6 de enero
Una brillante alfombra de estrellas colgaba sobre nosotros.
—Creía que en Nueva York no había estrellas —dijo Damon en voz baja, estirando el cuello hacia atrás para poder abarcarlas todas con la mirada—. Al menos, no celestes.
Contemplé el cielo.
—Durante las últimas dos semanas en la Costa Este apenas si se ha producido contaminación, y el frío también ayuda.
Era la primera vez que subía al tejado desde que empezó todo, y el denso campo de estrellas que nos dio la bienvenida en cuanto abrimos la puerta de la azotea fue impresionante. El que aquella noche no hubiera luna también contribuía —era el inicio de la luna nueva en el ciclo mensual—, pero aun así, eran la clase de estrellas que hasta entonces yo solo había visto en el campo bien lejos de la ciudad.
Daba la sensación de que los dioses, expulsados de Nueva York hacía mucho tiempo, hubieran vuelto para atisbar desde lo alto de sus perchas celestiales y regocijarse mientras veían cómo Gotham se debatía allí abajo.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo esta noche? —preguntó Damon.
Bajé la mirada hacia la negrura entre los edificios.
—Es la noche perfecta para hacerlo. Y de todos modos no tenemos elección, ¿verdad?
Pensar en los dioses me trajo a la mente recuerdos de mis días de la escuela dominical. Había sido la noche de la Epifanía, la noche en que los Reyes Magos, los tres hombres sabios de la leyenda, siguieron las estrellas para llevar sus ofrendas al Niño Jesús. Esta noche nosotros utilizaríamos nuestra propia magia para encontrar un tesoro, y yo esperaba que las estrellas, y los dioses, nos trataran con benevolencia.
—¿Eres un hombre sabio, Damon?
—Inteligente, decididamente sí, sabio, no estoy tan seguro.
Estremeciéndome, me subí la cremallera de mi cazadora hasta dejármela bien ceñida en torno al cuello. Irena y Aleksandr habían rascado casi toda la nieve del tejado para que pudiéramos derretirla convirtiéndola en agua potable, porque bajar un cubo a lo largo de un tramo de escalones resultaba más fácil que subirlo seis pisos. La temperatura había vuelto a descender por debajo del punto de congelación. El viento empezó a soplar con fuerza, removiendo la nieve, y fuimos hacia el murete que había al final del tejado en busca de alguna protección.
—Pues esta noche necesito un hombre sabio.
Damon me miró y rio.
—Entonces sabio soy.
Estudié el vacío de Nueva York debajo de mí.
—No hay luces en ninguna parte —murmuré para mí. Desde este ángulo, la única evidencia de que existía una ciudad alrededor de nosotros eran los retazos de oscuridad donde las estrellas quedaban ocultas por edificios cercanos.
En el pequeño charco de luz movediza de su linterna frontal, Damon se instaló en el banco contra el murete y empezó a hacer cosas con mi móvil, enchufándolo a mis gafas de realidad aumentada. Cuando la empresa de tecnología me las había mandado, antes de que todo aquello empezara, pensé que podía usarlas para divertirme; por lo visto podía ser que nos salvaran la vida.
Me senté en la barandilla junto a él, acurrucado para defenderme del frío, y contemplé la oscuridad, imaginando a los millones de personas que había ahí fuera a nuestro alrededor.
—¿Sabes qué impulsó el siglo XX y puso los cimientos del mundo tal como lo conocemos?
Damon seguía absorto en el móvil.
—¿El dinero?
—Bueno, sí. Eso y la luz artificial.
Sin luz eléctrica, los humanos eran animalitos asustados que corrían a refugiarse en sus madrigueras al caer la noche. La oscuridad traía consigo los monstruos de nuestra imaginación colectiva primordial, las criaturas de debajo de la cama, todas las cuales desaparecían con el movimiento de un interruptor y el cálido resplandor de una bombilla incandescente. Las ciudades modernas estaban repletas de estructuras enormes e impresionantes, pero, sin electricidad, ¿quién querría habitar los interiores de aquellas cavernas que construíamos?
—¿Sabías que fue la luz lo que convirtió en un titán a Rockefeller?
Como emprendedor, siempre me había fascinado la forma en que empezaron los hombres de negocios famosos.
—¿No fue el petróleo?
