Día 17

8 de enero

—¿Cómo te encuentras?

—Un poco grogui —respondió Chuck—, pero bien. ¿Sigues creyendo que necesitamos criminales en la sociedad?

Reí.

—Puede que ya no tanto.

Después de tres días de caer en la inconsciencia y salir de ella, Chuck había vuelto al mundo de los vivos. Levantado y hablador, estaba jugando con Ellarose y Luke.

Mientras se estaba recuperando lo habíamos excluido deliberadamente del circuito, y yo esperaba que lo que fuese que lo estaba haciendo sentirse «débil y dolorido» no fuera lo mismo que parecía estar pillando el resto de la gente de nuestro edificio.

—Bueno, ¿qué me he perdido?

Susie estaba sentada detrás de él en la cama, sosteniendo a Ellarose y frotándole suavemente la espalda a Chuck, que se había incorporado. Lauren estaba sentada junto a ella y Luke, naturalmente, correteaba por la habitación.

—Lo de siempre: plagas, pestilencia, un enfrentamiento armado y la decadencia de la civilización occidental: nada que yo no pueda manejar.

La noche anterior había sido una yuxtaposición surrealista. Había pasado de golpe de un sueño delicioso con vapor, velas encendidas y Barry White a una pesadilla salida de un apocalipsis zombi: un pasillo oscuro iluminado por linternas frontales, gritos y juramentos, armas agitadas de un lado a otro mientras una banda de humanos sucios y harapientos se agolpaba contra una pared de cristal, aporreándola y suplicando que los dejaran entrar.

Gracias a Dios, cuando los dejé entrar, no se comieron el cerebro de nadie.

Pero Richard tenía bastante razón en lo que dijo entonces. Si había un brote de cólera en Penn Station y esas personas habían estado allí, permitir que volvieran a entrar en el edificio era exponernos a todos al contagio. Por otra parte, obligarlos a quedarse fuera equivalía a una sentencia de muerte con una temperatura tan baja.

Al final, acabé convenciendo a Richard de que podíamos tenerlos en cuarentena en el primer piso durante dos días, lo que cubría de sobra el período de incubación del cólera. Lo había mirado en la aplicación para enfermedades infecciosas que me había pasado Damon.

Habíamos vuelto a utilizar las mascarillas y los guantes de goma, bajado una estufa de queroseno y los habíamos confinado en una de las oficinas más espaciosas del primer piso, fuera del vestíbulo principal. Cuando bajé a echarles un vistazo aquella mañana, todos se encontraban mal y doloridos, al igual que toda la gente del pasillo. Los síntomas no se asemejaban a los del cólera, sin embargo; parecían más bien los de un resfriado o de la gripe.

Le expliqué la situación a Chuck, que meneó la cabeza.

—¿Habéis ventilado adecuadamente? Has estado mezclando diésel con el queroseno para que la estufa pudiera funcionar más tiempo, ¿verdad?

—Ayer tuve que cerrar las ventanas debido al frío —admití, comprendiendo inmediatamente lo que había hecho. «¿Cómo puedo haber sido tan idiota?». El hambre me impedía pensar con coherencia.

Chuck respiró hondo.

—El envenenamiento por monóxido de carbono tiene síntomas muy parecidos a los de la gripe —dijo—. Aquí no nos encontramos mal porque usamos calefactores eléctricos, pero supongo que en los otros sitios estarán utilizando estufas de gas.

Me levanté, abrí la puerta del dormitorio y grité: «¡Damon!».

A pesar de encontrarse mal, el chico seguía encargándose de su estación de control por ordenador, monitorizando los cientos de imágenes por hora que iban llegando de toda la ciudad y remitiendo los mensajes de emergencia al sargento Williams.

La cabeza de Damon asomó por el hueco de la puerta principal al apartamento de Chuck. Yo había dejado muy claro que no le estaba permitido entrar allí, así que atisbó desde la puerta, con los ojos enrojecidos e hinchados.

—La enfermedad probablemente es envenenamiento por monóxido de carbono —le expliqué—. Abre unas cuantas ventanas, manda un mensaje de texto a todos los de abajo y díselo a Tony.

