—¿Y, de estas, cuántas hay?
—Cincuenta. Y eso solo es el agua.
—No lo dirás en serio. No tengo más que media hora. Luego tendré que volver a subir por la canguro.
Chuck se encogió de hombros.
—Llamaré a Susie. Ella puede cuidar de Luke.
—Estupendo. —Bajaba trabajosamente las escaleras con un bidón de veinte litros en cada mano—. ¿Así que pagas quinientos dólares al mes para almacenar mil litros de agua?
Chuck era dueño de una cadena de restaurantes de cocina cajún fusión de Manhattan, así que lo lógico hubiera sido que guardara los suministros en alguno, pero decía siempre que necesitaba tenerlos cerca. Estando en posesión del carné de miembro de los Preparados de Virginia nunca se era demasiado cuidadoso, le gustaba decir. Chuck tenía algunas ideas muy poco neoyorquinas.
Su familia era del sur de la línea Mason-Dixon. Era hijo único, y sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico justo después de que él acabara la carrera, así que, cuando conoció a Susie, ambos decidieron empezar de nuevo y se vinieron a Nueva York. Mi madre había fallecido cuando yo estaba en la universidad y apenas había conocido a mi padre, porque se fue de casa cuando yo era pequeño, así que prácticamente me habían criado mis hermanos.
La similitud de nuestras respectivas situaciones familiares había hecho que congeniáramos enseguida, nada más conocernos.
—Es por lo grande que es, y suerte que cuento con esta bodega suplementaria. —Se reía viendo mis esfuerzos—. Deberías ir al gimnasio, amigo mío.
Bajé penosamente los últimos escalones del sótano. Si el resto de nuestro complejo estaba magníficamente decorado y cuidado, con impecables jardines japoneses junto al gimnasio y la zona de spa, una cascada interior en la entrada y guardias de seguridad las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, el sótano era de un estilo decididamente utilitarista. Los escalones de roble pulido que descendían desde la entrada trasera cedían paso a un tosco suelo de cemento con luces de techo. En realidad nadie bajaba allí nunca. Nadie excepto Chuck.
Me reí sin demasiado entusiasmo de su pulla, pero en realidad no le estaba escuchando. No paraba de darle vueltas a lo de Lauren. Cuando nos conocimos en Harvard todo parecía posible, pero ahora era como si la vida se nos estuviera escurriendo entre los dedos.
Aquel día había ido a Boston para la entrevista de trabajo y pasaría la velada con su familia allí. Luke había estado toda la mañana en la guardería, pero a falta de canguro para la tarde, tuve que volver a casa después del trabajo. Lauren y yo habíamos tenido unas cuantas discusiones bastante acaloradas sobre lo de que fuera a la entrevista de Boston, pero en el fondo se trataba de algo más que de eso. «Hay algo que no me dice».
En cuanto llegué al final del pasillo, me detuve y abrí con el codo la puerta del almacén de Chuck. Con un gruñido alcé los dos bidones de agua y los puse encima del montón ya empezado.
—Asegúrate de que estén bien apretados —dijo Chuck, apareciendo detrás de mí con su propia carga. La colocó y nos fuimos arriba por más agua—. ¿Has leído eso de que el Pentágono planea bombardear Pekín que ha publicado Wikileaks?
Me encogí de hombros, todavía pensando en Lauren. Recordé la primera vez que la había visto caminar entre los edificios de ladrillo rojo de Harvard, riendo con sus amigas. Yo acababa de entrar en el programa MBA, que me costeaba con el dinero que había obtenido vendiendo mis participaciones en una agencia de comunicaciones, y ella empezaba la carrera de Derecho. Ambos soñábamos con convertir el mundo en un sitio mejor.
—Los medios de comunicación le están dando mucho bombo —continuó Chuck, todavía hablando de la filtración de los planes del Pentágono—, pero yo no creo que haya para tanto. Solo es otra maniobra de distracción.
—Ajá.
Poco después de conocernos, las acaloradas discusiones en las cervecerías de Harvard nos llevaban a Lauren y a mí a noches llenas de pasión. Yo era el primero de la familia en ir a la universidad, y a Harvard nada menos, y sabía que la familia de Lauren tenía mucho dinero, pero en aquel entonces eso no me había parecido relevante. Ella había querido escapar de su familia y yo quería todo lo que ella representaba.
Nos casamos poco después de graduarnos, nos fugamos y nos instalamos en Nueva York. A su padre no le causó buena impresión. En cuanto nos casamos Luke fue concebido: un feliz accidente, cierto, pero que alteró radicalmente el nuevo mundo en el que apenas acabábamos de instalarnos.
—No has oído ni una palabra de lo que te he dicho, ¿verdad?
Alcé la cabeza. Chuck y yo habíamos salido por la puerta trasera del edificio y estábamos en la acera de la calle Veinticuatro. Llovía, y el cielo gris y gélido hacía juego con mi estado de ánimo. Solo una semana antes hacía calor, pero la temperatura había bajado drásticamente.
