30 de diciembre
Algo olía fatal.
—No te pares.
Estábamos llevando a nuestros prisioneros a Penn Station para entregarlos en la comisaría de policía allí instalada. La tormenta de nieve no había cesado en toda la noche y seguía nevando, aunque débilmente. Diminutos copos de nieve caían suavemente de un cielo monótono; Nueva York era una tumba invernal en apagados blancos y grises.
Esparcida sobre la nieve impoluta, había empezado a aparecer basura, en bolsas negras y verdes, pero también suelta y desperdigada. Envoltorios de plástico y trozos de papel se arremolinaban con la nieve en las ráfagas de viento por las calles. Yo estaba husmeando unas cuantas bolsas de basura tiradas en el bordillo de la acera, intentando determinar de dónde procedía aquel olor, cuando casi fui alcanzado por un chorro de viscoso líquido marrón.
Enseguida comprendí de qué era el olor.
La gente estaba tirando por las ventanas heces, orines y cualquier otra cosa de la que necesitara desprenderse. La nieve espolvoreada impedía verlo, pero no olerlo. Ese día estábamos justo por debajo del punto de congelación y, por primera vez, me alegré de que hiciera frío.
Paul rio al verme retroceder ante los excrementos humanos lanzados desde lo alto.
«¿Quién ha tirado esto?». Miré hacia arriba. Pasados los primeros veinte pisos el edificio que tenía delante desaparecía en la blancura del cielo. No había nadie visible en el inmenso muro de ventanas que se extendía hacia el infinito.
—Tú ríete, gilipollas —dijo Chuck—. Tengo el presentimiento de que pronto estarás viviendo en tu propia mierda.
Yo no dije nada, todavía mirando el muro de ventanas. No solía mirar hacia arriba cuando iba por la calle, y la inmensidad del mundo que había por encima de mi cabeza me tenía completamente fascinado.
«Cuánta gente, Dios mío, cuánta…».
—¿Se encuentra bien, señor Mitchell? —preguntó Tony.
Respiré hondo e intenté centrarme.
—Más o menos.
Tras asegurar nuestro piso, Chuck había llevado a algunos de nosotros piso por piso y apartamento por apartamento. Nos habíamos asegurado de que los invasores se habían ido. La banda de Paul había entrado en casi todos los apartamentos y se había llevado todo lo posible, además de un montón de comida y equipo de nuestro piso. Irena y Aleksandr habían logrado impedir que se lo llevaran todo, y el generador seguía allí.
El hombre al que Aleksandr había dado el hachazo no estaba muerto. Cuando llegamos a donde yacía, lo encontramos retorciéndose y gimoteando en un oscuro charco de su propia sangre. Pam consiguió taponar la profunda herida que tenía entre el hombro y el cuello, pero el hombre había perdido mucha sangre.
Era el hermano de Paul.
Richard y Chuck habían acribillado a preguntas a Paul y Stan para enterarse de nombres y direcciones. Aleksandr e Irena se habían quedado con nosotros sin decir nada, sentados y mirando mientras los interrogábamos.
Sin duda a Paul lo aterrorizaba la posibilidad de que los dejáramos a solas con los Borodin. Había respondido casi inmediatamente a todo lo que le habíamos preguntado. La puerta de abajo no había sido forzada. Dijo que unos días antes había robado llaves de la taquilla principal.
—¿Quieres subir por la Novena? —preguntó Chuck, deteniéndose en el cruce.
Sacudí la cabeza.
—Ni hablar. Crucemos hasta la Séptima y luego iremos recto hasta allí. La entrada de la comisaría está en ese lado y no quiero verme atrapado entre el gentío fuera de Penn Station.
—¿Estás seguro?
—No vamos a subir por la Novena.
Chuck obligó a continuar a Paul de un empujón. Damon estaba con nosotros, ayudando al hermano herido.
Chuck, Tony y unos cuantos más se habían aventurado a salir en cuanto amaneció para ir a la dirección que había mencionado Paul, a la vuelta de la esquina. Yo me negué a ir. La cosa acabó en tablas. Naturalmente, el hombre que custodiaba la entrada a su edificio no había querido dejar entrar a Chuck, que agitaba el arma y gritaba que nos habían robado comida. De pie en la nieve, Chuck profirió insultos y amenazas, desahogándose.
