Día 5

27 de diciembre

9.00

El sol entraba a raudales por la ventana. Era de mañana, pero no tenía ni idea de la hora. Mi móvil no funcionaba y hacía años que no llevaba reloj.

Entonces caí en la cuenta: el cielo era azul. Estaba mirando por la ventana un cielo azul.

Lauren estaba hecha un ovillo en la cama, con Luke entre nosotros. Inclinándome sobre ella, le besé la mejilla e intenté sacar el brazo de debajo de su cabeza.

Protestó, adormilada.

—Lo siento, cariño, pero tengo que levantarme… —susurré.

Hizo un mohín pero me dejó sacar el brazo. Me levanté de la cama, y volví a arroparlos cuidadosamente. Temblando, me puse los vaqueros tiesos y fríos, un jersey y salí sin hacer ruido del dormitorio de invitados de Chuck, que ahora era nuestro dormitorio.

El generador seguía ronroneando tranquilizadoramente al otro lado de la ventana, pero los pequeños calefactores eléctricos que se alimentaban de él no podían hacer gran cosa para mantener a raya al frío.

Aun así, volví a admirar el cielo azul.

Era precioso.

Cogí un vaso de la alacena de Chuck y me incliné sobre el fregadero para llenarlo de agua.

«Cielos azules, nada más que cielos azules viniendo a mi encuentro…».

Abrí el grifo, pero no pasó nada.

Frunciendo el ceño, lo cerré y volví a abrirlo; después probé el del agua caliente. Siguió sin pasar nada.

Entonces la puerta principal del apartamento se abrió con un crujido y me llegó la voz de un locutor de radio. Chuck asomó la cabeza y me vio manipulando los grifos.

—No hay agua —me confirmó, poniendo en el suelo dos bidones de veinte litros—. Al menos, no del grifo.

—¿Es que no duermes nunca?

Chuck rio.

—Me he levantado a las cinco y no había agua. No estoy seguro de si es porque no hay presión suficiente para que llegue hasta un sexto piso ahora que las bombas no funcionan, porque se han helado las cañerías o porque han cortado el suministro, pero una cosa es segura.

—¿Cuál?

—Fuera hace un frío que pela. Por lo menos estamos a diez bajo cero[2], y el día es ventoso. Los cielos despejados traen mucho frío. Me gustaba más la nieve.

—¿Podemos arreglar lo del agua?

—No creo.

—¿Quieres que vaya contigo a buscar más?

—No.

Esperé. Sabía que Chuck me tenía reservado algo bastante desagradable.

—Te necesito para conseguir gasolina con la que alimentar el generador.

Gemí.

—¿Qué me dices de Richard o de toda esa gente que hay ahí fuera?

—Anoche hice ir a Richard y no hubo manera de que sacara nada. Para esta clase de cosas es un negado. Llévate al chico.

—¿Al chico?

—¡Eh, Indy! —gritó Chuck, asomando la cabeza por el hueco de la puerta. Un «¿sí?» procedente del pasillo resonó en la habitación.

—Ponte ropa de abrigo. Tú y Mike vais a ir de aventura.

Ya se iba cuando se detuvo y me sonrió.

—Y llena dos bidones de veinte litros. ¿Podrás?

—¿Qué clase de nombre es Indigo?

Agazapado para protegerme del viento, dejaba que el chico hiciera todo el trabajo. Mientras íbamos hacia allí había estado callado todo el rato, mirando el cielo. Cuando le había pedido que quitara la nieve del primer coche, había asentido con la cabeza y se había puesto a palear metódicamente, sin abrir la boca.

—Mi familia es de Luisiana. Tenían una granja con tierras de labor, y nos pusieron el nombre por ella.

No parecía afroamericano, pero tampoco caucasiano. Era moreno, de rasgos exóticos, casi asiáticos. Lo más llamativo o al menos insólito en él era que llevaba una cadena de oro con un gran colgante de cristal.

