27 de noviembre

La visita de la familia de Lauren no fue nada bien.

La cena de Acción de Gracias dio pie al desastre, primero porque encargamos un pavo precocinado en Chelsea Market —«oh, vaya, ¿no preparáis el pavo vosotros mismos?»—; luego, por la incomodidad de tener que cenar sentados alrededor de la encimera de la cocina —«¿cuándo vais a comprar un apartamento más grande?»—, y la guinda final fue que yo no pudiera ver el partido de los Steelers: «Perfecto, si Michael quiere ver el fútbol, entonces nosotros nos volvemos al hotel».

Richard había tenido el detalle de invitarnos a tomar unas copas después de la cena en su palaciego tríplex con vistas al skyline de Manhattan, donde fuimos atendidos esmeradamente por su esposa Sarah: «Pues claro que cocinamos nuestro pavo, ¿vosotros no?».

La conversación se centró rápidamente en las conexiones entre los antiguos linajes de Nueva York y Boston: «Fascinante, ¿verdad? Richard, tú tienes que ser casi primo tercero de nuestra Lauren», seguido inmediatamente después de: «Mike, ¿tú sabes algo de la historia de tu familia?».

Algo sabía, desde luego, y tenía que ver con clubes nocturnos y acerías, así que dije que no.

El señor Seymour puso punto final a la velada interrogando a Lauren sobre sus nuevas perspectivas laborales, que eran inexistentes. Richard contribuyó con muchas sugerencias de gente que le podía presentar. Me preguntaron educadamente qué tal me iba el negocio —era socio minoritario de un fondo de capital de riesgo especializado en redes sociales—, después de lo cual hubo ruidosas proclamas de que internet era demasiado complicada incluso para hablar de ella, y finalmente: «Bueno, Richard, ¿cómo se está gestionando el fondo de inversión de tu familia?».

Para ser justo, Lauren me defendió, y todo transcurrió en términos razonablemente civilizados.

Pasé la mayor parte del tiempo haciéndoles de chófer para que pudieran ver a sus amistades en lugares como el Metropolitan Club, el Core Club y, por supuesto, el Harvard Club. Los Seymour tenían el mérito de que al menos un miembro de cada generación de su familia había estudiado en Harvard desde su fundación, y en el club del mismo nombre fueron tratados como la realeza cuando va de visita.

Richard incluso tuvo la amabilidad de invitarnos al Yale Club a tomar una copa la noche del viernes.

Casi lo estrangulo.

Misericordiosamente, la visita solo duró dos días y, una vez transcurridos estos, dispusimos del fin de semana para nosotros solos.

La mañana del sábado acababa de empezar y yo estaba sentado junto a la encimera de granito de nuestra cocina dando de comer a Luke. El niño estaba en su sillita y yo hacía equilibrios en un taburete mientras veía las noticias de la CNN al tiempo que iba cortando en trocitos manzanas y melocotones que le ponía delante en un plato. Luke, contentísimo, cogía cada trocito, me sonreía enseñándome los dientes y luego se comía la fruta o chillaba y la tiraba al suelo para Gorby, el chucho de los Borodin.

Era un juego que no pasaba de moda. Gorbachev pasaba casi tanto tiempo en nuestro apartamento como en su casa con Irena, y viendo la manera en que Luke le echaba comida, no costaba mucho entender el porqué. Yo quería que tuviéramos perro, pero Lauren estaba en contra. Demasiados pelos, decía. Incluso tener a Gorby rondando por casa ponía a prueba su paciencia, como resultaba evidente siempre que me pedía que la ayudara a quitar pelo de perro de la chaqueta de un traje o de unos pantalones.

Golpeando la bandeja con los puños, Luke chilló: «¡Pa!», su palabra universal para todo lo que tuviera que ver conmigo, y extendió su manita: por favor, más manzana.

Sacudí la cabeza, riendo, y seguí cortando fruta.

Luke solo tenía dos años, pero ya era tan alto como un crío de tres, algo en lo que probablemente había salido a su papá, pensé con una sonrisa. Mechones de pelo dorado le flotaban alrededor de unas mejillas regordetas que siempre brillaban suavemente. Tenía en la carita una permanente sonrisa traviesa que le dejaba al descubierto todos los dientecitos blancos, como si estuviera a punto de hacer algo que sabía que no debía hacer, como solía ser el caso.

Lauren salió de nuestro dormitorio con los ojos todavía medio cerrados de sueño.

