Día 2

Nochebuena, 24 de diciembre

7.05

Desperté con un sobresalto.

Mis sueños habían estado llenos de confusas imágenes de hombres furiosos en bosques. Yo volaba y Luke se me escurría de las manos. Lauren había caído por el hueco de una escalera que se perdía en las profundidades de la tierra, mientras yo flotaba y flotaba. Un grito me sacó de la visión, las capas de sueños se resquebrajaron y me erguí de golpe en la cama, jadeando.

Respirando entrecortadamente, miré en derredor. La oscuridad era completa. «No, un momento, no del todo». Una tenue claridad flotaba como un halo grisáceo alrededor del contorno de las cortinas de nuestro dormitorio. Luke y Lauren estaban quietos junto a mí. Sin aliento, me incliné sobre Luke.

«Todavía respira, gracias a Dios».

Reinaba el silencio. Lauren cambió de postura ligeramente. Todo estaba bien.

Temblando, me arrebujé en la cama y volví a apoyar la cabeza en la almohada. Poco a poco, dejé de tener palpitaciones y un silencio de tumba descendió sobre mí. «Está demasiado oscuro». Miré el despertador. No funcionaba. «Seguramente ha habido un apagón». Cogí el móvil de la mesilla de noche: las siete y cinco de la mañana. Era temprano y hacía mucho frío.

Sin hacer ruido, me levanté de la cama, hurgué en el cesto de la ropa sucia en busca de mi albornoz y luego deslicé los pies por el suelo para localizar las zapatillas. Envolviéndome en el albornoz, me estremecí y salí del dormitorio.

La sala de estar de nuestro apartamento estaba igualmente a oscuras, sin una sola de las lucecitas familiares, ni uno solo de los relojes luminosos de los electrodomésticos. El arbolito navideño que habíamos puesto en la mesita auxiliar estaba apagado. Fuera, la nieve revoloteaba en la callada penumbra. El viento contra los cristales era el único sonido audible: un sordo golpeteo con cada ráfaga de copos.

Fui hasta el recibidor y di unos golpecitos en el termostato digital de la pared. Tampoco funcionaba. Volví al dormitorio y, sin hacer ruido, saqué del armario otra manta, cubrí con ella a Luke y Lauren y cogí un jersey para mí. No me sentía preparado para lo que fuese que estuviera pasando.

Decidí ir a ver si Susie y Chuck estaban levantados. Me puse unos vaqueros, zapatillas deportivas, el jersey y fui de puntillas hasta la puerta de al lado.

En el pasillo se habían encendido las luces de emergencia. La cruda luz blanca de los focos de la salida de incendios proyectaba largas sombras detrás de mí. Dudé antes de llamar a la puerta del apartamento de Chuck. Pasado un instante, volví a hacerlo.

No hubo respuesta. ¿Podían haberse ido?

Me costaba imaginar que fueran capaces de marcharse así, pero después de todo…

Volví a llamar, esta vez con firmeza, exigiendo que se me prestara atención, pero seguí sin obtener respuesta. Accioné el pomo de la puerta. Giró sin ofrecer resistencia y la puerta se abrió.

Dentro, las cortinas estaban corridas y, en la penumbra, vi el montón de bolsas todavía en el suelo. Miré en los dormitorios e inspeccioné el cuarto de baño, pero Chuck, Susie y Ellarose no estaban.

«¿Y si han dejado todo esto para nosotros?».

Cogí la manta de su cama, me envolví con ella y entré en la sala de estar, donde me dejé caer en el sofá. El miedo me atenazaba el estómago.

«¿Qué ha pasado? ¿Por qué no hay electricidad? ¿Y por qué no me ha despertado Chuck si algo ha ido mal?».

Se me ocurrió tratar de ponerme en contacto con mis hermanos, para enterarme de si estaban bien. Tenían una caldera de petróleo y combustible suficiente para todo el invierno, así que al menos estarían calientes si algo iba mal por allí. Mis hermanos eran hombres de muchos recursos. Me dije que no debía preocuparme por ellos.

El viento se estrellaba contra las ventanas, creando ecos en el salón sin vida. «Sin vida». Así me parecía sin el reconfortante rumor de las máquinas, sin el parpadeo de sus lucecitas, sin el zumbido de sus invisibles pero omnipresentes motores envolviéndome en un capullo electrónico.

Pero una luz aún funcionaría. Mi móvil todavía tenía carga, al menos de momento. Como con un miembro fantasma, sentí que tiraba de mí. «Quizá debería ir a comprobar si tengo algún mensaje y quitar la batería, ahorrar la carga, solo por si acaso». Las redes de telefonía móvil quizá ya no estuvieran tan sobrecargadas como antes. «O a lo mejor una línea fija… ¿Tienen su propia fuente de alimentación?». Pensaba que sí, e intenté acordarme de si había utilizado un teléfono fijo alguna vez durante un apagón, aunque no se me ocurría nadie que aún tuviera uno.

Necesitaba averiguar qué estaba pasando, pero ¿cómo? «Una radio, claro». Todavía estarían emitiendo. Yo no tenía radio a pilas, pero estaba seguro de que Chuck tenía que haber dejado algo parecido en una de aquellas bolsas. «Gracias a Dios que ha dejado todo esto».

Volví a mirar por la ventana. El mundo exterior no podía parecer más hostil. El día anterior por la mañana mi mayor problema era pensar cómo iba a entregar unos cuantos regalos navideños: con qué rapidez había cambiado el mundo.

«¿Y si Luke realmente está enfermo? ¿Y si una epidemia está haciendo estragos oculta en esa tormenta de nieve?».

—¿Qué, me echas una mano?

Volví la cabeza de golpe. Chuck estaba en la entrada, tambaleándose bajo el peso de un montón de bolsas y mochilas, tratando con torpeza de pasar por el hueco. La emoción me abrumó.

—Eh, ¿te encuentras bien? ¿Luke está bien?

Creo que nunca en la vida me había alegrado tanto de ver a alguien. Secándome los ojos con el dorso de la mano, respondí:

—Todo va estupendamente.

—Bueno, si tú lo dices… —Hizo otro intento de entrar y volvió a pedirme ayuda—: ¿Qué, me echas una mano?

Sacudiendo la cabeza para despejármela, me apresuré a cogerle unas cuantas bolsas. Susie, también cargada, apareció detrás de él con Ellarose sujeta al pecho. Tony, nuestro portero, iba detrás de ella, todavía más cargado que Chuck. Todos sudaban a mares y dejaron caer su carga sin mirar dónde a medida que fueron entrando.

—¿Quieres que haga otro viaje? —preguntó Tony, inclinado hacia delante y respirando.

—¿Por qué no te tomas un descanso con Susie y Ellarose? —Chuck suspiró, secándose la frente con el dorso de un brazo—. ¿Qué tal si preparáis un poco de café en el fogón de butano? Mike y yo traeremos el generador.

«¿El generador?». Fruncí el ceño.

—¿Pesa mucho?

—Sí que pesa. —Chuck soltó una carcajada—. Venga, gordito, hora de hacer ejercicio.

Dejando al resto en el apartamento, Chuck y yo salimos al pasillo y fuimos hasta la salida de emergencia para iniciar nuestro viaje escalera abajo. Obviamente, los ascensores no funcionaban. Era la primera vez que ponía los pies en la escalera, y los sonidos de nuestros pasos en los peldaños metálicos resonaban huecamente en los bloques de cemento de las paredes.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —pregunté mientras bajábamos el primer tramo de peldaños.

—La electricidad se ha ido a eso de las cinco y desde entonces no he parado de subir y bajar para coger la mayor cantidad de cosas posible antes de que se despierten todos.

