Día 4

26 de diciembre

7.35

—Despierta.

Abrí los ojos a la negrura.

—¿Estás despierto? —me preguntó Chuck, en voz baja pero apremiante.

—Ahora sí —gemí, irguiéndome sobre los codos.

Lauren estaba dormida a mi lado, hecha un ovillo, alejada de mí y abrazada a Luke. En el exterior todavía era de noche. En la penumbra grisácea distinguía apenas a Chuck arrodillado junto a mí. Habíamos dormido en su dormitorio de invitados.

—¿Todo bien?

—No, todo no.

El miedo me agudizó los sentidos y salté de la cama, todavía completamente vestido.

—¿Qué ha pasado?

—Alguien nos ha robado las cosas.

Me puse las zapatillas deportivas.

—¿De aquí dentro?

Chuck sacudió la cabeza.

—De abajo.

Respiré hondo y el corazón empezó a latirme más despacio. Al menos no había entrado nadie mientras dormíamos.

Con un gesto de cabeza, Chuck me condujo a la sala de estar. El tenue zumbido del generador se infiltró gradualmente en mis sentidos hasta que volví a ser consciente de él. Tony dormía en el sofá. Chuck lo despertó sacudiéndole el codo.

—¿Todo bien? —preguntó Tony, sobresaltado.

—No —replicó Chuck, arrodillándose para coger unas chaquetas y una bolsa. Nos lanzó al vuelo las chaquetas—. Ponéoslas y calzaos unas botas.

Después cogió el rifle de caza.

—Vamos a salir.

—¡Maldita sea!

Chuck sostenía en la mano un candado roto y contemplaba su ahora casi vacío trastero para guardar las cosas. Habían forzado todos los candados, pero mientras que el resto seguían a rebosar de bicicletas, cajas de libros y ropa vieja, el de Chuck solo estaba medio lleno de comida y equipo de emergencia.

—Supongo que eso pesa demasiado —dijo Tony, señalando los bidones de agua, que seguían allí. Llevábamos linternas frontales, por lo que me cegó al mirarme. Aparté la vista y volví a inspeccionar el trastero.

—Mira que soy idiota —dijo Chuck, maldiciendo en voz baja.

Habíamos inspeccionado el vestíbulo y la entrada principal estaba cerrada a cal y canto, aunque la puerta de atrás no. Chuck tenía la llave. Probablemente era la única persona de todo el edificio que disponía de ella, por supuesto aparte de Tony. Teníamos que haber olvidado cerrarla al entrar el día anterior.

Yo estaba tan helado y tan cansado que no había caído en ello.

—La culpa también es mía —murmuré—. Al menos subimos arriba una buena parte.

—Casi únicamente los aparatos. —Suspiró.

Al bajar habíamos hecho un alto en el quinto piso para llamar a la puerta del 514, el apartamento donde nos había dicho Paul que vivía. No hubo respuesta.

Chuck se había puesto tan furioso que había abierto la puerta de una patada. En el apartamento no había nadie. Quienquiera que viviese allí había salido de la ciudad durante las fiestas. Habíamos inspeccionado los cajones de la cocina en busca de facturas viejas, y los únicos nombres que encontramos fueron los de Nathan y Belinda Demarco. No había absolutamente nada a nombre de Paul.

Después habíamos llamado a todas las puertas del quinto piso.

Casi todos los apartamentos estaban vacíos.

Solo en dos habían respondido a nuestra llamada. En uno se negaron a abrirnos la puerta por mucho que intentamos explicar quiénes éramos. En el otro había una pareja joven de aspecto asustado, con ropa de invierno, que se había hecho la ilusión de que éramos policías o de los servicios de emergencias. Nos contaron que casi todos los vecinos de su planta estaban fuera de vacaciones o se habían marchado al enterarse de que se avecinaba una gran nevada. Ellos se iban a un refugio de emergencia esa misma mañana para buscar un medio de transporte y salir de la ciudad.

El edificio se había quedado prácticamente vacío. Nuestro piso era el único todavía lleno de gente, probablemente debido a la cantidad de equipo de que disponía Chuck. Ninguna de las personas con las que hablamos había oído hablar nunca del tal Paul.