—Es venenoso, ¿verdad? —pregunté, refiriéndome al índigo, en un intento de entablar conversación.

Estábamos en la calle Veinticuatro, en la acera opuesta y a unos cuantos edificios de distancia del nuestro. Nuestro grupo ya había vaciado los depósitos de la mayoría de los coches cercanos.

El chico asintió y siguió cavando.

—Eso parece.

Mirando calle arriba y calle abajo, imaginé a millones de personas atrapadas con nosotros en aquel erial. Desde allí, la ciudad parecía abandonada, pero de alguna manera intuía las masas acurrucadas, escondidas en los monolíticos edificios grises que se perdían en la lejanía, pegados los unos a los otros, un desierto congelado entre torres de cemento.

Oía un tenue siseo persistente y me preocupaba que algún depósito tuviera un escape y estuviera perdiendo gasolina. Luego comprendí que era el sonido de finas partículas de hielo impulsadas por el viento sobre la superficie nevada.

—¿Cómo se te ocurrió venir a llamar a la puerta de nuestro edificio?

El chico señaló hacia nuestras ventanas del sexto piso.

—No había muchas más con la luz encendida. No me habría molestado en probar suerte, pero Vicky y sus hijos necesitaban ayuda.

Se refería a la madre y a sus dos pequeños. Los habíamos dejado durmiendo en el sofá en el pasillo. Parecían agotados.

—¿No son nada tuyo?

El chico negó con la cabeza.

—Iban conmigo en el tren.

—¿Qué tren?

Hincó la pala en la nieve y se inclinó para quitar un poco de hielo del tapón del depósito, dándole unos golpecitos antes de abrirlo.

—El Amtrak.

—Dios mío, ¿ibas en ese tren? ¿Estás herido?

—Yo no… —Se hundió visiblemente y cerró los ojos—. ¿Podemos hablar de otra cosa? —Cogió un bidón de veinte litros. Me miró, y el cielo se reflejó en el claro azul de sus ojos—. ¿No hay en vuestro edificio un generador de emergencia?

Asentí.

—No pudimos ponerlo en marcha. ¿Por qué? ¿Crees que tú podrías?

—No estoy seguro de que hacerlo vaya a servir de mucho, y no alimentará el sistema de calefacción aunque consiga ponerlo en marcha.

—Entonces, ¿por qué lo preguntas?

Incorporándose sobre una rodilla, señaló hacia nuestro edificio.

—Chuck dijo que su generador funciona con gasolina y también con diésel. ¿Comprobasteis cuánto diésel había en el depósito del generador de emergencia del edificio?

El viento silbó junto a nosotros.

—No. —Me reí—. No lo hicimos.

Cinco minutos después estábamos en el sótano del edificio escuchando el gorgoteo del segundo bidón al llenarse. Hacía frío, pero se estaba mucho más caliente que en el exterior. Ni siquiera teníamos que aspirarlo, porque en el fondo del depósito había una válvula de salida.

—¡Mil litros! —exclamé entusiasmado después de leer las especificaciones del depósito—. Bastarán para alimentar nuestro pequeño generador durante semanas.

Damon sonrió, cerrando la válvula de salida y enroscando el tapón del bidón. Yo quería saber qué había pasado en el accidente del Amtrak, pero el chico parecía frágil, así que tenía que andarme con cuidado.

—Tengo que insistir en algo —le susurré, pese a que allí no había nadie más—. Esto será nuestro pequeño secreto, ¿vale?

Damon frunció el ceño.

—Quiero decir que…, bueno, no le cuentes esto a nadie. A partir de ahora conseguir gasolina va a ser nuestro trabajo. Mientras todos piensan que estamos fuera aspirándola de los depósitos de los coches, pasando frío en la nieve, nosotros dos podemos quedarnos sentados aquí abajo y relajarnos, charlar un rato. ¿Qué te parece?

Se rio.

—Claro. Pero ¿no se darán cuenta de que volvemos con diésel en lugar de con gasolina?

