23 de diciembre
8.55
—Faltan dos días para Navidad. ¿No va siendo hora de que te tomes un respiro?
Lauren me miró y se encogió de hombros.
—He de asistir a esa reunión. Richard se ha servido de todos sus recursos para conseguir que ese tipo hablara conmigo y…
Habíamos cerrado la puerta del dormitorio, pero el llanto de Luke en el monitor de bebés que estaba sobre la encimera de la cocina hizo callar a Lauren. Lo apagó, exactamente igual que había estado haciendo conmigo durante el último mes.
Alcé las manos.
—Bueno, si lo ha organizado Richard, entonces por supuesto que debes abandonar a tu familia otro día.
—No empieces. —Apretó la mandíbula—. Al menos él intenta ayudarme.
Inspiré profundamente y conté mentalmente hasta diez. Casi era Navidad y aquella escalada verbal no tenía sentido. Lauren me miraba fijamente.
Me peiné con los dedos y suspiré.
—Me parece que Luke está incubando algo. Tenemos que comprar la comida para las fiestas y, como he dicho, debo entregar esos regalos a los clientes.
Mi nueva secretaria se había olvidado de entregar una docena de los regalos personalizados que habíamos creado para nuestros clientes. Había pasado por alto a los residentes en Manhattan porque no figuraban en la lista de correo aéreo. Cuando descubrimos el error, ella tenía prisa por reunirse con su familia para las fiestas y, con FedEx y UPS inactivas, yo había cometido la estupidez de decirles a mis socios que los entregaría personalmente.
Naturalmente, el plazo estaba a punto de expirar. El día anterior Luke y yo habíamos entregado la mitad de los regalos a la carrera por Chinatown y Little Italy, pero todavía me quedaban unos cuantos para los clientes más importantes. Luke lo había pasado en grande con la salida. Nuestro hijo era una auténtica mariposa social, y no le costaba nada ponerse a parlotear directamente con la primera persona con la que nos encontrábamos.
—¿Entregar un par de soportes para estilográficas grabados realmente va a suponer el éxito o el fracaso para tu negocio?
—No se trata de eso.
Lauren respiró hondo y su expresión se suavizó.
—Se me había olvidado —dijo—. Lo siento. Pero esto es realmente importante para mí.
«Más que nosotros, obviamente», pensé, pero me mordí la lengua e intenté ahuyentar el pensamiento de mi cabeza. Los pensamientos negativos tienden a enconarse.
Lauren miró el techo.
—¿Susie no podría…?
—Estará fuera todo el día.
—¿Qué hay de los Borodin?
Lauren no iba a rendirse. Hubo una pausa mientras yo inspeccionaba el diminuto árbol navideño de plástico que habíamos puesto encima de una mesita auxiliar, junto al sofá.
—Está bien. Ya se me ocurrirá algo. —Me las arreglé para sonreír—. Anda, vete.
—Gracias. —Recogió el bolso y el abrigo—. Y si sales con Luke, no te olvides de abrigarlo bien. Abrigaos los dos. Voy a calmarlo antes de irme.
Asentí, y luego volví a concentrarme en navegar por unos cuantos sitios web sobre nuevas salidas para las redes sociales. Internet iba increíblemente despacio. Las páginas nuevas tardaban una eternidad en cargarse.
Lauren entró en nuestra habitación y la oí hablar con Luke. Lo cogió en brazos, empezó a pasear con él y el llanto cesó rápidamente. Apareció un instante después con el abrigo puesto y se pasó a mi lado de la encimera para darme un abrazo y un besito en la mejilla. La ahuyenté con un encogimiento de hombros. Ella me dio un cachete juguetón, sonreí y, un instante después, había salido por la puerta.
En cuanto se hubo marchado, fui a echarle un vistazo a Luke en su camita del dormitorio. Todavía gimoteaba un poquito, pero se había calmado y estaba acurrucado con la manta. Volviendo a mi portátil, intenté seguir con el trabajo de investigación, pero la conexión continuaba siendo muy lenta. No podía perder el tiempo examinando el router o mirando si era culpa de alguna otra cosa, así que me di por vencido y decidí seguir adelante con el día.
Dejé la puerta del apartamento entornada para poder oír a Luke y fui hasta la de los Borodin. Nuestro piso era el del extremo de un estrecho pasillo enmoquetado, iluminado por pequeños apliques. Susie y Chuck vivían en el de al lado, a la izquierda del nuestro, y los Borodin a nuestra derecha. La puerta siguiente a la de Chuck correspondía al apartamento de Pam y Rory, situado directamente enfrente de otro pasillo en ángulo recto hasta el ascensor. La salida de emergencia quedaba junto a ese apartamento y el hueco de la escalera descendía seis pisos a partir de allí. Cinco apartamentos más ocupaban el resto del pasillo, que terminaba en los escalones de entrada del tríplex de Richard, en el extremo opuesto del edificio con respecto a nosotros.
Irena abrió la puerta a mi primera suave llamada. Los Borodin siempre estaban en casa, e Irena seguramente estaba de pie justo detrás de la puerta, cocinando, como de costumbre. El aroma de las patatas y la carne asadas y del pan salió nada más abrirme.
—Mi-kay-yal, pryvet —me saludó Irena con una afable sonrisa que le marcó un poco más las arrugas de la cara.
A sus casi noventa años, Irena iba encorvada y arrastraba los pies al andar, pero siempre le brillaban los ojos. Por vieja que fuera, yo aún me lo habría pensado dos veces antes de enojarla: había estado en el Ejército Rojo que derrotó a los nazis en los gélidos eriales del norte de Rusia. Como le gustaba decirme: «Troya cayó, Roma cayó, pero Leningrado no cayó».
Llevaba un delantal a cuadros verdes, ligeramente manchado, y un trapo de cocina en una mano. Con la otra me indicó que entrara.
—Pasa, pasa.
Miré la mezuzá clavada en el marco de su puerta, una diminuta pero hermosamente tallada cajita de ébano, repleta de adornos. Hubo un tiempo en el que yo pensaba que las mezuzot eran algo así como amuletos de la buena suerte judíos, pero había acabado entendiendo que su propósito tenía más que ver con mantener alejado el mal.
