Día 7

29 de diciembre

—Degradación con elegancia, esa es la cuestión.

Cogí un cuenco de la encimera.

—¿Como una estrella del porno envejeciendo?

Chuck frunció el ceño, intentando establecer la relación.

—Si equiparas la tecnología al sexo —acabó diciendo pensativo—, entonces sí, tal vez. Tiene que seguir funcionando aunque envejezca.

—A muchas personas la tecnología les gusta más que el sexo.

—A ti el primero —repuso Chuck con una sonrisa. Cogió un cuenco y me señaló con él—. Me he fijado en cómo echas de menos el correo electrónico.

—Chicos, chicos, que hay niños presentes —dijo Susie, sacudiendo la cabeza pero sonriendo mientras le tapaba los oídos a la pequeña Ellarose.

Estábamos todos en el apartamento de Richard, el único lo bastante grande para acoger a veintiocho personas al mismo tiempo. Habíamos añadido tres refugiados más que habían abandonado su apartamento para venir a nuestro piso, en tanto que Rex y Ryan se habían ido a los refugios de emergencia para tratar de encontrar una salida.

Richard se había ofrecido a preparar almuerzo para todos, así que estábamos apiñados en el primer piso de su casa, ocupando su combinación de cocina, sala de estar y comedor.

—¿Cuánto tiempo crees que va a durar este corte de electricidad? —me preguntó Sarah, llenándome el cuenco de estofado. Era asombroso todo lo que Richard había conseguido encontrar.

—Espero que menos de una semana. Esta nueva tormenta de nieve acabará mañana, y el sargento de policía me dijo que Con Edison había resuelto los problemas, al menos los de Manhattan. La luz debería haber vuelto para Año Nuevo.

Chuck me miró y enarcó las cejas. Me encogí de hombros. Él era un pesimista y yo un optimista. Asustar a la gente con sus teorías no tenía sentido.

—Eso suena bien —dijo Tony.

Estábamos intentando montar guardia por turnos en el vestíbulo de la entrada, pero él estaba haciendo más que nadie. Yo acababa de mandarle un mensaje, sirviéndome de la aplicación de Damon, para que subiera y se hiciese con un plato de comida.

El viento ululaba y cambiaba continuamente de dirección al otro lado de las ventanas. Nos habíamos quedado con un puñado de emisoras que aún transmitían, y por consenso habíamos sintonizado la Radio Pública de Nueva York para escuchar una inacabable retahíla de comunicados de emergencia. Muchos eran peticiones de ayuda, pero ninguna cercana a nosotros, y en cualquier caso, era demasiado peligroso salir a la calle.

—Cuando hablaba de degradación con elegancia —continuó Chuck mientras Sarah le llenaba el plato—, me refería a que ya no habrá manera de volver a la tecnología anterior si algo más falla.

—¿Por ejemplo?

—Pensemos en ese problema de logística que ha interrumpido los envíos. Ahora todo se distribuye al momento desde un puñado de almacenes centrales ubicados no se sabe dónde que apenas hacen acopio de nada.

—¿Así que si la cadena de distribución se interrumpe deja de haber existencias locales?

—Exactamente. Eso es lo que está pasando. No hay depósitos locales de suministros. Los sistemas que surten las ciudades donde vivimos hacen equilibrios sobre el filo de una navaja. Cárgate una de las patas que los sustentan, como por ejemplo los distribuidores, y… puf —dijo Chuck, soplándose en la mano—, todo el tinglado se desploma. El ataque a la cadena de aprovisionamiento ha dado de lleno en nuestro gran punto débil.

—¿Volveremos a usar carretas y caballos? —preguntó Richard, que estaba sentado en la encimera de la cocina como Damon, Chuck, Rory y yo mismo.

Las chicas estaban en los sofás con los niños.

Chuck rio.

—¿Dónde están los caballos?

—¿En el campo?

