Navidad, 25 de diciembre
9.35
—No le preguntarías si era tuyo…
Dejé de cavar y exhalé lentamente.
—¿Se lo preguntaste? —se mofó Chuck—. Sí que a veces puedes ser pero que bastante borde.
Bajé la cabeza y me froté la cara con un guante lleno de nieve.
—Y lo digo en el mejor de los sentidos, amigo mío.
—Gracias —suspiré, sacudiendo la cabeza antes de ponerme a cavar de nuevo.
Chuck se asomó por el hueco de la puerta.
—No le des demasiadas vueltas. Lauren te perdonará. Es Navidad.
Gruñí y me concentré en dar las últimas paladas. Pam le había vendado la lesión a Chuck de tal manera que tenía una especie de garrote por mano izquierda, inútil para cavar. Justo lo que me faltaba.
—Tienes que dejar de imaginar cosas —añadió Chuck—, y dejar de ver cosas que no existen. Esa chica te adora.
—Ya —mascullé, nada convencido.
Seguía nevando, aunque no tanto como el día anterior: era la más blanca de las Navidades blancas de la ciudad de Nueva York. Fuera todo estaba cubierto de nieve, y los coches aparcados en la calle Veinticuatro eran vagas moles blancas en la gruesa capa de nieve. Silenciosa y cubierta de blancura, Nueva York resultaba entre irreal y fantasmagórica.
Inmediatamente después del apagón no habíamos visto el resplandor de nubes en forma de hongo por el horizonte, así que dimos por sentado que lo peor no había sucedido. Chuck, Tony y yo habíamos salido del edificio para abrirnos paso penosamente a lo largo de las dos manzanas que nos separaban de Chelsea Piers, forzando los ojos para ver algo en la negrura llena de nieve suspendida encima del Hudson. Yo esperaba ver u oír algo, como un avión de combate enfrentándose a un enemigo invisible, por ejemplo, pero no. Durante un tenso par de horas, lo único que sucedió fue que los montones de nieve crecieron un poco más.
Chuck había puesto en marcha el generador en cuanto se fue la luz. El cable de fibra óptica tendido por Verizon, ese al que el edificio tenía conectada su televisión y su internet, debería haber funcionado incluso durante un apagón, siempre y cuando hicieras llegar la electricidad al televisor y la caja del cable. Cuando probamos suerte con la CNN, recibimos tanto la imagen como el sonido muy mal durante varias horas y después la pantalla se quedó en blanco. Pasó lo mismo en todos los canales.
Las emisoras de radio seguían emitiendo, sin embargo, y las cosas que contaban eran contradictorias. Según algunas, los objetos aéreos sin identificar eran drones enemigos que habían invadido nuestro espacio aéreo; otras aseguraban que eran misiles y que ciudades enteras habían sido destruidas.
Alrededor de medianoche, el presidente difundió un breve mensaje diciendo que habíamos sufrido alguna clase de ciberataque. El alcance de los daños aún estaba siendo evaluado, dijo, y, aunque todavía no se disponía de información sobre aquellos objetos aéreos sin identificar, no se tenía noticia de que ninguna ciudad del país hubiera sido atacada físicamente. No dijo nada sobre drones. Para entonces en muchas zonas ya habían recuperado el suministro eléctrico, o al menos eso nos dijo el presidente. Nosotros seguíamos sin electricidad, no obstante.
—¿Estás seguro de que es necesario que hagamos esto? —pregunté—. Ayer la luz volvió al cabo de unas horas. Esta tarde probablemente ya volvamos a tener suministro.
A Chuck se le había ocurrido que podíamos sacar gasolina de los depósitos de los coches aparcados en la calle. No la cogeríamos toda de ninguno, argumentó, y de todos modos sus dueños no irían a ninguna parte en un futuro inmediato. Necesitábamos más combustible para el generador. La gasolina no era un producto que estuviera permitido almacenar en interiores y suponíamos que las gasolineras estarían cerradas.