—¿Antes de que se despierten todos?

—Llámame paranoico, pero preferiría que nadie se enterara de todo lo que vamos a tener que poner a buen recaudo en Fort Mumford.

El apartamento de Chuck ya era una base militar. Me pregunté dónde estaba el perímetro.

—Lo que quiero saber es qué ha pasado con la electricidad. ¿Por qué hace tanto frío?

—Hace frío porque nos hemos quedado sin suministro eléctrico, y el cableado de este edificio se controla mediante internet. Hay petróleo en la caldera, pero todos los controles son digitales y las redes no funcionan.

—Ya.

Me acordé de que uno de los grandes argumentos de venta que habían utilizado con este nuevo edificio era el surtido de sofisticados controles estructurales de que disponía y que se manejaban a través de internet, lo que te permitía controlar la temperatura de cada habitación de tu casa desde un lugar tan remoto como Hong Kong si querías. El inconveniente era que esos controles dependían de redes de comunicación que usaban el protocolo de internet y que, por lo que estaba diciendo Chuck, habían dejado de funcionar.

—¿El generador de emergencia no debería haberse encendido?

—Debería, pero no, y de todas maneras no haría funcionar la calefacción. Todo el personal de mantenimiento del edificio se ha ido. Ya hay más de un palmo de nieve en la calle y se está acumulando con rapidez. Han llamado a la Guardia Nacional y se recomienda que todo el mundo se quede en casa. Esto vamos a tener que hacerlo por nuestra cuenta.

—¿Y Tony por qué se ha quedado?

—Envió a su madre a Tampa, a casa de su hermana, para las fiestas, ¿recuerdas?

Asentí.

—Bueno, otra vez, ¿qué ha pasado con el suministro eléctrico?

Chuck se paró en el tercer rellano, a mitad de bajada.

—Estaba viendo los canales de noticias a eso de las cinco menos cuarto cuando empezaron a decir que había cortes de suministro en Connecticut y entonces, patapum, justo después de las cinco se apagaron las luces.

—¿Es por la tormenta de nieve?

Las alternativas eran aterradoras.

—Quizá.

—¿Han dicho algo más de la gripe aviar?

—No he podido sacar nada en claro —replicó Chuck con un encogimiento de hombros—. Nadie sabe qué está pasando. —Bajó unos cuantos peldaños más—. Las fronteras están cerradas y el tráfico internacional se ha detenido —continuó, detallando un colapso planetario como si fuera la carta de uno de sus restaurantes—. El CDC no confirma ni desmiente nada, pero los hospitales están desbordados por la cantidad de gente que presenta síntomas. Están diciendo que se trata de alguna clase de ataque biológico coordinado, pero yo no me lo trago.

—¿Por qué?

La mente propensa a detectar conspiraciones por todas partes de Chuck siempre andaba en busca de la «verdad» que escondían las noticias, pero por una vez yo me moría por escuchar su teoría. Llegamos a la planta baja y salimos al vestíbulo para bajar por la escalera del sótano. Nos detuvimos en el enlosado de mármol blanco, junto al jardín japonés, ahora parcamente iluminado por las luces de emergencia.

—¿Sabes que casi el noventa por ciento de los sistemas de notificación de emergencias existentes en nuestro país tienen como suministradora a la misma empresa?

—¿Y?

—Cuélate en el sistema informático de esa empresa y, ¡taca!, acceso instantáneo al caos planetario.

—¿Qué razón iba a tener nadie para hacer eso?

—Crear el caos, sembrar el terror… Pero yo tengo otra teoría. —Abrió la puerta del sótano—. Una invasión.

Empezó a bajar.

—¿Una invasión?

Me apresuré a ir tras él.

Chuck abrió la puerta del primer trastero y examinó las cajas etiquetadas sirviéndose de una linterna.

—Piénsalo. Interfieres los servicios gubernamentales, cortas las líneas de suministro y de transporte, interrumpes las comunicaciones y luego confinas a los civiles en sus casas antes de diezmar la base industrial, en este caso cortando la electricidad. Es el mismo perfil de ciberataque que utilizaron los rusos cuando invadieron Georgia en 2008, más o menos.

—Eso no tiene ningún sentido.

Chuck encontró la caja que estaba buscando y la sacó.

—Me refiero a la Georgia de Asia, no a Georgia capital Atlanta.

Me lo quedé mirando.

—Ya.

Abrió la caja y me miró.

—Venga, chico, agárralo por ese lado.

Me incliné y agarré por un lado el generador que había en la caja, gruñendo para cargar con el peso, mientras Chuck lo levantaba por el otro. Fuimos hacia la escalera arrastrando los pies. Durante los siguientes minutos nos las vimos y nos las deseamos con la subida. El generador tampoco pesaba tanto, pero resultaba muy incómodo de llevar: era como transportar un cadáver. Cuando llegamos al tercer rellano yo necesitaba un descanso.

—Para —jadeé, dejando el generador en el suelo y gimiendo mientras estiraba la espalda—. ¿Cuánto pesa este trasto?

—En la caja pone que cincuenta kilos. Es una preciosidad: funciona con gasolina, con diésel y con prácticamente cualquier cosa que haga explosión.

—¿También con vodka?

Chuck soltó una carcajada.

—El vodka nos lo bebemos.

Respiré hondo y me sequé el sudor que me corría por las sienes.

—No lo dirás en serio, ¿verdad? Nadie ha invadido nunca Estados Unidos.

Chuck volvió a reírse.

—Los canadienses lo hicieron. Incluso incendiaron la Casa Blanca.

—De eso hace ya mucho tiempo, y fue más una bravuconada que una invasión.

—La historia tiende a repetirse. —Se agachó a coger el generador—. Venga, chico.

Respiré hondo, volví a estirar los músculos y luego me incliné para levantar del suelo el aparato.

—Así que tu gran idea es que estamos siendo invadidos por los canadienses.

—Eso explicaría la nevada, ¿eh? Quizá no literalmente, pero es una idea.

—Es una idea —repliqué con retintín, poniendo los ojos en blanco. «Culpa a Canadá».

Gruñí y gemí mientras subíamos dos tramos de peldaños más antes de suplicar otro descanso. Chuck sudaba pero no parecía estarlo pasando muy mal, y eso que ya llevaba horas haciendo aquello. Ni siquiera le faltaba el aire. Entonces caí en la cuenta de que habría sido difícil oír nada aparte de mis propios jadeos entrecortados y mis palpitaciones. Decidí que mi propósito de Año Nuevo sería inscribirme en un gimnasio y, más aún, ir.

Justo en ese momento, la puerta del rellano del quinto piso se abrió de golpe y le dio a Chuck. Me quedé mirando directamente la linterna frontal que se había puesto alguien.

—¡Oh, vaya, lo siento! —exclamó quienquiera que fuese.

Chuck gimió, retrocediendo y sacudiendo la mano en la que había recibido el golpe. El hombre salió a la escalera, mirando a su alrededor.

—De verdad que lo siento, no se me ha ocurrido que…

—Tranquilo —dijo Chuck inmediatamente, recuperando la compostura pero sin dejar de masajearse la mano contusionada.

Los tres nos miramos en silencio un instante.

—¿Sabéis qué ha pasado con la electricidad?

—Sabemos tanto como tú —respondí yo—. Soy Mike, y este es Chuck.

—Sí, os he reconocido. Os veo entrar y salir a veces.

Yo no lo conocía, pero vivía mucha gente en el edificio.

—Soy Paul —dijo, y tras una pausa añadió—: Del 514.

