Año Nuevo - 1 de enero
—Intenta no moverte —dije suavemente. El hombre que yacía sobre el colchón gimió y levantó la vista hacia mí. Tenía graves quemaduras en la cara—. Vamos a conseguir ayuda.
El hombre asintió, cerrando los ojos con una mueca.
Habíamos convertido el vestíbulo de nuestro edificio en una enfermería improvisada, bajando unos cuantos colchones de los apartamentos desocupados y poniéndolos en el suelo. Pam se encargaba de atenderlos con la ayuda de un médico de urgencias y unos cuantos sanitarios llegados de edificios cercanos.
El acre hedor del humo y el fuego se mezclaba con los olores corporales y la fetidez de las heridas abiertas. Habíamos bajado una estufa de queroseno, pero empezábamos a andar escasos de ese combustible, así que habíamos empezado a alimentarla con diésel. La combustión no era la apropiada, lo que contribuía a intensificar la peste a ceniza y petróleo que flotaba en el ambiente.
Habíamos dejado abierta la puerta de atrás calzándola con una cuña para ventilar. Por lo menos, fuera la temperatura había subido por encima del punto de congelación por primera vez en una semana y al fin había dejado de nevar. El sol brillaba por primera vez en días.
Los incendios seguían ardiendo. Di gracias a Dios de que nuestro edificio no estuviera unido a ningún otro.
El viento, que no había dejado de soplar en toda la noche, impulsaba las llamas de un edificio al siguiente. Aquel incendio no era el único. Radio Pública de Nueva York había anunciado que durante las celebraciones de Año Nuevo se habían declarado otros dos en Manhattan; las velas y las hogueras no se llevaban bien con el alcohol. Las autoridades habían empezado a advertir a la gente que no encendiera fuego en el interior de las casas y que tuviera mucho cuidado con las velas y los calefactores.
«Demasiado poco y demasiado tarde. Además, ¿qué se supone que van a hacer si pasan frío y están a oscuras?».
Una riada de gente había salido corriendo de los edificios en llamas la noche anterior. Muchos sufrían los efectos de la inhalación de humos y había algunos gravemente heridos, pero la mayoría estaban ilesos. Todos, no obstante, estaban aterrados por la idea de estar, a partir de ese momento, expuestos al frío y a las inclemencias del tiempo, así que se aferraban a cualquier pertenencia que pudieran transportar, preguntándose adónde ir.
Un convoy militar de vehículos pesados surgió de la negrura bajando por la calle Veintitrés desde la autopista del West Side, con la nieve crujiendo bajo sus gruesos neumáticos. No podían hacer nada con respecto a los incendios. No había agua, bomberos ni servicios de emergencias disponibles. Transmitieron por radio la información que pudieron, cargaron a los heridos en sus vehículos y media hora después se habían ido. Alrededor de una hora más tarde lo reemplazó un segundo convoy.
El tercero no apareció.
Por aquel entonces, un variopinto grupo de bomberos locales, médicos, enfermeras y policías que no estaban de servicio intentaba imponer orden en el caos. No sabiendo qué otra cosa hacer, empezamos a llevar a algunos de los heridos a nuestro edificio e intentamos convencer a los vecinos de otros edificios cercanos de que hicieran lo mismo.
Quienes acababan de quedarse sin hogar suplicaban entre lágrimas que se les permitiese entrar en los edificios colindantes. Algunos de los primeros en hacerlo habían encontrado gente dispuesta a acogerlos, y nosotros habíamos accedido a aceptar dos parejas, pero las peticiones no tardaron en desbordarnos. Manteniéndonos al margen, vimos cómo iniciaban su solitario camino hacia el Javits y Penn Station, abatidos, aterrorizados, muchos de ellos con niños. Un torrente incesante de nuevos refugiados desaparecía en la oscuridad y la nieve que los engullía, suplicando cobijo a quienes los veían pasar, muchos únicamente con la luz del móvil para mantener a raya la noche.
Un ruido en la entrada de atrás devolvió bruscamente mi atención al presente. Damon apareció en la puerta con un chico de uno de los edificios adyacentes. Nos hizo una seña a Pam y a mí para que nos acercáramos. Llevaba lo que parecía una enorme cachimba.
—He ido por ahí pidiendo analgésicos y antibióticos —le dijo en voz baja a Pam—. Advil y aspirina es casi lo único que he conseguido. —Nos enseñó unos cuantos frasquitos—. Convencer a la gente de que me diera aunque solo fuese esto ha sido bastante difícil, pero he tenido una idea.
