Día 9

Víspera de Año Nuevo - 31 de diciembre

—Apetito por el riesgo —dijo Chuck, arrastrando las palabras—. Es el problema de nuestro país, la razón por la que estamos metidos en este lío.

—¿Por el riesgo?

—Sí —me respondió con la voz pastosa—, o, mejor dicho, nuestra falta de apetito por él.

Volvíamos a estar en el apartamento de Richard para celebrar la Nochevieja, con casi toda la gente que quedaba en el edificio, unas cuarenta personas. Después de la irrupción y el drama del día anterior, teníamos a dos personas de guardia en el vestíbulo en todo momento, armadas con un 38 y un móvil para enviar mensajes de alerta a todos los residentes del edificio a través de la red de Damon.

Un poco de luz había aparecido al final del túnel. Según las dos emisoras que aún transmitían, Radio Pública de Nueva York y Servicios Públicos de Nueva York, a la zona sur de Manhattan volvería la electricidad a lo largo del día siguiente. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército había llegado y estaba invirtiendo todos los recursos de que disponía para resolver el problema, fuera cual fuese.

Helicópteros pesados de las Fuerzas Aéreas llevaban todo el día sobrevolando la ciudad, y el ruido y las vibraciones nos daban sensación de seguridad, de que los chicarrones por fin habían hecho acto de presencia.

Mientras los hombres subían nieve para obtener agua y salían a la calle para hacer trueques con los vecinos de los edificios próximos y obtener provisiones, las mujeres hacían lo que podían para limpiar, adornar y cocinar algo decente. Chuck había conectado el televisor y el equipo de sonido al generador en el apartamento de Richard y estaba poniendo vídeos y música del móvil de Damon. También había serpentinas colgadas del techo.

Habíamos invitado al grupo del segundo piso, un total de nueve personas, a que se unieran a la fiesta. En la incursión, el grupo de Paul también se había hecho con parte de sus provisiones. Estaban rindiendo homenaje a Irena y Aleksandr por haberle parado los pies tan heroicamente, un papel con el que la anciana pareja no se sentía demasiado cómoda, pero que aceptaba con sonrisas y asentimientos de cabeza.

La gente formaba corrillos, hablaba y algunos incluso bailaban. Si cerrabas los ojos, era casi como si todo fuera normal…, casi. Nadie se había duchado en cinco días.

—¿Apetito por el riesgo? —dijo Rory—. ¿Ayer decías que deberíamos tener más miedo y hoy dices que necesitamos arriesgarnos más?

—Trato de ponerme de acuerdo contigo —replicó Chuck.

—¿Sí? —exclamó un claramente perplejo Rory.

—He estado pensando en ello, y tienes razón. El miedo no es la respuesta. Si tenemos miedo de todo, entonces tenemos miedo de hacer cualquier cosa y estamos renunciando a nuestra libertad. ¡Tenías razón!

—¿Te importaría explicarte?

Por encima del hombro de Damon vi a Susie y a Lauren sentadas en la moqueta de la sala de estar, sosteniendo juntos a Luke y Ellarose, ayudándolos a bailar.

Todo el mundo parecía estar de lo más contento.

Chuck sonrió, cogió una botella del centro de la mesa y se sirvió otra copa. Estábamos sentados en torno a la mesa de la cocina de Richard, con un surtido de sus mejores escoceses en el centro.

—¿A que no adivináis quién entró en uno de mis restaurantes hace unas cuantas semanas? —dijo Chuck.

«Esta va a ser una de esas historias suyas».

—¿Quién?

—Gene Kranz.

Todos se encogieron de hombros excepto Damon.

—¿El controlador de la misión Apolo?

—¡Exacto! En la época de Gene se ataban a trineos-cohete y encendían la mecha con un puro. ¿Sabéis cuál era la media de edad de los controladores de la misión Apolo?

Todos nos encogimos de hombros, a pesar de que era una pregunta retórica.

—¡Veintisiete años!

—¿Y?

—Pues que hoy en día la gente no se fía de que alguien de veintisiete años le prepare una hamburguesa, ya no hablemos de que llegue a la Luna. Todo tiene que contar con el visto bueno de un millón de comités y prácticamente todo nos da miedo. No estamos dispuestos a aceptar ningún riesgo y eso está acabando con este país.

—Exacto —convino Rory—. Tenemos miedo de los terroristas, así que permitimos que el Gobierno recopile información de naturaleza personal sobre dónde estamos y qué estamos haciendo, que haya cámaras por todas partes.

—Sin riesgo no hay libertad —dijo Chuck, agitando un dedo en el aire.

—Pero si no estás haciendo nada ilegal —comenté yo—, entonces no tienes nada que temer. A mí no me importa renunciar a un poco de intimidad a cambio de un poco de seguridad.

—Ahí es donde te equivocas. Tienes mucho que temer. ¿Acaso sabes dónde va a parar toda esa información?

