Día 6

28 de diciembre

8.20

El bebé no paraba de chillar en mis brazos. Intentaba sujetarlo, pero estaba resbaladizo, todavía dentro del saco placentario. Me hallaba solo en el bosque, con las manos sucias, cubierto de hojas y con mugre incrustada debajo de las uñas. Me frotaba las manos una y otra vez, tratando de limpiármelas al mismo tiempo que me esforzaba por sostener al bebé, pero se me resbalaba y se me escurría de entre los dedos.

«Dios mío, no permitas que se me caiga. Que alguien me ayude, por favor».

Con un jadeo, me incorporé de golpe en la cama. Fuera había una luz grisácea. Estaba nublado. Ni un solo sonido, salvo el ronroneo del calentador eléctrico al lado de la cama. Lauren estaba acostada conmigo, con Luke entre nosotros dos. El niño estaba despierto y me miraba sonriendo.

—Eh, colega —le susurré.

Yo estaba sudando, el corazón todavía me latía a cien por hora, con la imagen del bebé esfumándose poco a poco de mi mente. Inclinándome hacia Luke le besé la mejilla regordeta y él chilló y borboteó alegremente. Tenía hambre.

Lauren se movió y abrió los ojos.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó, parpadeando al tiempo que se incorporaba sobre un codo.

Se había puesto una rebeca de algodón gris y estaba acurrucada bajo varias mantas. Me incliné sobre ella, deslizando la mano bajo las mantas, y Lauren se encogió levemente cuando mis fríos dedos encontraron la calidez de su carne. Con mucho cuidado, fui bajando la mano para acariciarle el estómago. Aunque estuviera de once semanas, seguía teniendo la tripa plana.

Lauren sonrió nerviosa y apartó la mirada.

—He pasado una noche espantosa —suspiré—. No podía dejar de pensar en ti.

—¿Porque soy espantosa?

—No, porque eres asombrosa.

—Soy espantosa, Mike. ¡Lo siento tanto!

—Soy yo quien debe disculparse. No te estaba escuchando y te acusé sin ninguna razón.

—La culpa no es tuya.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ese chico, Damon, perdió a su prometida en el accidente del Amtrak.

—Dios mío.

—Y eso hizo que me pusiera a pensar que si algún día te perdiera…

Luke chilló entre nosotros dos. Sonreí y lo miré, conteniendo las lágrimas.

—Un momento, colega, necesito hablar con tu mamaíta, ¿vale?

Volví a mirar a Lauren.

—Lo eres todo para mí. Siento no haberte escuchado. Cuando esto haya pasado, si quieres volver a Boston, iré allí contigo. Seré un papá-de-estar-en-casa y tú consigue ese puesto, lo que quieras. Porque lo único que quiero es que estemos juntos, que seamos una familia.

—Yo también quiero eso. ¡Lo siento tanto!

El abismo entre nosotros desapareció y Lauren alzó las manos hacia mí y me besó. Luke volvió a chillar.

—Vale, te daremos el desayuno —rio Lauren, besándome.

Me aparté y la miré sin decir nada.

—Ahí fuera todo se está desmoronando, Lauren. Hay gente muriendo.

—Sé que tú nos mantendrás a salvo —me murmuró al oído.

El pasillo principal se había convertido en un espacio comunitario, con sofás sirviendo como camas en cada extremo y sillas dispuestas en torno a dos mesas auxiliares en el centro. En uno de los lados, alguien había puesto un mueble librería que servía como aparador para unas cuantas lámparas, la radio y una cafetera. La estufa de queroseno, encima de una de las mesas auxiliares, llenaba de calor el espacio.

El indigente se había ido, pero la joven y sus niños seguían allí, acurrucados en un nido de mantas, en el sofá, enfrente de los Borodin. Rebecca, la mujer del apartamento 315, había pasado la noche en nuestro pasillo. La familia china estaba en el apartamento de Richard y Tony dormía de noche en el salón de Chuck, acostado en el sofá, frente a la puerta de nuestro dormitorio.

Para cuando me levanté, el chico, Damon, había montado un sistema de cuerda y polea en el hueco de la escalera y organizado un equipo de trabajo. La escalera, en ángulo recto con respecto al pasillo principal y hacia la mitad del mismo, estaba llena de recipientes de nieve que iban subiendo para derretirla y usarla como agua de beber.