El chico tenía una mente muy rápida.

—El único que probablemente se dará cuenta de eso es Chuck.

Damon asintió y miró el suelo.

—¿Qué? ¿Te animas a charlar un poco? —le pregunté.

—No sé…

—Venga, cuéntame.

15.45

—¿Puedo subir?

Bajé los ojos hacia la moqueta, rehuyéndole la mirada.

—Ya somos más de los que podemos acoger —respondió Chuck por mí.

La mujer del apartamento 315, Rebecca, parecía asustada. Todos los demás residentes de su planta se habían ido ya.

Llevaba una chaqueta negra acolchada con cuello de piel de imitación. Mechones de pelo rubio se le escapaban de la capucha con la que protegía la cabeza, creando a contraluz un halo etéreo alrededor de su pálido cutis.

Al menos no parecía tener frío.

—No deberías quedarte aquí sin nadie —le dije, imaginándomela de noche, en la oscuridad y el frío, sola.

Acarició con una mano enguantada el marco de la puerta.

Decidí que no podía ser tan duro con ella.

—¿Por qué no subes a pasar la tarde aquí, te tomas un café caliente y luego te acompañamos al Javits?

—¡Muchísimas gracias! —Casi se echó a llorar—. ¿Qué subo?

—Trae toda la ropa de abrigo que puedas —respondió Chuck, sacudiendo la cabeza mientras me miraba—, metida en una bolsa de viaje con la que puedas cargar.

En la ciudad ya solo emitían cuatro emisoras de radio, y la que se encargaba de la cobertura de emergencia para el centro había anunciado que el Centro de Convenciones Javits, situado entre las calles Treinta y cuatro y Cuarenta, había sido convertido en el punto de reunión para la evacuación del oeste de Manhattan.

—¿Puedes prestarnos unas cuantas mantas, cualquier cosa de abrigo? —le pregunté.

Rebecca asintió.

—Traeré todo lo que tenga.

—Y cualquier cosa de comer que no necesites —añadí.

Rebecca volvió a asentir, entró en su apartamento y cerró la puerta, dejándonos en la oscuridad. Fuera aún había luz, pero sin ninguna ventana que diera al exterior, los pasillos eran cavernas sombrías: treinta metros iluminados únicamente por las dos luces de emergencia, una encima de los ascensores y la otra encima del acceso a las escaleras.

Íbamos puerta por puerta, haciendo inventario para adquirir cierta «conciencia de la situación», como lo había expresado Chuck. La mayoría de la gente se había ido ya. Eso me recordó el día que habíamos ido puerta por puerta con motivo de la barbacoa de Acción de Gracias, a solo unas cuantas semanas de distancia en el tiempo pero en un mundo completamente distinto.

—Hay cincuenta y seis personas en el edificio —dijo Chuck cuando abrimos la puerta de la escalera y empezamos a subir—, y alrededor de la mitad están en nuestro piso.

—¿Cuánto crees que va a aguantar el grupo del segundo?

El apartamento 212 tenía su propio pequeño generador. Nueve personas se habían unido en una versión reducida de lo que teníamos en marcha arriba, pero no estaban tan bien equipadas como nosotros.

Chuck se encogió de hombros.

—No lo sé.

Nuestro piso se estaba convirtiendo en un refugio de emergencia a medida que más gente de los otros subía. Richard continuaba impresionándome. Se las había arreglado para salir y encontrar su propia estufa de queroseno, una reserva de combustible y más comida.

El dinero seguía sirviendo para comprar cosas fuera del edificio, al menos por el momento.

—Así que el agua está cortada en todas partes —dije.

No era una pregunta. Habíamos oído en la radio que toda la ciudad se había quedado sin suministro de agua.

—En situaciones de supervivencia por orden de importancia van el calor, después el agua y después la comida —dijo Chuck—. Puedes sobrevivir semanas o meses sin comida, pero solo dos días sin agua y el frío te mata en cuestión de horas. Necesitamos mantenernos calientes y encontrar alguna manera de tener cuatro litros de agua al día por persona.

