12 de enero
Nevaba otra vez.
Por la mañana subí al tejado acompañado de Tony para jugar con Luke, y aprovechamos para recoger toda la nieve nueva en un barril a fin de tener agua potable. Grandes copos esponjosos caían silenciosamente del cielo, engullendo una ciudad a la que el mundo exterior parecía haber amputado de su ser como a un tumor canceroso.
Y sin embargo allí estábamos.
El resto del día anterior, después del mensaje del presidente, lo habíamos pasado tumbados en el pasillo oyendo las radios pirata. Primero hubo perplejidad y negación, pero tras los informes sobre puestos de control militares que hacían volver atrás a quienes intentaban salir de la isla, esa reacción inicial derivó rápidamente hacia la ira. Buena parte de los mejores abogados del país se encontraban atrapados en Manhattan, y sus amenazas de presentar demandas por no respetar los derechos humanos ni la Constitución inundaron la red y las ondas de radio.
Lo más entretenido de escuchar eran las peroratas sobre conspiraciones. Si había algo que se le daba especialmente bien al país eran las teorías conspiratorias. Las teorías sobre invasiones alienígenas eran mis preferidas. «Esto no tiene nada que ver con los chinos, los iraníes ni nada de la Tierra. Pura y simplemente, el Gobierno está ocultando que ha habido una invasión alienígena». Sin embargo, ni siquiera ellas lograban animar el ambiente.
Chuck declaró que iba a tomar el puente por asalto, arma en mano, y pobre del que intentara detenerlo. La inutilidad de aquello nos quedó clara cuando las primeras noticias de enfrentamientos y bajas en el puente George Washington llegaron por la red de malla. Al anochecer, el estado de ánimo de la ciudad había pasado de la ira a la depresión y la soledad. La mayoría se había resignado a esperar hasta que todo aquello pasara, pero cuando se les dijo que no podían irse de la ciudad, se sintieron acorralados como animales. De pronto todo el mundo necesitaba irse.
Los túneles del metro resultaban impracticables. Sin electricidad, la mayoría de los del Bajo Manhattan y hasta Chelsea habían quedado inundados a los pocos días. Con las bajas temperaturas, la mayor parte se habían helado también. Algunos tenían que haber tratado de esconderse en ellos, pero no habíamos oído nada al respecto y desde luego no queríamos ir a explorarlos para averiguarlo.
La mañana trajo al pasillo una especie de lánguida agitación. Yo había dormido con Lauren y Luke pegados a mí en el mismo sofá que Damon. La sensación de abandono por parte del mundo exterior había hecho que todos quisiéramos estar juntos.
Ni siquiera hablábamos del plan para recuperar el todoterreno. Era inútil.
Sentado con expresión aturdida, Chuck contemplaba las paredes. Damon miraba catatónico la pantalla de su portátil. Casi era mediodía y yo estaba tumbado en el pasillo, entreteniéndome con la aplicación de emisoras de mi móvil, pasando de una radio pirata a otra.
—«No me creo una sola palabra de lo que dijo el presidente. Creo que está sucediendo algo más que no nos cuentan. Fue una transmisión solo para Nueva York, para mantenernos a raya, para explicarnos por qué nos mantienen aquí…».
Cambié de emisora.
—«… traer a esos gilipollas a East Village para que vean lo que está pasando. ¿Cómo pueden dejarnos aquí? ¿Por qué nadie está ayudando…?».
Volví a cambiar de emisora.
—«¿… creerlo? Si el resto del país estuviese bien, ¿creéis que el presidente se estaría escondiendo? Podemos curar el cáncer, por el amor de Dios, ¿por qué le tienen tanto miedo a una vieja…?».
—¿Puedes poner la radio pública? —preguntó Damon, irguiéndose de golpe—. Rápido.
La sintonicé y subí el volumen. Rory subió el de la radio del centro del pasillo. Pam, que había pasado la noche en vela, administrando los cuidados que podía para infecciones leves, pequeños trastornos digestivos, o resfriados y ahora estaba dormida junto a Rory, se movió ligeramente.
—«… el grupo de hackers iraní Ashiyane reivindica la responsabilidad del virus Scramble que hizo caer los sistemas de distribución. Dicen que iniciaron…».
—¿Veis?, ya os dije yo que habían sido los árabes —exclamó Tony, irguiéndose.
—No son árabes —dijo Rory.
—«… como respuesta a los ciberataques con el Stuxnet y el Flame lanzados por Estados Unidos anteriormente…».
Susie se despabiló junto a Chuck. Ellarose y Luke dormían juntos en una cunita improvisada frente a ella.
—¿Así que no fueron los chinos?
—«… el ataque tenía como objetivo inicial las redes gubernamentales estadounidenses. Se propagó rápidamente a sistemas secundarios…».
—Los iraníes son persas, no árabes —repitió Rory—. Prácticamente inventaron la ciencia y las matemáticas. Y ese grupo del que están hablando, el Ashiyane, no es el Gobierno iraní.
—«… la OTAN continúa debatiendo una moción de defensa común mientras que el Gobierno de Estados Unidos se encuentra a un paso de emprender una acción unilateral…».