—Como decía siempre mi abuelo, mejor prevenir que lamentar —me respondió Chuck.
Mientras estábamos dentro del edificio su plan me había parecido de lo más juicioso, pero fuera ya era harina de otro costal.
Solo abrir la puerta de atrás ya había sido una proeza, con toda la nieve amontonada contra ella. Apenas si había podido escurrirme por una rendija y después me había pasado veinte minutos apartando nieve para abrirla debidamente.
—Bueno, vamos —le dije, apartando la que quedaba. Chuck abrió la puerta, salió fuera y avanzamos penosamente por la nieve que nos llegaba hasta la cintura hacia el coche más próximo. Debajo de las capas de ropa yo sudaba profusamente. Estaba incómodo, me picaba todo y tenía las manos y la cara entumecidas de frío.
—Recuérdame que añada raquetas para la nieve a mi lista de la compra para el próximo desastre —dijo Chuck alegremente.
Tras haber quitado medio metro de nieve del techo del primer coche, descubrimos que el tapón del depósito estaba cerrado con llave, así que pasamos al coche siguiente. Con ese tuvimos más suerte. Tras diez minutos cavando una trinchera, pusimos el bidón vacío lo más abajo que pudimos e insertamos un tubo de goma en el depósito de gasolina.
—Recuerdo que cuando compré este tubo de uso médico me preguntaba para qué demonios lo utilizaría —comentó Chuck arrodillándose en la nieve—. Ahora ya lo sé.
Le tendí un extremo del tubo.
—Yo he tenido que cavar. Me parece que lo de chupar te corresponde a ti. —Nunca había hecho de sifón humano.
—Estupendo. —Se inclinó, se llevó el tubo a los labios y empezó a chupar. Paraba de vez en cuando para toser expulsando los vapores, tapando con el pulgar el extremo del tubo. Finalmente, dio con el filón que andaba buscando.
—¡Feliz Navidad! —bromeé mientras lo veía doblarse, tosiendo y escupiendo gasolina.
Con mucho cuidado, se inclinó, metió el extremo del tubo en el bidón y apartó el pulgar. El satisfactorio sonido de un chorro de líquido creó ecos que brotaron del bidón. El truco estaba funcionando.
—Veo que se te da bien chupar. —Estaba impresionado.
Limpiándose la saliva de la boca con su mano-garrote, Chuck me sonrió.
—Por cierto, felicidades por el embarazo.
Sentado allí, en la nieve, tuve un súbito recuerdo de mi infancia, de los días en que salía con mis hermanos por la puerta trasera de nuestra casita de Pittsburgh para construir fuertes de nieve después de una tormenta. Yo era el más pequeño, y mi madre salía cada dos por tres al porche trasero para ver qué hacíamos. En realidad estaba pendiente de mí. Se aseguraba de que mis hermanos, a los que les gustaba jugar a lo bruto, no me hubieran enterrado bajo la nieve.
Ahora tenía mi propia familia a la que proteger. Quizá fuese capaz de adentrarme en la naturaleza con una mochila, sobrevivir y hacer frente a lo que se me pusiera por delante, pero cuando tenías niños todo cambiaba radicalmente. Respirando hondo, alcé la mirada hacia la nieve que caía.
—En serio, felicidades, sé que lo querías —dijo Chuck, inclinándose sobre mí y poniéndome la mano en el hombro.
Bajé la vista hacia el bidón de cinco litros que habíamos puesto encima de la nieve. Una tercera parte ya se había llenado.
—Pero ella no.
—¿Qué?
«¿Hasta qué punto quiero compartir esto con él?». No tenía sentido que me lo guardara, sin embargo.
—Iba a abortar.
La mano de Chuck cayó de mi hombro. Los copos de nieve se posaban suavemente en torno a nosotros. La incomodidad y la ira me tiñeron de rojo las mejillas.
—No lo sé —murmuré—. Eso me dijo. Iba a esperar a que hubieran pasado las fiestas.
