2 de enero
—Dos días. Puede que tres.
—¿Solo dos días?
Chuck asintió.
—Y Ellarose no puede comer cualquier cosa —añadió Susie, meciendo al bebé que llevaba en brazos—. Acabamos de suprimirle el biberón. —Suspiró y bajó la vista—. Tampoco es que tuviéramos elección, claro.
Yo iba a mencionar la lactancia materna, pero me habría sentido demasiado incómodo. De todos modos, las calorías provendrían únicamente de Susie, y ella ya estaba bastante delgada.
Lauren se había dado cuenta de cosas olvidadas el día anterior mientras estábamos fuera y había bajado para ayudar a Pam con las víctimas del incendio. Estábamos haciendo inventario en el apartamento de Chuck y Susie, sentados en su sofá, en el centro de la sala de estar. Luke correteaba con las gafas de visión nocturna de Chuck puestas, chillando y señalándonos con el dedo.
—Ten cuidado con eso, Luke —dije, quitándoselas delicadamente.
Trató de recuperarlas, así que hurgué en la bolsa que había junto al sofá en busca de alguna otra cosa con la que entretenerlo. Cogí un tubo de cartón, se lo di, y se apresuró a metérselo en la boca.
Teníamos uno de los móviles encendido a modo de radio utilizando una aplicación que había encontrado Damon. El día anterior Manhattan se había quedado con solo dos emisoras de radio oficiales que seguían en funcionamiento, pero habíamos descubierto que habían surgido de la nada docenas de emisoras locales, radios «pirata» llevadas por ciudadanos que emitían dentro de un radio de unas cuantas manzanas.
—«El país entero está patas arriba».
Era la filípica del locutor de la radio pirata que habíamos sintonizado, JikeMike, que nos servía como telón de fondo.
Chuck me miró, atónito.
—Sabes que lo que le acabas de dar a tu hijo es una bengala, ¿verdad?
—¡Mike, ten más cuidado! —exclamó Lauren, estirando el brazo por detrás de mí para quitársela a Luke.
Nuestro hijo chilló, pero luego vio a Tony en el pasillo y corrió hacia él con su trotecillo inestable. Lauren me miró y sacudió la cabeza.
—Lo siento —murmuré, todavía bajo los efectos de lo que me acababa de decir Chuck. Yo todavía no había aceptado que aquello pudiera durar mucho más, porque en parte estaba convencido de que la electricidad volvería en cualquier momento y pondría fin al juego de supervivencia al que estábamos jugando—. ¿Así que solo nos queda comida para dos días?
Chuck pasó un dedo por la pantalla del móvil y lo dejó en silencio.
—Alrededor de dos días si seguimos compartiendo la comida con todos los de nuestro piso. Somos… —Miró al techo contando mentalmente—. Somos treinta y ocho personas aquí arriba, más cuatro que están en la enfermería de la planta baja. No podemos seguir compartiendo lo que tenemos. La gente nos ha estado robando. Digan lo que digan, esto no se va a acabar en dos o tres días.
La emisora oficial del Gobierno seguía insistiendo en que al día siguiente la Autoridad de la Energía del estado de Nueva York devolvería el suministro de electricidad a Con Edison y la parte baja de Manhattan, pero ya nadie se lo creía.
Con las primeras noticias de sucesos fuera de Nueva York, nos habíamos enterado de que un gran incendio había devastado el sur de Boston y de que Filadelfia, Baltimore y Hartford estaban casi igual de mal. Nueva York era la única ciudad sin agua, sin embargo, al menos de momento. No había noticias de Washington y, según algunos informes un tanto vagos, Europa también se había visto muy afectada, con internet todavía sin funcionar.
Alguna clase de ciberataque contra las infraestructuras había sido confirmado como la causa originaria de la cadena de fallos en el sistema, pero hasta el momento nadie podía asegurar con certeza de dónde había provenido. Los servidores de mando y control se hallaban repartidos por todo el planeta, la mayoría en Estados Unidos, y estaban dejando de funcionar uno por uno.
El Ejército seguía en DEFCON 2, preparado para un ataque inminente, aunque de dónde y llevado a cabo por quién era una pregunta todavía sin respuesta. Seguían buscando los objetos sin identificar que habían violado nuestro espacio aéreo justo antes de la primera serie de grandes cortes en el suministro eléctrico. Las emisoras de radio piratas hervían con especulaciones de que ciudades de todo el Medio Oeste habían sido invadidas igual que en la película Amanecer rojo.
Las noticias eran interesantes, pero irrelevantes dadas nuestras inmediatas circunstancias.
—Hay algo que no encaja —continuó Chuck—. Cuando esos tíos se nos colaron, Paul dijo que habían cogido la llave del mostrador de la entrada, pero no faltaba ninguna: Tony lo comprobó. Alguien tuvo que dejarlos entrar.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.
