17 de diciembre

—¿Podrías dejarme tu tarjeta de crédito?

—¿Por qué?

—Porque todas las mías están canceladas —replicó Lauren con enfado.

Había sido víctima de un robo de identidad justo después de Acción de Gracias. Alguien había empezado a pedir crédito en su nombre, creando cuentas de cobertura mediante sistemas de comercio electrónico. El lío era considerable.

—Te la puedo dejar —respondí—, pero olvídate de pedir nada con ella.

Estábamos sentados y desayunando. Yo tomaba copos de avena y Lauren café mientras navegaba por internet en el portátil. Luke había vuelto al juego de trocitos-de-fruta-para-el-perro.

Ellarose hacía ruiditos en la esterilla de juegos, frente a la tele. Si Luke era un chicarrón grande para su edad, Ellarose era diminuta para tener seis meses. Tenía poco pelo todavía y siempre desgreñado, como un nido de pájaros color arena. Sus ojitos, muy abiertos, lo observaban todo, ocupados con la tarea de ver qué pasaba en el mundo. La estábamos cuidando unas horas para que Susie pudiera ir de compras.

Yo iba a pasar el día en casa. La semana antes de Navidad siempre era tiempo muerto para los negocios, un buen momento para poner al día el papeleo. La encimera de la cocina estaba llena de trozos de papel y notas que intentaba ordenar. Sin darme cuenta, cogí el smartphone y pasé el dedo por la pantalla para comprobar las entradas de las redes sociales. Ninguna novedad.

—¿Qué quieres decir con eso de que me olvide de encargar nada?

Yo había aflojado bastante el ritmo para las vacaciones, pero Lauren seguía a tope y se había vestido para ir a reuniones.

—Aún falta más de una semana para Navidad. Veré con una empresa de reparto urgente. Según Amazon este año…

—El problema no es Amazon.

Cogí el mando a distancia de la encimera y subí el volumen en la CNN.

—«FedEx y UPS han tenido que cancelar toda su actividad durante el día de hoy debido a un virus que ha infectado su sistema logístico de distribución…».

—Estupendo —exclamó Lauren, cerrando de golpe el portátil.

—«… culpando al grupo Anonymous después de que este declarara su intención de penalizar a las empresas de mensajería por haber interrumpido los envíos a China de la vacuna contra la gripe. Los portavoces de Anonymous niegan el ataque, diciendo que ellos solo propiciaron el rechazo de sus servicios…».

—Bueno, ¿adónde vas hoy? —le pregunté.

—«… se prevén cientos de millones de dólares de pérdidas durante las fiestas navideñas, lo que hará que la economía se suma todavía más en la recesión…».

—He quedado con unos cazadores de talentos. Voy a entablar conversaciones, a ver si suena la campana.

Me obligué a sonreír alentadoramente.

—Eso está muy bien, cariño.

¿Cómo era posible que hubiese empezado a mentirle acerca de lo que sentía realmente?

Lauren se había encerrado en sí misma desde su regreso de Boston. Yo intentaba concederle un poco de espacio para que pasara por lo que tuviese que pasar, pero sentía que la estaba perdiendo. Me comportaba como si no me importara cuando en realidad quería correr hacia Lauren y sacudirla y preguntarle qué demonios estaba sucediendo.

Ella suspiró, se volvió hacia el televisor y me miró de nuevo. De entrada le sostuve la mirada, pero enseguida bajé los ojos, proporcionándole ese espacio que tanto parecía necesitar. Lauren siguió mirándome sin decir nada y después se inclinó hacia Luke para darle un beso, susurrándole algo al oído. Recogió el portátil y echó a andar hacia la puerta.

—Estaré de vuelta después del almuerzo —me dijo por encima del hombro.

—Hasta luego —le dije yo en voz baja a una puerta que ya se estaba cerrando. «Ni siquiera me ha dado un beso».

Corté los últimos trozos de un melocotón y se los ofrecí a Luke. Él los cogió con una sonrisa traviesa y los tiró al suelo con una mueca maliciosa a un agradecido Gorby. Para colmo, uno de los trozos rebotó y cayó sobre el informe que estaba intentando leer. Lo aparté, sonriendo.

—¿Ya has terminado de desayunar? ¿Quieres jugar un rato con Ellarose?