Frotándome los ojos para acabar de despertarme, saludé con una mano a Tony cuando lo vi llegar con dos cubos llenos de nieve, y fui hacia la cafetera que humeaba en la estantería. Pam estaba llenando una taza y me la tendió.

—¿Podría hablar contigo un momento? —susurró.

—Claro —murmuré a mi vez cogiendo la taza.

Pam me llevó a un aparte y tomé un sorbo generoso de café.

—A partir de ahora ten mucho cuidado con Lauren. La mala alimentación y la deshidratación, por leve que sea, bastan para provocar un aborto.

—Pues claro que tendré cuidado —dije, y bebí otro sorbo de café.

—Ese bebé que aún no ha nacido cuenta contigo.

—Ya lo sé, Pam. —Empezaba a fastidiarme. Yo hacía todo lo que podía—. Y aprecio tu preocupación.

Ella me miró a los ojos.

—Acude a mí si hay algún…

—Lo haré.

Nos miramos en silencio unos segundos, luego ella bajó la vista y fue a ayudar con el acarreo de la nieve. Rory y Chuck estaban sentados en el sofá, cerca de nuestra puerta, jugando con los móviles.

—¿Funcionan? —pregunté esperanzado mientras volvía a llenarme la taza, alegrándome de poder cambiar de tema.

—No, no exactamente —respondió Chuck sin levantar la vista.

—«Hay previstos más cierres de hospitales para el día de hoy y el Departamento de Policía de Nueva York pide voluntarios…».

—¿No exactamente? ¿Y eso qué quiere decir?

—El chico me enseñó a utilizar una aplicación de mensajes punto-a-punto. La estoy instalando en el móvil de Rory.

—¿Una aplicación de mensajes punto-a-punto?

—Es lo que llaman una red de malla.

—«… se espera una intensa nevada acompañada de fuertes vientos, lo que dificultará los esfuerzos de los militares…».

Tomé otro sorbo de café y me senté a su lado, inclinándome hacia Chuck para ver qué estaba haciendo. Sacó un pequeño chip de memoria de la parte de atrás del móvil de Rory, volvió a poner la batería y lo encendió.

—Hemos reunido un montón de datos útiles y los hemos metido en esto —dijo, enseñándome la tarjeta de memoria—. La aplicación de mensajes del chico es asombrosa. Podemos enviarnos mensajes los unos a los otros directamente de móvil a móvil, así como a través de una red de móviles, siempre que se encuentren dentro de un radio de unos cien metros. No necesita la red de telefonía móvil. Incluso hay una versión wifi.

—«Esta emisora dejará de funcionar a las cuatro de la madrugada debido al mal tiempo que se espera y a la falta de combustible para nuestra antena de transmisión. Para seguir la información de emergencia sintonicen…».

—¿Puedes instalarla en mi móvil?

Chuck me señaló un Tupperware lleno de móviles que había en el estante, debajo de la cafetera, cada uno marcado con cinta adhesiva.

—El tuyo ya está modificado y cargado, y vamos a instalarla en tantos móviles como podamos. El código de bloqueo no puede estar activado y no funciona en todos los modelos, pero sí en los suficientes.

—Supongo que habrás oído lo de la nueva tormenta.

Chuck asintió con la cabeza.

—Nos esperan uno o dos palmos más de nieve. Pronto tendremos que salir para ayudar a evacuar el hospital Beth Israel y el de veteranos al Bellevue. —Me miró a los ojos—. Les hará falta toda la ayuda posible. ¿Podrás venir?

Se refería a dos grandes hospitales del bajo Manhattan, próximos a Stuyvesant Town y Alphabet City.

Me lo pensé un momento.

—Siempre que Lauren esté de acuerdo —dije.

El móvil que tenía Chuck en la mano cobró vida con un pitido y se puso a teclear.

—¿Seguro que estás en condiciones de salir?

—Sí. El chico se quedará y se ocupará de todos esos móviles antes de hablar con los vecinos.

Lo vi esforzarse valientemente por emplear su mano rota para sostener el móvil mientras tecleaba con la otra. La tenía hinchada y purpúrea.

Sacudí la cabeza, y entonces me acordé de algo.

—¿Has ido a ver si Irena y Aleksandr estaban bien?

—Ve tú. —Chuck señaló hacia su puerta con la cabeza—. Ah, y una cosa más. ¿Sabes hacer esquí de fondo?

—Claro, si me prestas otro abrigo.