Damon se había puesto las gafas de realidad aumentada y movía la cabeza de un lado a otro, sin dejar de maldecir en voz baja. Algo no funcionaba.
—El petróleo fue el medio, pero el producto fue la luz. Porque fue el deseo de luz que tenía Estados Unidos lo que puso a Rockefeller bajo, bueno, los focos.
Damon rio de lo que yo no había pretendido que fuera un chiste.
—Antes de que él empezara a suministrar queroseno a Nueva York, a finales del siglo XIX, cuando se ponía el sol todo el país se oscurecía. Fue la primera forma barata y limpia de producir luz artificial. Antes de eso, Rockefeller solo era un hombre de negocios de tres al cuarto sentado en un terreno encharcado de petróleo en Cleveland, sin saber qué hacer con él.
—No sabía eso —dijo Damon, sin escucharme realmente.
—Sí, Cleveland era la Arabia Saudí del Salvaje Oeste, y a principios de siglo Rockefeller producía más queroseno del que se podía usar solo para iluminación, así que… ¿Adivinas lo que hizo a continuación?
—¿El Centro Rockefeller?
—Coches. ¿Sabías que los primeros coches eran eléctricos? En 1910, en las calles de Nueva York había más automóviles propulsados por electricidad que con motor de combustión, y en aquel entonces todo el mundo daba por sentado que los coches eléctricos eran el futuro: tenían mucha más lógica que esos artilugios insensatos que empleaban explosiones controladas de sustancias químicas volátiles y tóxicas. Pero Rockefeller fundó la Ford para asegurar que los coches que quemaban gasolina, y no los eléctricos, fuesen el porvenir, porque de esa manera tendría a quién vender su petróleo.
—Creo que he conseguido hacerlo funcionar —dijo Damon, de nuevo con las gafas puestas y moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Y, puf, ya tienes organizado el desbarajuste del siglo XX: Oriente Medio, todas esas guerras, la dependencia planetaria del petróleo y una buena tajada del calentamiento global. Puede que incluso lo que está sucediendo ahora. Todo proviene del deseo de tener luz.
—Eso es porque estar a oscuras es un coñazo —dijo Damon, viniendo a sentarse a mi lado y pasándome las gafas—. Pruébalas.
Respirando hondo, me las puse y encendí mi linterna frontal. Mirando hacia el este, vi que a mis pies, en la oscuridad aparecían una serie de puntitos rojos a la altura de la calle, esparciéndose a través de la ciudad hasta perderse en la lejanía.
—He puesto el mapa de datos de tu aplicación para buscar el tesoro en las gafas de realidad aumentada —me explicó Damon—. Ahora están conectados inalámbricamente. Así que los sitios donde enterrasteis esos paquetes aparecerán como puntos rojos en las gafas de RA cuando mires a través de ellas.
—Sí, los veo.
Después de lo que había pasado con Chuck, decidimos que salir de día para recoger la comida que habíamos escondido era demasiado peligroso. Lauren me había suplicado que no saliera y yo le había prometido que no lo haría, al menos durante el día.
Pero acabábamos de consumir nuestras últimas reservas de comida.
Había habido altercados en los centros de emergencia y yo no quería que las chicas fueran allí, ni siquiera con nosotros para protegerlas. Aun así, teníamos que comer, y ellas estaban planeando subir a Penn Station y el Javits con los niños al día siguiente para hacer cola.
A menos que yo saliera aquella noche y recuperase la comida que habíamos escondido.
Habíamos subido al tejado para echar una mirada a las calles, confirmar que estaban tan oscuras como imaginábamos y ver si había alguna luz encendida ahí fuera.
Todo estaba negro como la tinta.
—¿Seguro que no quieres que Tony o yo vayamos contigo?
—Solo tenemos un juego de gafas de visión nocturna. De dos personas en la oscuridad sería un lastre la que no ve nada. Y yo soy el único de los que enterramos las bolsas que está disponible, así que soy el más indicado para determinar dónde están. —Hice una pausa—. De todos modos, con la ley marcial en vigor, solo deberíamos arriesgarnos a que uno de nosotros salga afuera.
Damon se encogió de hombros para indicar que estaba de acuerdo.
—No necesitarás mirar el móvil para nada. Basta con que vayas hacia los puntos rojos.