Cogí una servilleta, le limpié la cara y luego lo saqué con cuidado de la sillita para dejarlo en el suelo. Luke vaciló un instante, agarrado a las patas de mi taburete para mantener el equilibrio, antes de salir disparado hacia Ellarose tambaleándose-al-borde-del-desastre, como había estado practicando últimamente. Extendiendo los brazos, se detuvo en seco junto al sofá como un patinador inseguro. Miró a Ellarose y luego a mí, sonriendo de oreja a oreja.

Ellarose, por su parte, aún no dominaba el arte de darse la vuelta. Solo tenía seis meses y estaba tumbada boca arriba en la esterilla de juegos, mirando a Luke con los ojos muy abiertos. El niño chilló, se dejó caer de rodillas para arrastrarse hacia ella a gatas y le plantó una mano en la cara.

—Ten cuidado con ella, Luke —le advertí.

Él la miró a los ojos, se sentó a su lado, protector, y se puso a ver la televisión.

—«El alcance del brote de gripe aviar en China aún no se ha determinado, pero el Departamento de Estado ha emitido una advertencia a los viajeros. Unido al creciente movimiento de boicot antichino…».

—El mundo se ha vuelto loco, ¿eh? —le dije a Luke, viéndolo pendiente de la tele. Gorby fue a hacerse un ovillo a su lado.

Volví a concentrarme en mi trabajo y seguí leyendo un informe sobre el mercado potencial de la realidad aumentada en internet. Una gran empresa de tecnología acababa de enviarme un par de nuevas gafas de realidad aumentada. Era una tecnología que me fascinaba y quería participar en sus inicios, pero Lauren decía que era demasiado arriesgado.

Después de pasar alrededor de una hora leyendo y ocupándome de los gastos, reparé en que Luke estaba de lo más callado. Se había quedado dormido pegado a Gorby. Bostecé. Una siesta me pareció una gran idea, así que metí a Ellarose dentro de su parque, cerca de la ventana. Cogí a Luke, cuya cabecita se bamboleaba como un saco de patatas, y me acosté con él en el sofá, acunándolo sobre mi estómago mientras el sueño me iba venciendo.

La CNN siguió hablando a lo lejos mientras me dormía.

—«¿En qué punto el ciberespionaje se convierte en ciberataque? Para saber más de ello, conectamos con nuestro corresponsal…».

Me despertaron unos ruidosos golpes en la puerta. Mientras me despejaba, una voz se sumó a los golpes.

—¡Soplaré y soplaré, y tu puerta derribaré!

Luke me había llenado de babas la camiseta. Sentía los músculos un poco torpes a causa del sueño. «¿Cuánto he dormido?». Gemí mientras me esforzaba por incorporarme sin dejar de sujetar a Luke.

—Vale, vale, un momento —llamé.

Sosteniendo a Luke en un brazo, me levanté del sofá, fui hasta la puerta y la abrí. Chuck irrumpió con bolsas de papel marrón en ambas manos.

—¿Alguien quiere comer? —preguntó con entusiasmo yendo hacia la encimera de la cocina, sobre la que empezó a vaciar las bolsas.

Luke lo miraba con los párpados entrecerrados. Lo acosté en el sofá y lo tapé con una manta, Luego volví con Chuck, que ya lo había puesto todo en platos.

—¿Ya es la hora de comer? —pregunté, frotándome los ojos y desperezándome—. Me he quedado frito. —Bostecé—. ¿Qué es eso?

Foie gras y patatas fritas, amigo mío —dijo Chuck con una sonrisa, agitando en el aire una barra de pan como si fuera una varita mágica—, y unas cuantas gambas a la criolla con salsa de mantequilla para mojar.

No era de extrañar que yo estuviera engordando.

—Ya noto cómo se me endurecen las arterias —bromeé.

Estirando el brazo, abrí un cajón del otro lado de la encimera para sacar dos tenedores. Le pasé uno a Chuck y me serví del otro para empezar con las patatas fritas.

—¿No tendrías que estar en el restaurante en esta época del año?

—Es la de más trabajo. —Pinchó un buen trozo de foie gras de encima de las patatas fritas—. Pero tengo cosas que hacer aquí.

—¿Más suministros para tu almacén del día del Juicio?