Me resistía a entrar. Si entraba, acababa indefectiblemente con un plato de salchichas delante y el reproche cariñoso por estar tan delgado. Dicho esto, admito que me encantaba la comida de Irena, y que disfrutaba todavía más con el sencillo placer de que me mimaran. Me hacía sentir igual que un niño, protegido y consentido, algo que toda abuela rusa que se precie pretende.
—Lo siento, tengo un poco de prisa.
Lo que fuera que estuviera cocinando olía maravillosamente, y caí en la cuenta de que dejarle a Luke me daría la excusa perfecta para regresar más tarde y dejar que me consintiera un poquito más.
—No quiero abusar de tu amabilidad, pero ¿podrías vigilar a Luke unas horas?
Irena se encogió de hombros y asintió.
—Claro que sí, Mi-kay-yal, sabes que no necesitas pedirlo, da?
—Gracias. Tengo que salir a hacer algunos recados. —Miré dentro y vi al marido de Irena, Aleksandr, dormido en el sillón con reposapiés frente al culebrón ruso del televisor. Hecho un ovillo, a su lado, Gorby dormía en el suelo.
La señora Borodin volvió a decir que sí con la cabeza.
—¿Traes a Luke?
Yo asentí a mi vez.
—Y abrígate bien. Hoy estamos muy por debajo de cero.
Reí. Con ella, ya eran dos las mujeres ese día que me habían dicho que me abrigara bien, y eso que aún no había salido. «Quizá sigo siendo un niño».
—Aquí medimos la temperatura en grados Farenheit, Irena: vale que hace frío, pero todavía no estamos bajo cero. Estaremos a unos diez grados, creo.
—Bah, ya sabes lo que quiero decir. —Con un movimiento de la barbilla para decirme que me pusiera en marcha, volvió a concentrarse en su cocina, dejando la puerta entreabierta.
Volví a mi apartamento, hurgué en el armario buscando abrigos, guantes y bufandas. Luego me acordé: había hecho tan poco frío que Lauren había llevado los abrigos a la tintorería el día anterior, donde no habían podido ofrecernos el lavado exprés por culpa de los agobios de Navidad. Suspiré y descolgué de la percha una chaqueta negra fina, cogí la mochila con los regalos y entré en el dormitorio para ponerme un jersey.
Luke estaba completamente despierto y me observó entrar. Tenía las mejillas bastante sonrojadas.
—¿No te encuentras bien, colega? —dije, inclinándome sobre él para cogerlo. Tenía la frente caliente y el pobrecito sudaba. También había mojado el pañal, así que lo cambié, le puse pantalones de peto, calcetines gruesos y camisa de algodón, y luego lo llevé a la puerta de al lado.
Incluso no estando del todo bien, Luke se las arregló para esbozar una gran sonrisa en cuanto vio a Irena.
—¡Ah, dorogaya! —exclamó ella, tomando de mis brazos al todavía adormilado pequeño—. Tiene fiebre, nyet?
Le pasé las manos por la cabeza a mi hijo y noté el sudor en su pelo apelmazado.
—Sí, me parece que sí.
Irena atrajo a Luke hacia sí.
—Tú no preocupes, yo cuido. Vete.
—Gracias. Hacia la hora de comer estaré de vuelta. —Enarqué las cejas y, por el modo en que me sonrió, supe que encontraría un banquete a mi vuelta.
Irena cerró la puerta, riendo.
Un niño era algo asombroso. Antes de que tuviéramos a Luke yo me pasaba la vida preguntándome de qué iba todo en realidad, intentando determinar exactamente mis esperanzas, mis sueños y mis temores. Y entonces, de pronto, había una versión de mí mismo en miniatura que me devolvía la mirada y lo tenía todo más que claro. El sentido de mi vida era proteger y criar a ese nuevo ser, amarlo y enseñarle todo cuanto sabía.
—¿Has olvidado algo?
—¿Eh?
Pam, asomada a su puerta, me miraba. Era enfermera, y llevaba el uniforme para ir a trabajar. Habíamos llegado a ser buenos amigos tanto de ella como de su esposo, Rory, pero no habíamos acabado de desarrollar la clase de relación estrecha y confortable que teníamos con Susie y Chuck.
El caso era que Pam y Rory eran veganos estrictos, y si bien yo no tenía ningún problema con eso, de alguna manera creaba entre nosotros una brecha. Me sentía culpable si comía carne estando ellos presentes, a pesar de que nos habían dejado claro que no les molestaba, que se trataba de una opción completamente personal.
Pam me caía la mar de bien. Era una rubia muy atractiva a la que resultaba difícil no querer. Si Lauren era lo que podría decirse una belleza clásica, Pam era más voluptuosa.
—No, solo estaba dejando a Luke en casa de los Borodin.
—Ya lo he visto —dijo ella, riendo—. Tienes cosas muy serias en las que pensar, ¿eh?
—En realidad no —repliqué, sacudiendo la cabeza y yendo hacia ella. Trabajaba para la Cruz Roja y estaba destinada en un banco de sangre que había a pocas manzanas de distancia—. ¿Sigues vaciando venas, incluso antes de Navidad?
—Es la estación para dar, ¿no? ¿Qué, piensas venir a vernos alguna vez?
El ascensor se detuvo en nuestro piso con un campanilleo musical, y las puertas se abrieron. Estaba atrapado.
—Ah, ya sabes… —murmuré, sin saber muy bien qué decir—. Tengo muchas cosas que hacer.
—Todo el mundo siempre tiene muchas cosas que hacer, pero durante las fiestas es cuando más necesitamos la sangre.
Dejé que Pam entrara en el ascensor delante de mí. Me sentía doblemente culpable. Y de pronto, en un impulso incontenible…
—¿Sabes qué? —dije—. Ahora mismo iré. —«Eh, es Navidad», pensé. «Qué narices».
—¿De verdad? —Se le iluminó la cara—. Serás el primero en entrar.
Me sonrojé un poco porque aquello podía tomarse por una insinuación.
—Eso sería estupendo.
Después hubo silencio mientras esperábamos que el ascensor llegara a la planta baja.
—Vas a necesitar algo más que eso.
—¿Eh?