—¿Qué idea? —preguntó Pam.
Damon titubeó antes de hablar.
—Les haremos fumar hierba —dijo finalmente—. Es un estupendo analgésico.
Le hizo una seña a su acompañante, un chico de unos dieciséis años, que sonrió incómodo y nos mostró una gran bolsa de marihuana.
—Estas personas sufren los efectos de la inhalación de humos, algunas incluso tienen los pulmones quemados —siseó Pam, abriendo mucho los ojos mientras señalaba las veinte camas que había en el suelo—. ¿Y tú quieres que las haga fumar?
Damon y el chico la miraron.
—¡Espere! —indicó el chico—. Podríamos hacer algo así como… pastelitos o… no, ¡té! Podemos preparar té y añadirle un poco de alcohol para disolver el THC. Eso funcionaría.
La expresión de Pam se suavizó.
—De hecho es una gran idea.
Alguien chilló de dolor en una de las camas.
—¿Puedes tenerlo listo enseguida? —preguntó Pam.
El chico asintió, y Damon le dijo que subiera al sexto y pidiera a Chuck lo que necesitase.
En ese momento sonó su móvil.
Llevaba sonando todo el día y toda la noche a causa de la gente que se había unido a la red iniciada por él.
Después de mostrar al sargento Williams cómo instalar el programa, le habíamos pedido que consiguiera que el mayor número de personas lo usara. Cuanta más gente estuviera conectada, más mensajes podrían viajar por la red. Damon también había ido a los edificios vecinos con unos cuantos chips de memoria y les había explicado el procedimiento. A juzgar por la cantidad de mensajes entrantes, Damon y el sargento Williams habían estado muy ocupados.
La red de malla se había vuelto vírica.
Cientos de personas habían entrado ya en ella, y se unían docenas más a cada hora que pasaba. La gente estaba encontrando formas de recargar los móviles, ya fuese con generadores o paneles solares, o apartando la nieve de los coches y poniéndolos en marcha. Alguien colgó un mensaje general para todas las personas conectadas, explicando cómo sacar la batería de un coche y hacerle un puente para cargar los móviles.
—¿Podrías enviar un mensaje pidiendo a la gente de nuestra zona que traiga más hierba? —le pregunté a Damon. Él asintió y sacó su móvil.
—Podemos recogerla al volver.
Íbamos a volver a Penn Station para llevar allí a los heridos más graves. Dos de ellos necesitaban cuidados intensivos y eso era más de lo que podíamos proporcionarles nosotros. Tony estaba preparando mochilas con arneses unidos a trineos improvisados de los que podríamos tirar por la nieve. Fui hasta las escaleras del sótano para ver qué tal le iba.
Cuando llegué, Tony ya estaba subiendo, remolcando ruidosamente su carga. Luke había estado ayudándolo, en realidad correteando alrededor de él y amontonando bidones de agua vacíos, pero le encantaba estar cerca de Tony. Este se lo había puesto debajo de un brazo al subir.
—Las luces de emergencia se han dado por vencidas —dijo en cuanto me vio. Puso a Luke en el suelo y Pam se acercó para llevarlo arriba—. Mejor será que empecemos a ahorrar la carga de las linternas frontales. Andamos escasos de pilas.
Asentí y le tendí las manos para ayudarlo a acabar de subir los trineos. Los pusimos en el vestíbulo.
—Tú eres el mejor esquiador —dijo Tony, cogiendo el arnés-mochila que había improvisado y haciéndome una demostración de cómo utilizarlo—. Creo que tú y yo deberíamos encargarnos del transporte y llevarnos a Damon como refuerzo.
Damon se encogió de hombros.
—Lo siento, tío, pero lo mío es más bien el surf.
«¿Cómo un chico de Luisiana que estudia en Boston acaba siendo surfista?».
Suspiré. Al ponerme los vaqueros aquella mañana había tenido que abrocharme el cinturón un agujero más allá de lo habitual. Mirándolo por el lado bueno, parecía que por fin iba a perder algo del exceso de peso que Lauren me había estado reprochando últimamente. Por otra parte, me sentía hambriento, famélico de hecho.
Morirse de hambre… Con una punzada de preocupación, comprendí que quizás acabara teniendo una experiencia de primera mano de lo que sentías al morir de hambre.
Tony, Damon y yo nos vestimos, mientras los del personal de emergencias médicas arrastraban los trineos hasta las dos personas con quemaduras más graves que llevaríamos a Penn Station. Pese a los gemidos y los gritos ahogados de los heridos, empezaron a abrigarlos del frío e hicieron lo que pudieron para asegurarlos en los trineos.