Chuck sonrió y se metió en la boca el trozo de hígado saturado de grasas.

Sacudí la cabeza.

—¿De verdad crees que todo se irá al garete?

Se limpió los labios grasientos con el canto de una mano.

—¿De verdad crees que no lo hará?

—La gente siempre anda diciendo que se acaba el mundo, pero nunca lo hace. La sociedad ha avanzado demasiado.

—Eso cuéntaselo a los indios anasazi y a los habitantes de la isla de Pascua.

—Tanto los unos como los otros eran grupos aislados.

—¿Qué me dices de los romanos, entonces? ¿Estás diciéndome que no estamos aislados en este puntito azul llamado Tierra?

Cogí una gamba y me puse a pelarla.

—He estado investigando el ciberespacio, como me sugeriste —dijo Chuck—, y tienes razón.

Empecé a lamentar haber abierto la boca.

—Lo que está sucediendo ahora —susurró en tono conspiratorio— hace que la Guerra Fría parezca una edad de transparencia y entendimiento.

—Exageras.

—Durante prácticamente toda la historia de la humanidad, la capacidad de un país para influir en otro se ha basado en el control del territorio. ¿Adivinas qué acabó con eso por primera vez?

—¿La cibernética? —conjeturé. Me metí la gamba en la boca, y la rica textura de la mantequilla y las especias cajún hicieron explosión en mis sentidos. «¡Oh, qué delicia!».

—No. Los sistemas espaciales, esos fueron los culpables. Desde el lanzamiento del Sputnik en 1957, el espacio exterior ha sido el terreno ventajoso de los militares.

—¿Y eso qué tiene que ver con la cibernética?

—Tiene que ver porque la cibernética es la segunda responsable. Está reemplazando el espacio. Es el nuevo terreno ventajoso de los militares. —Se llenó la boca de patatas fritas—. Y el espacio exterior ya forma parte del ciberespacio.

—¿Qué quieres decir?

—La mayoría de los sistemas espaciales están basados en internet. Las cosas en el espacio nos parecen muy lejanas, pero en el ciberespacio no.

—¿Entonces?

—La gran diferencia es que ir al espacio requiere una enorme cantidad de dinero, mientras que para entrar en el ciberespacio no necesitas más que un portátil.

Cambiando de las gambas a las patatas fritas, pinché yo también un trozo de foie gras.

—¿Eso te tiene preocupado?

Chuck sacudió la cabeza.

—Lo que me tiene preocupado son todas esas bombas lógicas en la red de suministro de energía sobre las que hablaste. Los chinos querían que las encontráramos para que supiéramos que eran capaces de hacer algo semejante. De lo contrario, nunca las habríamos detectado.

—¿Estás diciendo que ni la CIA, ni la ASN ni ninguna de esas agencias gubernamentales de tres letras a las que te encanta odiar las habría visto? —le pregunté con escepticismo.

Chuck volvió a sacudir la cabeza.

—La gente tiene esta imagen de la ciberguerra. Piensan en los videojuegos y en que todo será de lo más pulcro, pero no será así.

—Entonces, ¿cómo será?

—En 1982 la CIA instaló una bomba lógica que hizo estallar un oleoducto siberiano: produjo una explosión de tres kilotones, tan potente como la de un pequeño artefacto nuclear. Para lograrlo les bastó con alterar cierto código de la empresa canadiense que controlaba el oleoducto.

«¿De tres kilotones? ¿No tenían los artefactos nucleares una potencia de megatones?».

—No me parece tan terrible.

—Eso fue hace más de treinta años. Las nuevas ciberarmas de destrucción masiva nadie las ha probado aún —continuó Chuck. Había dejado de sonreír—. Las armas nucleares al menos sabes lo aterradoras que son, porque ya se vio lo que hicieron en Hiroshima o en el atolón de Bikini; pero las ciberarmas nadie sabe cuánto daño causarán, y las están plantando alegremente las unas en las infraestructuras de las otras, como si fueran bastoncitos de caramelo para adornar el árbol navideño del día del Juicio Final.

—¿De verdad piensas que la cosa es tan seria?

—¿Sabes que cuando detonaron la bomba atómica por primera vez, durante el Proyecto Manhattan, los físicos que dirigían el espectáculo apostaron entre ellos si la detonación prendería fuego a la atmósfera o no?