Pam estaba mirando la chaqueta fina que me había puesto.
—Fuera hace un frío que pela —dijo—. ¿No has visto los avisos de tormenta? Dicen que va a ser la Navidad más fría desde 1930. ¡Para que te fíes del calentamiento global!
Ambos soltamos una carcajada. Pam se volvió hacia mí.
—Tú trabajas con internet, ¿verdad?
Me encogí de hombros afirmativamente.
—¿Has notado lo que costaba entrar en la red esta mañana?
Eso me llamó la atención.
—Pues sí. ¿Tú también estás en Correcaminos? —«Seguramente hay algún problema del operador del edificio».
—No. Según la CNN es un virus o algo parecido.
El ascensor se detuvo en la planta baja y las puertas se abrieron.
—¿Un virus?
11.55
Tardé en donar sangre más de lo que pensaba. Pam me puso el primero en la cola, pero ya eran las diez y cuarto cuando por fin salí de la Cruz Roja, dónut en mano, para coger un taxi en Midtown.
Tenía previsto visitar a cuatro clientes del centro para dejar los regalos (con un apretón de manos si me encontraba con alguno) e ir corriendo a hacer algunas compras. Me pasaría por casa, dejaría la comida y vería cómo estaba Luke mientras comía algo con Irena, tras lo cual iría al Distrito Financiero para entregar los últimos dos regalos y, quizá, tomarme una o dos copas.
Alentado por la sensación del deber cumplido que me daba haber donado sangre, o quizás un poco colocado por la falta temporal de hemoglobina, mi trayecto al Midtown adquirió un aura cinematográfica. Miraba como un bobo por la ventanilla del taxi a los compradores navideños que se afanaban por la calle, llevados por la emoción que se apodera de Nueva York cuando llegan las fiestas navideñas. Todos iban con sombrero y bufanda para protegerse del súbito e intenso frío, con las bolsas de la compra en las manos.
Mi primera parada fue junto al Centro Rockefeller, y después de dejar el regalo pasé al menos diez minutos de pie contemplando el árbol que había fuera. La energía y la vitalidad eran asombrosas, e incluso me ofrecí a sacarles unas cuantas fotos a los turistas. A continuación, mi ruta me llevó más allá del hotel Plaza, por Central Park y dando la vuelta en dirección al centro. Iba mandando mensajes de texto a Lauren sobre lo que necesitábamos para comer, pero ella había dejado de responderlos.
En cuanto hube terminado con mis visitas en Midtown, subí a un taxi e hice que me dejara en el Whole Foods de Chelsea. Tras recorrer los pasillos durante media hora llenando el carro de la compra e imbuyéndome del espíritu navideño, llegué a la cola para pagar.
Era kilométrica.
Esperé diez minutos, comprobando mi e-mail unas cuantas veces, antes de dirigirme a la mujer de aspecto frustrado que tenía delante.
—¿Qué pasa?
—No lo sé —me respondió ella por encima del hombro—. Parece que tienen problemas con los ordenadores.
—¿Le importaría vigilar mis cosas mientras voy a echar un vistazo?
Asintió.
Dejé el carro y fui hacia las cajas registradoras. La agitación iba en aumento conforme avanzaba yo. Terminaba en un corro de clientes enfadados.
—¿Por qué no puede aceptar efectivo? —preguntó uno de ellos.
—Señor, no podemos dejar que saque nada a la calle hasta que haya sido escaneado —repuso la cajera, una chica de aspecto asustado que agitaba con impotencia las manos en torno a un lector de códigos de barras.
Me deslicé detrás de la caja registradora para hablar directamente con ella.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté.
—Sigue sin funcionar, señor —dijo la cajera, volviéndose hacia mí.
Estaba bastante nerviosa y seguramente me tomó por un encargado.
—Vuelva a explicarme exactamente lo que ha pasado, desde el principio.
—Los lectores de códigos de barras sencillamente dejaron de funcionar. Llevamos una hora esperando a los del servicio técnico, pero no hay manera de que vengan —me dijo. Bajando la voz, añadió—: Mi prima del Upper East Side me ha mandado un mensaje de texto diciendo que en su establecimiento también habían dejado de funcionar.
El cliente enfadado, un hispano muy alto, me agarró del brazo.
—Oiga, hermano, lo único que quiero es salir de aquí. ¿No pueden aceptar efectivo?
—Eso no depende de mí —respondí mientras levantaba las manos.
Me miró a los ojos. Yo esperaba ver ira, pero solo parecía asustado.
—A la mierda. Llevo una hora esperando. —Arrojó unos cuantos billetes de veinte encima del mostrador delante de nosotros—. ¡Quédense con el cambio, hombre!
Cogió las bolsas repletas de comida y empezó a abrirse paso entre el inmenso gentío. La gente lo miraba, y unos cuantos empezaron a avanzar hacia el mostrador para dejar dinero encima. Otros cuantos más sencillamente empezaron a salir por la puerta llevándose consigo lo que tuvieran, sin pagarlo.
—¿Qué está pasando? —mascullé. No es propio de los neoyorquinos ponerse a robar como si tal cosa.
—Son las noticias, señor; los chinos —dijo la cajera.
—¿Qué noticias?
—Lo del portaaviones, señor —fue todo lo que pudo añadir ella, pero a esas alturas yo ya había empezado a abrirme paso en dirección a la puerta, súbita e irracionalmente preocupado por Luke.
14.45
—¿Por qué no me lo dijiste?
Yo daba vueltas nervioso frente al enorme televisor de pantalla plana que dominaba una de las paredes del apartamento de Chuck.
—Porque supuse que pensarías que eran paranoias mías —replicó Chuck.
Imágenes borrosas de un portaaviones envuelto en humo llenaban la pantalla detrás de mí. Había ido corriendo al apartamento de los Borodin y llamado ruidosamente a su puerta. Mientras recorría las escasas manzanas que nos separaban de Whole Foods, había ido buscando noticias en mi smartphone. La aplicación tardó una eternidad en responder.
Al parecer había habido un incidente en el mar de China. Un caza chino se había estrellado. Los chinos afirmaban que había sido un ataque de los estadounidenses, pero nuestras fuerzas negaban haber tenido algo que ver con el asunto y lo achacaban a un accidente. El gobernador de la provincia septentrional de Shanxi salía en todos los noticiarios afirmando que había sido un acto de guerra.