Abrimos la puerta de atrás y subimos al montículo de nieve acumulada fuera. El cielo era una lámina gris, y no se notaba mucho frío. La rapidez con la que el cuerpo humano se acostumbra al frío es realmente asombrosa. Solo dos semanas antes yo me habría estado quejando de esa temperatura sin dejar de temblar, pero ahora, a dos o tres grados por encima de cero me parecía que hacía un calor casi tropical.
Plantados sobre el montículo de nieve, nuestros pies quedaban a la altura de la cabeza de las personas que estaban de pie en el vestíbulo. Una mantenía abierta la puerta mientras las demás empujaban con mucho cuidado los trineos de los pacientes para subirlos por la empinada ladera de nieve.
Era un trabajo incómodo, y cada sacudida de los trineos provocaba un nuevo grito de dolor de sus ocupantes.
No tardamos en ponernos los esquíes y avanzar por el centro de la calzada de la calle Veinticuatro en fila india y con Damon a la cola. El sendero de dos carriles para esquiar y las huellas de pisadas mostraban numerosas señales de uso, con aberturas practicadas en los montículos de nieve que flanqueaban las calles.
Nuestro avance era bastante rápido.
Doblamos la esquina de la Novena y nos detuvimos a mirar calle abajo. El edificio de la esquina con la calle Veintitrés era un esqueleto calcinado, pero el fuego seguía consumiendo los edificios de más abajo de la avenida y de la calle Veintidós. Gruesas humaredas negras manchaban el gris del cielo.
En la calle Veinticuatro aumentó el número de transeúntes. Había gente yendo en todas direcciones, arrastrando o cargando lo que podían.
La basura que yo había visto empezar a aparecer hacía dos días estaba amontonada a lo largo de los bordillos y, con el aumento de la temperatura, cada ráfaga de viento traía el hedor de los excrementos humanos, que empezaba a infiltrarse a través de la nieve que se derretía. En los montones más grandes, cerca de los cruces, las ratas competían con bandas de carroñeros humanos, hurgando entre la basura en busca de comida.
Como sumido en un trance, yo me deslizaba por aquel paisaje de decadencia urbana, observando la cara de la gente, inspeccionando sus bolsas, fascinado por las cosas que habían decidido llevarse: una silla aquí, una bolsa llena de libros allá. A lo lejos alguien llevaba una pajarera dorada.
Atisbando a través de los escaparates rotos de los comercios, vi a gente acurrucada dentro en torno a barriles de petróleo con fuegos encendidos dentro, el humo saliendo a las calles para ennegrecer los costados de los edificios. Pese a todo, reinaba el silencio, roto únicamente por el tenue rumor de pies moviéndose sobre la nieve y el tenue murmullo de las personas desplazadas.
—¡Un momento!
Mirando por encima del hombro izquierdo, cuando doblábamos la esquina de la Séptima Avenida para iniciar la subida hacia Penn Station, vi a Damon agazapado en el cruce junto a un montón de bolsas de basura, sirviéndose de su móvil para sacarle una foto a alguien que estaba sentado allí.
«¿Qué hace?».
No era el momento para entretenerse con tonterías. Aflojé la marcha ligeramente porque no quería dejarlo atrás. Unos segundos después Damon venía hacia nosotros apretando el paso para alcanzarnos. Cuando lo hubo hecho nos adelantó corriendo y volvió a adentrarse en la nieve que cubría la acera. Rebuscó entre algunas bolsas y al no encontrar lo que al parecer andaba buscando, se me acercó corriendo.
—Ese tío de ahí estaba muerto —me explicó, sin aliento.
Empezó a teclear algo en su móvil, manteniéndose a mi altura todo el rato.
«Va a haber muchos muertos, y por los muertos no hay nada que podamos hacer».
No estaba impresionado, así que no dije nada.
—Deberíamos tomar nota de lo que pasa. Ese cadáver de ahí quizá fuese el ser querido de alguien —continuó Damon, acabando de teclear y guardándose el móvil—. He creado una dirección de malla conectada a mi portátil de nuestro refugio, para que la gente mande fotos con texto añadido y explicaciones del cuándo, el dónde y el qué. Cuando todo esto pase, quizá podamos contribuir a juntar las piezas, aportar alguna solución.
Respirando hondo, comprendí que me había equivocado. Quizá podíamos hacer algo por los muertos. «Podemos aportar a sus seres queridos una sensación de conclusión».
—Es una gran idea. ¿Podrías mandarme la dirección?
—Ya lo he hecho.
