Día 19

10 de enero

Di vueltas a la cuenta de cristal con la lengua. «¿Quién dice que chupar guijarros hace que te sientas menos hambriento?». La escupí.

Volvía a nevar, y esta vez lo agradecí. Chuck y yo íbamos andando hacia su todoterreno, para ver si la idea que había tenido Damon podía funcionar. Cuando empezamos a bajar por la Novena Avenida todavía era temprano, y una impoluta alfombra blanca cubría los daños y caos que se había apoderado de la ciudad.

Apenas hablábamos, cada uno absorto en sus pensamientos y con el rítmico crujir de la nieve reciente bajo nuestros pies a cada paso que dábamos.

Un mensaje en la red de malla de la noche anterior decía que en nuestro país tirábamos a la basura casi la mitad de la comida que comprábamos. En circunstancias normales eso me habría parecido un desperdicio, pero ahora me resultaba sencillamente inimaginable. Mientras avanzaba por la nieve, no dejaba de pensar en toda la comida que solía tirar cuando llevaba unos cuantos días en nuestra nevera, y soñaba despierto con lo que haría con ella de tenerla.

El que nuestras colaciones fueran tan magras me avergonzaba, porque me sentía incapaz de atender las necesidades básicas de mi familia, pero Lauren siempre sonreía y me daba un beso antes de comer, como si fuéramos a disfrutar del banquete más asombroso que se pudiera imaginar. Un simple Dorito se había convertido en un gran premio, y yo hacía de ardilla e iba reservando todo lo que podía para ella.

«Me sobran unos cuantos kilos, así que, ¿por qué no?», me decía. Sin embargo, el hambre era algo completamente nuevo para mí y, aun sin quererlo, me comía lo que tendría que haber guardado para después. El estómago me saboteaba la fuerza de voluntad en cuanto me descuidaba.

—Fíjate en eso —me señaló Chuck cuando llegamos a la esquina de la calle Catorce.

Señalaba hacia el hotel Gansevoort. Llevábamos dos semanas sin aventurarnos por aquella parte de la ciudad, desde el día después de Navidad, cuando habíamos ido a echarle una ojeada al todoterreno de Chuck. Nueva York apenas era reconocible. En la esquina de la Novena Avenida con la calle Catorce, justo enfrente de la Apple Store, había un parque que yo solía visitar para disfrutar de un café mientras contemplaba el ajetreo de la gente que entraba y salía de Chelsea. Ahora las copas de los arbolitos del parque asomaban melancólicamente de la nieve a nuestros pies, y los semáforos cubiertos de nieve se mecían a la altura de la cabeza entre montículos de basura congelada.

El edificio en forma de cuña que formaba la esquina de la Novena con Hudson flotaba en el espacio como la proa de un navío, la nieve y la basura apilándose contra él como agua que se elevara de las oscuras profundidades de la ciudad subterránea. Asomando de lo que parecía el centro del navío estaba el cascarón quemado del hotel Gansevoort, con las ventanas rotas y los muros ennegrecidos, mudo testimonio del incendio que había ardido dentro.

Enfrente del hotel había un cartel publicitario, todavía perfecto e intacto. Anunciaban un vodka de primera calidad un hombre de frac y una mujer con un elegante vestido negro. Parecían criaturas de otro planeta, riendo mientras contemplaban el desastre que había a sus pies y disfrutaban de una copa a expensas nuestras.

Algo se movió en la periferia de mi campo visual, y miré de soslayo para ver a alguien que nos contemplaba desde el segundo piso de la Apple Store. La basura se había acumulado contra los ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. Mientras miraba, apareció otra persona.

Tiré del brazo de Chuck.

—Será mejor que nos vayamos.

Chuck asintió, y seguimos adelante.

Íbamos ligeros de equipaje, sin nada digno de ser robado: ni mochilas ni paquetes. Vestíamos la ropa más vieja que habíamos podido encontrar. Lo único que saltaba a la vista eran nuestras armas, mi 38 en una pistolera de cuero y el rifle de Chuck a su espalda. Las armas decían a quienes nos observaban que no queríamos que nos molestaran. Me sentía como un pistolero del Salvaje Oeste llegado a una lejana posta de diligencias, helada y sin ley.

El ritmo al que empeoraba la situación en el pasillo se había incrementado de golpe cuando nos enteramos del brote de cólera en Penn Station hacía tres días, y pusimos a todos los refugiados en cuarentena.