Cuando llegué, Luke estaba bien, pero le había subido la fiebre. Sudaba profusamente, e Irena me explicó que no había dejado de llorar casi ni un momento desde que me había marchado. Lo dejé en casa de los Borodin para que pudiera descansar y fui al apartamento de Chuck.
—¿No se te ocurrió pensar que era lo bastante importante para compartirlo? —le pregunté con incredulidad.
—Pues no, en ese momento no se me ocurrió.
La CNN volvía a sonar como telón de fondo.
—«Fuentes del Pentágono niegan cualquier responsabilidad en lo referente al avión de combate chino que se ha estrellado y aseguran que se ha debido a la inexperiencia de las fuerzas chinas a la hora de operar desde un portaaviones en alta mar…».
—¿Hace una semana que no sirven comida a ninguno de tus restaurantes y no se te ocurrió que eso pudiera interesarme?
—«… el Veneno Troyano ha infectado el servidor DNS de todo el mundo. Los chinos niegan cualquier responsabilidad, aunque ahora el mayor problema es el virus Scramble, que ha infectado los sistemas de distribución…».
—No me pareció importante —repuso Chuck—. Siempre tenemos problemas con los ordenadores.
El virus que ya había paralizado FedEx y UPS había pasado a infectar prácticamente cualquier otro sistema de distribución comercial, con lo que la cadena de suministros del planeta se había detenido de golpe.
—He leído los mensajes en las páginas de los hackers —añadió Chuck—. Dicen que UPS y FedEx son sistemas patentados, así que la rapidez con que se ha propagado el virus quiere decir que contiene cientos de ataques de día-cero.
—¿Qué es eso del día-cero? —preguntó Susie.
Estaba sentada en el sofá al lado de Chuck, abrazando temerosamente a Ellarose, cuya cabecita subía y bajaba mientras me miraba caminar en círculos como un tigre enjaulado. Susie era una auténtica belleza del Sur, esbelta, con una oscura melena larga y sedosa y pecas doradas. En aquel momento, sin embargo, en sus hermosos ojos castaños se leía la preocupación.
—Es un nuevo virus, ¿verdad? —aventuró Chuck, mirándome.
Yo no era experto en seguridad, pero era ingeniero eléctrico experto en redes informáticas.
—En cierto modo —expliqué—. Un día-cero es un punto débil del software que todavía no ha sido documentado. Un ataque de día-cero se sirve de cualquiera de esas debilidades del sistema todavía desconocidas. Lo llaman así porque es un ataque para cuyo análisis no se ha dispuesto de ningún día.
Cualquier sistema tiene puntos débiles. Los conocidos normalmente se paliaban de algún modo o se solventaban, pero la lista de nuevas vulnerabilidades conocidas crecía al ritmo de cientos por semana para los miles de vendedores de software comercial del planeta.
Puesto que una típica empresa estadounidense incluida en la lista de las quinientas más importantes de la revista Fortune usaba miles de programas de software, la lista de vulnerabilidades era de decenas de miles en todo momento: un juego del escondite imposible de ganar contra un adversario que solo necesitaba que permaneciese abierto un solo agujero de los literalmente millones que una organización tenía que estar reparando continuamente.
Mientras que todo el mundo, tanto los gobiernos como el sector privado, se desvivía por mantenerse al día con la lista de vulnerabilidades conocidas, contra las desconocidas o días-cero la situación era aún peor. Apenas existía defensa contra ellas, precisamente porque los vectores de ataque eran, por definición, desconocidos.
Chuck y Susie me miraron como si no supieran qué decir.
—Significa que es un ataque contra el que estamos indefensos.
Stuxnet, el virus que supuestamente había acabado con las plantas de procesamiento nuclear de Irán en 2010, se había servido de unos diez días-cero para entrar en los sistemas que atacó. Era uno de los primeros ejemplos de la nueva generación de sofisticadas ciberarmas. Costaba mucho tiempo y dinero crearlas, así que nadie habría activado esa sin tener un propósito en mente.
—¿A qué te refieres con eso de que estamos indefensos contra esos ataques? —preguntó Susie—. ¿Cuántos hay? ¿El Gobierno no puede detener esto?
—Básicamente, lo que hace el Gobierno es confiar en el sector privado para que se encargue de proteger ese material —respondí.
La CNN había pasado a un debate entre cuatro comentaristas y analistas.
—«Lo que me tiene más preocupado, Roger, es que los virus informáticos, sobre todo los que son tan sofisticados como este, suelen estar diseñados para colarse en las redes con el objetivo de sacar información. Pero estos no parecen estar haciendo tal cosa. Se limitan a hacer caer los sistemas».
—¿Qué significa eso? —preguntó Susie, sin apartar los ojos de la pantalla del televisor.
Como si respondiera a su pregunta, el analista miró directamente a cámara y dijo:
—«Lo único que cabe suponer es que estamos siendo atacados deliberadamente, con el único objetivo de infligirnos el mayor daño posible».
Susie se llevó una mano a la boca. Sin decir nada, me senté junto a ellos e intenté llamar a Lauren por duodécima vez.
«¿Dónde estaba?».
17.30
—Lo siento.
Lauren tenía estrechamente abrazado a Luke. Cuando lo recuperamos del apartamento de los Borodin, el pobrecito estaba estremecido por los sollozos. Yo había intentado darle de comer, pero no quería nada. Le ardía la frente.
—Con decir que lo sientes no basta —me quejé—. Venga, pásame a Luke. Volveré a intentar darle de comer.
—Lo siento, pequeño —murmuró Lauren, hablándole a Luke y no a mí. Continuó abrazándolo, sacudiendo la cabeza y sin querer renunciar a él. Tenía la cara colorada de frío y el pelo hecho un desastre.
—¿Por qué demonios has estado cuatro horas sin responder a mis mensajes de texto?
Habíamos vuelto a nuestro apartamento y fuera estaba oscuro. Llevaba toda la tarde intentando ponerme en contacto con Lauren. A las cinco y media había aparecido por fin en la puerta de Chuck, preguntando qué pasaba y dónde estaba Luke.