Fuimos subiendo peldaños. Se oía el eco de nuestros pasos. La temperatura en el hueco de la escalera iba descendiendo para igualarse con la del exterior y el aliento formaba nubecillas de vapor frente a nosotros con cada laborioso paso. Con el brazo en cabestrillo para protegerse la mano herida, Chuck se servía de la otra para agarrarse a la barandilla e izarse peldaño a peldaño.

—Ahí fuera hay un metro y medio de nieve. Seguro que agua no nos va a faltar.

—Los exploradores del Ártico estaban igual de sedientos que los del Sahara —me explicó Chuck—. Primero hay que derretir la nieve, lo que consume energía. Comerla te baja la temperatura corporal y te dan calambres estomacales mortales de por sí. La diarrea y la deshidratación son enemigos tan terribles como el frío.

Subí unos cuantos peldaños más.

«Aparte de permanecer hidratados, ¿cómo vamos a solucionar los aspectos sanitarios, el aseo y los cuartos de baño?».

Seguía sintiéndome culpable por el hecho de que Chuck se hubiera quedado allí por nosotros.

—¿Crees que deberíamos irnos? Llevar a todo el mundo al centro de evacuación y marcharnos.

Mientras que la mayor parte del edificio de apartamentos se había vaciado, todos los vecinos de nuestro piso seguían allí, además de los refugiados, únicamente porque nosotros nos habíamos quedado y teníamos el generador y calefacción. Quizás estuviéramos cometiendo un terrible error.

Desde luego, no disponíamos de comida suficiente para alimentar a las casi treinta personas de nuestro pasillo durante mucho tiempo. Me sorprendió que hubiera empezado a considerar «refugiados» a quienes se habían mudado a nuestro piso.

—Luke todavía no se encuentra lo bastante bien para viajar. Ellarose es demasiado pequeña y no aguantará mucho. Creo que los centros de evacuación serán un completo desastre. Si nos vamos, perderemos todo lo que tenemos aquí, y si acabamos atrapados ahí fuera… Bueno, entonces sí que estaremos metidos en un buen lío.

Seguimos subiendo, y me puse a escuchar el ritmo metódico de nuestras botas. En los últimos dos días tenía que haber subido esa escalera dos docenas de veces. «Mira lo que ha hecho falta para que haga ejercicio». Sonreí, a pesar de todo.

Llegamos al sexto piso. Antes de abrir la puerta, Chuck se volvió hacia mí.

—Ya estamos metidos en este fregado, Mike, y debemos hacer que funcione, sea como sea. ¿Estás conmigo?

Respiré hondo y asentí.

—Estoy contigo.

Chuck se disponía a accionar el pomo cuando la puerta se abrió de golpe y poco faltó para que lo precipitara escalera abajo.

Tony asomó la cabeza.

—¡Podrías tener más cuidado, maldita sea! —masculló Chuck.

—Es el Presbiteriano —dijo Tony sin aliento—. Están pidiendo voluntarios por la radio.

Lo miramos sin entender nada.

—En el hospital de al lado hay gente muriéndose.

20.00

—Tú sigue insuflándole aire.

El hueco de la escalera del hospital era como una pesadilla. Cuerpos inertes en camillas yacían abandonados bajo las luces de emergencia de las puertas, con tubos y bolsas de sangre que un bosque de soportes y palos metálicos mantenía en alto. Entre los charcos de claridad, la gente gritaba, se empujaba y las linternas frontales brillaban mientras todo el mundo corría desesperadamente hacia abajo para salir a aquel frío terrible.

Intenté como pude mantener el paso mientras corríamos escaleras abajo, manteniendo con mucho cuidado una pera de plástico azul sobre la boca y la nariz de un bebé diminuto. Cada cinco segundos la apretaba, suministrándole una nueva bocanada de aire. La criatura, de la unidad de prematuros, había nacido la noche anterior con cinco semanas de adelanto sobre la fecha prevista.