15.30

La nieve empezó a caer de nuevo mientras el día se deslizaba hacia la oscuridad.

Evacuar a los pacientes del hospital Beth Israel y el de veteranos al Bellevue fue una operación mucho más ordenada que la escena que había tenido lugar en el Presbiteriano el día anterior. Aquello iba a ser un cierre organizado, o todo lo organizado que podía ser teniendo en cuenta las circunstancias. Sabían que el generador perdería potencia y estaban llevando a cabo el traslado antes de que lo hiciera. Solo los pacientes en estado crítico fueron trasladados al Bellevue. El resto fueron a distintos centros de evacuación.

Los recursos de emergencia y el combustible estaban siendo concentrados en solo unos cuantos de los hospitales más grandes.

Chuck y yo fuimos esquiando con los esquíes que los ladrones habían dejado en los trasteros. No éramos los primeros en tener esa idea. Una red de pistas de esquí de fondo había aparecido ya en las calles. Los neoyorquinos se estaban adaptando rápidamente, y durante nuestro trayecto por la ciudad vimos toda clase de equipo para esquiar e incluso gente en bicicleta por la Sexta Avenida.

Los coches estaban completamente enterrados, pero unas cuantas almas aventureras les habían quitado la nieve de encima y se habían aventurado por las calles, generalmente para quedar atascados.

Después de la petición emitida por la radio, cientos de personas habían salido de la nada para ayudar a la policía y los servicios de emergencias de la ciudad, convirtiendo la Quinta Avenida en una colmena que zumbaba de actividad. Si antes Nueva York había parecido casi desierta, la misión de aquel día había inspirado un sentimiento de camaradería y proximidad.

Nuestra ciudad todavía no estaba vencida, ni mucho menos.

Antes de irme había ido a ver a los Borodin. Era como si no hubiese pasado nada. Irena y Aleksandr estaban sentados como de costumbre: Aleksandr dormido en el sofá con Gorby hecho un ovillo a su lado; Irena tejiendo otro par de calcetines.

Irena incluso me había ofrecido unas salchichas que había preparado para el desayuno (que naturalmente yo había aceptado) con té muy caliente. Los Borodin no querían pasarse todo el tiempo fuera con el resto de nosotros. Irena me explicó que se quedarían en su apartamento, que ya lo habían hecho otras veces.

Durante la evacuación del hospital, volví a encontrarme con el sargento Williams. Me saludó desde un coche patrulla cuando yo estaba subiendo por la Primera y él bajaba en sentido contrario.

Incluso hizo sonar la bocina.

—¿No es hora ya de que volvamos? —preguntó Chuck cuando empezaron a caer los primeros gruesos copos de nieve.

Nos las habíamos arreglado para hacer siete viajes de ida y vuelta, y yo estaba agotado.

—Desde luego que sí.

Seguían quitando la nieve de la Primera Avenida, así que fuimos a pie hasta la esquina de Stuyvesant Town. Sus torres se cernían sobre nosotros. En la placa de bronce de la entrada constaban un centenar de edificios solo en ese complejo residencial. Había cincuenta mil personas entre sus paredes de ladrillo rojo.

Yo tenía muchísima sed. Los de la Cruz Roja habían hecho acto de presencia y repartido mantas y comida, pero andaban escasos de agua embotellada. Nos dieron una botella a cada uno, pero incluso con las que habíamos cogido antes de salir no era suficiente. Durante el día la temperatura subió hasta alcanzar los quince grados Fahrenheit[3]. Era lo bastante caliente para que yo hubiera estado sudando profusamente. Ahora que el sol se ponía se estaba enfriando rápidamente.

Recogimos los esquíes del control de seguridad del vestíbulo del hospital de veteranos, situado a medio camino entre el Beth Israel y el Bellevue, nos los pusimos e iniciamos el trayecto de vuelta al lado oeste de la ciudad. La evacuación había sido un hervidero de rumores, y yo había sido receptor de una docena de teorías distintas sobre lo que estaba pasando.

—¿Qué has oído? —me preguntó Chuck.

Teníamos por delante un recorrido de casi cinco kilómetros por la calle Veintitrés. La nevada arreciaba. Por millonésima vez, resistí el impulso de mirar si tenía mensajes en el móvil.