Tony me susurró que había amenazado con llevar a Paul y Stan hasta la puerta del edificio y ejecutarlos allí mismo si no nos devolvían nuestras cosas. Pero se limitaron a repetirle a Chuck que se fuera, que ellos no sabían nada y que dentro tenían familias y niños.
La dirección era de la Novena, y yo tenía decidido que por nada del mundo pasaría por delante de ella en el trayecto hacia Penn Station.
Chuck estaba de un humor de perros.
Lentamente, fuimos en fila india siguiendo el sendero despejado de nieve, por el centro de la calle Veinticuatro, e iniciamos la subida por la Séptima en dirección a Penn Station. Había un montón de gente en la calle, abrigada contra el frío y con mochila y bolsas, de camino hacia alguna parte, la que fuese. Aquel tráfico humano acababa convirtiéndose en un auténtico río de gente que subía por la Séptima Avenida.
Al vernos venir, arma en mano y llevando a nuestros prisioneros, todo el mundo se apresuraba a apartarse para dejarnos pasar, pero nadie se detuvo a mirarnos ni a preguntarnos qué estaba pasando. Todas las ventanas de los primeros pisos a lo largo de la Octava estaban rotas, y de los montones de nieve sobresalían basura y trastos viejos.
Nueva York estaba en guerra con un enemigo todavía desconocido, y ese enemigo estaba empezando a ganar la batalla.
Finalmente llegamos a la esquina de la Treinta y uno con Penn Station, y la riada de seres humanos se remansó en una súbita inundación. Miles de personas apretujadas gritaban y se daban empujones. Alguien gritaba por un megáfono, intentando dar instrucciones a la multitud. Una pancarta en la entrada norte rezaba: Comida de emergencia. La cola daba la vuelta a la manzana.
Tony y Chuck, que les habían atado las manos a la espalda a Paul y Stan, los sujetaban de las cuerdas. Chuck se inclinó hacia Paul.
—Estoy deseando que corras, gilipollas, para meterte una bala en la cabeza. Tú solo inténtalo.
Paul se miró los pies.
—Seguidme —dije yo, haciéndoles señas. Había visto a un grupo de policías en la puerta principal de la torre de despachos que se elevaba encima de la estación. Abriéndonos paso entre el gentío, conseguimos llegar a la primera barricada.
—¡Necesito hablar con el sargento Williams! —le grité al primer agente que había allí. Señalando a Paul y Stan, añadí—: Estos hombres nos han atacado. Robo a mano armada.
El agente puso la mano en la culata de la pistola viendo acercarse a Damon sosteniendo al hermano ensangrentado de Paul.
—¡Tendrán que soltar esas armas!
—Por favor, ¿puede ir a buscar al sargento Williams? —volví a preguntarle—. Es amigo mío. Me llamo Michael Mitchell.
El agente desenfundó.
—Tiene que…
—El sargento es amigo mío, créame.
Enfundando de nuevo, el policía dio un paso atrás y empezó a hablar por su radio de mano, lanzándome miradas ocasionales y mirando también a Chuck y Tony. Empezó a asentir y, finalmente, nos llamó y abrió la barricada.
—¡Síganme! —gritó para hacerse oír por encima del ruido—. Tiene suerte de que el sargento esté aquí. Van a tener que darme esas armas, no obstante.
Chuck y Tony se las dieron, y yo le pasé el 38 que me había guardado en la chaqueta. El agente nos condujo rápidamente por un tramo de escaleras hasta el vestíbulo principal del edificio y la zona de cafetería en la que yo ya había estado.
Dejamos al hermano de Paul al cuidado de uno de sus enfermeros. El sargento Williams nos estaba esperando y el agente que nos había acompañado le susurró algo y se marchó.
El sargento Williams nos miró con ojos cansados.
—¿Han tenido algún problema?
Yo esperaba que nos llevara a algún sitio de aspecto más oficial, se sentara a un escritorio para hacer el papeleo y condujera a nuestros prisioneros a una sala de cemento con cristales dobles. Pero el sargento se limitó a señalarnos una de las mesas de la cafetería.