Chuck fue a mirar en uno de los trasteros unas cuantas puertas más allá.

—Tienen que haber utilizado los trineos de los críos de los Rutherford, y se llevaron las raquetas para la nieve de Mike y Christine. Al menos dejaron algunos esquíes.

Había una docena de trasteros y Chuck conocía a todos los usuarios.

—Si vamos a ir tras ellos tendremos que ponernos en marcha pronto.

Vimos huellas que salían de la puerta trasera del vestíbulo. El rastro de los ladrones arrastrando todo lo que llevaban por la nieve impoluta que seguía cayendo no tardaría en desaparecer.

—¿Ir tras ellos? —pregunté, asombrado—. ¿Vamos a perseguirlos en una tormenta de nieve y, suponiendo que los encontremos con nuestras cosas, a pedirles que nos las devuelvan?

—Puedes estar bien seguro.

Chuck rebuscó dentro de la bolsa de viaje que se había colgado del hombro y sacó un par de pistolas. Le dio una a Tony y me ofreció la otra.

—¿Te has vuelto loco? —Levanté las manos, negándome a cogerla—. Ni siquiera sé usarla.

No le había dicho nada acerca del rifle de caza, pero cuando de pronto empezó a sacar pistolas me dejó anonadado. Si bien los delincuentes sabían cómo hacerse «fácilmente» con un arma de fuego en Nueva York, era casi imposible que un ciudadano legal poseyera una. No me molesté en preguntarle si disponía de los permisos pertinentes.

—Pues ya va siendo hora de que aprendas —replicó Chuck sombríamente—. ¿Sabes usarla, Tony?

—Sí, señor. Serví en Irak.

Lo miré.

—¿De veras?

De pronto caí en la cuenta de lo poco que me había interesado por su vida. Tony siempre había sido aquella presencia jovial en la entrada, un sólido par de hombros siempre dispuestos a ayudar, pero no había ido mucho más allá. Tony era el único del personal del edificio que se había quedado, y de pronto tuve la sensación de que lo había hecho únicamente porque nosotros nos habíamos quedado, porque Luke estaba allí.

—De veras.

—Mike, ¿por qué no te quedas arriba con las chicas mientras Tony y yo vamos afuera?

Inspiré profundamente para tranquilizarme.

«No puedo esconderme arriba, tengo que enterarme de lo que está pasando». Quizás averiguara lo sucedido en Newark, si habían trasladado a la gente a la ciudad, algo que animara a Lauren. Tenía que hacer algo.

—¿Sabes qué? Me parece más seguro que Tony se quede con las chicas y los niños.

—¿En serio, señor Mitchell? ¿Estando Lauren como está, embarazada?

Al parecer todo el mundo se había enterado ya.

—En serio.

Sabía que Tony cuidaría de Lauren y Luke como si fueran de su familia, y para ser sincero, si llegaban a necesitar protección física, él les sería de mayor utilidad que yo.

—Dudo que vayamos a dar con ellos y quiero visitar uno de los refugios de emergencia.

Como no había dejado lugar a discusión, Chuck se encogió de hombros.

Subimos al vestíbulo, donde Chuck y yo nos pusimos los pantalones de esquiar que habíamos bajado. Tony me explicó el mecanismo de disparo de la pistola y metió unos cuantos cartuchos en los bolsillos de mi parka.

Una sensación de irrealidad se adueñó de mí.

—¿Listo? —me preguntó Chuck, poniéndose unos guantes muy gruesos.

Asentí y me puse los míos, reparando en que aún no se habían secado del todo desde la salida del día anterior. Apestaban a gasolina.

Tony abrió el candado de la puerta trasera y la empujó con el hombro para que cediera la nieve que había vuelto a amontonarse contra ella. Los copos y el aire frío se colaron de inmediato en el pasillo del vestíbulo. Chuck me dirigió una inclinación de cabeza y desapareció por la abertura y yo, respirando hondo, lo seguí al interior de la masa grisácea.