Nos ofreció la mano y yo iba a estrechársela cuando Chuck me detuvo.

—Perdona —dijo, entornando los ojos a la luz de la linterna frontal que llevaba Paul—, pero más vale ser precavido. Con ese aviso de gripe aviar… Eh, ¿podrías apagar eso?

—Claro —respondió Paul, bajando la mano primero y llevándosela después a la frente para apagar la linterna. Después miró el generador—. ¿Qué es eso?

Chuck tardó un poco en responder.

—Es un generador —dijo finalmente.

—¿Cómo, del edificio o algo así?

—No, es nuestro.

—¿Tienes alguno que puedas prestarnos?

—Lo siento, pero solo tenemos este —mintió Chuck—. Sobró de una obra en la que estuve trabajando durante un tiempo.

—¿Ah sí?

Chuck lo miró fijamente. La pausa acabó volviéndose incómoda.

—Sí. Y si no te importa, tenemos que seguir.

Paul se encogió de hombros.

—Vale, solo buscaba un poco de ayuda vecinal. ¿Habéis visto la cantidad de nieve que hay fuera? Ya apenas se ven los coches.

Otro silencio.

—Bien, pues buena suerte —dijo Chuck, indicándome con un gesto que volviera a agarrar mi extremo del generador. Esta vez cogió el suyo con una sola mano—. Estoy seguro de que la electricidad no tardará en volver y esto es una pérdida de tiempo.

Empezamos a subir y Paul bajó hasta el cuarto piso, abrió la puerta del rellano y desapareció. Apenas llegamos a nuestro piso, Chuck soltó su extremo del generador.

—¿Has visto sus pantalones?

Negué con la cabeza.

—¿Por qué lo preguntas?

—De las rodillas para abajo los lleva empapados, y las zapatillas deportivas también estaban mojadas. Tiene que haber estado fuera del edificio.

—¿Y qué? A lo mejor ha salido a echar un vistazo.

Chuck sacudió la cabeza.

—¿A las siete de la mañana? Nunca había visto a ese tío. Tony tiene que haber dejado abierta la puerta principal del edificio. ¿Y por qué demonios ha ido directamente al cuarto piso de esa manera?

—Puede que no sea más que un vecino que no conoces —objeté, pero el vello de la nuca se me había erizado. «Un intruso».

—Arrastra esto el resto del camino hasta nuestro apartamento. Voy abajo a cerrarlo todo.

Chuck se marchó como una exhalación, bajando los peldaños de dos en dos, y lo vi desaparecer al tiempo que los sordos ecos de sus pasos se esfumaban. Abrí la puerta de nuestro piso, me agaché y empecé a tirar del generador.

10.05

Pese a la situación, el resto de la mañana fue adquiriendo gradualmente un aire festivo.

En cuanto Chuck volvió después de haber cerrado la puerta principal, fui a llamar a la puerta de Pam y le pedí que le echara un vistazo a Luke. Tony bajó a comprobar de nuevo la entrada del edificio y dejó una nota. En caso de necesidad lo encontrarían en nuestra casa.

Chuck instituyó una norma estricta: solo los de nuestro grupo, incluido Tony, tendrían permitida la entrada en su apartamento. Hizo una excepción con Pam y, después de algunas protestas, con su esposo Rory. En cuanto hubo encendido una estufa de queroseno, el apartamento no tardó en calentarse, así que despertamos a Lauren y Luke y los instalamos en la habitación libre de Chuck y Susie.

Tras una rápida inspección, Pam nos aseguró que Luke no tenía ningún síntoma de gripe aviar, al menos por lo que entendía ella, y que la fiebre estaba empezando a ceder. Todavía estaba bastante febril, pero no hasta extremos peligrosos, y ella prometió no quitarle ojo. Nos contó que había pasado en vela toda la noche en el banco de sangre de la Cruz Roja. Lo habían transformado en un hospital de emergencia y se presentaban casi tantos médicos voluntarios como personas que aseguraban tener síntomas.

Uno de esos médicos había trabajado en el CDC investigando sobre la gripe aviar. Pam había tenido una extensa charla con él sobre lo que estaba pasando y le había dicho que las noticias no tenían sentido: ni incubación, ni transmisión, ni síntomas, ni nada. Parecía realmente que todo aquello no era más que una falsa, o fingida, alarma.

Nuestro encuentro con el posible intruso quedó olvidado rápidamente y Chuck insistió en abrir una botella de champán para servir un cóctel a todo el mundo. Era Nochebuena, dijo, y además tendríamos unas Navidades blancas, añadió, contemplando por la ventana la tormenta de nieve.

Nos las arreglamos para reír.

Estábamos todos juntos en la habitación, aquella mañana, calientes, a salvo y desempaquetando el equipo de Chuck como si estuviéramos haciendo una acampada, así que la sensación de peligro desapareció. Mi pequeñín tenía bastante fiebre, pero yo, aliviado de saber que no era más que un resfriado o un catarro común, estaba casi alegre.

Como telón de fondo manteníamos encendida una radio. El locutor iba detallando los cierres de carreteras —la I-95, la I-89, el Turnpike de Nueva Jersey— y la cifra de hogares sin suministro eléctrico, estimada en diez millones y subiendo por todo el Noreste. El metro estaba cerrado. Decían que el fallo del suministro eléctrico era el resultado de una especie de efecto cascada en la red, igual que había sucedido hacía unos años, y que la tormenta de nieve lo estaba empeorando todo.

La voz del locutor, aquella leve conexión con el mundo exterior, nos daba una sensación de familiaridad. Era una mañana como la de cualquier otro día de desastre, en que los neoyorquinos se armaban de valor para iniciar el proceso de reconstrucción. Los comunicados sobre la gripe aviar, que no paraban de llegar, confirmaban nuestras sospechas: el CDC no podía confirmar ningún caso ni había sido capaz de identificar el origen de la advertencia.

Animado por el alcohol del cóctel de champán, fui a la puerta de al lado para ver qué tal estaban los Borodin. Recordaba que la hija de Irena y su familia, que vivían en el edificio de al lado, se habían ido para las fiestas, así que se habían quedado solos. Por la radio nos recordaban que fuéramos a ver qué tal se encontraban las personas mayores, aunque yo tenía el presentimiento de que los Borodin estarían perfectamente.

De todas maneras fui.

Llamé a su puerta y oí la voz de Irena diciéndome que pasara, que pasara. Me los encontré como de costumbre; a Irena en su mecedora, haciendo ganchillo, y a Aleksandr dormido en el sillón con reposapiés, frente a un televisor apagado, con Gorby a su lado. La única diferencia era que ambos iban abrigados con mantas. El apartamento estaba helado.

—¿Un poco de té? —me ofreció Irena. Viendo cómo acababa cuidadosamente otro punto, deseé tener unas manos tan ágiles como las suyas a los noventa años. «Me daría por satisfecho solo con llegar a esa edad».

—Sí, por favor.

Habían puesto en la cocina lo que parecía un antiguo fogón de camping, encima del cual humeaba un cazo de té caliente. Los Borodin eran judíos, pero un gran árbol, magníficamente adornado, ocupaba casi media sala de estar. El año anterior me había llevado una buena sorpresa cuando me pidieron que los ayudara a conseguir uno. Entonces me enteré de que no era un árbol de Navidad, sino de Año Nuevo. Fuera lo que fuese, era el árbol más bonito de nuestra planta.

Irena se levantó y abrió la alacena para sacar un poco de azúcar para el té, y por primera vez reparé en que la tenían repleta, del primero al último estante, de latas y bolsas de judías y de arroz. Irena se dio cuenta de que la estaba mirando.