Algo más le llamó la atención y se fue corriendo.
—Ese chico es muy inteligente —dijo Tony detrás de mí.
La multitud congregada en torno a Penn Station era mucho más grande que hacía dos días.
La nieve estaba sucia y pisoteada, llena de escombros y desperdicios, y miles de personas abarrotaban las entradas. Soldados armados con uniforme de trabajo habían sustituido a los agentes de policía que custodiaban las barricadas anteriormente. Había un puesto de mando protegido por sacos terreros con armamento pesado justo detrás de ellos.
A medida que nos aproximábamos, un murmullo ahogado fue creciendo poco a poco hasta convertirse un estrépito de voces, sirenas e instrucciones gritadas por megáfonos.
Nos detuvimos a mirar a la multitud.
—No vamos a poder entrar —dijo Tony—. Quizá deberíamos probar en la Autoridad Portuaria o subir hasta Grand Central o el Javits.
—Estarán igual.
Tuve una idea y eché mano de mi móvil.
—Le mandaré un mensaje de texto al sargento Williams. Quizá pueda enviarnos a alguien de dentro.
Mientras lo mandaba, Damon y Tony soltaron los arneses, comprobaron el estado de nuestros pasajeros y les explicaron lo que habíamos hecho. Segundos después de haber pulsado el botón de enviar, antes incluso de haber guardado el móvil, oí la señal de un mensaje entrante.
—Nos manda a alguien —dije. «Esta red de malla es un auténtico salvavidas».
Tony asintió y ajustó las mantas de uno de los trineos, susurrando que enseguida vendría alguien.
—¿Te ha llegado algún mensaje sobre…? —empecé a preguntarle a Damon, pero me interrumpió el chillido que resonó entre la multitud, justo delante de nosotros.
—¡Dame eso, perra! —gritó un hombretón, agarrando la mochila de una mujercita asiática.
Las mugrientas rastas rubias oscilaban alrededor de su cabeza mientras forcejeaba con la mujer, que aferraba desesperada una correa de la mochila, y la arrastró por la nieve sucia sacándose una pistola del bolsillo.
La multitud se dispersó en torno a ellos.
—Te lo advierto —la amenazó, tirando de la bolsa con una mano y apuntando con el arma a la asiática con la otra.
La mujer levantó la vista hacia él y gritó algo en coreano o chino, pero soltó la mochila y se dejó caer sobre la nieve.
—Esa mochila es mía —dijo llorando en nuestro idioma, bajando la cabeza—. Es todo lo que tengo.
—Debería pegarte un tiro ahora mismo, zorra asquerosa.
Junto a mí, Tony sacó su 38 y lo mantuvo oculto entre ambos. Lo miré, negué con la cabeza y lo sujeté. Después saqué el móvil, activé la cámara y tomé una foto.
El hombre me miró, sonriendo.
—¿Qué, te gusta?
Saqué otra foto y apreté unos cuantos botones.
—No, el caso es que no me gusta nada. Me he limitado a sacarte una foto y se la he enviado al sargento de policía que viene hacia aquí.
La sonrisa se evaporó del rostro del hombre, sustituida por la confusión.
—Los teléfonos no funcionan.
—En eso estás muy equivocado, y lo que estás haciendo no está bien.
Su confusión se convirtió en ira. Yo no tenía muchas ganas de embarcarme en una pelea y nunca me había metido en ninguna, pero lo justo era lo justo.
—Que estemos pasando por un mal momento no es excusa para empezar a hacer daño a la gente.
El hombretón se irguió. Era mucho más corpulento de lo que yo había creído en un principio.
—¿A esto lo llamas un mal momento? ¿Estás de coña? Esto es el fin de los días, hermano, y estos bastardos chinos…
—Lo que estás haciendo no sirve de nada —me limité a decir.
—Me sirve a mí. —Se rio.
—La gente se enterará de lo que has hecho. Acabas de cometer un delito y yo lo he registrado. —Le enseñé el móvil—. Esto se acabará algún día, y entonces tendrás que responder por ello.
El hombretón volvió a reír.
—¿Con la que está cayendo, piensas que a alguien le importará que haya robado una mochila?
—A mí me importa —dijo Tony, con el arma todavía oculta. Una pequeña multitud se había congregado en torno a nosotros.
—¿Hay alguien más a quien le importe esta zorra? —chilló el hombre, paseando la mirada por el gentío. La mayoría se limitó a mirarlo sin reaccionar, pero bastantes asintieron para indicar que estaban de acuerdo con Tony.
—Eso no está bien —gritó alguien desde atrás.