9.45

Avanzando penosamente por la profunda capa de nieve de la calle Veinticuatro, seguimos el rastro de los trineos hasta las empinadas laderas de los montones de nieve que se sucedían a lo largo de la Novena Avenida. Chuck estaba decidido a encontrar a los ladrones y no paraba de meterme prisa, pero yo esperaba sinceramente que no consiguiéramos dar con ellos, porque temía lo que pudiera suceder en el caso de que lo hiciéramos.

Mis temores demostraron ser infundados en cuanto llegamos a la Novena Avenida. Allí las pisadas y las huellas de los trineos se confundían completamente con las de los peatones. Cualquier esperanza de seguirlas más allá se evaporó en los torbellinos de nieve.

Chuck se detuvo, hecho una furia, mirando hacia todas partes.

Sombras oscuras se materializaban a partir de la blancura para pasar junto a nosotros, andando a lo largo del estrecho desfiladero formado por el contorno de los edificios donde terminaban los montones de nieve. «Como barcos que pasan en la noche». Saludé con la cabeza a una, pero no obtuve respuesta.

—¿Seguimos hasta Penn Station? —pregunté, sacudiendo las botas y estremeciéndome de frío. Quería volver a casa para llevarle noticias a Lauren. Me sentía culpable.

Renunciando a su persecución, Chuck asintió y trepamos cautelosamente por la ladera de nieve que flanqueaba la Novena Avenida. Lo seguí hasta la cima y después bajamos deslizándonos por el otro lado hasta una capa de nieve que apenas nos llegaba al tobillo.

En la lejanía, la claridad de unos faros se abrió paso a través de la cortina de nieve y un sordo rumor hizo vibrar el suelo y me subió por las botas. «Bueno, por lo menos todavía están quitando la nieve…». Caminábamos en dirección a las luces que se aproximaban.

—¿Tan loco estás por tus cosas que estás dispuesto a que nos juguemos la vida por ellas? —le pregunté a Chuck, acompasando mi paso al suyo.

—No jugarnos la vida por defender nuestras cosas sí que sería de locos.

—Venga ya, hombre. La electricidad tardó menos de un día en volver antes de Navidad. Incluso después del huracán Sandy, la mayor parte de la ciudad de Nueva York volvió a tener suministro eléctrico al cabo de unos cuantos días. No ha habido ninguna inundación ni ningún vendaval, solo nieve.

—¿Cuándo aprenderéis? —Chuck bajó la vista y sacudió la cabeza con una mueca de irritación—. Los sistemas fundamentales están interconectados, y esto no es solo una tormenta de nieve.

—¿Qué, entonces? ¿Crees que tardaremos una semana en volver a tener electricidad? Incluso la mayor parte de Long Island…

—Está sucediendo lo nunca visto. —Dejó de andar y me miró.

—Tú siempre tan melodramático. Dentro de unas horas probablemente ya volveremos a tener electricidad.

—¿Nunca has oído hablar de la Prueba Aurora? —preguntó Chuck, reanudando la marcha.

Negué con la cabeza.

—En 2007, los Laboratorios Nacionales de Idaho llevaron a cabo una prueba de ciberataque en colaboración con el Departamento de Energía. Enviaron un paquete de 21 líneas de código desde mil quinientos kilómetros de distancia, como si fuese un virus en un correo electrónico, a una instalación DOE. El resultado fue que un generador eléctrico se autodestruyó.

—Basta con hacerse con un generador nuevo.

—Esos generadores no son de los que puedes comprar en Walmart, Mike. Miden unos cuantos pisos de altura, pesan cientos de toneladas y se tarda varios meses en fabricar uno.

—¿No solucionaron el problema en cuanto lo hubieron localizado?

—En realidad no. En buena parte es equipo heredado, fabricado antes de que existiera internet, y eso lo convierte en prácticamente insustituible.

—Si esos generadores fueron construidos antes de que existiera internet, ¿no deberían ser inmunes al tipo de ataque del que hablas?