«¿Dónde está el padre? ¿Qué ha sido de la madre?».

Una enfermera lo llevaba en brazos, corriendo escalera abajo todo lo deprisa que podía sin separarse de mí.

Por fin llegamos a la planta baja y corrimos hacia la entrada principal.

—¿Adónde lo lleva? —le pregunté a la enfermera.

Ella estaba concentrada en mirar hacia delante.

—No lo sé. Dicen que en el Madison Square Garden disponen de lo necesario.

Pasamos por el primer par de puertas de la entrada principal y esperamos detrás de una camilla de ambulancia que dos sanitarios intentaban sacar. El anciano que iba en la camilla me miró, abrazándose mientras intentaba decir algo.

Lo miré, preguntándome qué querría.

—Yo me encargo de eso.

Un agente de policía se me acercó para cogerme el ventilador. Gracias a Dios el Presbiteriano estaba en la Sexta Avenida, una de las arterias principales que habían seguido despejando de nieve. Salí afuera y vi unos cuantos coches de policía, ambulancias y vehículos particulares por la abertura practicada en uno de los enormes montículos de nieve que bordeaban la avenida.

La enfermera y el policía siguieron su camino mientras que yo me detuve. Una oleada de gente pasó junto a mí. Reparando en que la enfermera iba en manga corta, corrí tras ella quitándome la parka, se la puse sobre los hombros y me apresuré a entrar en el vestíbulo del hospital, temblando de frío.

En lo único en que podía pensar mientras miraba al recién nacido que se alejaba era en Lauren, como si aquel pequeñín que la enfermera llevaba en brazos fuese mío, mi hijo todavía por nacer. Me hallaba al borde de las lágrimas, respirando con jadeos entrecortados.

—¿Se encuentra bien, amigo? —me preguntó otro agente de policía.

Respiré hondo y dije que sí con la cabeza.

—Necesitamos gente fuera para que acompañe a pacientes hasta Penn Station. ¿Puede hacer eso?

No estaba seguro, pero aun así volví a asentir.

—¿Tiene abrigo?

—Se lo he dado a la enfermera —dije, señalando la puerta.

El policía me señaló un contenedor que había junto a las puertas de salida.

—Coja algo de objetos perdidos y salga afuera. Ellos le dirán lo que debe hacer.

Unos minutos después empujaba una camilla Sexta Avenida arriba, abrigado con un viejo abrigo rojo desteñido con sucios encajes blancos en las bocamangas y unos mitones de lana gris. Había dejado los gruesos guantes que me dio Chuck en los bolsillos de la parka que le había dado a la enfermera.

El abrigo me quedaba unas cuantas tallas pequeño y era de mujer, así que tuve que forzar la cremallera para poder subírmela por encima del estómago. Me sentía como una salchicha roja.

Si dentro del hospital reinaba el frenesí, fuera la calma era irreal. Sumida en la negrura y casi completamente silenciosa, la calle estaba iluminada tan solo por los faros del tráfico intermitente que iba y venía transportando a los enfermos. Una ambulancia pasó como una exhalación junto a mí, iluminando brevemente la fantasmagórica procesión que tenía delante, una improvisada comitiva de equipo y personas que se tambaleaban y arrastraban los pies por la nieve.

Durante la primera manzana el frío fue soportable, pero pasadas dos, cuando llegué a la esquina de la calle Veinticinco, se había vuelto atroz. Con el viento de cara, me calenté las mejillas con los mitones de lana, sin importarme que rascaran. Me saqué uno para tocarme un bultito que me había salido en la piel, preguntándome si no sería un principio de congelación. Apenas sentía los pies.