—El avión presidencial ha caído, y los rusos y los chinos han unido fuerzas para invadirnos —dije, alzando la voz para que me oyera. Con una capa de nieve fresca, las rutas para el esquí de fondo a lo largo del centro de la calle eran rápidas y Chuck estaba imponiendo un buen ritmo por delante de mí—. La gente quiere saber por qué nadie ha tenido más noticias de Washington y por qué los militares brillan por su ausencia.

—Más o menos lo mismo que he oído yo, pero mi teoría favorita va de alienígenas —me gritó Chuck por encima del hombro—. He estado con unos del Village que han empezado a llevar sombrero de papel de aluminio para que no puedan leerles la mente.

—Tan efectivo como cualquiera de las cosas que se han hecho hasta ahora.

—La mayoría se pregunta dónde demonios está la ayuda de emergencia. Y todos hablan con miedo de la próxima tormenta.

Esquiamos en silencio un rato, levantando de vez en cuando la vista hacia la nevada que iba espesándose.

—A mí también me tiene bastante asustado —le confesé.

Por delante de nosotros, la calle Veintitrés parecía un desfiladero congelado. Una doble fila de marcas de esquíes flanqueada por huellas de pisadas desaparecía en la distancia blanca por el centro de la calzada, desde donde la nieve se elevaba en ángulo hacia los bordes de la calle, cubriendo los coches estacionados y acumulándose en montículos contra los edificios, a veces hasta el segundo piso, ocultando por completo marquesinas y andamios.

A intervalos irregulares habían abierto camino en la nieve hasta los portales, las madrigueras de los animales humanos que se esforzaban por sobrevivir a aquella acometida del tiempo.

Pasada la esquina de la Segunda Avenida oímos un ruido de cristal haciéndose añicos y una pequeña turba se materializó en la penumbra. Acababan de romper la luna de un supermercado y un grupo de personas esperaba pacientemente mientras unos cuantos quitaban los trozos de cristal de los marcos.

Aparte del cristal roto en la Apple Store de Chelsea, yo no había visto ningún acto de pillaje, pero la gente tenía que estar empezando a quedarse sin agua ni comida. Aunque algunos habían sacado provecho de la situación, el neoyorquino medio se había contenido.

Sin ayuda a la vista, sin embargo, cuatro días habían bastado para que los hambrientos y los que tenían miedo infringieran la ley.

Dadas las circunstancias, eso era inevitable, y ver cómo sucedía hizo aflorar en mí horrores que habían estado acechando en lo más profundo de mi mente: las historias sobre Leningrado que contaba Irena, de cuando bandas de incontrolados habían empezado a atacar a la gente para comérsela y la policía de la ciudad se había visto obligada a organizar una unidad anticanibalismo para combatirlas.

Deteniéndonos, los observamos atentamente desde unos metros de distancia.

Lejos de ser una turbamulta de codazos y empujones, no obstante, aquello era un saqueo organizado y llevado a cabo casi en son de disculpa. Dos hombres se detuvieron a ayudar a una señora mayor para que pudiera pasar por encima de los cristales rotos del supermercado. Al ver que los mirábamos, uno de ellos se encogió de hombros.

—¿Qué se le va a hacer? —nos gritó a través de la nieve que caía—. He de alimentar a mi familia. Cuando esto se haya acabado, volveré y pagaré.

Chuck me miró.

—¿Qué opinas?

—¿Te refieres a si deberíamos intentar detenerlos?

Chuck se rio, negando con la cabeza.

—¿Quieres coger algo?

Suspiré y contemplé los remolinos de nieve en la distancia blanca, donde estaban mi casa y mi familia.

—Sí, deberíamos coger todo lo que podamos.

Chuck asintió y nos quitamos los esquíes.

Sujetamos nuestro equipo a la mochila de Chuck y nos unimos a la cola de gente que esperaba para entrar en el supermercado. Chuck sacó las linternas frontales, nos las pusimos y entramos por el hueco del escaparate. Cogimos unas cuantas bolsas de plástico y fuimos a la parte de atrás, donde estaba más oscuro y había menos gente.

—Coge cualquier cosa rica en calorías, pero no comida basura —me asesoró Chuck.

Incluso con la linterna me costó orientarme y cogí lo que pude. Quería largarme de allí. Unos minutos después salíamos a la calle cargados con todo el peso que podíamos transportar.

Los dedos ya empezaban a dolerme bastante de sostener las bolsas.