—Solían serlo, pero alguien tuvo la brillante idea de que se podía ahorrar dinero remodelándolos con controles de internet, igual que hicieron con nuestro edificio. No cabe duda de que es un ahorro, pero resulta que ahora todo puede ser atacado a través de internet. —Suspiró—. Y eso no es lo peor.

La máquina quitanieves nos había alcanzado, así que nos apartamos subiendo al montón de nieve mientras pasaba rugiendo junto a nosotros. Una lucecita situada encima de la cabeza del conductor iluminaba el interior de la cabina, en cuyas ventanillas las franjas de nieve se derretían lentamente. El conductor iba encorvado sobre los mandos con una mascarilla. Entreví una foto sujeta con una chincheta al salpicadero, supuse que de su familia, una familia de la que permanecía alejado mientras recorría incesantemente los desfiladeros de Nueva York.

—¿Qué puede ser peor?

—En Estados Unidos ya ni siquiera se fabrican generadores así.

—Entonces, ¿quién los fabrica?

Chuck siguió avanzando en silencio.

—Adivina.

Yo empezaba a atar cabos.

—¿China?

—Ajá.

—Así que pueden cargárselos a distancia y no tenemos ningún modo de conseguir repuestos.

—Puede que ya se los hayan cargado. Quizá tengamos que estar sin red eléctrica durante meses o años. Y hay algo todavía peor.

Esta vez fui yo el que suspiró.

—Sucede más o menos lo mismo con todos los sistemas vitales: agua, presas, reactores nucleares, transporte y mensajería, alimentos, servicios gubernamentales y de emergencias, incluso los militares. Dime algo que no esté conectado a internet o que no utilice componentes chinos.

—¿Y ellos no dirían lo mismo de nosotros, desde su punto de vista? Quiero decir que, si nos atacan, ¿no les haremos lo mismo a ellos? Ciberdestrucción mutua asegurada.

—Lo mismo no. Somos el país más cableado del planeta. Aquí accedemos a todo a través de internet, mucho más que cualquier otro país, mucho más que las naciones con las que estamos en conflicto. Nosotros somos completamente vulnerables a un ciberataque a gran escala; ellos se encuentran mucho menos expuestos.

—Pero, en ese caso, nos limitaríamos a bombardearlos, ¿verdad? ¿Quién se arriesgaría a eso?

—No es tan sencillo. ¿Cómo determinas quién te ha atacado? Medio mundo tiene cuentas pendientes con nosotros por una u otra razón. No podemos bombardearlos a todos.

—A grandes rasgos, ese ha sido el plan hasta ahora, ¿no?

Chuck rio.

—Me gusta que no pierdas el sentido del humor.

Llegamos a la calle Treinta y uno y recorrimos la manzana hasta la entrada trasera de Penn Station, pegados durante todo el trayecto al muro de cemento del enorme edificio del Servicio de Correos de la ciudad de Nueva York, primero siguiendo la larga hilera de puertas de la zona de reparto y después el murete que formaba una especie de foso protector en torno al edificio. La punta del Empire State iba elevándose amenazadoramente sobre Madison Square Garden a medida que nos acercábamos.

En la garita de guardia no había nadie, pero vimos luces encendidas en muchas de las ventanas.

—¿Cómo es el lema? —pregunté, mirando por una de ellas al pasar. Me refería al lema del Servicio de Correos inscrito en la fachada del edificio.

—«Ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni…». No sé qué más. Si quieres, podemos echarle un vistazo.

—No, pero me parece que hoy el correo llegará con retraso. No recuerdo que el ciberataque figurase en la lista de cosas que no detendrían a ese cartero.

Chuck rio, y seguimos adelante.

En cuanto hubimos trepado por la nieve acumulada al borde de la Octava Avenida, vislumbramos por primera vez lo que habían conseguido hacer los servicios de emergencias hasta el momento. Se me cayó el alma a los pies. Centenares de personas se apelotonaban en la entrada posterior de la estación y del Madison Square Garden. Calle Treinta y uno abajo se veían otras aglomeraciones de gente.

—Dios mío, ¿ya hay tanta?