Aquella zona de la calle Veinticuatro, a menos de dos manzanas de Chelsea Piers y el río Hudson, era más bien un callejón, con los coches aparcados a ambos lados de la estrecha vía bajo ventanas protegidas por rejillas y el sonido lejano de los bocinazos que llegaba flotando desde la Novena Avenida.
A un lado de nuestro edificio había una especie de taller de reparaciones de taxis y un corrillo de hombres bajo la sucia marquesina, fumando cigarrillos y riendo. Chuck había acordado que le dejaran el agua en el garaje.
—¿Te encuentras bien? —Me dio una palmadita en la espalda.
Nos abrimos paso entre los taxistas y los mecánicos hasta el palé de Chuck, que estaba junto a una pared lateral del garaje, y cogimos unos cuantos bidones más.
—Perdona —le contesté después de una pausa, gruñendo para cargar—. Lauren y yo…
—Sí, me he enterado por Susie. Así que ha ido a una entrevista de trabajo en Boston, ¿eh?
Asentí.
—Vivimos en un apartamento de un millón de dólares, pero no basta —dije después—. En Pittsburgh, de pequeño, no podía ni imaginar lo que sería vivir en un hogar que hubiera costado un millón de dólares.
El apartamento era un duro revés para mis ganancias, pero al mismo tiempo sentía que no podía pasar con uno menos costoso.
—Ella tampoco. Me refiero a que no podía imaginar hacerlo en uno que solo hubiera costado un millón de dólares. —Soltó una carcajada—. Bueno, ya sabías en qué te estabas metiendo.
—Y siempre anda por ahí con Richard mientras trabajo.
Chuck se detuvo y dejó los bidones de agua en el suelo.
—Corta el rollo, Mike. De acuerdo que Richard es un auténtico gilipollas, pero Lauren no es de esas. —Pasó la tarjeta de identificación por el detector de seguridad de la entrada trasera. Cuando no consiguió hacerla funcionar al segundo intento, se hurgó los bolsillos en busca de la llave—. Este cacharro falla la mitad de las veces —masculló. Abrió la puerta y se volvió hacia mí—. En cuanto a Lauren, dale un poco de tiempo y espacio para que se aclare. Cumplir los treinta es algo muy serio para una mujer.
Pasé por delante de él mientras me mantenía abierta la puerta.
—Supongo que tienes razón. Bueno, ¿de qué estábamos hablando?
—Hablábamos de las noticias de hoy. Las cosas se están saliendo de madre en China. ¿No las has visto? Más banderas quemadas frente a las embajadas, saqueos en nuestros comercios. FedEx ha tenido que suspender sus operaciones en China, incluso la entrega de vacunas para el brote de gripe aviar, y ahora Anonymous amenaza con atacarlos en represalia por ello.
Anonymous era el grupo hacktivista de ciudadanos sobre el que estábamos leyendo cada vez más cosas en los medios de comunicación. Volvíamos a estar en el almacén, así que añadimos los bidones al montón.
—¿Por eso estás acumulando tal cantidad de reservas?
—Es una mera coincidencia, pero también he leído que los ciberataques contra el Departamento de Defensa se han incrementado.
Chuck había estado investigando en el ciberespacio desde que yo había sacado el tema en la barbacoa.
—¿El Departamento de Defensa está siendo atacado? ¿Es serio?
—Lo atacan millones de veces al día, pero según algunos informes, últimamente los ataques son más concentrados. Me inquieta que alguien esté planeando algo en el carnespacio.
—¿El carnespacio?
Sonrió.
—Internet está en el ciberespacio, pero nosotros… —dijo, e hizo una pausa efectista—, nosotros estamos en el carnespacio. ¿Lo captas?
Abrimos la puerta de atrás y volvimos a salir a la lluvia.
—Válgame Dios, ahora tienes algo nuevo por lo que ponerte paranoico.
Chuck soltó una carcajada.
—La culpa es toda tuya.
Volvimos al garaje y encontramos a Rory, nuestro vecino, hablando con uno de los hombres.
—¿Qué, había sed? —se burló Rory. Tenía que habernos visto transportando los bidones—. ¿Para qué tanta agua?
—Me gusta estar preparado. —Chuck saludó con una inclinación de cabeza al hombre con el que había estado hablando Rory.
—Mike, este es Stan. Lleva el garaje.
Le estreché la mano.
—Encantado de conocerlo.
—Tal como están las cosas, no estoy seguro de cuánto tiempo seguiré llevando esto —dijo Stan.
—Antes el dinero caía del cielo, pero ahora del cielo solo nos llega lluvia —convino Chuck.
—Tienes más razón que un santo —dijo Stan, riéndose, y todos los taxistas de la entrada le hicieron coro.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Rory.
—No, tío, gracias —repuso Chuck—. Ya nos queda poco.
Volvimos por otra carga.