La calle estaba cubierta de hielo y nieve endurecida. Tenía que concentrarme para evitar que las ruedas de la camilla se atascaran en algún surco, cambiando constantemente de dirección y empujándola más cuando se negaba a avanzar. La mujer que iba en ella apenas era visible, envuelta como una momia en varias capas de mantas azules y blancas. Estaba despierta, consciente, y me miraba asustada. Yo le hablaba, diciéndole que no se preocupara.

Una bolsa colgaba de un soporte a un lado de la camilla, balanceándose atrás y adelante, con la vía serpenteando hacia abajo y perdiéndose entre las mantas. Intentaba evitar que se moviera tanto, maldiciendo a quien fuese por no haberla sujetado mientras me preguntaba qué contendría.

«¿Se congelará? ¿Qué pasará si cae al suelo? ¿Le arrancará la vía de la vena?».

La camilla volvió a atascarse en la nieve y estuvo a punto de volcar. La mujer dejó escapar un gritito. La enderecé recurriendo a todas mis fuerzas, sin dejar de jadear, y seguí adelante.

Entre las luces de coches y ambulancias que pasaban, mi mundo se convirtió en un oscuro capullo de hielo y frío. El corazón me palpitaba frenéticamente mientras forzaba la vista para distinguir algo a la tenue luz de mi linterna frontal. Éramos solo yo y aquella mujer, unidos el uno al otro en ese momento temporal, en una lucha espontánea y privada, en equilibrio sobre el estrecho filo entre la vida y la muerte.

Un delgado creciente lunar colgaba sobre mí en la oscuridad como una guadaña, y ya ni siquiera recordaba haber visto hasta entonces la luna en Nueva York.

Siete manzanas se convirtieron en una eternidad.

«¿Habré pasado de largo por donde tenía que girar?».

Con un último esfuerzo, escruté la oscuridad. Aún había gente delante de mí, y entonces, por fin, dos edificios más allá, divisé el blanco y el azul de una camioneta del Departamento de Policía de Nueva York. Aferrando el frío metal de la camilla, hice un último esfuerzo por seguir avanzando. La cara, las manos y los pies se me estaban helando, pero los brazos y las piernas me ardían.

—A partir de aquí ya nos encargamos nosotros, amigo.

Cuando levanté la vista, vi a dos agentes de policía haciéndome señas de que me alejara y cogiendo la camilla.

Estaba empapado en sudor.

Mientras se la llevaban hacia un hueco en el montículo de nieve de la calle Treinta y uno, oí que la mujer me daba las gracias, pero estaba demasiado cansado para responderle.

Doblado sobre mí mismo y jadeando, me limité a sonreírle y asentí.

Después volví a erguirme y eché a andar por la calle sumida en la oscuridad, de regreso al hospital.

2.25

—Ojalá pudiéramos ofrecerle algo más —dijo el sargento Williams.

Sacudí la cabeza.

—Esto es magnífico, muchísimas gracias.

Con un cuenco de sopa en las manos, me dediqué a disfrutar de su calor. Los dedos me hormigueaban dolorosamente con un sinfín de pinchazos conforme la sangre iba volviendo a ellos, y tenía los pies completamente insensibles. Al entrar, me había inspeccionado la cara en el cuarto de baño. La tenía roja e hinchada, pero sin signos de congelación, o al menos de nada parecido a lo que yo imaginaba.

Avanzando junto al mostrador de la cafetería, cogí un bollo duro y una bolita de mantequilla. No quedaba gran cosa aparte de galletas y unas cuantas bolsas de patatas fritas.

Estaban usando el segundo piso del edificio de oficinas contiguo a Penn Station y el Madison Square Garden como barracones para los policías, y estaba abarrotado. Después de unos cuantos viajes de ida y vuelta más, el sargento Williams me había hecho parar, viendo que me faltaba poco para desplomarme, y se había ofrecido a llevarme a su cantina.

Nadie pestañeó siquiera cuando entré con mi abrigo rojo con encajes en las mangas. Todos estaban demasiado agotados para asombrarse por naderías.