—Parece que sabes mucho sobre esos tipos —le dijo Chuck a Rory.
Este se encogió de hombros.
—Cubro sus actividades para el Times. Es mi trabajo. La GRI[5] cuenta con una ciberunidad extremadamente sofisticada.
—«… el tráfico global de internet sigue siendo muy lento. Europa ha empezado a recuperarse, y la radio móvil con base terrestre vuelve a funcionar en la mayor parte de la Costa Este…».
—¿Qué es eso de la GRI?
Rory bajó el volumen de la radio.
—Los militares de Irán, la Guardia Revolucionaria Iraní, es algo así como una mezcla del partido comunista, el KGB y la mafia. Imagina que Halliburton se casara con la Gestapo: si lo hicieran, la GRI sería su hijita del alma.
—¿Tan buenos son? ¿Podrían haber hecho todo esto ellos solitos? —pregunté.
Quizá fuera una especie de señuelo. Un grupo de Oriente Medio intentaba atribuirse la responsabilidad por algo que estaba más allá de su alcance, haciendo ruido para desviar nuestra atención de aquello en lo que deberíamos estarnos centrando.
Rory rio.
—El comandante Rafal, que es quien dirige la cibersección, es uno de los mejores del mundo en su especialidad. Tenéis que entender que nuestro país no es puntero en tecnología cibernética. Nuestro pensamiento militar se basa en la idea de una abrumadora superioridad técnica y numérica, pero en el cibermundo, todo eso desaparece.
—Pero nosotros inventamos internet, ¿verdad?
—Claro que sí, pero ahora internet es mundial. Puedes gastarte diez mil millones de dólares en un nuevo y sofisticado equipo militar, pero lo único que hace falta para inutilizarlo es un chico espabilado con un portátil.
—Entonces estás diciendo que podrían haber sido ellos.
—Los iraníes cambiaron las reglas del juego atacando objetivos civiles con ciberarmas (el Shamoon que dejó fuera de combate cincuenta mil ordenadores de la Aramco saudí), así que esto no desentona con sus operaciones, sobre todo como represalia por los ciberataques de Estados Unidos.
—¿Entonces crees que esto estaba justificado? —preguntó un incrédulo Chuck.
—Claro que no. Lo único que estoy diciendo es que tiene sentido. Pero lo que no entendéis es la importancia que tiene que alguien por fin admita algo. Ahora quizá podrán empezar a desenredar este embrollo.
—Así que la ciberguerra es esto —dije en voz baja—. Sucia, maloliente, en cuarentena…
Rory asintió sin decir nada. Se lo veía increíblemente delgado y frágil. Llevaba semanas prácticamente sin comer, en un insensato intento de seguir con su dieta vegana. Me costaba imaginar que fuera él quien había estado hablando con Paul, que tuviera algún motivo ulterior.
—¿Podrías subir un poco el volumen de la radio? —pidió Richard desde el otro extremo del pasillo—. Me encanta oír vuestras opiniones, pero quiero enterarme de qué está pasando.
Rory ajustó el volumen y yo fui al centro del pasillo. La joven madre se había ido con uno de los niños, y el pequeño, que no tendría más de cuatro años, estaba sentado solo en el sofá, jugando con el camión de bomberos de Luke. Yo aún no había tenido ocasión de hablar con él.
—¿Cómo te va? —le pregunté.
Me miró retador.
—Mamá me ha dicho que no debo hablar con desconocidos.
—Pero hemos sido… —Sacudí la cabeza, sonriendo y le ofrecí la mano—. Me llamo Mike.
El niño me miró la mano con expresión pensativa. La cara se le estaba pelando y llevaba ropa dos tallas más grande de lo necesario, como un niño de la calle. Tenía ojeras de dormir poco. Me la estrechó.
—Yo me llamo Ricky. Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo —reí.
La radio sonaba de fondo.
—«El Ejército está considerando la posibilidad de actuar en tres frentes, algo anteriormente concebido pero que nunca ha sido llevado a la práctica…».
—Mi papá es marine. Está fuera luchando —dijo Ricky, como si tal cosa—. Algún día yo también seré marine.
—¿De verdad?
Ricky asintió y siguió jugando con el camión de bomberos. La puerta de la escalera se abrió y apareció su madre, con la hermana en brazos.
—¿Va todo bien? —preguntó al verme pendiente de Ricky.
—Estupendamente, Vicky. Solo estábamos charlando.
—Con tal de que no se haya portado mal… —dijo ella con una sonrisa.
—Es un niño fuerte —dije, revolviéndole el pelo—. Como su papá.
—Espero que no —dijo Vicky, perdiendo la sonrisa.
«He dicho algo que no debía». Nos quedamos mirándonos en un incómodo silencio.
Entonces recibí un mensaje de texto del sargento Williams preguntándome cómo iba todo. Me despedí de Vicky, volví a nuestro extremo del pasillo y le mandé un mensaje de respuesta al sargento, preguntándole si tenía idea de cómo podíamos salir de la isla.