—A las viejas costumbres les cuesta morir —dijo con una sonrisa mientras volvía para servir el té—. ¿Cómo se encuentra el principito?

—Bien. Quiero decir, está enfermo pero se pondrá bien —respondí, aceptando la taza de té que me ofrecía y rodeándola con las manos—. ¿Aquí dentro no hace un frío horrible? ¿Queréis venir al apartamento de Chuck?

—Ah —resopló ella, desdeñando mi preocupación con un gesto de la mano—, esto no es frío. Después de la guerra pasé inviernos en cabañas en Siberia. Lo siento por ti, pero he abierto las ventanas para que entre un poco de aire fresco.

En ese momento Aleksandr soltó un ronquido particularmente ruidoso, como si añadiera su propio comentario. Irena y yo reímos.

—¿Necesitas algo? —Indiqué con el pulgar la puerta de Chuck—. Venid cuando sea.

Ella sacudió la cabeza y sonrió.

—Ah, no. Estaremos muy bien.

Tomando un sorbo de té, pensó en algo y me miró.

—Si tú necesitas lo que sea, Mi-kay-yal, recuerda, vienes aquí, da? Estaremos de guardia.

Dije que lo haría y charlamos un rato. Me impresionó lo tranquila que estaba. El corte en el suministro eléctrico había pulsado un acorde muy profundo dentro de mí. Me sentía como si hubiera perdido un sentido, como si estuviera ciego o sordo sin el zumbido de las máquinas. En la puerta de al lado, rodeado de artilugios y cachivaches de Chuck y con el ruido constante del locutor de radio, me sentía casi normal. Con Irena la sensación era distinta: tenía más frío, desde luego, pero también me sentía más tranquilo y seguro de mí mismo. Irena pertenecía a otra generación. Supuse que las máquinas no formaban parte de ellos como de nosotros.

Le di las gracias por el té y volví para echarle una mirada a Luke. Una buena representación de los vecinos se había congregado en el pasillo. Abrigados con bufandas y chaquetas de invierno, se los veía decididamente menos contentos de lo que me sentía yo en aquellos momentos.

—¡Dichosa administración! —gruñó Richard, mirándome cuando salí del apartamento de los Borodin—. Alguien va a perder su empleo por culpa de esto. ¿Tienes calefacción?

—No, pero Chuck dispone de unos cuantos artilugios para calentarse, ya sabes cómo es él…

—¿Podría comprarle uno? —preguntó Richard, dando un paso hacia mí—. Mi casa parece una nevera.

Levanté la mano para indicarle que no se me acercara.

—Lo siento, pero con esto de la gripe aviar deberías mantenerte alejado. Se lo preguntaré a Chuck, pero no creo.

Richard frunció el ceño, pero no dijo nada más.

En cuanto abrí la puerta del apartamento de Chuck, noté inmediatamente el calor en la cara. «Vaya, la mañana no para de mejorar». Entré dispuesto a reírme con Chuck a costa de Richard y me los encontré a todos sentados, muy quietos y mirando fijamente la radio.

—¿Qué pasa?

Cerré la puerta.

—Chsss —me ordenó Lauren, muy tensa.

—«Las dimensiones de la catástrofe todavía se desconocen y tampoco se sabe si ha sido un descarrilamiento o una colisión…».

—¿Que ha pasado?

Chuck rodeó el sofá, apartando cajas y bolsas. Se protegía la mano que le había golpeado la puerta llevándola pegada al pecho. La nieve chocaba ruidosamente contra los cristales mientras el viento la arremolinaba. Yo ni siquiera podía ver el edificio de al lado, que estaba apenas a seis metros.

El mundo se había vuelto blanco.

—Ha habido un accidente —dijo Chuck en voz baja—. Un accidente ferroviario, de un tren Amtrak, a medio camino entre Nueva York y Boston a primera hora de la mañana, pero no lo han descubierto hasta ahora. Al menos, es la primera vez que hablan de él.

—«… las víctimas, ya sea a causa del accidente en sí o por congelación en la ventisca, se cuentan por centenares…».

12.30

—¿Por qué no podíamos haber metido esto dentro y que tuviera una salida al exterior?

Incluso con los gruesos guantes que llevaba, notaba las manos entumecidas, y empezaba a hartarme de tener que estar con medio cuerpo asomado a una ventana, a casi treinta metros del suelo. Por mucho que intentara sacudírmela de encima, la nieve se me amontonaba en la cara y el cuello y se derretía incómodamente en los recovecos donde la ropa se encontraba con la piel.

—No disponemos de tiempo para hacer soldaduras y comprobarlas después —explicó Chuck.

Montar el generador fuera de la ventana de su sala de estar estaba siendo más difícil de lo que habíamos pensado en un principio. El hecho de que Chuck apenas pudiera servirse de una mano tampoco ayudaba. Tenía la del golpe de la puerta en la escalera, hinchada y morada.

Tony había ido a ayudar a unos residentes del segundo piso, y Pam había vuelto al puesto de la Cruz Roja. Habíamos hecho que Lauren y Susie llevaran a los niños al dormitorio de invitados y jugaran con ellos mientras abríamos las ventanas. El apartamento estaba helado y se había llenado de nieve que iba derritiéndose.

—Una muerte lenta por envenenamiento con dióxido de carbono es muy apacible —añadió Chuck—, pero no es lo que yo tenía pensado para esta Navidad.

—¿Te falta mucho? —gemí.

—Ya solo me queda conectar unos cuantos cables.

Lo oí maldecir mientras seguía con sus manipulaciones.

—Vale, ya lo puedes soltar.

Con un suspiro de alivio, solté la plataforma de aglomerado sobre la que habíamos colocado el generador y retrocedí hacia el interior del apartamento, cerrando la ventana al mismo tiempo. A mi lado, Chuck me sonrió, con la mano magullada apoyada cautelosamente en el generador. Tiró del cordón de arranque con la mano sana, y el aparato generador tosió y cobró vida con un gruñido.

—Espero que ese maldito trasto no se congele ahí fuera —dijo Chuck, cerrando la ventana pero dejando un pequeño resquicio para que pudieran pasar los cables del generador colgado fuera.

El apartamento no disponía de balcón y no queríamos arriesgarnos a poner el generador en la escalera de incendios, por si a alguien se le ocurría robarlo. Así que lo habíamos instalado en equilibrio encima de una ventana, en una plataforma improvisada.

—A mí me preocupa más que le entre agua —dije—. No estoy seguro de que este trasto sea lo bastante hermético para estar debajo de un palmo de nieve que se derrite.

—Eso ya lo veremos, ¿verdad? —dijo Chuck.

Apoyándose en la ventana, fue cortando con mucho cuidado trozos de cinta adhesiva de un rollo y pasándomelos para que sellara la rendija.

—Con suficiente cinta adhesiva puedes reparar cualquier cosa —comentó alegremente.

—Perfecto. En ese caso, ahora mismo te doy mil rollos de cinta adhesiva y te envío a Con Edison para que volvamos a tener electricidad.

Ambos reímos.

La radio seguía dando las últimas noticias sobre el accidente ferroviario, la creciente intensidad de la tormenta y la falta de suministro eléctrico. Toda Nueva Inglaterra estaba paralizada. Era otra Frankenstormenta: un potente frente del noroeste que colisionaba con un sistema de bajas presiones del sureste. Los meteorólogos pronosticaban que dejaría entre un metro y un metro y medio de nieve en la zona de Nueva York cuando la tormenta se asentara sobre la costa. Al menos quince millones de personas se habían quedado sin electricidad y muchas estaban sin comida, calefacción ni acceso a los servicios de emergencia.