—¿De cuánto está?
—De unas diez semanas, supongo. Ya lo sabía en la fiesta de Acción de Gracias, cuando su familia estuvo aquí y su padre le ofreció el puesto en esa firma de Boston.
Chuck frunció los labios sin decir nada.
—Luke fue un accidente, un feliz accidente, pero accidente de todos modos. El padre de Lauren esperaba que fuera la primera senadora de Massachusetts o algo por el estilo. Ella se encontraba bajo una tremenda presión y supongo que yo la escuché.
—Y tener otro bebé ahora…
—No pensaba decírselo a nadie. Iba a ir a Boston por Año Nuevo.
—¿Accediste a ir a Boston?
—Iba a ir sola, a separarse si yo me negaba.
Chuck apartó la vista mientras una lágrima me corría por la mejilla. A mitad de camino se heló.
—Lo siento, tío.
Me erguí y sacudí la cabeza.
—De todos modos se acabó, al menos por ahora.
El bidón estaba casi lleno.
—Lauren cumplirá treinta años el mes que viene —dijo Chuck—. Este tipo de hitos llegan a confundir mucho acerca de lo que de verdad importa.
—Está claro que Lauren ha decidido lo que le importa a ella —dije, sacando impaciente el tubo del bidón. Un chorro de gasolina salió disparado y me empapó el guante. Solté un juramento y empecé a enroscar el tapón para cerrarlo. Se atascó y volví a maldecir.
Chuck puso su mano enguantada encima de la mía, deteniéndome.
—Tranquilo, Mike. No seas tan duro contigo mismo y, eso es lo más importante, no seas tan duro con ella. Lauren no ha hecho nada, solo pensó en hacer algo. Apuesto a que tú has pensado hacer montones de cosas que otras personas no verían con muy buenos ojos.
—Pero pensar en hacer algo semejante…
—Estaba hecha un lío y al final no hizo nada. Ahora te necesita. Y Luke también te necesita.
Cogió el bidón con la mano buena, se incorporó, se hundió en la nieve y cayó de lado. Mirándome, añadió:
—Y yo también te necesito.
Sacudiendo la cabeza, le cogí el bidón e iniciamos el lento camino de vuelta a nuestro edificio.
—¿A qué crees que se debe que la CNN no volviera a aparecer en antena anoche? —me preguntó.
—Probablemente a que todas las redes locales están saturadas —especulé—. O a que los generadores se quedaron sin potencia.
—O a que la bombardearon —bromeó Chuck—. Confieso que yo no estaría del todo en contra de eso.
—Normalmente los grandes centros de datos tienen cien horas de combustible de reserva para sus generadores de emergencia. ¿No fue eso lo que dijo Rory?
—Me parece que lo que dijo fue que el New York Times tiene cien horas de combustible de reserva. —Miró la nieve acumulada en las calles—. Tardarán un poco en volver a llenar los depósitos.
Al llegar a nuestro edificio, vimos que la nieve ya había vuelto a amontonarse contra la puerta. «Si queremos salir, será mejor que vengamos regularmente a limpiar esto». Tony, que seguía en su puesto, en el extremo opuesto del pasillo de la planta baja, nos saludó con la mano.
Oímos el tranquilizador rumor de una gran máquina quitanieves bajando por la Novena Avenida y la vimos alejarse entre los edificios. Era casi la única evidencia de que en la ciudad todavía funcionaba algo.
Cuando se había ido la electricidad por segunda vez, las emisoras de radio locales habían seguido emitiendo, pero aquella mañana muchas habían quedado reducidas a estática. En las que todavía transmitían se dedicaban a especular sin ton ni son sobre lo sucedido, pero en realidad andaban tan perdidas como nosotros. La única información consistente era que el segundo apagón había afectado no solo a Nueva Inglaterra sino a la totalidad de Estados Unidos, y que cien millones de personas o más estaban sin suministro eléctrico. Lo único que podían hacer los locutores era informar sobre las condiciones climatológicas locales. No teníamos idea de qué estaba pasando en el mundo, ni siquiera sabíamos si aún existía.