—Tenemos que empezar a hacer acopio de recursos a largo plazo. Se acabó lo de intentar salvar el mundo. —Chuck levantó la mano, atajando la objeción que se disponía a formular Susie—. Necesitamos salvarnos a nosotros mismos.
—No podemos quedárnoslo todo. Iniciaríamos una guerra en nuestro propio edificio.
—Tampoco estoy sugiriendo eso. Creo que deberíamos dividir lo que tenemos y explicar a la gente que, a partir de ahora, tendrá que arreglárselas por su cuenta. Con la de cosas que almacenamos fuera debería bastarnos.
—Eso suponiendo que las encontremos —repuse yo.
En aquel momento lo había considerado una buena idea, pero que nuestra supervivencia dependiera de ello me parecía una apuesta increíblemente arriesgada.
—Entonces vayamos a ver si podemos recuperarlas, y que quede claro que no podemos compartirlas ni decírselo a nadie.
—Esto no está bien —dijo Susie, pero con menos convicción que antes.
—Las cosas se van a poner bastante feas —dijo Chuck—. Ya lo están, y hasta ahora hemos sido lo más blandos posible. Pero ya no podemos permitírnoslo. —Me miró—. Di a Damon que mande un mensaje convocando una reunión comunitaria.
—¿Para cuándo?
—Para cuando se ponga el sol.
Bajando la mano, pasó un dedo por la pantalla del móvil para volver a poner la radio.
—«… creo que no nos llegan noticias de Washington y Los Ángeles porque han sido barridas por un ataque biológico con una nueva cepa de gripe aviar. Yo no voy a dejar Nueva York, de eso ni hablar, y si alguien llama a mi puerta echaré mano de la escopeta…».
Damon había establecido el puesto de control al final de nuestro pasillo, entre la puerta de mi apartamento y la del de Chuck y Susie. Dos móviles estaban conectados a la parte posterior de un portátil mediante cables USB.
—Los utilizo para conectarme a nuestra red de malla —explicó—. He entrado en los edificios vecinos y hay gente cerca que mantiene activos móviles de la red desde ubicaciones fijas. —Señaló un bloc con notas y diagramas—. Normalmente están en el tercer piso de los edificios de las esquinas de la manzana, a unos cien metros de distancia entre sí. Son algo así como nuestras antenas de telefonía móvil. Así tenemos al menos unos cuantos puntos fijos dentro de la red, pero el resto es completamente dinámico.
Le había pedido que me explicara lo que estaba haciendo, pero ya hacía mucho que había terminado los estudios de Ingeniería.
—No es una red como esas a las que estás acostumbrado, sino punto-a-punto, y el enrutamiento es reactivo en lugar de proactivo.
Aquello me venía grande.
—¿Cómo sabe la gente de qué modo utilizarla?
—Funciona como un proxy transparente en el fondo de la red —explicó Damon, riendo al ver la cara que ponía yo—. Es totalmente transparente para el usuario, que utiliza su móvil normalmente. Solo tiene que añadir una dirección de malla para las personas de su lista de contactos.
—¿Cuánta gente hay conectada hasta el momento?
—No lo sé exactamente, pero más de mil personas.
Damon había creado la dirección «malla 911» y la había remitido a los móviles del grupo del sargento Williams. Estaba recibiendo docenas de llamadas por hora.
—¿Y te mandan fotos?
Estábamos pidiendo a todo el que se hubiera unido a la red de malla que enviara imágenes de heridos y muertos, así como de los delitos que estuvieran siendo cometidos, adjuntando notas, detalles, absolutamente todo lo que se les ocurriera. Todo eso estaba siendo almacenado en el disco duro del portátil de Damon.
—Sí, ya tengo docenas. Me alegro de que esté funcionando, pero las imágenes…
Bajó la cabeza.
—Quizá deberías dejar de mirarlas.
—Es difícil no hacerlo. —Suspiró.
Le puse la mano en el hombro.
Damon había estado muy ocupado. Otra de las cosas que había creado era un banco de datos para que la gente compartiera consejos útiles, trucos, técnicas para sobrevivir al frío, aplicaciones de móvil que pudieran ser de utilidad (como la radio de emergencia, la linterna, la brújula y el plano de la ciudad de Nueva York), formas de tratar las quemaduras y primeros auxilios. El primer consejo práctico de supervivencia para situaciones de emergencia lo había introducido el propio Damon: cómo destilar marihuana para obtener un analgésico líquido.
—Estás haciendo mucho bien, Damon, salvando vidas. No hay nada más que puedas hacer.
—Quizás hubiéramos podido evitar todo esto, si hubiéramos sido capaces de ver el futuro.
—No podemos ver el futuro, Damon.
Me miró, súbitamente muy serio.
—Algún día cambiaré eso.
Me quedé callado, sin saber muy bien qué decir.
—¿Puedes enviar un mensaje de texto a todas las personas que hay en nuestro piso, pidiéndoles que estén aquí para una reunión cuando se ponga el sol?
—¿Una reunión sobre qué?
Respiré hondo y miré pasillo abajo. Tony estaba jugando con Luke a lo que parecía una variante del juego del escondite.