—Tenía apagado el móvil. Me olvidé de conectarlo.
Evité preguntarle qué había estado haciendo.
—¿Y no te has enterado de todo lo que estaba pasando?
—No, Mike, no me he enterado. No todo el mundo está siempre pegado a la CNN. Cuando me he enterado he venido directa a casa, pero no había taxis y las líneas dos y tres del metro no funcionan, así que he tenido que caminar veinte manzanas con un frío que pela. ¿Sabes lo que es correr con tacones?
Puse los ojos en blanco. Los dos teníamos los nervios a flor de piel y no serviría de nada pelear. Con un suspiro, relajé los hombros.
—¿Por qué no intentas darle tú de comer? —dije—. Si mamaíta lo alimenta, a lo mejor come.
Luke había dejado de llorar y sorbía por la nariz, con la cara llena de mocos. Cogiendo una toallita húmeda de una funda de plástico que había sobre la mesita, me levanté y me incliné sobre él para tratar de limpiársela. Luke se revolvió y apartó la cabeza, echándose hacia atrás para mantenerse fuera de mi alcance.
—Realmente está ardiendo —dijo Lauren, mirándolo y poniéndole la mano en la frente.
Le eché otro vistazo.
—No es más que un resfriado de invierno.
Luke parecía incómodo, pero tampoco tanto.
Mi móvil me avisó de que tenía un mensaje de texto. El de Lauren sonó también, y por la puerta abierta de nuestro apartamento oí que los móviles de Chuck y Susie sonaban igualmente. Frunciendo el ceño, saqué el mío del bolsillo y lo activé para abrir el mensaje. Era del sistema de notificación de emergencias de Nueva York al que Chuck nos había animado a suscribirnos.
—«Aviso sanitario: epidemia de gripe aviar (H5N1) en Connecticut, Nueva York. Altamente contagiosa. Se aconseja a la población que permanezca en sus casas. Cierre por emergencia del condado de Fairfield, el distrito financiero de Manhattan y áreas adyacentes».
—¿Qué pasa?
Alcé la vista y vi horrorizado que Lauren le limpiaba con la mano la cara de mocos a Luke y le besaba la mejilla. Recordé que lo había llevado conmigo a ver a todos mis clientes los días anteriores y se me pasaron por la cabeza imágenes suyas recibiendo besos de la gente en Chinatown, Little Italy, en todas partes. Y además estaba esa familia china que vivía al final del pasillo. Los padres de ella acababan de llegar del continente. ¿Lo había expuesto a algo?
—¿Qué? —me preguntó Lauren, subiendo la voz al verme la cara.
—Cariño, deja un segundito a Luke y ve a lavarte las manos.
Las palabras que salieron de mi boca me sonaron ajenas, como si provinieran de alguna criatura alienígena. La mente me iba a cien por hora mientras el corazón me palpitaba en el pecho. «No es más que una falsa alarma, solo es un resfriado». El miedo irracional que había sentido antes mientras volvía corriendo de Whole Foods volvía a correr por mis venas.
—¿A qué viene eso de que deje a Luke? —quiso saber Lauren—. ¡Mike! ¿De qué estás hablando? ¿Qué decía ese mensaje?
Chuck apareció en la puerta y Lauren lo miró. Yo me había acercado a ella y al niño con una manta que había cogido del sofá y trataba de envolver a Luke para quitárselo.
—No es más que una precaución —dijo Chuck en voz baja, avanzando por la habitación con las manos por delante—. Estoy seguro de que solo es una coincidencia. No sabemos qué está pasando.
—¿Qué es lo que no sabéis que está pasando? —Lauren me miró a los ojos y, confiando en mí pero sin entender nada, me entregó a Luke.
—Acaba de detectarse un brote de gripe aviar —susurré.
—¿Qué?
—No hemos oído nada en las noticias… —dijo Chuck, y justo entonces oímos la voz del locutor de televisión desde su apartamento.
—«Noticia de última hora. Comunicados de un brote de gripe aviar acaban de ser difundidos por hospitales del área de Connecticut…».
Lauren saltó del sofá y agarró a Luke.
—¡Devuélvemelo! —dijo.
No me resistí. Me fulminaba con la mirada y me arredré.
—Mike tiene razón, Lauren —dijo Chuck, sin dejar de acercarse a ella—. Seguro que no es nada, pero no se trata solamente de ti y de él. Todos corremos peligro.
—¡Entonces no te acerques a nosotros! —Se volvió hacia mí. Le latían las venas del cuello—. Así que tu primera reacción es poner en cuarentena a tu hijo, ¿eh?
—«… el CDC (Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades) de Atlanta no confirma ni desmiente el brote; desconocen dónde se originó el aviso, pero el personal de los servicios locales de urgencias…».
—No es eso. Me preocupaba por ti —intenté explicarle, agitando la manta—. No sé cuál es la reacción adecuada cuando te anuncian que anda suelto un virus letal.
Lauren se disponía a responderme con una salva de invectivas cuando Susie apareció detrás de Chuck. Llevaba a Ellarose en un brazo.
—Tranquilo todo el mundo. No es momento de peleas. Sé que últimamente habéis tenido problemas vosotros dos, pero eso tiene que acabar.
Avanzó hasta el centro de la habitación con la mano alzada y la palma vuelta hacia nosotros pidiéndonos calma.
—Susie, me parece que deberías llevar a Ellarose a…
—No, no —objetó ella, agitando la mano—. Si está hecho está hecho, y estamos todos juntos en esto.
Ellarose vio a Luke, soltó un chillido y sonrió. Luke, rojo y congestionado al mismo tiempo, la miró e intentó sonreírle como respuesta.
—No hagamos una montaña de un grano de arena —continuó Susie—. Luke solo tiene un resfriado de nada. Ha sido un día muy raro, así que calmémonos un poco.
Con aquellas palabras llenas de sensatez, la tensión empezó a evaporarse.
—¿Qué os parece si llevo a Luke a urgencias, solo para estar seguros? —pregunté después de una pausa—. Es evidente que está enfermo y no me importa ir. —Miré a Lauren y le sonreí—. Solo para estar seguro.