Era como si Nueva York estuviera desconectada del resto del planeta y flotara en solitario, en el más absoluto silencio, dentro de una nube gris de nieve.
20.45
Las caras que tenía delante brillaron bajo la intensa iluminación verdosa, y después ese mismo haz barrió el pasillo, arrancando destellos a los marcos de las puertas.
—Mola, ¿eh?
—Mucho —convine mientras me quitaba las gafas de visión nocturna—. ¿Luces, por favor?
Las luces que habíamos improvisado en el pasillo, todas ellas conectadas al generador de Chuck, se encendieron con un chasquido.
—No puedo creer que tengas gafas de visión nocturna y linternas infrarrojas por valor de diez mil dólares —dije, paseando la mirada por la parafernalia militar acumulada en torno a Chuck—, y que no dispongas de una radio de onda corta.
—Tengo una, pero está en el escondite de Virginia.
El mismo lugar donde debería estar él, no añadió.
—Otra vez gracias por quedarte —dije sin levantar la voz.
—Sí, gracias por quedarte —terció Ryan, uno de los vecinos del final del pasillo, alzando un vaso dentro del que humeaba el ponche de ron.
Su compañero, Rex, también alzó el suyo.
—¡Un brindis por Chuck, nuestro bien preparado amigo!
—¡Eso, eso! —fue la no demasiado entusiasta respuesta del resto de la pequeña multitud que llenaba el pasillo, formada por casi veinte personas apretujadas en sillas y sofás sacados de los apartamentos.
Susie había decidido celebrar la Navidad con una fiesta de ponches de ron, y todos nuestros vecinos se hallaban apiñados en el pasillo, con vasos llenos de alcohol calentado hasta echar humo en la mano.
El edificio retenía calor, pero se enfriaba rápidamente.
En el apartamento de Chuck nos habíamos pasado a las estufas eléctricas. La de queroseno era más potente pero producía monóxido de carbono, y Susie estaba preocupada por los niños. Para esta reunión la habíamos sacado al pasillo, en cuyo centro estaba ahora, y la gente se calentaba alrededor como si fuera un fuego de acampada.
El pasillo se había convertido en nuestra sala de estar comunitaria, un sitio donde reunirnos y charlar. En un rincón habíamos conectado una radio que daba las noticias, básicamente consistentes en una lista de los refugios de emergencia repartidos por la ciudad y en repetir que la electricidad no tardaría en volver y que nos quedáramos en casa. En cualquier caso, la mayoría de las autopistas y carreteras estaban intransitables.
Todo el mundo se había sentado más o menos en la misma posición de su apartamento, a lo largo del pasillo. La pareja china del fondo, cerca de Richard, por fin había salido de casa y se apretujaba en un sofá con sus padres, que habían venido de visita antes de que todo se desmoronase. Mal momento para haber escogido visitar Estados Unidos por primera vez, aparte de que ninguno hablaba bien nuestro idioma.
Al lado de la familia china había un matrimonio japonés. El marido se llamaba Hiro y del nombre de la mujer no había conseguido enterarme. Enfrente tenían a Rex y Ryan. Los Borodin estaban sentados a mi derecha. Por una vez Aleksandr se mantenía despierto, aunque a duras penas, tomando a sorbitos el ponche de ron, con Irena junto a él. Chuck, Susie, Pam y Rory estaban a mi izquierda, y la pequeña Ellarose sentada en el regazo de Tony.
Solo faltaba Lauren.
Yo no estaba seguro de qué decirle y ella no había querido que habláramos. Había intentado abrazarla, pedirle que saliese fuera, pero quería estar sola. Dormía en la habitación de Susie.