—Nosotros hemos venido, ¿no? —replicó Chuck—. La gente está asustada, quiere saber qué está pasando.

Con unos cuantos pasos más bajamos por la nieve, cruzamos la Octava Avenida y subimos por el otro lado para unirnos al gentío. Mientras nos abríamos paso, oímos murmullos sobre guerra y bombardeos en los corros que nos rodeaban. Miembros de la Guardia Nacional custodiaban las entradas, intentando aportar algo de orden al caos. Una cola serpenteaba por la Octava bajo la protección de unos cuantos andamios con plásticos instalados apresuradamente para detener el viento. Mantas grises con el símbolo de la Cruz Roja estaban siendo repartidas a las personas que esperaban.

Justo en la entrada había una multitud enfadada. Algunos chillaban y lloraban, y todos querían entrar. Los guardias permanecían en sus puestos y no paraban de sacudir la cabeza, señalando el final de la cola que iba prolongándose ante nuestros ojos. Chuck se detuvo un momento y después se acercó a un guardia. Lo seguí.

—Lo siento, señor, pónganse al final de la cola —dijo el joven, dándonos el alto con una mano y señalando luego hacia la Octava.

—No queremos entrar… —dijo Chuck—. ¿Estamos en guerra?

—No estamos en guerra, señor.

—¿Así que no estamos bombardeando a nadie?

—No que yo sepa, señor.

—¿Si estuviéramos haciéndolo me lo diría?

El guardia suspiró y recorrió la cola con la mirada.

—Lo único que sé es que la ayuda no tardará en llegar, que la electricidad no debería tardar en volver, y que usted necesita entrar para estar caliente en un lugar seguro. —Lo miró a los ojos y añadió—: Señor.

Chuck dio un paso adelante y el joven se puso en guardia aferrando su M16.

—La mascarilla, señor —dijo, señalando con la cabeza un cartel de advertencia sobre la gripe aviar encima.

—Perdón —farfulló Chuck, sacando unas mascarillas que había traído de sus reservas.

Me dio una, y me la puse.

—¿Así que lo de la gripe aviar va en serio?

—Sí, señor.

—Usted no sabe mucho más que yo, ¿verdad?

El guardia aflojó los hombros.

—Manténgase caliente y en un lugar seguro, señor, y haga el favor de retroceder.

—¿Dentro no hay nadie mejor enterado con quien yo pudiera hablar?

El guardia sacudió la cabeza y su expresión se suavizó un poco.

—Podría hacer cola, pero le advierto que ahí dentro todo está patas arriba.

Por lo visto aquel chico ya tenía bastante por aquel día.

—Gracias —dijo Chuck afablemente—. Apuesto a que le gustaría estar con su familia, ¿eh?

El guardia parpadeó y miró al cielo.

—Desde luego. Espero que estén bien.

—¿Cómo le avisaron de que tenía que presentarse? —le preguntó Chuck—. Los teléfonos no funcionan, no hay internet…

—Estaba de servicio. Cuando llegó la orden, no consiguieron contactar con muchos. Y coordinarlo todo es un suplicio: tenemos unas cuantas radios con base en tierra, pero poco más.

—¿Deberíamos volver mañana, ver qué noticias hay?

—Siempre puede intentarlo, señor.

—¿Ha oído que hayan traído gente del aeropuerto de Newark? —pregunté.

El chico me miró. El gentío empezaba a apretujarse contra nosotros, empujándonos hacia él.

—¡Atrás! —gritó. El rostro volvió a endurecérsele mientras nos rechazaba con su M16. Me miró y después negó con la cabeza antes de volver a gritar—: ¡Atrás, maldita sea!

Chuck me agarró por los hombros y me apartó.

—Vamos, creo que es hora de que nos larguemos de aquí.

15.40

—¿Cuál?

—El negro, cinco hileras arriba.

Señalé hacia el cielo.

—¿Ese?