Negué con la cabeza.

—Pensaban que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que la bomba acabara con toda la vida del planeta, pero aun así siguieron adelante. El plan gubernamental no ha cambiado, amigo mío, y nadie tiene ni idea de las consecuencias de soltar esos nuevos juguetitos.

—¿Así que lo que estás diciendo es que no hay ningún sitio al que huir si las cosas acaban saliendo mal? —repliqué yo—. ¿Si sucede lo peor, realmente quieres estar presente para debatirte y ver morir a todo el mundo? Yo preferiría una salida más rápida y agradable.

—Te lo tomas demasiado a la ligera. —Miró a Luke en el sofá—. ¿Acaso no lucharías con todo aquello de lo que dispones, hasta tu último aliento, para protegerlo?

Miré a Luke. Mi amigo estaba en lo cierto. Asentí, dándole la razón.

—Tienes demasiada fe en que las cosas siempre van a mejor —declaró Chuck—. Desde que los humanos empezaron a fabricar artilugios, hemos perdido más tecnología de la que hemos ganado. De vez en cuando la sociedad va hacia atrás.

—Seguro que tienes unos cuantos ejemplos ilustrativos. —Cuando Chuck entraba en vena, tratar de frenarlo era sencillamente inútil.

—En una excavación que llevaron a cabo en Pompeya, encontraron una tecnología para acueductos bastante mejor que la que estamos utilizando hoy. —Chuck atacó el montón de patatas fritas y se sirvió otro reluciente trozo de foie gras—. ¿Y cómo construyeron las pirámides los egipcios? Eso sigue siendo una tecnología perdida.

—¿Así que estamos hablando de cosmonautas de la antigüedad?

—Lo digo en serio. Cuando el almirante Zheng sacó su flota de Suzhou, en China, en el año 1405, esta contaba con barcos tan grandes como los modernos portaaviones y transportaba a casi treinta mil soldados.

—¿De veras?

—Consulta las fuentes históricas —dijo Chuck—. Zheng estaba en contacto con nuestras Indias Occidentales cuatrocientos años antes de que Lewis y Clark llevaran allí de vacaciones a Sacagawea. Los chinos ya estaban fumando canutos con los jefes indios de Oregón, a bordo de barcos más grandes que los modernos cruceros de guerra, cien años antes de que Colón «descubriera» América. ¿Sabes qué tamaño tenía la famosa Niña de Colón?

Me encogí de hombros.

—Medía quince metros de eslora, y con Colón puede que viajaran cincuenta tíos.

—¿No disponía de tres embarcaciones?

Chuck pinchó varias patatas fritas con el tenedor.

—Cuando aún no habíamos conseguido salir de Europa en cascarones, China ya estaba surcando los océanos del planeta con treinta mil soldados en flotas de barcos de guerra grandes como portaaviones.

Dejé de comer.

—¿Qué intentas decirme exactamente? Porque me temo que no te sigo.

—Simplemente que a veces la sociedad retrocede, y todo este asunto con China… Tengo la sensación de que nos estamos autoengañando.

—¿Los chinos no son el enemigo?

—Son el enfoque equivocado —me explicó—. Estamos haciendo que las cosas cuadren para que lo sean, pero más que nada porque necesitamos un enemigo. Los chinos no intentan controlar el mundo. Ese nunca ha sido su objetivo, ni siquiera cuando eran inimaginablemente más poderosos que nosotros.

—¿Así que estás diciendo que te has equivocado con respecto a lo de la ciberamenaza?

—No, pero… —Dejó el tenedor y cogió otra gamba con los dedos.

—¿Pero qué?

—Quizá no vemos al verdadero enemigo.

—¿Y qué enemigo es ese, mi querido creyente-en-las-conspiraciones? —le pregunté, poniendo los ojos en blanco a la espera de un nuevo discurso sobre la CIA o la ASN.

Chuck acabó de pelar su gamba y me apuntó con ella.

—El miedo. Ese es el verdadero enemigo. —Miró hacia el techo—: El miedo y la ignorancia.

Me eché a reír.

—Con la cantidad de reservas que estás almacenando, ¿no eres tú quien está asustado?

—Asustado no —dijo mirándome a los ojos—. Preparado.