Recorrí el gentío con la mirada, y no vi a nadie conocido. Chuck se había quedado con las chicas. Con la mano rota, el pobre no era de mucha utilidad. Tony, Damon y yo habíamos ido al hospital, pero los había perdido de vista en la confusión. Richard había desaparecido convenientemente del pasillo cuando anunciamos nuestra intención de ir a ayudar.

Durante la evacuación del hospital todo el mundo había usado mascarilla, pero en la cafetería nadie la llevaba. O sabían algo que la población en general ignoraba o se habían dado por vencidos.

El sargento Williams me indicó un asiento libre en las mesas y fuimos serpenteando entre el gentío para sentarnos. Embutiéndome entre unos agentes de policía, dejé mi humeante cuenco de sopa y sacudí las manos. El sargento Williams se sentó frente a mí, quitándose el sombrero y la bufanda, y los echó encima del montón de prendas de abrigo que cubría media mesa. Añadí las mías a la pila.

Olía como el vestuario de un gimnasio.

—Ahí fuera hay un lío de mil demonios —se quejó un agente, inclinándose sobre su sopa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó otro.

—Los chinos, eso es lo que ha pasado. Espero que hayan arrasado el puto Pekín.

—Vale ya —dijo el sargento Williams sin levantar la voz—. Bastante feas están las cosas ahí fuera para que encima añadamos más leña al fuego. Todavía no sabemos qué ha pasado y no quiero oír más comentarios de ese tipo.

—¿No sabe qué ha pasado? —preguntó el agente—. Es como si estuviéramos librando una maldita guerra en nuestra propia ciudad.

El sargento Williams lo miró con el ceño fruncido.

—Por cada uno que comete un delito contra la propiedad hay cinco como Michael —me señaló con un movimiento de la cabeza—. Personas que están arriesgando la vida para ayudar.

El agente sacudió la cabeza.

—¿Delito contra la propiedad? Ya le daré yo delito contra la propiedad. Podéis iros todos al infierno. Ya he tenido bastante. —Se levantó enfadado, cogió su sopa y se fue, furioso, a otro rincón de la cantina. Los agentes que había cerca apartaron la mirada, pero luego fueron levantándose uno por uno y se marcharon también.

—Tendrá que perdonar al agente Romales —dijo el sargento Williams—. Ayer perdimos a algunos hombres en un tiroteo en la Quinta Avenida. Unos cuantos idiotas decidieron saquear las tiendas elegantes.

Me incliné a aflojarme los cordones de las botas y empecé a mover los dedos de los pies. Un intenso dolor me había empezado a arder en ellos.

—Quíteselas —me sugirió el sargento Williams—. Aquí dentro se está caliente, pero las botas aíslan. Dentro de ellas mantendrá los pies fríos.

Suspiró y miró en derredor.

—Después de ese tiroteo en la Quinta Avenida había muertos y sangre por todas partes y ningún sitio donde llevar los cadáveres ni manera de hacer llegar hasta allí furgones o ambulancias, así que tuvimos que dejarlos en la calle para que se helaran. Un horror, lo que se dice un verdadero horror.

Quitándome las botas de un par de patadas, puse un pie encima de la rodilla y me masajeé los dedos.

—Lo siento.

No estaba seguro de qué era apropiado decir en aquellos casos, y quizá nada lo fuese. Hice una pausa respetuosa para que hubiera silencio mientras cambiaba al otro pie y empezaba a trabajármelo con los dedos.

—De todas maneras, los depósitos de cadáveres de la ciudad están abarrotados y los hospitales se están usando como cámaras frigoríficas.

Una punzada de dolor me atravesó el pie que me estaba masajeando. Torcí el gesto.

—¿Qué pasó en el Presbiteriano?

El sargento Williams sacudió la cabeza.