Estaba oscureciendo y nevaba más fuerte, volvía a ser casi una ventisca. Habíamos recorrido treinta manzanas para llegar al parking de Chuck en el Distrito de los Mataderos. Las calles de la ciudad estaban desiertas, salvo delante del lujoso hotel Gansevoort de la Novena Avenida, que seguía iluminado como un árbol de Navidad y fuera del cual había un gentío enorme que exigía entrar. Unos cuantos porteros muy corpulentos permanecían inmóviles en sus sitios y decían que no con la cabeza. Todo el mundo chillaba. Pasamos de largo e intenté ignorar lo que veía.

—No, el que está al lado de ese —dijo Chuck.

Entorné los ojos.

—¡Ah, caray! Ese sí que es un todoterreno como Dios manda. Lástima que esté a quince metros del suelo.

Estábamos en un parking vertical, justo en la esquina de Gansevoort con la Décima, en la entrada a la autopista del West Side: la ubicación perfecta para una rápida huida de Nueva York, suponiendo que el vehículo en el que te dispusieras a huir no se encontrara suspendido en el vacío cinco pisos por encima de la acera.

Chuck gruñó y volvió a maldecir.

—Les dije a esos tíos que lo bajaran al primer piso.

La estructura del parking consistía en un juego de plataformas abiertas, cada una del tamaño justo para contener un coche, suspendidas entre vigas verticales que confinaban los coches contra la pared del edificio situado detrás. Cada juego de vigas verticales tenía un ascensor hidráulico para subir y bajar las plataformas de modo que los operadores pudieran sacar los coches, pero, naturalmente, los controles del ascensor necesitaban electricidad para funcionar.

—Ahora no va a venir nadie. ¿No podríamos hacer un puente en otro todoterreno parecido? Cualquiera que pueda transportarnos.

La nieve había cubierto completamente todos los coches que estaban en la calle.

—Ni hablar, necesitamos el mío. Ningún otro nos sacará de aquí, no con la nieve y el hielo que hay.

Alzó la mirada hacia la nevada que caía para contemplar con anhelo su pequeñín.

—Un Land Rover XD 110 Lobo del 94 con blindaje especial en los bajos, respirador submarino, cabestrante para grandes pesos, neumáticos Radial IROK anchísimos para la nieve…

—Es bonito —estuve de acuerdo—. Pero queda condenadamente arriba. Incluso si lo bajamos, ¿crees que será capaz de subir esa cuesta nevada?

Señalé los dos metros y medio de nieve y hielo que se habían ido acumulando a lo largo de la Décima Avenida. Representaban el único obstáculo para llegar a la autopista del West Side desde la explanada del garaje, pero no podía ser más formidable.

Chuck se encogió de hombros.

—De un modo u otro, lo haría. Pero no podemos limitarnos a dejarlo caer desde ahí arriba. Ni siquiera un Lobo soportaría semejante caída.

—Será mejor que nos pongamos en marcha. —La temperatura había bajado y temblaba violentamente—. Ya lo pensaremos. Al menos no te lo han robado.

Chuck se quedó mirando su todoterreno unos instantes más y luego asintió y dio media vuelta. Salimos de la explanada del parking e iniciamos la subida por la Novena. El gentío en torno al Gansevoort se había dispersado casi por completo con la llegada de la oscuridad.

Mientras pasábamos por delante del hotel, algunas de las personas que seguían plantadas fuera nos observaron con mucha atención, claramente interesadas en las bolsas que llevábamos. Chuck metió la mano en el bolsillo para coger su 38 y les devolvió la mirada, pero no pasó nada. Suspirando de alivio en cuanto los hubimos dejado atrás, pasamos por delante del Apple Store. Todos los cristales de los escaparates estaban rotos y la nieve había entrado en el establecimiento.

—Buen momento para decidir que necesitas el último modelo de iPad —dije, burlándome. Entonces reparé en otra cosa—. La capa de nieve se está volviendo más gruesa.

Íbamos por el centro de la Novena Avenida. Llevábamos todo el día andando arriba y abajo por las grandes avenidas, y las máquinas quitanieves iban y venían a su vez. La nieve no había llegado a tener más de un palmo de altura en las calles por donde pasaban. En aquel momento casi nos llegaba a la rodilla.