—Un momento, Mike. Eso es lo peor que puedes hacer en estas circunstancias —objetó Chuck—. Si realmente hay un brote de gripe aviar, los hospitales son el peor sitio.
—Pero ¿y si Luke está infectado? —repliqué, la voz a punto de quebrárseme—. Necesito saberlo, necesito que cuiden de él.
—Iremos juntos —dijo Lauren sin levantar la voz, devolviéndome la más minúscula de las sonrisas.
—Iré abajo e intentaré traer unas cuantas mascarillas —dijo Chuck—. Al menos deberíais llevar mascarilla.
Susie le lanzó una mirada torva.
—Estoy siendo práctico —se defendió él—. La gripe aviar es el doble de mortífera que la peste bubónica.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —exclamó Susie, exasperada.
—Es una buena idea —convino Lauren, apretando contra sí a Luke—. Ve por esas mascarillas.
19.00
Chuck fue abajo para hacer una incursión en sus reservas mientras nosotros nos trasladábamos a su casa y veíamos la CNN. Enseguida volvió a aparecer cargado con bolsas de hockey llenas de material y suministros.
Las dejó en el centro de la habitación, rebuscó dentro y fue sacando paquetitos de comida liofilizada y material de acampada hasta que consiguió encontrar las mascarillas quirúrgicas. Parecían las que se usan para pintar con pistola. Chuck nos dio una a cada uno y después salió para repartir unas cuantas entre los vecinos.
También había intentado convencernos de que lleváramos guantes de látex, pero Lauren se negó en redondo y yo también. La idea de tener en brazos a nuestro pequeño protegiéndonos las manos con guantes de goma como si Luke fuera un paria era demasiado horrible para tomarla en consideración siquiera. Si había enfermado de lo que fuera que estaban comentando en las noticias, ya estábamos infectados, así que no tenía ningún sentido. Lo de llevar mascarilla era más para proteger a otras personas de nosotros.
Pero en el mundo exterior, cualquiera sabía. Luke probablemente solo tenía un resfriado y estábamos a punto de meternos en una masa de personas infectadas en un hospital. No había manera de saberlo, pero teníamos que estar seguros de que Luke no corría peligro. Me metí unos cuantos guantes de látex en los bolsillos de los vaqueros.
Susie fue pasillo abajo para ver si Pam, la enfermera, había vuelto a casa ya. Yo tenía la esperanza de que pudiera echarle un vistazo a Luke o de que se ofreciera a colarnos por la entrada trasera de algún hospital, pero no tuvimos tanta suerte. Ni ella ni Rory estaban en casa. Los llamamos por teléfono, pero las redes de telefonía móvil estaban saturadísimas.
Mientras Chuck hablaba de cómo reconocer los síntomas de las enfermedades infecciosas y aconsejaba no tocarse la cara, busqué en las Páginas Amarillas direcciones de clínicas u hospitales cercanos y las anoté en un trozo de papel. Me alivió encontrar el listín telefónico en el último cajón de uno de los armarios de la cocina. Llevaba años sin ver uno.
Mi primera reacción había sido buscar el mapa de la ciudad en mi smartphone, pero la pantalla de la aplicación no se cargó. No estaba recibiendo ninguna transmisión de datos. Mi habitual flujo de SMS, tras una breve oleada de mensajes de texto de amigos preocupados, había cesado por completo. No tenía acceso a internet. Ni mi teléfono inteligente ni mi portátil cargaban ninguna página web. Probé con Google, pero no se cargaba nada o aparecía en la pantalla un mensaje de error o, aleatoriamente, una página web cualquiera de un complejo turístico africano o el blog de un colegio universitario. Así que lo apunté en un papel.
Cuando salimos del apartamento, la mitad de nuestros vecinos estaba en el pasillo, hablando en susurros con la mascarilla colgando en torno al cuello. En cuanto nos vieron salir se apresuraron a apartarse de nosotros, especialmente de Lauren, que llevaba en brazos a Luke. La familia china del final del pasillo había tenido la sensatez de permanecer dentro de su apartamento. Richard había llamado a su servicio de limusinas para que nos llevara, pero, cuando quise agradecérselo y le tendí la mano, retrocedió temeroso y se puso la mascarilla, murmurando que era mejor que nos diéramos prisa.
Fuera nos esperaba el Escalade negro con chófer llamado por Richard. El conductor, Marko, ya llevaba mascarilla. Era la primera vez que lo veía, pero Lauren parecía conocerlo bastante bien.
Primero probamos con la clínica presbiteriana que había justo al doblar la esquina de la calle Veinticuatro. En el listín figuraba como abierta, pero cuando llegamos, mucha gente salía y nos dijeron que estaba cerrada. Dimos la vuelta en dirección a la cercana clínica Beth Israel, pero la cola ya llegaba hasta la calle. Ni siquiera nos detuvimos.
Lauren acunaba delicadamente a un Luke envuelto en mantas cantándole nanas en voz baja. Había estado llorando de nuevo, pero al final se había dado por vencido y solo moqueaba y se rebullía. El crío percibía que algo iba mal, que todos estábamos asustados.
Las prendas de más abrigo que pudimos encontrar para Lauren en nuestro armario eran una chaqueta de cuero y una bufanda, y yo llevaba la delgada chaqueta negra y el suéter de antes. Dentro del Escalade se estaba caliente, pero fuera hacía un frío terrible.
Me preocupaba que Marko, el conductor, nos dejara tirados en cualquier parte si se hacía tarde. «Tendrá familia en algún sitio por la que está preocupado él también». Sería imposible encontrar un taxi, con todo lo que estaba sucediendo, y Lauren había dicho que las líneas de metro tampoco funcionaban. Intenté hablar con Marko, pero se limitó a decir que no me preocupara, que todo iba bien, que podíamos confiar en él. Seguí preocupado.