En la negrura absoluta de las calles, sacar el móvil para mirar la pantalla habría revelado mi posición con tanta claridad como un faro, atrayendo mucha atención.
—Cuando te aproximes a una ubicación, toca la pantalla del móvil con el dedo sin sacártelo del bolsillo y las gafas RA iniciarán una presentación de las imágenes que tomaste al enterrar las bolsas. Si pones las gafas de visión nocturna encima, deberías ser capaz de superponer bastante bien las imágenes.
Le cogí el móvil, toqué la pantalla con la punta del dedo y vi aparecer una serie de tenues imágenes de las fotos que había tomado en las calles cuando enterré las bolsas.
—Eso que me contabas es interesante, pero pertenece al pasado —dijo Damon.
Yo me entretenía con mi nuevo juguete, haciendo zoom sobre las imágenes y pasándolas.
—Pero yo estoy más interesado en el futuro, en ser capaz de predecirlo.
—Estás obsesionado con el futuro, ¿verdad?
Damon suspiró.
—Si hubiera sido capaz de ver un poco más de él, quizás habría sido capaz de salvarla.
Para mí era fácil olvidar lo que le había sucedido hacía tan poco tiempo.
—Lo siento, Damon. No quería ser, bueno…
—No lo sientas. Por cierto, se me ha ocurrido una idea para bajar el todoterreno de Chuck de ese parking vertical.
Yo estaba empezando a tener mucho frío. Si iba a permanecer fuera durante varias horas en mi salida nocturna de carroñero tendría que ir más abrigado.
«Mejor me llevo el arma de Tony, por si acaso».
—¿De verdad? ¿Cuál es la idea? Resumiendo.
A la luz de mi linterna frontal vi sonreír a Damon.
—Allí donde hay una polea, hay un modo.
Fui escogiendo con mucho cuidado dónde ponía el pie cada vez mientras avanzaba lentamente por el paisaje helado. Había necesitado alrededor de media hora para recorrer las dos manzanas que me separaban del grupo más cercano de bolsas enterradas. Al menos con aquel frío las calles no olían, y no me preocupaba acabar encima de un montón de heces humanas si resbalaba.
Las gafas de visión nocturna empleaban una combinación de imágenes tenues con iluminación próxima al infrarrojo, de modo que veía asombrosamente bien incluso en la oscuridad más absoluta. Con la linterna de infrarrojos que llevaba en el bolsillo, incluso podía iluminar el mundo con una intensa claridad verde en caso necesario.
El punto rojo que indicaba la ubicación de la bolsa más próxima había ido aumentando de tamaño a medida que me acercaba y acabó siendo un círculo rojo a unos cinco metros de distancia, el desfase aproximado del GPS.
«Damon es un chico muy listo».
Deteniéndome en el centro del círculo, aparté de una patada una bolsa de basura y toqué la pantalla de mi móvil sin sacármelo del bolsillo. La imagen asociada con aquel punto apareció en las gafas de RA. Se correspondía con la fachada del establecimiento y con la farola que estaba viendo enfrente de mí a través de las gafas de visión nocturna. Retrocedí unos pasos y me desplacé hacia la izquierda. Las imágenes se superpusieron exactamente. Perfecto.
Arrodillándome en la nieve, me quité la mochila y saqué la pala plegable. Con la contera del mango, golpeé unas cuantas veces la superficie helada hasta que se agrietó. Luego aparté los pedazos de hielo y cavé en la nieve más blanda de debajo, ampliando de manera concéntrica el agujero a medida que profundizaba en él.
Era una labor bastante pesada, y cuando di con la primera bolsa la espalda me estaba matando. Solté la pala, aparté la nieve con las manos enguantadas y saqué dos bolsas. A la luz espectral de las gafas de visión nocturna, miré el contenido de una.
—Doritos —resoplé, sacudiendo la cabeza—. Me encantan los Doritos.
De la nieve saqué las otras bolsas y las metí en la mochila sin dejar de mirar el siguiente círculo rojo, que estaba a unos cuarenta metros de distancia. Las puntas de alfiler que eran las estrellas brillaban intensamente entre las oscuras montañas de los edificios que se alzaban a mi alrededor, de la ciberardilla que buscaba comida en un Nueva York negro y helado.