—Anoche estos tipos nos atacaron…
—¿Que nosotros los atacamos? ¡Usted casi hizo pedazos a mi hermano Vinny con una puta hacha! —chilló Paul—. Unos animales, eso es lo que son.
—Cierra el pico —dijo el sargento Williams. Se volvió hacia mí—. ¿Es cierto eso que dice?
Asentí.
—Pero ellos nos amenazaron con pistolas, a nosotros y a nuestras familias. No tuvimos más remedio que…
Levantando una mano, el sargento Williams me interrumpió:
—Te creo, hijo, de verdad, y podemos retenerlos durante un tiempo, pero ahora mismo no te prometo nada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Chuck—. Enciérrelos. Prestaremos declaración.
El sargento Williams suspiró profundamente.
—Les tomaré declaración, pero no hay ningún sitio donde encerrarlos. Esta mañana, la Penitenciaría Estatal de Nueva York ha empezado a poner en libertad a todos los prisioneros que estaban en grado de mínima seguridad. No hay comida, agua ni personal; los generadores no funcionan y las puertas ya no pueden abrirse y cerrarse electrónicamente. Tuvieron que dejarlos marchar a todos. Casi treinta prisiones se han vaciado de golpe. Que Dios nos ayude si dejan en libertad a cualquiera de los cabrones que hay en Attica o Sing Sing.
—¿Entonces qué, va a dejar marchar a estos tipos?
—De momento los tendremos encerrados en el piso de arriba, pero puede que tengamos que soltarlos dependiendo del tiempo que dure esto. Aunque lo hagamos, no obstante, el asunto no estará perdonado, solo se pospondrá.
Miró a Paul y a Stan.
—O eso, o los llevamos al sótano y les metemos una bala en la cabeza.
¿Hablaba en serio?
Esperé, conteniendo la respiración. Chuck asintió muy despacio.
El sargento Williams dio una palmada en la mesa y rio estrepitosamente.
—Tendríais que haberos visto las caras —se rio de Paul y Stan—. Malditos idiotas.
Se volvió hacia nosotros.
—Ahora el Ejército está aquí y ha asumido el control de las estaciones de emergencia. Dentro de un rato se declarará la ley marcial. A partir de ese momento, como se repita lo de antes, sí que será una bala. ¿Entendido? —preguntó, volviendo a clavar la mirada en Paul y Stan.
Ambos asintieron, y un poco de color les volvió a la cara.
—Vale. Ramírez, llévatelos de aquí.
El agente que nos había acompañado hasta allí los agarró de los brazos y se los llevó de la mesa, sacándolos de la cafetería. Dejó nuestras armas encima de la mesa con el sargento Williams.
—Lo siento, chicos, pero por ahora es todo lo que podemos hacer. ¿Alguna cosa más? —preguntó el sargento Williams—. ¿Tu familia se encuentra bien?
—Estamos bien, sí —respondí.
Por primera vez desde que habíamos entrado allí, recorrí la cafetería con la mirada. Antes había sido un hervidero de actividad, muy concurrida pero limpia. En solo unos cuantos días se había vuelto sucia. Estaba casi vacía.
El sargento Williams dedujo lo que estaba pensando yo.
—He perdido a la mayor parte de mis hombres —dijo—. No es que hayan muerto, quiero decir, aunque ha habido unas cuantas bajas, pero la mayoría se ha ido a casa. Sin tiempo para dormir, sin suministros. Gracias a Dios que llegaron los militares, pero por el momento no disponen ni de una décima parte de los efectivos necesarios.
—¿Usted no va a ir a casa con su familia?
El sargento Williams sonrió sin alegría.
—Mi familia es el cuerpo de policía. Estoy divorciado, los chicos me odian y viven donde sea para no estar cerca de mí.
—Lo siento —murmuré.
—Ahora mismo, para mí este es un lugar tan bueno para estar como cualquier otro —continuó el sargento, dando otra palmada en la mesa—. Y antes de que todo esto haya terminado puede que necesite su ayuda.
—Tenemos una cosa que me parece que podría ser de utilidad —dijo Chuck.
—¿Ustedes tienen algo que ayudaría a resolver este embrollo? —le preguntó el sargento Williams muy despacio.
Chuck se sacó del bolsillo un pequeño chip de memoria.
—Pues sí, lo tenemos.