Las calles de Nueva York habían pasado del ambiente festivo a estar frías y desoladas. Había largas colas de gente ante los supermercados y los pequeños comercios de barrio o frente a los cajeros automáticos, y largas hileras de coches esperando para llenar el depósito en las gasolineras. La gente se apresuraba por la calle con bolsas y paquetes, sin hablar, todos con la mirada fija en el suelo. Ningún paquete tenía aspecto de regalo navideño. Los neoyorquinos siempre han tenido la sensación de que su ciudad es un blanco potencial, y ahora parecía, a juzgar por los hombros encorvados y las miradas furtivas que veías en las calles, que el monstruo estaba volviendo a levantar cabeza.
Era una herida colectiva que no había llegado a cicatrizar bien y que afectaba a cualquiera que se instalara en la ciudad. Cuando Lauren y yo nos mudamos al apartamento en Chelsea, a ella le preocupaba que estuviéramos demasiado cerca del Distrito Financiero. Yo le había dicho que no fuera boba. ¿Habría cometido un tremendo error?
Paramos en la unidad de urgencias del hospital Gran Nueva York, en la Novena, entre las calles Quince y Dieciséis. Estaba abarrotada, y no solo de gente con aspecto de estar enferma, sino también de personas muy alteradas. La estructura de la ciudad empezaba a desmoronarse.
Bajé de la limusina e intenté hablar con los agentes de policía y los sanitarios que había fuera, pero sacudieron la cabeza y dijeron que las cosas estaban igual en toda la ciudad. Lauren esperó dentro de la limusina, siguiéndome con la mirada mientras yo iba de un lado a otro intentando encontrar a alguien con quien hablar, cualquier persona capaz de ayudar. Uno de los agentes de policía me sugirió que probáramos en el Saint Jude, el hospital infantil del Penn Plaza, en la calle Treinta y cuatro.
Subí a la limusina.
Durante el trayecto hasta el Saint Jude, Luke rompió a llorar de nuevo, dando chillidos, con la cara roja y congestionada. Lauren temblaba y empezó a llorar también. Los rodeé con el brazo y les dije que todo se iba a arreglar. Finalmente, al llegar a Saint Jude, vimos que no había gente a las puertas del servicio de urgencias, así que nos apresuramos a bajar y entramos corriendo. Dentro había una gran aglomeración.
Una enfermera del equipo de triage nos sometió a una rápida inspección, reemplazando las mascarillas que nos había dado Chuck por unas N95, y acto seguido nos confinaron en un conjunto de salas atestadas de padres con sus hijos. Encontré un asiento para Lauren en un rincón, al lado de una fuente que perdía un poco y bajo un cartel amarillento sobre la importancia que tenía la pirámide alimentaria para la salud infantil. Esperamos durante horas. Finalmente apareció otra enfermera que nos llevó a una sala de examen. Nos dijo que no sería posible que un médico viera a Luke, pero que ella le echaría un vistazo.
Tras un breve examen dijo que parecía un resfriado y que no había habido casos de gripe aviar en su hospital. Nos juró que no tenían ni idea de a qué venía todo eso que estaban diciendo en las noticias y nos dio un poco de Tylenol infantil. Luego nos pidió, educada pero firmemente, que nos fuéramos a casa. Por el momento no había nada más que pudieran hacer.
Me sentí impotente.
Haciendo honor a su palabra, Marko nos estaba esperando fuera cuando salimos del hospital. El frío era intenso. Antes de que les abriera la puerta a Lauren y Luke, el corto trayecto hasta la limusina bastó para entumecerme las manos. El viento me atravesaba la fina chaqueta negra y soltaba vapor cuando expelía el aliento. Habían empezado a caer unos cuantos copos minúsculos. Normalmente la idea de unas navidades blancas me llenaba de emoción, pero ahora me parecía ominosa.
En el trayecto de vuelta a casa, Nueva York estaba tan silenciosa como un depósito de cadáveres.
3.35
—¡No pienso dejarlos aquí! —oí a través de la puerta que decía Susie levantando mucho la voz.
—Yo no digo eso —le replicó Chuck en voz más baja.
Titubeé y me detuve un instante en el pasillo, pero luego acabé llamando con los nudillos. Oí un ruido de pasos aproximándose y la puerta se abrió, vertiendo una intensa claridad en el pasillo. Entornando los ojos, sonreí.
—Ah, hola —dijo Chuck incómodo, frotándose la nuca con una mano—. Supongo que lo has oído todo, ¿no?
—Pues, a decir verdad, no.
Chuck sonrió.
—Ya. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres una taza de té? ¿Una manzanilla o algo?
Negué con la cabeza y entré.
—No, gracias.
Su casa, un apartamento de dos dormitorios apenas más grande que el nuestro, estaba atestada de cajas y bolsas. Susie, sentada en el sofá, un oasis en medio de la confusión que la rodeaba, tenía aspecto de sentirse bastante incómoda. No llevaban mascarilla, así que me quité la mía.
—¿Tienes una mascarilla nueva? —me preguntó Chuck.
—Nos han dado una N95 o algo parecido —respondí yo—. No sé qué quiere decir eso.
—¡Ja, una N95! —Chuck soltó un bufido—. La que te había dado yo era mucho mejor que la del noventa y cinco por ciento de protección. No deberías haber dejado que se la quedaran. Te traeré unas cuantas más.
—Es como si se estuviera preparando para la Tercera Guerra Mundial —se burló Susie—. ¿Estás seguro de que no quieres una taza de algo caliente?
—Caliente no, pero algo fuerte quizá sí.
—Ah, claro —dijo Chuck, yendo a la cocina y sacando rápidamente una botella de escocés y dos vasos de una alacena—. ¿Con hielo o sin hielo?
—Lo prefiero solo.
Chuck sirvió una generosa ración en ambos vasos.
—Bueno, ¿y cómo está Luke? —preguntó Susie—. ¿Qué ha dicho el médico?
—No hemos conseguido que lo viera ninguno. Una enfermera lo ha examinado pero no ha dicho gran cosa, aparte de que no parecía gripe aviar. Eso sí, tiene mucha fiebre. Lauren se ha acostado con él. Están durmiendo los dos.
—Eso es una buena noticia, ¿no? Pam ha vuelto mientras estabais fuera y ha dicho que si queréis podemos despertarla. Se graduó en medicina tropical, creo.
Yo no estaba muy seguro de para qué servía la medicina tropical en aquella situación, pero sabía que Chuck estaba intentando consolarme. Tener a Pam cerca resultaba tranquilizador.