—Ya no hay caballos, al menos no tantos como antes. La población se ha multiplicado por cinco desde la época en que utilizábamos caballos como medio de transporte, y hay quizás una quinta parte de los caballos que había entonces. Además, el ochenta por ciento de la gente vivía en el campo y podía autoabastecerse. Ahora ese ochenta por ciento de la población vive en las ciudades.

—¿Caballos? —pregunté con incredulidad—. ¿Estáis hablando en serio de caballos?

Richard cabeceó y sonrió.

—Bueno, chicos, que os divirtáis. Tengo que ir al baño. —Se levantó para irse.

Sin agua corriente, habíamos empezado a usar los apartamentos del quinto piso en los que habíamos entrado como letrina comunal para mantener un cierto grado mínimo de higiene.

Recogíamos en cubos el agua ya utilizada y la vaciábamos en la taza del váter. Richard cogió uno de esos cubos de camino a la puerta.

—Yo os diré cuál es el problema —dijo Damon—. No existe marco legal.

—¿Crees que los abogados podrían detener esta tormenta de nieve? —se mofó Chuck.

—La tormenta de nieve no, pero la cibertormenta quizá sí.

Era la primera vez que oía el término «cibertormenta».

Nadie dijo ni pío.

—El problema de Nueva York no es la nieve. En esta ciudad ya ha habido grandes tormentas de nieve —continuó Damon—. Lo que se la está cargando es la cibernética.

—¿Y te parece que los abogados podrían impedirlo?

Damon miró al techo y luego a Chuck.

—¿Sabes qué es una red zombi?

—¿Una red de ordenadores que han sido infectados para su uso en un ciberataque?

—Exacto, solo que no solo infectados. Alguien puede permitir de manera voluntaria que sus ordenadores sean utilizados como parte de una red así.

—¿Por qué iba alguien a hacer eso? —preguntó Chuck, frunciendo el ceño.

Rory agitó su cuchara en el aire.

—Hay muy buenas razones por las que alguien querría unirse a una red zombi.

Aunque tanto Rory como Chuck podían ser considerados liberales, Chuck tendía un poco más a la derecha.

—¿Te gusta esa comida de conejo? —le preguntó Chuck con las cejas levantadas a Rory, que intentaba seguir fiel a su dieta vegana, comiendo un plato de zanahorias y judías—. Este podría ser un buen momento para pasarse a una comida de más octanos.

—El vegetarianismo es la mejor opción en situaciones de supervivencia, y todavía no nos rebajamos a comer Funyuns[4] —repuso sonriente Rory—. Y volviendo a las redes zombi, los ataques que implican la interrupción de algún servicio son una forma legítima de desobediencia civil, algo así como la ciberversión de las sentadas de los sesenta.

—Tú eres ese bloguero del Times que cubre lo de Anonymous, ¿verdad? —dijo Damon.

Rory asintió.

—Entonces, ¿apoyas lo que Anonymous hizo a las empresas distribuidoras, lo que nos ha metido en este jaleo? —quiso saber Chuck.

—Apoyo el derecho de Anonymous a defender y expresar su punto de vista —repuso Rory—, pero no creo que fueran ellos los que…

—Ya veremos cuánto los apoyas —comentó Chuck airadamente— cuando te dejemos plantado en el puto tejado durante esta tormenta.

—Eh, no os peleéis —dije, levantando las manos.

—Es un crimen, eso es lo que es —añadió Chuck.

—De hecho no lo es —observó Damon—. Y esa es la razón por la que antes me he referido al marco legal.

—¿Así que dirigir una red zombi y utilizarla para atacar es legal?

—Dirigirla es ilegal —explicó Damon—, pero unirse a una de forma individual es perfectamente legal. En los ataques de interrupción de un servicio, cada ordenador se limita a acceder al objetivo unas cuantas veces durante un único segundo, y no hay ningún inconveniente en ordenar a tu ordenador que haga eso. Pero si controlas cientos de miles de ordenadores y ordenas a todos que hagan exactamente lo mismo, ahí empieza el problema.

—¿Así que dirigir una red zombi es ilegal pero unirse a una es legal? Eso no tiene ningún sentido.