—Devuélvele la mochila a la señora —dijo otra persona de la primera fila.
—¡Que os den! —exclamó el hombretón, y echó a andar alejándose de nosotros. Tony se dispuso a apuntar, pero el hombretón le arrojó la mochila a la mujer después de haber cogido unas cuantas cosas que contenía.
—Deja que se vaya —dije con un hilo de voz, conteniendo a Tony. Temblaba de los pies a la cabeza—. No vale la pena.
Tony gruñó, obviamente en desacuerdo conmigo, pero se guardó el arma de todas maneras. La gente empezó a dispersarse y dos personas ayudaron a la mujer a levantarse. Unos cuantos vinieron hacia nosotros.
—¿De verdad le funciona el móvil? —preguntó una chica.
—En cierto modo —respondí yo, señalando a Damon—. Tendrás que hablar con él.
En cuestión de minutos se había formado un gran corro alrededor de Damon. Muchos aún tenían móvil, pero con la batería descargada. El chico empezó explicando formas de recargarlos y luego sacó los chips de memoria de algunos para copiar en ellos la aplicación de malla.
—Eso de sacarle la foto ha sido una buena idea —dijo Tony.
Nos quedamos a un lado viendo cómo Damon instruía al gentío sobre las redes de malla. Era como estar en un cuento de hadas cuyo protagonista fuese por el mundo sembrando cibersemillas.
—Como no hay policía, la gente cree que puede hacer lo le dé la gana sin que le pase nada —dijo Tony—. Sacarles fotos podría hacer que se lo pensaran dos veces.
—Quizá —suspiré—. Siempre es mejor que nada.
—Es bastante mejor que nada, y mejor que matarnos a tiros.
En la masa de gente próxima a la barricada que protegía la entrada de la estación vi iniciarse un altercado, y entonces apareció la cara del agente Romales entre el gentío, dirigiéndose hacia nosotros. Y un instante después acababa de abrirse paso entre la gente cabeceando, seguido por otros dos agentes.
—Resulta imposible acoger a nadie más —dijo inmediatamente.
Señalé los trineos.
—Son víctimas del incendio de anoche, y si no reciben atención médica van a morir.
—Mucha gente está muriendo —masculló Romales, arrodillándose junto a un trineo y apartando unas cuantas mantas. En cuanto vio la extensión de las quemaduras, torció el gesto y cerró los ojos, retrocediendo.
»De acuerdo, chicos, coged esos trineos —les dijo a los otros agentes que habían venido con él. Volviéndose hacia mí, añadió—: Aceptaremos a estos dos, pero se acabó. Los de ahí dentro están igual de mal o peor.
Señaló en dirección al Madison Square Garden.
—¿Entendido?
Asentí. «¿Tan mal están ya las cosas?».
—Una cosa más —dijo mientras se volvía para irse—. ¿Se acuerda de ese tal Paul al que trajeron?
Volví a asentir con la cabeza.
—Anoche su hermano murió a causa de la herida y quizá tengamos que soltarlo.
—¿Soltarlo? —Me acordé de lo que había dicho el sargento Williams, pero seguía sin poder creérmelo.
Romales se encogió de hombros.
—Hoy han soltado a todos los que estaban en los centros penitenciarios de seguridad media. No tenemos sitio para meterlos a todos. Nos quedamos durante un día o dos con todos los que traemos y les tomamos declaración, pero no nos queda más remedio que soltarlos antes de que todo esto haya terminado.
Me froté la cara y miré al cielo.
«Dios mío, si el hermano de Paul ha muerto y a él lo dejan libre…».
—¿Cuándo?
—Quizá mañana, quizá pasado —dijo Romales, desapareciendo entre la multitud.
Lo vi marchar, y un nudo de tensión se asentó en mi estómago roído por el hambre.
—¿Te encuentras bien?
Era Damon. Había terminado sus lecciones sobre la red de malla y la gente congregada a nuestro alrededor se había dispersado.
—La verdad es que no.
Tony también había oído lo que acababa de decir Romales, y vi que apretaba el arma que llevaba en el bolsillo. Damon nos miró en silencio un instante.
—Justo antes de que ese tío atacara a la mujer, me estabas preguntando si había recibido algún mensaje de…
Reí.
—¡Ah, sí!
—¿Qué era lo que querías saber exactamente?
—¿Alguien te ha dicho que tiene un poco de hierba para que la recojamos en el trayecto de vuelta?
—Sí, he recibido dos mensajes de texto.
—Me alegro, porque ahora mismo no me iría nada mal fumarme un porro.