—Una de las juntas de la bomba de combustible del generador se rompió cuando estaban pasando combustible de un depósito a otro. Los ochenta grandes hospitales de la ciudad y centenares de clínicas van a caer pronto. Llevamos casi tres días sin electricidad. Incluso sin fallos en el equipo, ninguno de ellos dispone de reservas para aguantar más de cinco días con los generadores, y no parece posible el reabastecimiento. —Mojó el pan en la sopa—. Lo peor es el agua. El Departamento de Protección Medioambiental cerró los túneles dos y tres de la presa de Hillview cuando una alerta del sistema indicó que había una filtración de aguas residuales, pero cuando descubrieron que se trataba únicamente de un fallo del programa no pudieron volver a abrirlos. Genial. Los sistemas de control están jodidos o alguna memez por el estilo.

—¿No se puede hacer algo?

—El noventa por ciento del agua de la ciudad proviene de allí. Van a tener que volar las compuertas de los túneles, pero incluso así, sin que haya corrido agua por ellos durante unos días, a estas temperaturas, las cañerías probablemente ya se habrán helado. Dentro de poco la gente empezará a cortar el hielo del East River para beber esa bazofia contaminada. Ocho millones de personas van a morir de sed en esta isla antes de morirse de frío.

Dejé de sorber mi sopa y volví a poner los pies en el suelo, pese a la punzada de dolor que me subió por las piernas en cuanto lo hice.

—Bueno, ¿y dónde está la caballería?

—¿La Agencia Federal para la Gestión de Emergencias? —Reprimió una carcajada—. Está haciendo lo que buenamente puede, pero no existe ningún plan de contingencia para rescatar a sesenta millones de personas. Todas las redes han caído y ni siquiera puede localizar a su gente ni su equipo. En Boston están tan mal como nosotros, con el añadido del frente de tormentas que apareció cuando empezó a soplar el viento del noreste, y más de lo mismo en Hartford, Baltimore y Philly.

—¿El presidente no ordenó a los militares que intervinieran?

El sargento Williams suspiró.

—Incluso en Washington lo están pasando bastante mal, hijo. Llevamos uno o dos días sin tener noticias, como si la capital hubiera caído en un agujero negro. Empezando con el miedo a la gripe aviar, el país entero se ha visto sumido en el caos, a juzgar por la información que nos llega, que es condenadamente escasa.

—¿Ha llegado a ver a los militares?

El sargento Williams asintió.

—Aparecieron, pero están hechos un lío con todos esos objetos sin identificar. Creen que estamos metidos en una especie de nueva guerra de drones, y encima ahora tienen que vérselas con un DEFCON 2 para proteger a un país que se está desmoronando internamente. Los muy idiotas se están preparando para iniciar una guerra en el otro extremo del mundo mientras que aquí nos morimos de hambre y nos helamos de frío. De momento nadie tiene ni idea de qué demonios ha sucedido.

—Pero alguien ha hecho algo.

—Sí, alguien ha hecho algo, sin duda.

Paseé la mirada por la cantina llena de gente.

—Tengo a mi familia aquí. ¿Deberíamos ir a un centro de evacuación?

—¿Evacuación adónde? Ahí fuera hay un erial helado. Incluso suponiendo que tuviera algún sitio al que ir, ¿cómo llegaría?

El sargento Williams respiró hondo y me apretó una mano. Era un gesto íntimo que no me esperaba.

—¿Dispone de algún sitio seguro? ¿Con calefacción?

Asentí.

—Entonces quédese aquí, consiga agua potable y procure pasar lo más desapercibido posible. Pondremos orden en este lío. Los de Con Edison dicen que dentro de unos días podrán volver a suministrar electricidad. A partir de ahí lo demás se irá solucionando por sí solo. —Me soltó la mano y se echó hacia atrás frotándose los ojos—. Una cosa más.

Bajé la cuchara y esperé.

—Se aproxima otra tormenta, casi tan intensa como la primera.

—¿Cuándo llegará?

—Mañana.

Me lo quedé mirando.

—Que Dios nos ayude —añadió, casi en un susurro.