—Pues internacionalmente la cosa es todavía peor. Lo que es ilegal en un sitio es legal en otro. Tú puedes contratar los servicios de una red zombi a través de la web, pagándola con PayPal, para atacar a un competidor. ¿Cómo va a arreglárselas el FBI para detener a alguien en Juzestán? Existen leyes internacionales para combatir el blanqueo de dinero, las drogas y el terrorismo, pero casi ninguna para la cibernética.

Chuck miró a Damon.

—Tenemos que asegurarnos de que quienquiera que tontee con esas cosas sepa que se le seguirá el rastro. Necesitamos más seguridad, dentro del país o fuera de él. Debemos conseguir que se caguen de miedo.

—¿Usar el miedo como arma, entonces? —preguntó Rory, encogiéndose de hombros—. La disuasión basada en el miedo es un vestigio de la Guerra Fría. Estamos asustados, así que los asustamos a ellos, ¿no? ¿Ese es el plan? Crea una sociedad basada en el miedo centralizando el poder.

—Ha funcionado bastante bien durante cuarenta años.

—Y mira adónde nos ha llevado —dijo Rory, subiendo el tono—. Una democracia basada en el miedo no es una democracia. Miedo a los comunistas, miedo a los terroristas…, ¡la cosa no acaba nunca! ¿Sabes quiénes utilizaban el miedo para mantener a raya a la gente? Stalin, Hitler…

—Eso solo son chorradas de izquierdas. ¿Quieres alguien a quien culpar? —Chuck lo miró y después señaló a la familia china acurrucada en la escalera, en un rincón de la sala. Bajó la mano—. ¿Sabéis una cosa? Tengo miedo —continuó—. Tengo miedo de lo que diablos sea que está pasando ahí fuera. Tengo miedo.

Se hizo el silencio, el único sonido era el del viento que silbaba fuera.

—¿Queréis algo más concreto de lo que tener miedo?

Todos nos volvimos hacia la entrada.

Era Paul, el intruso de hacía unos días, que apuntaba con una pistola la cabeza de Richard. Un grupo de hombres apareció en el hueco de la puerta detrás de él. Stan, el dueño del garaje, iba con ellos, también empuñando un arma.

—Lo siento —dijo, mirando a Chuck y Rory—. Pero nosotros también tenemos familia. Nadie tiene por qué salir herido.

Paul metió de un empujón a Richard en la habitación. Sonrió y apuntó con el arma directamente a Tony.

—No tenemos ningún héroe, ¿verdad?

—Lo siento.

El viento ululaba fuera. Estaba oscureciendo.

—Tú no tienes la culpa, Tony. Te dije que subieras, ¿recuerdas? Y podéis estar seguros de que no quiero que haya ningún tiroteo con los niños presentes.

Tony asintió, nada convencido.

Habían entrado durante los escasos minutos en que él había estado arriba y el vestíbulo había quedado sin vigilancia. Nada más entrar, fueron por Tony y le quitaron la pistola del bolsillo. Tenían que llevar mucho tiempo observándonos.

—¿Y si nos abalanzamos sobre ellos? —susurró Chuck.

—¿Te has vuelto loco?

Lauren tenía a Luke en el regazo y me miraba, pidiéndome con los ojos que me estuviera quieto. La idea de que me mataran delante de mi hijo era aterradora. Debíamos permitir que se llevaran lo que quisiesen. Aunque se lo llevaran todo, seguiríamos contando con lo que habíamos escondido fuera.

Era mejor esperar a que aquello se acabara por sí solo.

—¡Silencio! —gritó Paul.

Estaba sentado en la entrada con Stan, y nos habían acorralado a todos en el otro extremo del apartamento. Podíamos oírlos arrastrando cosas hacia el pasillo. Nuestras cosas.

—No podemos dejar que se lo lleven todo —musitó Chuck. Con cada ruido de arrastre y cada golpe que oíamos en el pasillo se tensaba un poco más, maldiciendo y mirando a Paul.