El accidente de tren había generado informes contradictorios. Algunos testigos oculares aseguraban que el Ejército había llegado casi inmediatamente. Las agencias de noticias habían tardado varias horas en informar del accidente, lo que había dado pie a la idea de que los militares trataban de ocultarlo por alguna razón, y no se había comunicado ninguna causa del mismo.

A medida que la magnitud de la tormenta se hacía patente y corrían los rumores acerca del accidente del Amtrak, el ánimo en el apartamento había ido pasando de la jovialidad a la ansiedad.

Tras quitarme el sombrero y la bufanda, me abrí la cremallera de la parka que me había prestado Chuck e intenté sacudirme la costra de nieve que se me había formado en la nuca. Él fue hasta la encimera de la cocina, sorteando cajas y bolsas, para encender la estufa de queroseno y luego se puso a rebuscar a la caza de unos cuantos cables alargadores.

Entonces llamaron a la puerta.

Era Pam.

—¿De vuelta tan temprano? —le pregunté. Lauren y Susie habían oído que llamaban a la puerta y entraron.

—He tenido que irme.

Recorrió la habitación con la mirada, como si se sintiera atrapada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lauren.

—Hoy solo han aparecido un médico y la mitad de las enfermeras. Hemos hecho todo lo posible, pero de gente preocupada por la gripe aviar hemos pasado a gente que pedía medicamentos o buscaba cobijo, y luego el generador ha dejado de funcionar.

—¡Dios mío…! —dijo Lauren, llevándose la mano a la boca—. ¿Qué habéis hecho?

—Intentar cerrar el centro, pero nos ha sido imposible. La gente se negaba a irse. Las luces de emergencia alimentadas por baterías se han encendido, pero la gente se ha dejado llevar por el pánico y se ha puesto a coger todo aquello de lo que podía echar mano. He intentado evitarlo, pero… —Se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos y temblando—. La gente no está preparada porque da por sentado que siempre habrá alguien que le resuelva el problema, y el caso es que habitualmente es así —añadió entre lágrimas—, pero esta vez ahí fuera no hay ninguna clase de ayuda.

Tenía razón. En cierto modo los neoyorquinos se creen invencibles, independientemente de lo mucho que dependen de la compleja infraestructura para la supervivencia. En el pueblecito próximo a Pittsburgh de donde venía yo, el suministro eléctrico podía interrumpirse en cualquier momento a causa de las tormentas o incluso porque un coche chocara con un poste del tendido, pero que en Manhattan un apagón durara cierto tiempo era incomprensible. En la lista de suministros de emergencia de los neoyorquinos había cosas tales como vino, palomitas para el microondas o Häagen-Dasz, y su mayor temor durante un desastre era el aburrimiento.

—Aquí hay ayuda, Pam —dijo Chuck para tranquilizarla—. Venga, siéntate y toma una taza de té. La función está a punto de empezar. —Agitó un extensor.

Lauren la abrazó, susurrándole algo y llevándosela a la cocina para poner a hervir un poco de agua en el fogón de butano. Chuck y yo nos dedicamos a conectar los extensores al generador. Intentaríamos encender unas cuantas luces y el televisor para enterarnos de lo que estaba pasando en la CNN.

—En el pasillo corre el rumor de que ha sido algo más que un mero accidente ferroviario —me susurró Chuck—. Están diciendo que un avión se ha estrellado en el JFK y que ha habido otros casos por todo el país.

—¿Quién dice eso? —pregunté sin levantar la voz, sentándome en una caja—. En la radio no han dicho nada de eso. —Guardé silencio un instante—. No le digas nada a nadie.

Miró a Lauren.

—¿Su familia se fue antes de la alerta por la gripe aviar? —me preguntó.

Se suponía que la madre y el padre de Lauren habían partido para Hawái el día anterior.

—No hemos sabido nada de ellos —murmuré, cayendo en la cuenta de que tampoco había manera de que pudiéramos saber nada.

—Espero que el GPS no haya quedado fuera de combate con todo este caos —dijo Chuck—. En todo momento hay más de medio millón de personas en vuelo, y sin GPS los pilotos que están sobre el mar tendrán que navegar a estima.

Conecté el último cable.

—Vamos a poner la CNN. ¿Hago los honores?

Chuck asintió y se levantó, tendiéndome la barra de enchufes en la que habíamos conectado el televisor y las luces. Después fue a sentarse en el sofá y cogió el mando a distancia con la mano buena.

—¡Oído todo el mundo! —anuncié—. Estamos listos para empezar. ¿Empiezo la cuenta atrás?

Lauren entró en la habitación y me miró.

—Limítate a enchufarlo, Mike. Deja de hacer el payaso.

Cuando conecté la barra de enchufes al generador, varias de las luces que habíamos instalado alrededor de la habitación cobraron vida con un parpadeo y el televisor se encendió. En el mismo instante, todas las luces de la casa cobraron vida y los electrodomésticos de la cocina empezaron a pitar.

Miré el enchufe, asombrado.

—¿Cómo diablos…?

Chuck se movió detrás de mí. Me volví y vi luces encendidas en el edificio de enfrente, brillando tenuemente a través de la cortina de nieve. Entonces mi mente hizo clic.

—¿La electricidad ha vuelto?

Chuck asintió mientras manipulaba el mando a distancia. Todos cogimos una taza de té y nos apiñábamos en el sofá. La pantalla del televisor brilló cuando Chuck sintonizó el canal apropiado.

Me preparé para lo peor: ver aviones estrellados ardiendo en un paisaje nevado. La imagen parpadeó, se pixeló, desapareció y finalmente se estabilizó. Apareció un campo verde, tan tembloroso como si estuviera siendo filmado desde un helicóptero, y después lo que parecían casas semiderruidas. «Casas destruidas». La imagen se alejó para revelar una escena de devastación en un valle muy verde, con las laderas de un cañón elevándose hacia las cimas de las montañas en la distancia.

—¿Qué, eso es Montana o algo por el estilo? —pregunté, tratando de encontrarle algún sentido a lo que estábamos viendo. El texto que corría al pie de la imagen se refería a algo sobre China—. ¿Eso lo han hecho los chinos?

—No —respondió Chuck—. Eso es China.

La imagen parpadeó y volvió a afirmarse. El sonido nos llegaba entrecortado. Leí el texto de la pantalla: «El desplome de una presa en la provincia china de Shanxi destruye la ciudad, se teme que haya habido centenares de muertos».

Entonces el sonido se aclaró súbitamente.

—«… advirtiendo a las fuerzas estadounidenses que deben retirarse. Ambos bandos niegan cualquier responsabilidad. Se ha acordado una reunión de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU, pero China se ha negado a asistir, mientras que Estados Unidos ha invocado el artículo 5 del Tratado de Defensa de la OTAN».

—¿Están declarando la guerra? —preguntó Chuck. Se levantó, fue hacia el televisor y sacudió la caja de la entrada por cable. La imagen se estabilizó.

—«Tenemos aquí al profesor Grant Latham, de Annapolis, un experto en la guerra de información —anunció el comentarista de la CNN—. Profesor, ¿qué puede decirnos sobre lo que está sucediendo?».

—«Se trata de una ciberescalada de manual —dijo el profesor Latham mirando a cámara—. Se ha informado de que ha habido cortes de suministro por toda China, y el accidente de esa presa parece ser uno de varios fallos en las infraestructuras básicas, pero no tenemos ni idea de la magnitud del problema».

—«¿Ciberescalada?» —preguntó el comentarista.

—«Un ataque en toda regla contra los sistemas y las redes informáticos».