Los trayectos cotidianos en busca de agua y comida habían hecho que los días siguieran una pauta, un ritmo; eran la razón para levantarse y ponerse en marcha para la mayoría de los de nuestro piso. Ahora todos yacían inertes en los sofás, las sillas y las camas, completamente aislados del contacto exterior.

Pero no se trataba solo de que el apoyo exterior hubiera sido eliminado. Hasta hacía unos días íbamos sobreviviendo. La gente se las arreglaba con lo que podía recuperar de los edificios abandonados: un poco de comida, algo de ropa limpia, sábanas y mantas que aún no habían sido utilizadas. Pero habíamos acabado con esa fuente de suministros: tanto la ropa como las mantas y las sábanas estaban infestadas de piojos, y en ningún apartamento quedaba ni una pizca de comida.

Peor todavía: el sistema para subir la nieve y derretirla convirtiéndola en agua para beber y cocinar había funcionado bien durante la primera semana y menos bien durante la segunda, dejó de funcionar cuando entramos en la tercera. Todos los barriles y los recipientes en los que almacenábamos el agua se habían ensuciado, y la nieve de fuera estaba sucia. Habíamos intentado ir al río Hudson, pero una gruesa capa de hielo cubría el agua próxima a los muelles.

Al principio habíamos puesto en cuarentena a la gente que volvió de Penn Station, pero después de capturar a la banda de Paul nos dimos por vencidos. En ese momento, media docena de nosotros estábamos reteniendo a punta de pistola a casi treinta personas y, de todos modos, nos habría sido imposible saber si mostraban síntomas de cólera. Casi todo el mundo estaba enfermo, de una manera o de otra, la mayoría con diarrea por beber agua contaminada.

Las letrinas del quinto piso estaban realmente asquerosas, y la gente había ido migrando de un cuarto de baño a otro en cada apartamento abandonado, piso por piso, siempre en busca de alguno que estuviera limpio. Muy rápidamente, cada cuarto de baño había pasado a estar tan sucio como el de al lado. Y en el segundo piso teníamos nueve muertos. Los únicos muertos los había visto hasta entonces en una funeraria, cuidadosamente arreglados para que pareciera que dormían plácidamente. Pero en aquella gente no había placidez alguna.

Habíamos abierto las ventanas, convirtiendo el apartamento del segundo piso, con los muertos dentro, en cámara frigorífica. Esperaba que no entraran carroñeros, ni humanos ni de otro tipo.

Nuestra penosa situación era idéntica a la del resto de la ciudad. La esperanza iba evaporándose en el frío aire invernal, por mucho que las emisoras gubernamentales continuaran insistiendo, un día tras otro, en que el suministro de agua y electricidad no tardaría en ser restaurado, y en que debíamos quedarnos en casa, mantenernos calientes y a salvo. La consigna oficial se había convertido en un chiste: «¡Pronto habrá electricidad, mantente caliente y a salvo!», nos decíamos a modo de saludo.

El chiste no tardó en dejar de tener gracia.

—Ahí está —dijo Chuck alegremente, señalando su todoterreno.

Era la primera vez en días que lo veía entusiasmado.

En ese momento pasó un convoy del Ejército camino de la autopista del West Side. Si antes su presencia había sido tranquilizadora, ahora me enfurecía.

«¿Qué demonios están haciendo? ¿Por qué no nos ayudan?».

Corrían por la red de malla rumores de que iban a lanzar suministros de emergencia desde el aire, pero ya costaba mucho creer nada.

Mientras el convoy se perdía de vista, miré el todoterreno de Chuck, que seguía a quince metros de altura, lo que había resultado ser una bendición. Los coches de más abajo habían sido desguazados para conseguir baterías, piezas de repuesto, cualquier cosa que pudiera ser de utilidad, pero el todoterreno estaba intacto.

—¿Crees que podríamos sujetar el cable de la polea ahí? —Señalaba hacia la plataforma de una valla publicitaria de un edificio cercano.

—No hay más de seis metros de distancia, puede que menos. Tu polea soporta diez mil kilos, ¿no?

—El punto de ruptura del cable de un centímetro y medio de grosor está en los once mil kilos, pero probablemente aguantará bastante más un instante. Mi pequeño no lleva accesorios especiales, porque con menos peso puedes recorrer más kilómetros, pero —dijo Chuck pensativo, calculando mentalmente—, con la plancha especial, debe de pesar unos tres mil doscientos kilos.