—No hagas nada, Chuck —le susurré—. ¿Me oyes?

—¡He dicho SILENCIO! —chilló Paul, agitando su arma en nuestra dirección.

Entonces oímos un gruñido en el pasillo y algo pesado chocó contra el suelo, como si estuvieran arrastrando el generador. Después se hizo el silencio. Paul acarició el arma y nos miró agresivamente, sonriendo.

La puerta se abrió un poco y Paul se volvió hacia ella.

—¿Ya está, chicos?

Nyet.

El cañón de un rifle asomó por la rendija y empujó la puerta hasta abrirla del todo. Irena se materializó en la oscuridad del pasillo, sosteniendo una vieja escopeta. Todavía llevaba el delantal, manchado como de costumbre, y un paño de cocina encima de un hombro. Encorvada sobre el arma, entró despacio. El cañón temblaba mientras ella trataba de mantenerlo centrado.

Paul y Stan retrocedieron, alejándose de la puerta y separándose.

—Tírela, abuela —dijo Paul muy despacio, apuntándola con la pistola—. No quiero tener que abatirla.

Aleksandr salió de la oscuridad, detrás de Irena. Las luces del pasillo estaban apagadas. Sostenía el hacha para caso de incendio. Del filo goteaba sangre.

Irena apuntó directamente al pecho de Paul con la escopeta.

—¿Sabe cuántas veces me han disparado? —Soltó una carcajada—. Los nazis y Stalin no pudieron matarme. ¿Cree que un gusano como usted puede hacerlo?

—¡Baje esa puta escopeta, señora! —gritó Stan, agitando su arma en nuestra dirección—. Le pegaré un tiro a uno de ellos, lo juro por Dios.

Con un gruñido, Aleksandr torció el gesto y se situó junto a su esposa.

—Les tocas un pelo y me como tu hígado para cenar mientras miras. Yo mataba bastardos como tú antes de que la puta de tu madre naciera.

—¡Se lo advierto, abuela, baje la escopeta! —chilló Paul, la voz a punto de quebrársele.

Apuntaba con el arma hacia la cabeza de Irena, pero no apartaba la vista de la sangre que goteaba del hacha de Aleksandr.

Irena rio.

Tupoy. Menudo estúpido. Si quieres matar, no dispares a la cabeza. —Entornó los ojos—. Apunta al pecho, duele más, más seguro. —Sonrió, revelando una boca llena de dientes con fundas de oro, y apretó ligeramente el gatillo de la escopeta—. Dolboeb durak…

—Vale, vale, pare —gimoteó Paul, levantando su arma.

Irena le indicó con un movimiento de la barbilla que se desprendiera de ella, y Paul la dejó caer al suelo con un golpe sordo.

—¿Qué demonios haces? —chilló Stan. Dejó de apuntarnos y volvió el arma hacia Irena—. No me habías dicho nada de estos putos psicópatas.

—No apuntes con eso a mi esposa —gruñó Aleksandr, dando dos zancadas sorprendentemente largas y potentes en dirección a Stan, enarbolando el hacha. Stan arrojó el arma al suelo inmediatamente y retrocedió, levantando las manos para protegerse.

—¡Vale, vale! —chillé yo, levantándome y corriendo hacia ellos. Cuando estuve detrás de Irena, cerré la puerta—. ¿Dónde están los demás?

Irena me miró.

—Uno al final del pasillo, creo que muerto. Los otros huyeron.

—Debemos asegurarnos de que no estén en el edificio —dijo Chuck, recogiendo las dos armas del suelo, metió la mano debajo de la chaqueta de Paul para hacerse con el 38 que le había quitado a Tony y me lo entregó—. Vigila a estos tipos mientras Tony, Richard y yo vamos a asegurarnos de que se hayan ido.

Chuck miró primero las piernas de Paul y luego su cara.

—Una cosa más.

—¿Cuál?

—Me parece que esta abuela ha hecho que te mearas en los pantalones.