé, y me recompensé con unos cuantos cacahuetes y la botella de agua que me había puesto Lauren. Seguí andando.
El próximo círculo rojo brillaba bajo la lona de un andamio, junto a la fachada de un edificio incendiado. Al acercarme, el intenso olor de la madera y el plástico quemados me obligó a cubrirme la nariz con el pañuelo. Unos minutos después ya había encontrado los premios, y empecé a sacarlos de la nieve. Eran bolsas y más bolsas de pollo.
«Claro…, esto es de cuando asaltamos aquella carnicería de la calle Veintitrés».
La espalda me dolía mucho de tanto inclinarme y llevaba la mochila repleta. Probablemente pesaba sus buenos veinticinco kilos.
«Hora de volver a casa… pollo para desayunar».
Una voz surgió repentinamente de la oscuridad.
—¿Quién va?
Torpemente, con la mochila medio echada a la espalda, giré en redondo y busqué mi arma.
Saliendo de la oscuridad, caras espectrales aparecieron en la luz verdosa de mis gafas de visión nocturna; caras y dedos extendidos. En mi prisa por llegar a aquel punto y empezar a cavar, no había mirado alrededor. Me hallaba en una especie de campamento improvisado de quienes seguramente habían vivido en aquel edificio calcinado por las llamas.
—Te hemos oído cavar. ¿Qué has encontrado?
Retrocediendo, acabé atrapado contra el panel de aglomerado del andamio.
—Sea lo que sea, es nuestro. ¡Dánoslo! —siseó otra voz.
Docenas de caras verdosas me rodeaban en la oscuridad. Ellos no podían verme —era noche cerrada—, pero sí oírme y percibir mi presencia. Sus manos extendidas y sus dedos engarfiados acechaban a través del espacio, sus pies arrastrándose hacia delante sobre la nieve, sus ojos ciegos. Empuñé el arma que llevaba en el bolsillo, preguntándome si no debía disparar contra uno de ellos.
Dejé caer la mochila y rebusqué dentro. Las manos más próximas estaban a solo medio metro de mí.
—¡Atrás! ¡Tengo un arma!
Eso los detuvo, pero solo temporalmente.
Sacando de la mochila el paquete de anacardos, se lo tiré a uno de los que estaban más cerca. Tenía la cara emaciada, con los ojos encogidos en unas cuencas hundidas entre los huesos, y carecía de guantes. Sus manos ennegrecidas sangraban bajo la luz fosforescente de mis gafas de visión nocturna.
El paquete rebotó en él, cayendo en algún lugar a su espalda, y el hombre se volvió y saltó a por él, colisionando con otros dos que habían hecho lo mismo. Arrojé al azar unos cuantos paquetes más detrás de ellos, y todos se apresuraron a darme la espalda.
Escapé del campamento arrastrando la mochila detrás de mí.
Pocos segundos después volvía a estar en la calle, bajo la cobertura de la nieve que caía. Tragando aire unas cuantas veces para calmar mi pulso desbocado, inicié el camino de regreso a nuestro edificio. En mi huida, miré una vez por encima del hombro para verlos pelear como una jauría de perros salvajes que se disputaran unos cuantos restos.
Las lágrimas llegaron de ninguna parte.
Fui llorando, sollozando, esforzándome al máximo por no hacer ruido mientras avanzaba por la nieve en la negrura, solo pero rodeado por millones.