—No me encuentro bien —farfulló, y entró tambaleándose en nuestro cuartito de baño, la única otra habitación independiente de nuestro piso de menos de cien metros cuadrados. La oí toser ruidosamente y luego escuché el agua de la ducha.

—El café se está haciendo —dije, pensando que la noche anterior no había bebido tampoco tanto mientras veía a unos iracundos estudiantes chinos quemando banderas estadounidenses en la ciudad de Taiyuán. Yo nunca había oído hablar de Taiyuán, así que, mientras con una mano dejaba caer unos cuantos trocitos más de fruta delante de Luke, consulté mi tableta con la otra.

Wikipedia: «Taiyuán (chino: img1.jpg; pinyin: Tàiyuán) es la capital y la ciudad más grande de la provincia de Shanxi, en el norte de China. Según el censo de 2010, su población asciende a 4 201 591 habitantes».

«Uau».

Tenía más población que Los Ángeles, la segunda ciudad más grande de Estados Unidos, y eso que Taiyuán era la vigésima de China. Pulsando unas cuantas teclas más, descubrí que China tenía más de ciento sesenta ciudades con una población superior al millón de habitantes, en tanto que Estados Unidos tenía exactamente nueve.

Levanté la vista de mi tableta para mirar las noticias. La imagen del televisor había cambiado a una vista aérea de un portaviones de extraño aspecto. Un comentarista de la CNN describía la escena.

—«Aquí vemos al primero y hasta el momento único portaaviones chino, el Liaoning, rodeado de destructores de la clase Langzhou, de aspecto bastante amenazador, enfrentado al USS George Washington junto al estrecho de Luzón, en el mar de China Meridional».

—Siento lo de mis padres, cariño —murmuró Lauren mientras se me ponía detrás, secándose el pelo con una toalla y vestida con un albornoz blanco de felpa—. La idea fue tuya, no lo olvides.

Se inclinó sobre Luke a hacerle mimos y lo besó mientras él sonreía y expresaba su placer con un gritito por tales atenciones, y después me estrechó entre sus brazos y me besó el cuello.

Sonreí y le devolví el beso, disfrutando de aquella muestra de afecto después de dos días muy tensos.

—Ya lo sé.

Un oficial de nuestra Marina acababa de aparecer en el noticiario de la CNN.

—«No hace ni cinco años que Japón nos estaba diciendo que sacáramos de Okinawa a nuestros chicos, pero ahora vuelven a suplicar ayuda. Los japoneses tienen una flota de portaaviones suyos navegando hacia aquí, así que no entiendo por qué…».

—Te quiero, cariño. —Lauren me había deslizado una mano por debajo de la camiseta y me estaba acariciando el pecho.

—Yo también te quiero.

—¿Has pensado un poco más en lo de ir a Hawái por Navidad?

—«… y Bangladesh lo va a pasar muy mal si China desvía el curso del Brahmaputra. Necesitan amigos ahora más que nunca, pero jamás imaginé que la Séptima Flota acabaría estacionada en Chittagong…».

Suspiré y me aparté de Lauren.

—Sabes que no me siento cómodo con eso de que tu familia lo pague todo.

—Entonces déjame pagar a mí.

—Con dinero de tu padre.

—Eso es solo porque no estoy trabajando, porque dejé el trabajo para tener a Luke —dijo ella levantando la voz. Era un tema delicado.

Nos habíamos apartado completamente y Lauren me dio la espalda para coger un tazón de la alacena y llenarlo de café. Solo. Nada de azúcar aquella mañana. Después apoyó la espalda en el horno y puso las manos alrededor del tazón caliente, acurrucada sobre sí misma y lejos de mí.

—«… empezando operaciones cíclicas las veinticuatro horas del día, con constantes despegues y misiones de recuperación desde los tres portaaviones estadounidenses estacionados en…».

—No es solo por el dinero. No me sentiré cómodo pasando las Navidades allí, con tu madre y tu padre; ya celebramos el Día de Acción de Gracias con ellos.

Lauren me ignoró.

—Acababa de terminar los artículos para Latham y me había colegiado… —hablaba más consigo misma que conmigo—, y ahora todo se está encogiendo. Dejé escapar la oportunidad.

—No la dejaste escapar, cariño —dije en voz baja, mirando a Luke—. Todos lo estamos pasando mal. Esta nueva recesión está siendo muy dura para todos.

En el silencio subsiguiente, el comentarista de la CNN pasó a otro tema.