—Esto no va a ser nada divertido —me quejé. El viento, que había arreciado, nos lanzaba la nieve a la cara, y me pareció que habíamos cogido demasiadas cosas—. No estoy seguro de que pueda cargar con tanto peso todo el camino.

—Tratar de esquiar cargados con todo esto no tiene sentido —dijo Chuck—. Tendremos que ir a pie y dejar una bolsa o dos si el peso empieza a hacérsenos excesivo.

Eso me dio una idea. Dejé las bolsas en el suelo, rebusqué entre las capas de ropa que llevaba puestas para recuperar mi móvil y me saqué un mitón ayudándome con los dientes.

Chuck me miró mientras yo empezaba a manipular el móvil. Abrí una aplicación de escondites para jugar a buscar el tesoro que habíamos utilizado el verano pasado en una salida de campo con la clase de la guardería de Luke. Soplándome en los dedos para calentármelos, pulsé unas cuantas teclas.

—Nos basta con bajar en línea recta por la calle Veintitrés —dijo Chuck, frunciendo el ceño—. Luego puedo enseñarte a manejar la brújula, pero ahora es mejor que nos pongamos en marcha…

Sacudiendo la cabeza, levanté la vista hacia él apartándola de mi móvil.

—Deja aquí las bolsas y vuelve dentro a coger más cosas. Se me ha ocurrido una idea. Dijiste que el GPS todavía funciona, ¿no?

Chuck asintió.

—¿Qué idea has tenido?

—Tú fíate de mí y vuelve dentro antes de que no quede nada.

Me miró con curiosidad, pero se encogió de hombros y dejó las bolsas para volver al supermercado.

Guardé el móvil y cogí sus bolsas y las mías. A duras penas, hundiéndome en la nieve hasta las rodillas, las llevé hacia el sendero marcado en el centro de la calle. Retrocedí hasta la Segunda y, ya lejos de la gente del supermercado, salí del sendero y me adentré en la nieve con las bolsas.

Deteniéndome frente al rótulo de un comercio aún visible, abrí un gran agujero en la nieve y luego miré cuidadosamente en derredor para asegurarme de que nadie me estuviera observando. En cuanto estuve seguro de que me hallaba solo, metí unas cuantas bolsas dentro del agujero y saqué la cámara para tomar una foto del rótulo utilizando la aplicación de la caza del tesoro. Describiendo un círculo por la calle en dirección al supermercado, repetí la operación unas cuantas veces hasta que me hube librado de todas las bolsas.

Chuck me estaba esperando con más cuando regresé.

—¿Listo para explicarte?

Se las cogí.

—Podemos dejarlas en la nieve y señalizar su ubicación con esta aplicación para la caza del tesoro que tengo en el móvil. Mientras podamos ir añadiendo una imagen local a los datos del GPS, el margen de error no debería ser superior al metro. De esa manera podremos sacarlas más adelante.

Chuck rio.

—Ciberardillas, ¿eh?

—Algo así.

El viento arreció de pronto, con una ráfaga tan fuerte que casi nos tiró al suelo.

—Démonos prisa.

Tras dos incursiones más en el supermercado ya lo habían limpiado del todo, y mientras íbamos de regreso a casa vimos comercios saqueados por todas partes.

La nueva tormenta de nieve había suscitado un profundo temor en la gente, impulsándola a encontrar lo que pudiera. La ley estaba rota, pero el orden no. Las reglas se conciben para sustentar una comunidad, y en ese momento la comunidad necesitaba coger lo que pudiera para sobrevivir. Había pasado a gestionar sus propios servicios de emergencias.

Durante el trayecto de vuelta, nos detuvimos en todos los sitios donde había saqueos, cogiendo cualquier cosa útil o comestible y enterrándola en la calle a lo largo de la ruta que seguíamos.

La oscuridad y la nieve habrían sido aterradoras sin el mapa que Chuck había cargado en nuestros móviles y que nos proporcionaba una reconfortante conexión en forma de pantallita iluminada. La abríamos de vez en cuando y nos mostraba el puntito indicador de dónde estábamos y, lo que era más importante, dónde estaba nuestro hogar.

Poco antes de las diez llegamos a la puerta trasera de casa.

Estaba agotado y entumecido por el frío. Tony y Damon nos esperaban apartando diligentemente la nieve de la puerta. Arriba, Lauren estaba aún despierta, y preocupada, naturalmente, pero me desplomé en la cama sin decir palabra y me quedé dormido.