Entorné los párpados en la creciente oscuridad, pero no divisé el menor resplandor de ninguna máquina acercándose a nosotros.

—Si han dejado de quitar la nieve, los servicios tienen que estar jodidos —comentó Chuck—. Esto se va a poner feo.

—Quizá solo sea que ahora trabajan más despacio.

—Quizá —repuso Chuck sin convicción.

Decidimos que quizá sería mejor coger lo que pudiéramos de los restaurantes de Chuck antes de que alguien lo hiciera por nosotros, así que desanduvimos lo andado y nos detuvimos en el más cercano a nuestro edificio. Llenamos las bolsas con todo lo que pudimos. Cuando salimos la oscuridad era casi completa.

Mientras recorríamos penosamente el resto del camino hasta la calle Veinticuatro, tuve visiones tales como llaves que no abrían la cerradura o de estar atrapado en el exterior. El frío era increíble.

«Podríamos morir aquí fuera».

Apreté el paso.

Cuando Chuck fue a abrir por fin la puerta trasera de nuestro edificio, yo estaba completamente helado. Antes de que Chuck hiciera girar la llave en la cerradura, la puerta se abrió por sí sola y Tony sacó la cabeza sonriéndonos como un bendito.

—¡Chicos, cómo me alegro de veros!

—¡No tanto como nosotros de verte a ti!

Chuck y yo teníamos encendidas las linternas frontales, pero Tony había estado sentado en la oscuridad.

Le preguntamos por qué.

Para no llamar la atención, dijo, y no insistimos más. Él se quedó a cerrar y limpiar el pasillo, y nos instó a que subiéramos porque las chicas estaban muertas de preocupación. De bastante buen humor, empezamos a subir por la escalera, desabrochándonos sucesivamente las capas de ropa que llevábamos encima y quitándonos los guantes y el sombrero, disfrutando del relativo calor y con la idea de una comida caliente, café y una cama en la que no pasaríamos frío.

Cuando llegamos al sexto piso, respiré hondo y abrí la puerta. Esperaba que Luke viniera corriendo a recibirme, y entré de un salto en el pasillo para sorprenderlo. En lugar de eso, fui recibido por un montón de caras asustadas que no conocía de nada.

Un indigente bastante corpulento estaba tumbado en el sofá, delante de la puerta de mi apartamento, y una madre y dos niños se acurrucaban en el de los Borodin. Al menos otra docena de personas a las que no conocía de nada se agolpaban en el pasillo.

Un chico abrigado con uno de los caros edredones de Richard se levantó y me tendió la mano, pero entonces Chuck entró por la puerta y le apuntó a la cara con su 38.

—¿Qué habéis hecho con Susie y Lauren?

El chico, manos arriba, señaló hacia el apartamento de Chuck.

—No pasa nada. Están ahí dentro.

Detrás de nosotros, Tony subió corriendo por la escalera.

—¡Esperad, esperad, se me había olvidado!

Chuck siguió con su 38 apuntando a la cara del chico mientras Tony aparecía detrás de nosotros, jadeando y resoplando. Extendió la mano hacia el arma de Chuck y se la bajó.

—Los he dejado entrar yo.

—¿Que has hecho qué? —chilló Chuck—. Tony, esa es una decisión que no te corresponde…

—No, la decisión ha sido mía —dijo Susie, saliendo de su apartamento.

Corrió hacia Chuck y lo envolvió en un abrazo. Lauren salió por la misma puerta, seguida de Luke. Ella también corrió a abrazarme.

—Creía que te había pasado algo —me susurró al oído, sollozando de alegría.

—Estoy bien, pequeña, estoy bien.

Con un jadeo ahogado, se apartó de mí y yo me incliné a besar a Luke, que me estaba abrazando una pierna.

—¿Podemos quedarnos? —preguntó el chico, sin bajar aún las manos.

Tenía aspecto de haberlo pasado bastante mal.

—Supongo que sí —repuso Chuck, guardando el arma—. ¿Cómo te llamas?

—Damon. —Me ofreció la mano—. Damon Indigo.