Luke no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Para él, todo aquello era un gran juego, una fiesta, y corría de un lado a otro con su traje para la nieve, diciendo «hola» a todo el mundo y enseñando un camión rojo de bomberos que le habían regalado por Navidad. El camión se iluminaba y hacía ruidos; tendría que haber sido bastante cargante, pero sin embargo resultaba reconfortante. Yo no estaba seguro de cuánto le durarían las pilas.
Richard vino desde su extremo de la congregación para sentarse en el brazo del sillón de cuero que yo había arrastrado desde mi apartamento.
—Entonces, ¿nos la podemos quedar?
Llevaba todo el día incordiándonos con que quería llevarse la estufa de queroseno.
—Tengo algo de comida que podría daros a cambio.
De algún modo había adquirido una buena cantidad de conservas y comestibles, probablemente ofreciendo una pequeña fortuna a alguien.
—Si la temperatura continúa bajando, el que cada uno se quede en su casa significará que todos acabaremos muriendo de frío. Yo acogeré a la familia china, a los gays y a Hiro y su esposa. Sarah y yo organizaremos un refugio en nuestro extremo del pasillo, y vosotros podéis hacer lo mismo en el vuestro. Lo único que necesito es la estufa de queroseno y unas cuantas cosillas más.
Me impresionó que se estuviera ofreciendo a crear un refugio en su apartamento para otras personas de nuestra planta, y me dije que quizá lo había juzgado mal.
—Tendrás que hablar con Chuck —repuse.
Richard miró a Chuck, que, yo estaba seguro, podía oír nuestra conversación.
—Charles Mumford —le susurró Susie—, no necesitamos ese trasto. Ahora te toca a ti.
—Perfecto, vale —dijo Chuck finalmente, suspirando y mirando a Richard—, y reuniré unas cuantas cosas más para vosotros. Eso de crear un refugio para la planta es una buena idea.
—¿Y podemos disponer de un cable para tener electricidad?
Chuck volvió a suspirar, esta vez más profundamente que antes. Habíamos llevado una extensión hasta la puerta del apartamento de Pam y Rory para suministrar corriente a las luces y a un pequeño calefactor eléctrico. Su apartamento era minúsculo, más pequeño que el mío, así que era factible, pero nos había creado un grave problema, porque ahora todo el mundo quería disponer de una conexión.
—El generador solo tiene seis mil vatios de potencia, y ya estamos suministrando electricidad a tres calefactores.
Susie le dio una patada en el pie.
—Ah, no he dicho nada. Claro. ¿Solo para iluminación? ¿De noche? ¿Y todo el mundo se turna para aspirar gasolina?
—Cuenta con ello —estuvo de acuerdo Richard—. Bravo.
Levantándose para irse, se volvió hacia mí.
—¿Lauren se encuentra bien?
—Sí, está bien —respondí sin entusiasmo.
Richard frunció el ceño, pero acabó encogiéndose de hombros y volvió con su esposa, Sarah, que estaba sentada e intentaba hablar con la familia china. Luke se les había acercado, y el abuelo chino estaba admirando su nuevo camión de bomberos. Le sonreí y el hombre me devolvió la sonrisa. Habíamos decidido que el aviso de la gripe aviar no era más que un bulo.
Entonces la puerta de la escalera se abrió de golpe, sobresaltándonos a todos.
Una cara apareció poco a poco, sonriendo nerviosamente. Era Paul, aquel tipo que el día anterior habíamos sospechado que era un intruso. Chuck entornó los ojos. Le susurró algo a Tony, quien levantó la vista hacia Paul, sacudió levemente la cabeza y se encogió de hombros, todo ello sin dejar de mirar a Chuck.
—Eh, gente —dijo Paul saludándonos con la mano. La luz de su linterna frontal me dio en los ojos—. ¡Uf! Qué acogedor es esto.
—¿Podrías apagar eso? —le pedí, achicando los ojos.
—Perdona, se me olvida. Sois los únicos que tenéis luz.
—¿Paul del 514, verdad?
—Ajá.