—«Hoy se ha sabido que varios sitios web del Gobierno de Estados Unidos han sido pirateados y dañados. Con las fuerzas navales chinas y estadounidenses frente a frente en alta mar, la tensión del conflicto va en aumento. Conectamos ahora con nuestro corresponsal en el cuartel general del Cibercomando de Fort Meade…».

—¿Qué hay de lo de ir a Pittsburgh para ver a mi familia?

—«… los chinos afirman que la destrucción de los sitios web del Gobierno de Estados Unidos ha sido obra de hacktivistas particulares y que la mayor parte de la actividad procede al parecer de fuentes rusas…».

—¿Lo dices en serio? ¿No piensas hacer un viaje gratis a Hawái y quieres que yo vaya a Pittsburgh? —Parecía enfadada—. Tus dos hermanos son unos criminales convictos. No estoy segura de que quiera exponer a Luke a esa clase de ambiente.

Me encogí de hombros.

—Venga ya, que cuando sucedió eso mis hermanos eran adolescentes. Ya hemos hablado del asunto.

Lauren no dijo nada.

—¿No detuvieron a uno de tus primos el verano pasado? —le pregunté, a la defensiva.

—Es verdad. Lo detuvieron —repuso ella, sacudiendo la cabeza—, pero no lo metieron en la cárcel. Hay una pequeña diferencia.

No dije nada y la miré a los ojos.

—No todos tenemos la suerte de contar con un tío congresista.

Luke nos estaba mirando a los dos.

—Y bueno —dije, levantando la voz—, ¿qué era eso en lo que tu padre quería que pensaras?

Yo ya sabía que era una nueva propuesta para atraerla de vuelta a Boston.

—¿A qué te refieres?

—¿Necesitas que te lo explique?

Lauren suspiró y miró el café.

—En un puesto de socia en Ropes & Gray.

—No sabía que hubieras presentado una solicitud.

—No…

—No pienso mudarme a Boston, Lauren. Creía que el objetivo de venir aquí era que pudieras empezar tu propia vida.

—Lo era.

—Creía que íbamos a intentar tener otro crío, un hermanito o una hermanita para Luke. ¿No era eso lo que querías?

—Más que tú.

La miré con incredulidad; mi visión de nuestro futuro en común había quedado súbitamente desmenuzada por una sola frase. Se me hizo un nudo en el estómago.

—Este año voy a cumplir los treinta —añadió Lauren—. Oportunidades así no surgen a menudo. Podría ser mi última ocasión de avanzar profesionalmente.

Silencio mientras nos mirábamos el uno al otro.

—Pienso ir a esa entrevista.

—¿Y no hay más que hablar? —El corazón se me aceleró—. ¿Por qué? ¿Qué está pasando?

—Acabo de explicarte el porqué.

Volvimos a mirarnos en un silencio mutuamente acusador. Luke empezó a removerse en la sillita.

Lauren suspiró y encogió los hombros.

—No lo sé, ¿vale? Me siento perdida. Ahora no quiero hablar de ello.

Me relajé, y el corazón empezó a latirme un poco más despacio.

Lauren me miró.

—He quedado para comer con Richard porque quería hablarme de algunas ideas para mí que se le han ocurrido.

Me puse colorado.

—Creo que Richard pega a Sarah.

Lauren apretó la mandíbula.

—¿Cómo se te ocurre decir algo semejante?

—¿No le viste los brazos en la barbacoa? Se los tapaba. Le vi los morados.

Lauren sacudió la cabeza y soltó un bufido.

—Estás celoso. No seas ridículo.

—¿De qué debería estar celoso?

Luke rompió a llorar.

—Voy a vestirme —dijo Lauren despectivamente, sacudiendo la cabeza—. Deja de hacerme preguntas estúpidas. Ya sabes a qué me refiero.

Ignorándome, se inclinó sobre Luke y lo besó, murmurando que lo sentía, que no había pretendido chillar y que lo quería muchísimo. En cuanto lo hubo calmado, me lanzó una mirada malévola, se fue al dormitorio y cerró de un portazo.

Suspirando, cogí a Luke en brazos, le apoyé la cabeza en mi hombro y empecé a darle palmaditas en la espalda.

—¿Por qué se casaría conmigo, eh, Luke? —susurré con un hilo de voz.

Después de dos o tres hipidos, su cuerpecito se relajó.

—Venga, vamos a ver a Ellarose y a la tía Susie.