Damon levantó la mano para frotarse los ojos y asintió, después de lo cual cerró la puerta sin decir palabra. Estaba cansado.

—Mañana se encontrarán mejor. No han sufrido daños permanentes —dijo Chuck—. Pero mantener en cuarentena a los que estuvieron cerca de Penn Station fue una buena idea.

Asentí, sintiéndome estúpido.

Chuck se frotó la nuca mientras bajaba los pies de la cama.

—¡Dios mío, cólera!

Susie le frotó la espalda cuando vio que el cuerpo se le vencía hacia delante.

—¿Estás seguro de que te encuentras lo bastante bien, cariño?

—Estoy un poco mareado, pero no es nada grave.

—Te salvaste por los pelos —dije—. Ese tipo no nos atacó por casualidad. Era uno de los que van con Paul.

Chuck se sentó en la cama cuando ya estaba medio incorporado.

—¿Qué? —me preguntó.

—Tenemos una foto del ataque.

—¿Te paraste a sacar una foto?

Era fácil olvidar que, tras haber estado al margen de todo durante unos días, Chuck solo había presenciado el inicio de la red de malla. Damon estimaba que ya había más de cien mil personas conectadas.

—Yo no —dije—. Pero alguien que lo estaba presenciando todo sacó una foto. Es lo que hace la gente ahora. De esa manera contribuimos a que la situación siga un poco controlada.

Chuck me miró en silencio, asimilando lo que acababa de decirle.

—Mejor será que rebobines y me lo expliques todo desde el principio.

—¿Qué tal un té? —sugirió Lauren—. Luego os dejaremos a solas para que os pongáis al día.

—Estaría muy bien.

Susie asintió y cogió en brazos a Ellarose.

Mientras las chicas se ocupaban de los niños e iban a preparar el té y algo para desayunar, le expliqué a Chuck que las patrullas de barrio estaban evolucionando rápidamente en la red de malla, lo de las herramientas del servicio de emergencias y cómo registrábamos cuanto sucedía en la calle en portátiles centralizados como el de Damon.

—¿Conseguiste recuperar más comida?

La comida era un tema que nunca estaba demasiado alejado de la mente de ninguno de nosotros, sobre todo ahora que los centros de emergencia estaban en cuarentena. El hambre te obligaba a estar atento a cualquier migaja.

—Tenemos alrededor de tres días de comida. —Nos habíamos convertido en auténticos expertos en racionamiento—. Salí de noche, al abrigo de la oscuridad. Para orientarme utilicé las gafas de visión nocturna combinadas con las de realidad aumentada.

—¿Que hiciste qué? Os dejo solos unos cuantos días…

Sonreí.

—Y hay algo más.

—¿Huevos y beicon?

Negué con la cabeza sin dejar de sonreír.

—Ojalá.

—¿Entonces?

—Al chico se le ha ocurrido una forma de bajar tu todoterreno.

—Va siendo hora de largarse, ¿eh?

Asentí.

—Bueno, ¿cuál es la idea?

Empecé a explicarle el plan, pero antes de que pudiera acabar oímos los gritos de Damon en el pasillo.

—¡Mike! ¡Chuck!

Me levanté, abrí la puerta del dormitorio y Damon asomó la cabeza.

—Están todos muertos.

—¿Quiénes? —pregunté horrorizado, imaginando un brote relámpago de cólera que había acabado con toda la gente que manteníamos en cuarentena—. ¿Los del primer piso?

Damon bajó la cabeza.

—Los del segundo. He ido a ver qué tal se encontraban y están todos muertos. —Me miró—. Tenían una estufa de queroseno al máximo con todas las ventanas cerradas.

Yo los había visitado el día anterior y se estaban calentando con un generador eléctrico fuera de su ventana, igual que nosotros.

—¿De dónde sacaron esa estufa?

—No lo sé, pero tenemos un problema más serio.

«¿Más serio que nueve muertos?».

Viendo la expresión de Damon se me hizo un nudo en el estómago.

—Paul se ha puesto en marcha.