—Va a ser un poco justo.

Yo era el único ingeniero. Suponía que la energía de la caída vertical sería convertida en velocidad hacia delante mientras durase el balanceo, con la fuerza máxima en el punto más bajo del arco que describiera. El balanceo no se iniciaría hasta que el todoterreno hubiera sido arrastrado fuera de la plataforma, y minimizaríamos su longitud tirando de él hacia arriba mientras estuviera cayendo.

Según mis cálculos y yendo con extremo cuidado, el todoterreno ejercería al menos cinco veces su peso en un vector descendente en el punto más bajo del arco descrito. Eso implicaba alrededor del doble de la resistencia para la que estaba garantizado el cable de la polea y, aunque aguantara, necesitábamos que la valla publicitaria no se desprendiese de la pared del edificio durante el curso de la operación.

—¿De manera que Damon se ofreció de forma voluntaria para cabalgar en este rodeo? —preguntó Chuck, sacudiendo la cabeza mientras nos situábamos debajo de la valla publicitaria.

Era mejor que alguien fuese en el todoterreno para controlar la polea si realmente queríamos que la idea funcionara, y nuestras vidas dependían de que lo hiciera. Si la accionábamos sin que hubiera nadie dentro del vehículo, corríamos el riesgo de que se atascara o se rompiera. Yo no me habría ofrecido voluntario, pero Damon estaba más seguro de mis cálculos que yo mismo.

—A cambio de que luego lo llevemos hasta casa de sus padres, que viven en Manassas —respondí con un asentimiento de cabeza—. He pensado que eso queda bastante cerca de donde queremos ir.

Todavía mirando hacia arriba, Chuck empezó a hacer planes.

—Esta noche saldrás a buscar comida y yo recogeré todo el equipo que podamos llevar.

Saqué el teléfono. Todavía teníamos conectividad en la red de malla, incluso allí abajo. Damon estaba trabajando con otro portátil, pero los miles de imágenes que se habían perdido eran irremplazables. Iba a mandarle un mensaje de texto al chico diciéndole que parecía que su plan iba a funcionar cuando me llegó uno suyo.

—Vamos a necesitar mucha agua —dijo Chuck—, y…

—Mañana por la mañana el presidente de Estados Unidos se dirigirá a la nación —anuncié, leyendo el mensaje en mi pantalla—. El mensaje será difundido por todas las emisoras. Van a contarnos qué está pasando.

Chuck exhaló lentamente.

—Ya era hora.

Guardé el móvil.

—Y si lo de bajar tu todoterreno no sale bien, le haremos un puente a algún vehículo de la calle, ¿vale? Tenemos que marcharnos de aquí.

—De una manera o de otra. Sin embargo, mi pequeño sigue siendo nuestra mejor apuesta para llegar a mi cabaña junto al río Shenandoah.

Entonces oímos un tenue zumbido y nos alejamos un poco de la estructura del parking para ver mejor el cielo. El ruido fue aumentando de volumen hasta que un transporte militar apareció sobrevolando los pináculos de los edificios, con la compuerta trasera abierta. Mientras mirábamos, empujaron un gran palé por ella.

Un paracaídas se abrió inmediatamente después de que el palé empezara a caer.

—¡Creo que están lanzando suministros desde el aire! —gritó Chuck, dando saltos torpemente por la nieve en dirección a la Novena Avenida.

Me apresuré a ir tras él. Al doblar la esquina y mirar calle arriba, fui sorprendido por la extraña visión de una larga hilera de cajas que descendían del cielo suspendidas de otros tantos paracaídas. El viento arrastró la más cercana a nosotros hacia un edificio, haciendo que se estrellara contra sus ventanas. Docenas de aviones más zumbaban en la distancia, cada uno dejando caer sus suministros sobre distintas partes de la ciudad.

Los contemplé, cautivado.

—No estoy seguro de si debería sentirme contento o preocupado.

La caja que había estado siguiendo una trayectoria más próxima a donde estábamos chocó con la nieve, y docenas de personas surgieron de la nada convergiendo hacia ella.

—Venga —dijo Chuck, haciéndome una seña con la cabeza—, vamos a ver qué podemos pillar.

Descolgándose el rifle de la espalda, echó a correr hacia el gentío, manteniendo el arma ante sí.

Sacudiendo la cabeza, lo seguí.