El comentarista reflexionó en silencio un instante.

—«¿Tiene usted alguna recomendación acerca del modo en que debería prepararse la gente? ¿Hay algo que puedan hacer?».

El profesor Latham inspiró profundamente y cerró los ojos antes de volver a abrirlos y mirar directamente a la cámara.

—«Que recen».

19.20

—La fiebre le ha bajado —dijo Pam, leyendo el termómetro infantil.

Me lo enseñó, y vi que marcaba treinta y seis y medio. Asentí y se lo pasé a Lauren, que sonrió y se inclinó sobre la cuna para decirle unas palabritas tiernas a Luke. Aún tenía manchitas rojas en la cara, pero ya no se rebullía ni lloraba tanto.

—Y en cuanto a eso, no cabe duda de que te la has roto —añadió Pam, observando la hinchazón que mostraba la mano izquierda de Chuck.

Chuck torció el gesto pero sonrió.

—Pues ahora mismo no hay mucho que podamos hacer al respecto —dijo.

—Podría vendártela —sugirió Pam.

—Quizá después. Tampoco es tan grave.

Habíamos invitado a Pam y Rory, además de a Chuck y Susie, a nuestro apartamento para cenar. Con la electricidad restaurada, los ánimos estaban más asentados pero seguían siendo un tanto frágiles, y la nevada iba de mal en peor. Durante las últimas veinticuatro horas habían caído unos sesenta centímetros de nieve y, según la CNN, una segunda tormenta se aproximaba.

El tiempo, sin embargo, había pasado a un segundo plano ante el creciente drama que se estaba representando en las redes de noticias.

Las imágenes de la ciudad china destruida y del asalto de nuestra embajada en Taiyuán habían sido sustituidas por las de banderas estadounidenses ardiendo en Teherán. Un vídeo que denigraba a Mahoma había aparecido en una web iraní y se había difundido rápidamente, provocando disturbios en Pakistán y Bangladesh.

Parecía que el mundo entero se había vuelto contra nosotros.

El origen del vídeo era desconocido, y los iraníes afirmaban que provenía del Gobierno estadounidense. La televisión mostraba imágenes del presidente iraní asegurando que las tormentas de la Costa Este, los cortes en el suministro eléctrico y los brotes de gripe aviar eran la mano divina de Dios, castigando a la malvada América.

La idea de que el vídeo fuera obra de nuestro Gobierno era un completo disparate, y naturalmente había sido desmentida, pero solo era un apunte más en la larga lista de lo que los Gobiernos de todo el mundo estaban negando. Si bien aparentemente nadie hacía nada, algo había conseguido que los engranajes del mundo se detuvieran con un chirrido estridente.

Internet funcionaba a paso de tortuga, arrastrando consigo en su caída los negocios y las comunicaciones. Europa estaba casi tan afectada como nosotros, lo que había provocado una afluencia masiva a los bancos y largas colas para comprar alimentos, así como disturbios en Grecia y Portugal.

Los únicos relativamente poco afectados eran la red Halal de Irán, China detrás de su Gran Cortafuegos y Corea del Norte, que de hecho apenas estaba conectada a internet. Estados Unidos era el país más conectado, sin embargo, y el que más estaba padeciendo a causa de lo que fuera que estuviera sucediendo. Las teorías conspiratorias habían inundado las ondas de radio.

A pesar de todo aquello, o quizá precisamente debido a ello, Susie había insistido en preparar una cena apropiada para la festividad. Tony iba a acompañarnos. Yo incluso sugerí invitar a Richard y a su esposa, pero a Lauren no le hizo gracia la idea.

—¿Cómo es que de pronto ya no quieres que venga Richard? —le pregunté para meterme un poco con ella. Chuck puso los ojos en blanco, pero yo no pude resistir la tentación—. Últimamente es tu mejor amigo.

—No creo que sea buena idea —dijo ella. A esas alturas Chuck ya había empezado a menear la cabeza en señal de advertencia y Susie también me estaba mirando fijamente, así que me rendí.

Estábamos utilizando nuestro apartamento para la cena, dado que el suyo estaba lleno de bolsas y botellas de agua. Las chicas se encargaron de preparar la comida mientras Chuck, Rory y yo veíamos la CNN tomando unas cuantas cervezas. La imagen no había dejado de estar borrosa y pixelada durante todo el día, con el sonido yendo y viniendo, pero no era un problema solo nuestro. En la CNN habían dicho que en el cableado de todo el país había problemas técnicos de amplitud de banda.

De vez en cuando aparecían imágenes de tanques rodeando el edificio de la CNN, aparentemente subrayando la vital importancia de la cadena televisiva para la nación. Me pregunté dónde estaban los tanques para defender nuestra ciudad. «Ahora mismo no nos iría nada mal tener unos cuantos».

—Esa nevada está causando un auténtico apocalipsis ahí fuera —comentó Rory. Durante el día, había conseguido llegar a duras penas al edificio del New York Times, donde trabajaba como reportero.

La CNN sonaba de fondo mientras hablábamos.

—«El Pentágono dejó muy claro hace años que, si Estados Unidos era sometido a un ciberataque que ocasionara pérdida de vidas, los militares responderían con un ataque cinético…».

Me había pasado casi todo el día intentando ayudar a los vecinos a conseguir que les funcionara la calefacción. La electricidad había vuelto, pero internet seguía atascada y todo el edificio dependía de redes informáticas. Los pasillos se habían calentado, así que la solución que habían adoptado los residentes había sido simplemente dejar abierta la puerta de entrada.

—«… es decir, llevado a cabo con armas convencionales, bombas y tanques…».

Los Borodin, naturalmente, estaban bien y no necesitaban ninguna ayuda. Cuando fui a verlos, el culebrón ruso volvía a reinar en su televisor mientras Aleksandr dormía frente a él. Después de la cena iría a llevarles una fuente de comida.

—Solo están despejando las grandes avenidas —continuó Rory—. Ahora mismo los montones de nieve a los lados de la Octava son más altos que yo. La Terminal de Autobuses de la Autoridad Portuaria y Penn Station están atestadas de gente.

—«… el presidente ha declarado una emergencia nacional, invocando la ley Stanford para permitir la intervención militar…».

Yo me había limitado a salir hasta la entrada de nuestro edificio. Más allá de la marquesina, la nieve te llegaba casi hasta la cintura, soplaba viento y estábamos por debajo de los cero grados. No le daban a uno ganas de estar fuera, y me impresionaba que Rory se hubiera atrevido a recorrer casi veinte manzanas para ir a trabajar en un día semejante.

La CNN seguía de fondo.

—«Sesenta millones de personas se encuentran afectadas por esta tormenta en la Costa Este, y aunque en muchos sitios vuelve a haber electricidad, varios millones siguen sin suministro y con los servicios de emergencia todavía completamente inactivos».

Miré las imágenes, escuchando la lista de víctimas, que no paraba de crecer, y luego miré a Rory.

—¿Estamos en guerra? ¿Ya están bombardeando China? —Lo dije casi en serio.

Rory se encogió de hombros.

—Ahora lo que tenemos que combatir es esta tormenta. Ese tal profesor Latham que ha salido hace un rato en la CNN solo estaba exagerando para las cámaras.

—¡Venga ya! —dije furioso, señalando al televisor—. ¿Me estás diciendo que todo esto es coincidencia? Ayer China nos estaba declarando la guerra después de haber dicho que habíamos derribado uno de sus aviones. Ahora los cortes de suministro eléctrico, ese accidente de tren…

—No le falta razón —dijo Chuck—. Alguien está haciendo algo.