Me encogí de hombros. En el mundo de lo mediático en el que yo trabajaba recopilábamos regularmente enormes cantidades de información sobre los consumidores online que vendíamos a las empresas. No veía nada de malo en ello.

—¿Sabes que hay nuevas leyes que permiten al Gobierno examinar todo lo que haces online, todos los sitios a los que vas?

—No lo sabía.

—Cada vez que existe aunque solo sea la sospecha de que el Gobierno está limitando el derecho a comprar armas, la opinión pública se sube por las paredes y empieza a decir que intentan arrebatarnos la libertad, pero de esa ley de la que te hablo y que permite al Gobierno espiar todo lo que haces sin tu consentimiento… ni mu. Es una clara violación de la Tercera y la Cuarta enmiendas, pero nadie dice ni una sola palabra. —Inspiró profundamente.

—¿Sabes en qué consiste realmente la libertad? —preguntó Rory—. La libertad son las libertades civiles, y el fundamento de las libertades civiles es la intimidad. Sin intimidad no hay libertades civiles ni libertad. ¿Sabes por qué no le toman las huellas dactilares a todo el mundo?

—Pues a mí me parecería una buena idea que lo hicieran —rio Chuck.

—No lo hacen porque, en cuanto tienen tus huellas —continuó Rory como si no me hubiera oído—, te conviertes inmediatamente en sospechoso de todo delito que se cometa. Cotejarán tus huellas con todas las que encuentren en el escenario de un crimen. Pasas de ser un ciudadano libre a ser sospechoso de haber cometido un delito.

—Y las huellas dactilares solo son una de las maneras de identificarte —añadió Damon—. Tu localización, tu cara en una cámara, lo que compras: toda tu información personal crea una huella dactilar digital.

Chuck todavía no estaba convencido.

—¿Qué importancia tiene que el Gobierno disponga de un montón de información sobre mí? ¿Para qué la va a utilizar?

—¿Para qué la va a utilizar? Esa es exactamente la cuestión. Si la tiene, alguien puede robársela —replicó Rory y me señaló con el dedo—. Las nuevas aplicaciones para los medios en las que trabajas son incluso peores.

—Eh, venga ya —dije, alzando una mano.

Era evidente que Rory estaba todavía más borracho que Chuck. Me miró con los ojos acuosos.

—Si no pagas un producto eres el producto. ¿No es así? ¿Acaso tú no estás vendiendo toda esa información privada sobre los consumidores que recopilas a empresas que se dedican a comercializar productos?

Chuck sacudió la cabeza.

—¿Qué pretendes decir?

—¿Que qué pretendo decir? —Rory se levantó, parpadeó y tomó otro sorbo de escocés—. Te lo diré. Nuestros abuelos tomaron por asalto las playas de Normandía para proteger nuestra libertad. Y ahora, porque tenemos miedo y no estamos dispuestos a asumir riesgos, estamos renunciando a las mismas libertades por las que ellos combatieron y murieron. Estamos renunciando a la libertad por miedo.

No le faltaba razón.

Damon asintió.

—No puedes proteger la libertad renunciando a ella.

—Exacto —dijo Rory, volviendo a sentarse.

Entonces la música dejó de sonar y una voz brotó del sistema de sonido.

—«Es un espectáculo increíble. Ni siquiera sé cómo describir…».

—¿Lo estáis pasando bien, chicos? —preguntó Susie, con Ellarose en los brazos. Se había puesto sigilosamente detrás de Chuck durante nuestra animada discusión.

—Solo estábamos charlando un poco —respondí.

Chuck levantó la vista y le pasó el brazo por la cintura al tiempo que se inclinaba a darle un beso a Ellarose.

—Venid a sentaros con nosotros —nos dijo Susie—. Empieza la cuenta atrás en la radio.

—«… miles de personas de pie en la nieve con velas, linternas, lo que han podido encontrar…».

Me levanté y fruncí el ceño.

—¿Desde dónde retransmiten?

Susie sonrió.

—Desde Times Square, naturalmente.

Echando mano de mi vaso, fui hasta los sofás, me acomodé junto a Lauren y senté a Luke en mi regazo. La voz del locutor volvió a brotar del sistema de sonido.

—«Por primera vez en más de cien años, desde que Times Square se llama Times Square, no hay luz en Año Nuevo, pero aunque los neones se hayan apagado, la luz sigue brillando intensamente en los corazones de los neoyorquinos. La gente sale de la oscuridad por todas partes…».

La habitación estaba en silencio; todo el mundo se había quedado sin palabras. Al otro lado de las ventanas, grandes copos de nieve surgían de la negrura, iluminados brevemente por la luz que brotaba de nuestro refugio, para desaparecer nuevamente en la noche.

—«… la celebración oficial ha sido cancelada y las autoridades han advertido contra el peligro de que se congregue la gente, que sin embargo sigue viniendo. Se ha levantado una estructura improvisada en la nieve, con una pantalla de proyección y generadores…».

—Recuerda este momento —le susurré a Luke.