Chuck se inclinó hacia mí y susurró:
—Tony cerró la puerta principal hace horas y dice que este tipo le suena. Supongo que me equivoqué.
Todos los presentes guardaban silencio, esperando ver qué hacíamos nosotros. Miré a Paul y le sonreí.
—¿Quieres beber algo?
—Eso estaría la mar de bien.
Las conversaciones se reanudaron, y presenté rápidamente a Paul mientras Susie le traía un ponche caliente. Estrechó la mano a todo el mundo, intercambiando efusivas felicitaciones navideñas hasta que llegó a Irena y Aleksandr.
—¡Feliz Navidad! —dijo, tendiéndoles la mano. Irena levantó la vista hacia él, apretó los labios y frunció el ceño.
—Felices fiestas —repuso finalmente, asintiendo, pero ni ella ni Aleksandr le ofrecieron una mano que estrechar.
«¿Los habrá ofendido al suponer que celebran la Navidad?». Verlos malhumorados no era habitual, pero la tensión estaba empezando a afectarnos a todos.
Paul dejó caer la mano, todavía sonriendo, y señaló un punto al lado de ellos en su sofá. Irena se encogió de hombros y se apartó ligeramente. Paul se embutió en el hueco, calentándose las manos con el ponche que le había servido Susie. Sopló sobre él y bebió un sorbo.
—Parecéis bastante organizados. ¿Alguna idea de qué está pasando?
Sacudí la cabeza.
—Sabemos lo mismo que cualquiera.
—Pero todo el mundo tiene una opinión —dijo Chuck, alzando su vaso de ponche—, así que podríamos hacer un sondeo informal de opinión.
Miró a Paul.
—Tú primero.
—Es fácil: tienen que ser los chinos. Llevamos años preparándonos para vernos las caras con ellos. —Miró al rincón asiático—. Dicho sea sin ánimo de ofender, claro.
La familia china le sonrió, quizá sin entender nada, pero Hiro, el marido de la japonesa, sacudió la cabeza.
—Nosotros somos japoneses.
Chuck rio estruendosamente.
—Esta vez la cosa no va con vosotros, pero aun así nos gustaría saber cuál es vuestro voto.
Hiro miró a su mujer y le apretó la mano.
—¿China?
—Amén a eso, hermano —estuvo de acuerdo Paul, alzando su ponche—. Espero que bombardeen a esos bastardos hasta devolverlos a la Edad de Piedra.
Esta vez no se molestó en pedir disculpas a la familia china.
—La India y China están metidas en esa gran disputa por las presas en el Himalaya —observó Chuck—. ¿Cómo sabemos que el accidente de esa presa no lo provocaron los indios?
—Es posible que los indios estuvieran involucrados —dijo Rory—, pero que los chinos estuvieran destruyendo nuestro país sería como prender fuego a tu casa para librarte de los inquilinos. Son propietarios de la mitad de Estados Unidos.
—Los líderes políticos cometen estupideces a menudo —comenté.
—Los chinos no —puntualizó Chuck—. Ellos planifican a mil años vista.
—No te dejes impresionar excesivamente por eso —dijo Rory—. Sus políticos son tan malos como los nuestros. Yo apuesto por los iraníes. ¿Visteis a su ayatolá en la televisión justo antes del apagón?
Esa sugerencia fue muy del agrado de Tony.
—Si hay alguien con quien llevamos mucho tiempo teniendo ganas de pelearnos es con los árabes. Se la tenemos jurada desde que tomaron nuestra embajada en el 79.
—Derribamos el Gobierno que ellos habían elegido democráticamente e instalamos en el poder a un dictador que los aterrorizó a conciencia —señaló Rory—. Y no son árabes, son persas.
Tony puso cara de no entender nada.
—¿Acaso tú no pensabas que esto lo habían hecho ellos?
—Quizá —dijo Rory con un suspiro—. Es difícil decirlo.
—Los rusos —dijo Richard—, han sido los rusos. ¿Quién más podría haber invadido nuestro espacio aéreo?