—Sí —replicó Rory—, alguien está haciendo algo, pero no puedes bombardear a toda la población del planeta si internet deja de funcionar.

—Tiene que ser China —dije yo, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué otra razón los habríamos atacado nosotros si no?

—¿Te refieres a ese pueblo destruido por las aguas que estaba al pie de la presa? —preguntó Rory. Asentí, y se frotó la nuca frunciendo los labios—. Cierto, pero nuestros militares no han admitido el ataque. Además, China no nos ha declarado la guerra. Los chinos lo están negando todo. Ese tipo de la televisión no era más que el gobernador de la provincia de Shanxi intentando llenar tiempo de emisión. Lo han excluido del Politburó…

Lo corté en seco.

—¡Nadie admite nada! ¡Puede que esto sea un ataque virtual —exclamé, levantándome y señalando la nieve que se arremolinaba al otro lado de la ventana—, pero ahí fuera está muriendo gente de verdad!

—¡Chicos! —siseó una voz femenina. Era Susie, y nos miraba con cara de pocos amigos—. ¡Silencio, por favor! Los niños están durmiendo.

—Perdón —dije, avergonzado.

—¿Podríais hacer el favor de apagar ese trasto? —preguntó—. Me parece que ya hemos tenido bastante de eso por un día.

—Pero podríamos perdernos algo…

—Mike, si no apagas el televisor ahora mismo, lo que nos perderemos será una cena magnífica —dijo Lauren—. Venga, chicos, id poniendo la mesa.

Cogiendo el mando a distancia, me volví hacia el televisor.

—«… ahora la cuestión es en qué ha de consistir el uso de la fuerza, pero no cabe duda de que ha habido bajas: más de cien confirmadas y docenas de desaparecidos en el accidente del tren Amtrak de esta mañana; ocho atribuibles a la gripe aviar, y doce debidas a los cortes del suministro eléctrico y los saqueos».

Lo apagué.

21.00

Las velas parpadeaban en la tenue claridad mientras permanecíamos cogidos de las manos. En el silencio, el viento ululaba en la oscuridad exterior, sacudiendo los paneles de las ventanas, tratando de entrar. Me pregunté cuántos pobres desgraciados estarían atrapados ahí fuera, qué complicado encadenamiento de circunstancias los habría llevado a tener que debatirse contra los elementos, pasando frío y solos en alguna parte. Lauren me apretó los dedos y le sonreí, intentando ahuyentar de mi mente el pensamiento de que me encontraba abandonado a mi suerte.

—Señor, te rogamos que veles por nosotros y mantengas a salvo a estas personas, a nuestras familias —dijo Susie—. Te damos las gracias por estos alimentos y por el regalo de la vida. Rezamos por la seguridad de todos y para que nos guíes hacia la luz.

Otra vez silencio. Estábamos sentados en taburetes, en semicírculo alrededor de nuestra encimera de granito negro. Era lo más parecido a una mesa de comedor que teníamos. Yo había puesto el arbolito navideño en el extremo de la encimera pegado a la pared. Brillaba con una alternancia de rojos, amarillos y azules bajo la luz del techo. Lauren había encendido velas aromatizadas con vainilla que parpadeaban cálidamente entre nosotros.

—¡Amén! ¡A comer! —dijo Chuck con entusiasmo, y el ajetreado ruido de unos cuantos humanos siendo humanos llenó la habitación cuando nos pusimos a dar buena cuenta de la cena.

Yo no tenía mucha hambre, pero cuando las chicas colocaron sobre la encimera el pavo relleno, el puré de boniato, las patatas asadas y otras cosas, mi estómago se puso a gruñir. A juzgar por la forma en que todo el mundo se llenaba el plato, no era el único al que le había entrado apetito.

—¿Vas mucho a la iglesia últimamente? —me preguntó Chuck con una sonrisa. Había reparado en mi titubeo cuando Susie le había pedido a todo el mundo que se cogiera de las manos para dar gracias por la cena.

Me estaba tomando el pelo.

Pensar en la iglesia me trajo recuerdos de aburridas mañanas de domingo cuando era niño, rebulléndome todo el rato en el banco, con mis hermanos. Mientras el pastor hablaba incesantemente sobre algo que estaba más allá de mi entendimiento, yo iba arrancando hilos de los bordes de los cojines raídos por el uso, balanceando las piernecitas por encima del suelo de linóleo desgastado.

—Puede que esto sea el castigo de Dios para los pecadores de Nueva York —bromeó Chuck mientras acababa de llenarse el plato con puré—. Apuesto a que ahora mismo en Pensilvania hay unos cuantos amish que ríen los últimos.

Escuchándole solo a medias, asentí. A mi derecha, Pam le estaba preguntando a Lauren si su familia había llegado a tomar el vuelo a Hawái. Lauren respondió que pensaba que sí, pero después se encogió de hombros y entonces Pam le preguntó por qué no había ido con ellos. Lauren titubeó y al final mintió, diciendo que no había querido. En realidad prácticamente me había suplicado que fuéramos.

Me pregunté si Lauren estaría diciendo una mentira piadosa para cubrirme, o si sencillamente la avergonzaba demasiado decir la verdad. Si yo hubiera dejado que su familia corriera con los gastos, en aquel momento podríamos haber estado muy lejos de allí, viendo sucederse los actos del drama desde alguna playa soleada, y Chuck probablemente habría estado a salvo en su escondite de las montañas.

Pero estábamos atrapados en Nueva York, y por mi culpa.

Oí el gorgoteo de Luke por el monitor de bebés, me dio un vuelco el estómago y solté el tenedor con el pavo que estaba a punto de llevarme a la boca.

—¿Conseguiste que funcionara?

—¿Qué?

—Internet, ¿has conseguido entrar esta tarde? —me preguntó Rory desde el otro lado de la encimera.

Necesité unos segundos para comprender lo que me estaba diciendo.

—Sí, ejem…, bueno, no —balbucí—. He podido conectarme, pero iba extremadamente despacio.

Rory asintió.

—Según el departamento técnico del New York Times internet está infectada de arriba abajo. Van a tener que desconectarlo todo y reiniciar los nodos, uno por uno, en todo el mundo, igual que si limpiaran una ciudad casa por casa.

Asentí, sin entenderlo realmente.

—Eh, ¿cuándo fue la última vez que comiste carne? —le preguntó Chuck, señalando el sucedáneo de pollo del plato de Rory. Susie había preparado unas cuantas recetas especiales para ellos.

—Hace más de una década —respondió Rory—. Creo que ahora ya no me entraría.

—La carne es asesinato. —Chuck se rio—. Un asesinato de lo más sabroso, claro. Te sorprendería lo que puedes llegar a meterte en el estómago si no te queda más remedio.

—Quizá —bromeó Rory a su vez.

—Bueno, ¿y qué es lo que dice el Times? —preguntó Lauren a Rory.

—¡Eh! —exclamó Susie, frunciendo el ceño—. Creía que no íbamos a hablar de esas cosas.

—Es que se me ha ocurrido que a lo mejor saben algo que no ha salido en las noticias, ya sabes, de aviones que…

La mesa quedó en silencio.

—No se sabe nada de ningún accidente aéreo ni de otro medio de transporte —dijo Rory—. Claro que apenas estamos recibiendo información, y la que nos llega es un batiburrillo contradictorio.

—¿Qué quieres decir?

—Después del 11-S tuvo que pasar una semana para entender qué estaba sucediendo. Es como si estos ciberataques procedieran de Rusia, Oriente Medio, China, Brasil, Europa, la mayoría incluso del propio Estados Unidos…

—¡Basta! —exigió Susie levantando su tenedor—. Por favor, ¿podemos encontrar algún tema agradable de conversación?