—«Cuando falta un minuto para medianoche, la multitud se ha unido en una interpretación espontánea de nuestro himno nacional. Voy a tratar de situar el micrófono…».

Ya oíamos, a pesar del ruido y de la estática, la inconfundible melodía de Barras y estrellas.

La emoción nos embargaba a todos. Era nuestro himno, surgido de otro momento en que el país se había visto sitiado, otro momento en que se había doblegado pero no roto. Las palabras nos conectaban a través del tiempo con el pasado y el futuro.

Oímos luego aplausos y vítores.

—«Diez… nueve… ocho…».

—Te quiero, Luke —dije, apretándolo cariñosamente mientras lo besaba. Lauren lo besó también—. Y a ti, Lauren.

La besé y me devolvió el beso.

—«… dos… uno… ¡Feliz Año Nuevo!».

La habitación estalló en un estrépito de felicitaciones y gritos de alegría. Todos nos levantamos para abrazarnos y besarnos.

—¡Eh —gritó alguien—, mirad!

Yo estaba ocupado dándole un beso a Ellarose cuando Chuck me tocó el hombro. La gente se agolpaba en la ventana del otro lado del apartamento. Damon estaba allí, haciéndonos señas.

—¡Las luces se han encendido! —gritó, señalando por la ventana.

Allí donde antes solo había oscuridad, ahora los copos de nieve caían iluminados por un suave resplandor procedente de fuera. Cogiendo en brazos a Luke, me acerqué.

No era solo la luz de una linterna o una farola, sino una iluminación que bañaba toda la calle y el edificio de enfrente. Desde aquel ángulo, entre los edificios no podíamos ver luces, sino solo su reflejo. Alzando la mirada, vi que incluso el cielo estaba iluminado. El edificio de al lado tenía electricidad, tal como habían prometido en la radio.

—¡Venid! —gritó Chuck—. ¡Vamos abajo a echar un vistazo!

—Yo me quedaré aquí con los niños —dijo Lauren—. Tú ve a mirar.

Estrechándola entre mis brazos, volví a besarla.

—¡No, ven, quiero que Luke vea esto!

En una loca carrera propulsada por el alcohol que circulaba por nuestro organismo, todos los presentes nos apresuramos a buscar algo de abrigo. Fuera tampoco hacía tanto frío, así que eché mano de lo primero que encontré. Me aseguré de abrigar bien a Luke y bajé por las escaleras con todos los demás. En el vestíbulo, la puerta principal estaba demasiado atascada por la nieve, así que fuimos colándonos de uno en uno por la puerta trasera para salir a la calle Veinticuatro.

Luke estaba un poco confuso pero sonriente con tanta actividad.

Con la linterna frontal en la mano fui hasta el centro de la calzada, donde el sendero era más o menos practicable. Me tomé mi tiempo en la semioscuridad, mirando dónde ponía los pies, sin dejar de abrazar a Luke. Chuck y Tony iban justo delante de mí y Damon detrás. La luz se derramaba por la Novena Avenida enfrente de nosotros, y ya había una pequeña multitud mirando calle Veintitrés abajo.

Empezó a nevar más fuerte y el viento arreció. Finalmente, doblé la esquina adelantando a Chuck y me situé en un punto despejado esperando ver el alumbrado público y los neones.

Me recibieron el humo y las llamas.

El rascacielos en la esquina de la Veintitrés con la Novena Avenida estaba ardiendo. Luke levantó la vista, con la carita iluminada por las llamas. Sonrió y señaló con el dedo el incendio justo cuando alguien saltaba a través de la humareda desde una ventana del último piso, surcando el aire silenciosamente para acabar estrellándose, con un ruido espantoso, contra la nieve de abajo.

La multitud retrocedió y, pasado un instante, dos espectadores corrieron hacia la persona que había saltado para tratar de ayudarla. Lauren estaba detrás de nosotros y la miré mientras se nos acercaba, todavía en la oscuridad. Estaba sonriendo, sin ver lo que yo veía, pero en cuanto me vio la cara supo que algo iba terriblemente mal.

Me apresuré a retroceder por la nieve hacia ella y cogí del brazo a Damon.

—¿Puedes ir arriba con Lauren y llevarte a Luke al apartamento?

Alzando la mirada con horror, Lauren vio finalmente las llamas. La obligué a mirarme a los ojos.

—Vuelve dentro, cariño, por favor, vuelve dentro con Luke —le dije, entregándoselo.

No se trataba solo de un edificio.

Otros edificios de la manzana se habían incendiado. Nubes de humo negro subían rápidamente entre la blanca nieve que caía del cielo, una ominosa nube iluminada por el infierno que la alimentaba. Miles de personas permanecían inmóviles en la calle, con la mirada fija en la lejanía, fascinadas por el resplandor del incendio. No se oían sirenas, no se oía absolutamente ningún ruido aparte del rugido y el chisporroteo de las llamas enfrentándose al frío y la nieve.

Nueva York se helaba y ardía simultáneamente.