—¡Ah, sí! —Chuck soltó una carcajada—. Un rojo debajo de cada sábana.
—¿Sabes que acaban de reiniciar los vuelos estratégicos con bombarderos por encima del Ártico? —le dijo Richard—. Siguen las mismas pautas de vuelo que en la Guerra Fría.
—No lo sabía —admitió Chuck.
—Sí, lo han hecho —confirmó Richard.
—Los rusos se quedaron sin dinero durante unos años, en los noventa —continuó Richard—, pero puedes apostar lo que quieras a que no les gusta nada bailar al son que tocan Estados Unidos y China. Probablemente quieran acabar con ambos al mismo tiempo. —Tras una pausa añadió—: Apuesto a que la mitad de nuestro país ya es un cráter humeante. Esa es la razón por la que ningún militar ha dado la cara. Estamos jodidos.
—Tampoco hace falta que nos asustes a todos —dijo una vocecita—. Yo creo que todo esto no es más que alguna clase de accidente.
Era la esposa de Richard, Sarah, con la que se encaró furioso.
—¡Como si tú supieras de qué va esto! Los portaaviones, ese pueblo destruido en China, DEFCON 3, accidentes ferroviarios, más de cien millones de personas sin electricidad. Esto no es ningún accidente.
Todos se los quedaron mirando, y Sarah se encogió amedrentada.
Me volví hacia Irena y Aleksandr, intentando desviar la atención de Sarah.
—¿Vosotros pensáis que son los vuestros quienes nos han atacado?
—Esto —dijo Irena, señalando hacia el techo y sorbiendo aire por la nariz—, no es un ataque. Un ataque es cuando alguien te apunta a la cabeza con un arma de fuego. Estos criminales se arrastran en la oscuridad.
—¿De verdad crees que unos criminales podrían poner patas arriba todo el país e invadir nuestro espacio aéreo?
Irena se encogió de hombros, nada impresionada.
—Hay muchos criminales, incluso en el Gobierno.
—Bueno, por fin llegamos a las teorías conspiratorias… —dije, volviéndome hacia Chuck—. Así que todo esto no es más que un trabajo hecho desde dentro, ¿eh?
—De un modo u otro, probablemente nos lo hemos hecho a nosotros mismos.
—Pensaba que te iba más la teoría canadiense.
—Servirse de la nieve como un arma estratégica es típico de Canadá —convino Chuck con una sonrisa—. Pero me inclino a estar de acuerdo con Irena: la única manera de encontrarle sentido a esto es que esté involucrado algún elemento criminal.
—¿Alguien tiene otra opinión?
Nadie dijo nada, así que me puse de pie para recapitular.
—Tenemos: los rusos y un accidente con un voto; Irán y unos criminales con dos votos. —Sostuve los dedos levantados delante de mí para ilustrar el recuento—. Y el ganador, nuestro atacante debidamente elegido, es… ¡China, con tres votos!
La puerta del apartamento de Chuck se abrió y apareció Lauren con cara de estar aterrorizada.
¿Qué habría pasado?
Me apresuré a levantarme para abrazarla.
—¿Estás bien? ¿El bebé está bien?
Fue lo primero que se me vino a la cabeza.
—¿Bebé? —oí que decía Susie—. ¿Qué bebé?
Chuck sacudió la cabeza y le hizo un gesto para que callara.
Lauren me tendió el móvil.
—Son mis padres.
—¿Están al teléfono?
—No, dejaron un mensaje y mi móvil lo recibió antes de que las redes quedaran muertas.
—¿Ha habido un accidente?
—No, pero su vuelo a Hawái fue cancelado en el último momento, cuando empezó lo de la gripe aviar. Estaban en Newark y llamaron para preguntar si podíamos ir a recogerlos.
Transcurrieron unos instantes mientras yo procesaba todo aquello.
—¿Todavía siguen en Newark?
—Están atrapados en Newark.