—Tú limítate a decirles que vengan. Tenemos que hablar.
—Ninguno de nosotros pensaba que esto fuese a durar tanto —explicó Chuck—. Seguiremos compartiendo la electricidad, la calefacción y las herramientas, pero a partir de ahora vais a tener que haceros responsables de vosotros mismos.
—¿Y eso significa…? —preguntó Rory.
Conté treinta y tres personas apretujadas en el pasillo. A pesar de nuestros ímprobos esfuerzos, la suciedad se acumulaba. Había manchas en las mantas y sábanas que cubrían el mobiliario. Nadie se había duchado desde hacía una semana o más, y la mayoría de los presentes apenas se había cambiado de ropa en el mismo período de tiempo. El olor a sudor impregnaba el aire. Las letrinas del quinto piso estaban hechas un desastre y el hedor que emanaba de ellas parecía filtrarse por las paredes y el suelo. La moqueta estaba empapada debido a toda la nieve que habíamos ido subiendo en el ascensor para derretirla en ollas y cacharros, y la humedad se notaba en los cojines y en los muebles. El moho iba invadiendo los zócalos.
—Lo que intentamos deciros es que de ahora en adelante vais a tener que conseguir vuestra comida —dije, mirando la mugre que se me había acumulado debajo de las uñas—. No podemos seguir compartiendo los suministros de que disponemos.
Los suministros de que disponía Chuck, para ser exactos, y todos los presentes entendieron que estábamos trazando una línea entre aquellos con los que Chuck y Susie compartirían la comida y aquellos con quienes no la compartirían.
—¿Así que a partir de ahora cada uno tendrá que arreglárselas por su cuenta? ¿Es eso lo que estáis diciendo? —preguntó Richard.
Había acogido a varios refugiados del incendio y seguía alojando a la familia china. Aunque a regañadientes, yo había empezado a sentir un cierto respeto por él.
—No. Seguiremos compartiendo las labores de custodia, el agua y la limpieza, pero en lo tocante a la comida vamos a tener que empezar a racionar lo que tenemos. —Señalé la comida que habíamos apilado en la mesa del centro—. Hemos dividido lo que podíamos compartir. Añadidlo a lo que tenéis. Vais a tener que empezar a hacer cola para conseguir raciones de emergencia.
Por la tarde, antes de aquella reunión, Chuck y yo habíamos salido y probado mi aplicación de la caza del tesoro para recuperar algunos de los suministros que habíamos escondido. La aplicación había funcionado a la perfección. Desenterramos tres bolsas al primer intento.
—A cada uno le corresponde una de estas raciones —dijo Chuck, señalando la comida amontonada—. En adelante será cosa vuestra la lentitud o la rapidez con que decidáis comérosla. Después tendréis que salir a buscar lo que podáis.
Sacudiendo la cabeza, Richard fue hacia la mesa y cogió unos cuantos paquetes.
—¿Qué haces? —preguntó Chuck, que no había dejado de observarlo en ningún momento.
—Somos diez —dijo Richard, señalando a la familia china y los refugiados de su extremo del pasillo—. Vamos a compartir lo que tenemos.
Poniendo mala cara, se marchó a su apartamento y su grupito con él.
Rory se inclinó a coger cuatro paquetes de raciones sin dejar de mirar a Chuck. Había acogido a una pareja del piso de abajo.
—Supongo que ahora por fin sabemos quiénes son nuestros amigos.
—Lo siento —dije—, pero había que trazar la línea en alguna parte.
Rory miró a Damon, pero se volvió sin decir nada y regresó a su apartamento, llevándose consigo a Pam y a la otra pareja.
Las nueve personas que seguían en el pasillo eran la joven familia que Damon había traído consigo y los seis de los apartamentos de abajo. Todos se limitaron a murmurar su agradecimiento y cogieron sus paquetes.
Chuck, Damon y yo volvimos al apartamento de Chuck para sentarnos en su sofá mientras Tony iba abajo. Las chicas empezaron a preparar la cena.
—Bueno, la cosa ha ido bastante bien —dije después de una pausa.
—Quiero levantar una barricada en nuestro extremo del pasillo —dijo Chuck—. No quiero que nadie excepto nosotros vuelva a venir aquí nunca más.
—¿Crees que es una buena idea? —preguntó Damon.
Mi móvil sonó para indicarme que acababan de enviarme un mensaje. Metí la mano en el bolsillo para sacarlo y vi que era del sargento Williams: «Hemos tenido que poner en libertad a Paul y Stan. Les hemos advertido que no se acerquen a ustedes, pero estén atentos. No he podido hacer otra cosa».
—Sí —le respondí a Damon, releyendo el mensaje antes de pasarle el móvil a Chuck para que lo leyera—. Creo que levantar una barricada es una buena idea.
Damon me miró de reojo mientras Chuck leía el mensaje, con la mandíbula tensa.
—Y necesitamos más armas de fuego.