—Yo solo… —empezó a decir Rory, pero Susie le cortó.

—La electricidad ha vuelto, algo que me olvidé de agradecerle a Dios —continuó con una sonrisa—, y probablemente mañana todo esto se habrá terminado y podréis hablar de ello hasta cansaros. Pero me gustaría tener una cena de Nochebuena normal y placentera, por favor.

—¿A que es un pavo fantástico? —preguntó Chuck en voz muy alta, cambiando de tema—. ¡Venga, un brindis por nuestras hermosas esposas!

Alcé mi vaso junto con Chuck y Rory.

—Por mi hermosa esposa —le dije a Lauren. Ella me miró brevemente, pero enseguida bajó la vista. Extendiendo la mano hacia ella, intenté volverle suavemente la barbilla hacia mí, pero se apartó.

—¿Qué pasa? —pregunté en voz baja.

—No es nada —susurró ella, sosteniéndome la mirada—. Feliz Navidad.

Bebí del vaso de vino que había estado sosteniendo en alto, pero Lauren apenas probó un sorbito del suyo.

—Yo también te deseo una feliz Navidad, cariño.

—¿Solo un momento? —volví a preguntar.

Lauren suspiró y cogió un cuenco del fregadero lleno de agua jabonosa. Había empezado a lavarlo meticulosamente. Habíamos enviado a todos los demás a sus casas, ofreciéndonos para lavar los platos dado que Susie había suministrado la cena. Estábamos disfrutando de una copa de vino a la luz de las velas mientras lo secábamos y lo guardábamos todo.

Yo quería poner la CNN para ver qué estaba pasando. Llevaba toda la noche con ganas de encender el televisor.

—Vale, solo un momento, pero después quiero hablar contigo —dijo Lauren, mirándome adustamente—. Tenemos que hablar, Mike.

Eso había sonado bastante ominoso, y dejé de secar el cazo que tenía en las manos. Después de llenar mi plato durante la cena, de pronto había perdido el apetito por completo y acabé dejando la mayor parte. Lauren había estado callada, rehuyéndome la mirada, y aunque podía ser que solo estuviera preocupada por su familia…

—¿De qué quieres hablar? —pregunté, encogiéndome de hombros y fingiendo despreocupación. Empezaba a notar un cosquilleo en el cuero cabelludo.

Lauren respiró hondo.

—Acabemos de recogerlo todo primero.

La miré, con el cazo en una mano y el paño de cocina en la otra, pero ella volvió a concentrar la atención en el fregadero y se puso a frotar afanosamente. Sacudiendo la cabeza, guardé los cazos y sartenes, metí las últimas copas en el lavavajillas y arrojé el paño de cocina a la encimera. Pasándome las manos por los vaqueros para secármelas, cogí el mando a distancia.

Lauren volvió a suspirar ruidosamente.

La CNN cobró vida inmediatamente.

—«Esta es la cuarta vez que las Fuerzas Armadas han sido puestas en DEFCON 3».

—¿Qué diablos…?

Me senté en el sofá. Lauren dejó el cazo que había estado frotando. Imágenes de un portaaviones llenaron la enorme pantalla gigante de nuestra pared. Esta vez era uno de los nuestros.

—«Las únicas otras tres ocasiones en que nuestra patria ha estado en DEFCON 3 fueron la Crisis de los Misiles cubana, en el 62, cuando estuvimos al borde de la guerra nuclear con Rusia…».

—¿Qué está pasando? —preguntó Lauren.

—«… la guerra del Yom Kippur, en el 73, cuando Siria y Egipto lanzaron un ataque por sorpresa contra Israel y estuvieron a punto de desencadenar otra guerra nuclear…».

—No lo sé —repuse, sacudiendo la cabeza. Lauren vino a sentarse junto a mí.

—«… y naturalmente el 11-S, cuando fuimos atacados por fuerzas desconocidas que acabaron resultando ser Al Qaeda».

Iba a levantarme del sofá para ir a casa de Chuck, con la esperanza de que él supiera algo más, pero Lauren me agarró y me detuvo. Sin decirle nada, volví a sentarme y concentré nuevamente la atención en el televisor.

—«La única información que estamos recibiendo es que CENTCOM, una de las redes militares de comando interno y control de comunicaciones de nuestro país se encuentra en una situación bastante comprometida…».

—Mike, ¿podríamos apagar la televisión un momento?

Me quedé sentado en el sofá mirando el televisor, intentando entender lo que estaba pasando. Múltiples redes secretas habían dejado de funcionar, desde la de la ASN hasta las de las unidades militares de despliegue. No se conocía el alcance de la infección ni su propósito. Nuestros militares se estaban preparando para hacer frente a alguna clase de ataque.

—Por favor, Mike —insistió Lauren.

Me volví hacia ella, sacudiendo la cabeza.

—¿Lo dices en serio? ¿Quieres que tengamos una conversación precisamente ahora? ¿El mundo está a punto de explotar y tú quieres hablar?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Entonces que arda el mundo, pero tengo que hablar contigo ahora mismo. Necesito contarte una cosa.

El corazón me latía cada vez más deprisa. Sabía lo que iba a decirme y no quería oírlo. Conteniéndome a duras penas, la miré.

—¿No puede esperar? —pregunté, apretando las mandíbulas al tiempo que sacudía la cabeza.

—No.

Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Yo… —farfulló—. Yo… eh…

—«Acabamos de recibir una alerta de emergencia del DHS. ¡Oh, Dios mío!».

Lauren y yo nos volvimos hacia el televisor. El comentarista de la CNN parecía haberse quedado sin palabras.

—«… el DHS[1] informa que hay múltiples blancos aéreos sin identificar sobre Estados Unidos y pide a la población que facilite cualquier información…».

Y entonces la pantalla quedó en blanco.

El rumor de fondo de las máquinas cesó y me encontré contemplando la nada allí donde una fracción de segundo antes había estado el comentarista de la CNN. Lo único que oía era el palpitar de mi corazón y el latido de la sangre en mis tímpanos.

Aguardé sin aliento, medio esperando que el brillante fogonazo de una explosión termonuclear ardiera en mis retinas. Pero lo único que oí fue el tenue ulular del viento en el exterior mientras mis ojos se habituaban a la tenue luz de las velas que seguían ardiendo sobre la encimera de la cocina.

Los segundos fueron transcurriendo.

—Cojamos a Luke y vayamos al apartamento de al lado —dije con la voz temblorosa—. Para averiguar qué está pasando.

Lauren me cogió del brazo.

—Por favor —suplicó—, necesito sacármelo de dentro.

—¿El qué? —quise saber, con el miedo y la ira adueñándose de mí—. ¿Necesitas sincerarte precisamente ahora?

—Sí…

—No quiero oírlo —bufé—. No quiero enterarme de que te estás acostando con Richard, que lo sientes mucho y que jamás tuviste intención de hacer daño a nadie.

Lauren se echó a llorar.

—Escoges este momento —chillé—, este puto momento…

—No seas tan borde, Mike —sollozó ella—. Deja de estar tan furioso, por favor.

—¿Estoy siendo borde? ¿Tú te acuestas con otro y yo estoy siendo borde? Voy a matar a ese hijo de perra.

—Por favor…

La fulminé con la mirada y ella me la devolvió, retadora.

—¿QUÉ? —grité, gesticulando con las manos alzadas. Luke empezó a llorar ruidosamente en la habitación.

A la vacilante luz de las velas, Lauren se llevó a la boca una mano temblorosa y me respondió en voz baja.

—Estoy embarazada.