—Eso puede esperar hasta mañana.
—Bueno, ¿qué te parecen unas cortas vacaciones en Virginia? —me preguntó Chuck mientras me tendía el vaso.
—¿En Virginia?
—Sí, ya sabes, en nuestra vieja residencia familiar, en las colinas cerca del Shenandoah. Está en el parque nacional, y en toda la montaña solo hay unas cuantas cabañas.
—Ah —dije yo, empezando a ver la luz—. ¿Hora de salir por piernas?
Chuck señaló el televisor, todavía encendido pero sin sonido. El titular de la CNN que desfilaba por el margen superior de la pantalla decía que se había declarado un brote de gripe aviar en California.
—Nadie sabe qué demonios está pasando —dijo Chuck—. Medio país piensa que es cosa de terroristas, la otra mitad que estamos siendo atacados por los chinos y el resto que no pasa nada.
—Eso son muchas mitades.
—Me alegro de que te lo tomes con sentido del humor.
Tomó un sorbo de escocés, cogió el mando a distancia de la encimera de la cocina y subió el volumen de la CNN.
—«Comunicados todavía por confirmar sobre brotes de gripe aviar no dejan de llegarnos de todo el país, los últimos de San Francisco y Los Ángeles, donde el Departamento de Salud Pública ha establecido la cuarentena en dos grandes hospitales…».
Suspiré pesadamente y tomé un buen trago de mi vaso.
—Te aseguro que esto no me parece gracioso en absoluto.
—Los servicios de emergencia de todo el país están patas arriba y las redes de telefonía móvil apenas funcionan —dijo Chuck, mirando las noticias—. Ahí fuera reina el caos.
—No hace falta que me lo digas. Deberías ver los hospitales. ¿El CDC ha confirmado algo?
—Ha confirmado las notificaciones de emergencia, pero nadie ha podido acceder a ellos para averiguar qué está pasando.
—¿Por qué tardan tanto? Ya han pasado casi diez horas.
Chuck inspiró hondo y sacudió la cabeza.
—Con internet fuera de combate y ese virus Scramble haciendo de las suyas, nadie sabe dónde está nadie ni qué está haciendo.
Me froté los ojos, bebí otro sorbo de escocés y miré por la ventana. Nevaba con ganas y los copos de nieve surgían de la oscuridad, arremolinándose y girando con el viento.
Chuck siguió la dirección de mi mirada.
—Esas tormentas que se aproximan van a ser peores que las de la Navidad de hace unos años, algo así como un Sandy helado.
Yo no estaba en Nueva York durante la gran ventisca del 2010 que dejó más de medio metro de nieve el día después de Navidad, pero había oído hablar de ella: montículos de dos metros de altura en Central Park y nieve hasta la cintura en las calles. Ya casi todos los años había tormentas de nieve parecidas. Estaba en la ciudad durante el huracán Sandy, sin embargo, y una versión helada de aquello me aterraba. Nueva York se había convertido en una especie de imán para las tormentas perfectas.
—Deberíais poneros en marcha —dije mientras miraba caer la nieve—. Pero nosotros no nos podemos ir. No estando Luke tan enfermo como está. Tiene que descansar y necesitamos estar cerca de los hospitales.
—No os dejaremos aquí —afirmó categóricamente Susie, mirando a Chuck, que se encogió de hombros y apuró el vaso—. No seas ridículo, Charles Mumford —continuó Susie después de una pausa—. La cosa acabará solucionándose de alguna manera. Estás haciendo un drama de nada.
—¿Cómo que estoy haciendo un drama de nada? —protestó Chuck. Faltó poco para que lanzara su vaso contra el televisor cuando lo señaló impetuosamente con él—. ¿Has estado viendo las mismas noticias que yo? Los chinos declarándonos la guerra, un ataque biológico propagándose por todo el país, las comunicaciones cortadas…
—Tampoco exageres. No nos han declarado la guerra. No ha sido más que un ministro sacando pecho ante las cámaras —contraatacó Susie—. Además, fíjate. —Movió la mano en un gesto, abarcando todo el apartamento—. Por Dios, si podríamos atrincherarnos aquí y sobrevivir hasta la próxima Navidad con todo esto.
Apuré el vaso e intenté poner paz.
—No quiero que os peleéis. Pienso que todo esto se irá arreglando poco a poco y que mañana por la mañana las cosas habrán vuelto a la normalidad. —Me volví hacia Chuck—. Si quieres irte, de verdad que lo entiendo. Haz lo que sea mejor para tu familia. De veras. —Hice una pausa y lo miré a los ojos, sonriendo e intentando transmitirle que lo decía en serio—. Necesito dormir un poco —añadí después con un suspiro.
Chuck se rascó la cabeza y dejó el vaso en la encimera.
—Yo también. Luego nos vemos, colega.
Vino hacia mí, me abrazó y me quitó el vaso de la mano. Susie se levantó para darme un beso en la mejilla.
—Nos veremos por la mañana —me susurró al oído, abrazándome fuerte.
—Si él quiere, vete, por favor —le susurré a mi vez.
Cerré su puerta y abrí la de nuestro apartamento con el mayor sigilo. Después de cerrarla sin hacer ruido, entré en el dormitorio y lo cerré también.
Todo mi mundo estaba acostado en la cama, delante de mí. A la luz espectral de la pantalla LED de nuestro despertador, podía entrever los bultos de Lauren y Luke. La habitación olía a humedad y a presencia humana, como un nido, y esa idea me hizo sonreír. Permanecí quieto, mirándolos con asombro y alegría, con el rítmico sonido de su respiración reconfortándome los sentidos.
Luke tosió y tragó aire con un par de rápidas inspiraciones, como si no pudiera respirar bien, pero después suspiró y ya no hizo más ruidos.
En silencio me desnudé y me deslicé entre las sábanas. Luke estaba en el centro de la cama, así que me pegué a él, con Lauren al otro lado. Estirando el brazo, le aparté un mechón de pelo de la frente y la besé. Murmuró algo y la besé de nuevo. Después, con una profunda inspiración, me puse una almohada debajo de la cabeza y cerré los ojos.
«Todo va a salir bien».