Chelsea, Nueva York
—¡Vivimos tiempos asombrosos!
Examiné cuidadosamente el trocito de carne chamuscada que sostenía ante mí.
—Tiempos asombrosamente peligrosos. —Chuck, mi vecino de al lado y mi mejor amigo, se rio y tomó un trago de cerveza—. Buen trabajo. Probablemente por dentro sigue congelada.
Sacudiendo la cabeza, dejé la salchicha quemada en el borde de la parrilla.
La semana estaba siendo insólitamente calurosa para la época de Acción de Gracias, así que había decidido hacer una barbacoa en la terraza de nuestro almacén reconvertido en edificio de apartamentos. La mayoría de nuestros vecinos aún seguía allí para la fiesta, así que Luke, mi hijo de dos años, y yo habíamos pasado la mañana yendo de puerta en puerta, invitándolos a todos a nuestra pequeña celebración al aire libre.
—No insultes mis artes culinarias, y no vuelvas a empezar con eso.
El sol poniente todavía resplandecía como la promesa de una velada espectacular. Desde nuestra atalaya del séptimo piso, las magníficas vistas otoñales de árboles rojos y dorados se prolongaban a lo largo del cauce del Hudson, con el ruido de la calle y el skyline como telón de fondo. Nueva York poseía una vitalidad que todavía me llenaba de emoción aun cuando llevaba dos años viviendo allí. Miré a nuestros vecinos. Habíamos reunido un grupo de treinta personas para nuestra pequeña fiesta; estaba íntimamente orgulloso de que hubieran venido tantas.
—¿Así que no crees posible que una erupción solar pueda destruir el mundo? —dijo Chuck, enarcando las cejas.
Con su acento sureño, conseguía que incluso los desastres parecieran la letra de una canción, y recostado en una tumbona, con la camiseta de los Ramones y los vaqueros llenos de desgarrones que llevaba, parecía una estrella del rock. Los ojos color avellana le brillaban alegremente, y una pelambrera rubia y la barba de dos días completaban su apariencia general.
—Ese es precisamente el tema con el que no quiero que empieces.
—Solo digo que…
—Lo que dices siempre apunta hacia el desastre. —Puse los ojos en blanco—. Acabamos de pasar por una de las transiciones más asombrosas en la historia de la humanidad.
Moví las salchichas que tenía en la plancha, generando otra serie de llamaradas abrasadoras.
Tony, uno de nuestros porteros, estaba junto a mí, todavía con traje y corbata, aunque al menos en mangas de camisa. Corpulento, con marcados rasgos italianos, Tony era tan típico de Brooklyn como los Dodgers de antaño, y su acento no te permitía olvidarlo. Era la clase de tío que te cae bien nada más conocerlo, siempre dispuesto a echar una mano sin perder la sonrisa o con una broma.
Luke también quería mucho a Tony. Desde el momento en que aprendió a andar, cada vez que bajábamos, mi hijo salía disparado como un cohete del ascensor en cuanto se detenía en la planta baja con un campanilleo y corría al mostrador de la entrada para saludar a nuestro portero con chillidos de contento. El sentimiento era mutuo.
Aparté la vista de las salchichas y me dirigí directamente a Chuck.
—En la última década han nacido más de mil millones de personas, el equivalente a un nuevo Nueva York cada mes durante los últimos diez años. Es el aumento de población más rápido que ha habido y que habrá jamás. —Agité enfáticamente las pinzas—. Cierto que ha habido unas cuantas guerras aquí y allá, pero ninguna de importancia. Creo que eso dice algo acerca de la raza humana. —Hice una pausa teatral—. Estamos madurando.
—La inmensa mayoría de esos mil millones de personas todavía toma biberón —señaló Chuck—. Tú espera quince años. Cuando todos quieran tener el último modelo de coche y de lavadora, entonces veremos lo maduros que somos.
—La pobreza mundial, en términos de renta per cápita expresada en dólares, se ha reducido a la mitad que hace cuarenta años…
—Sin embargo, uno de cada seis estadounidenses pasa hambre y la mayoría están mal alimentados —me interrumpió Chuck.
—Y por primera vez en la historia, desde hace solo uno o dos años —continué yo—, hay más gente viviendo en las ciudades que en el campo.
—Lo dices como si fuera algo bueno.
Tony sacudió la cabeza, tomó un sorbo de cerveza y sonrió. De combates verbales como aquel ya había sido testigo muchas veces.
—Lo es —observé yo—. Los entornos urbanos son más eficientes energéticamente que los rurales.
—Excepto que el medio urbano es un entorno artificial —argumentó Chuck—. El medio rural sí que es natural. Hablas como si las ciudades fueran burbujas autosuficientes, pero no lo son. Dependen por completo del medio natural que hay a su alrededor.
Lo señalé con las pinzas.
—Ese mismo medio que estamos salvando por el hecho de vivir en ciudades.
Cuando volví a prestar atención a la parrilla, vi que la grasa que rezumaba de las salchichas había vuelto a prender en llamitas que estaban chamuscando las pechugas de pollo.
—Lo único que digo es que cuando todo se venga abajo…
—¿Cuando un terrorista lance una bomba atómica sobre Estados Unidos? ¿Un pulso electromagnético? —pregunté mientras cambiaba la disposición de las carnes en la parrilla—. ¿Un superbicho suelto?
—Cualquiera de esas cosas —asintió Chuck.
—¿Sabes qué debería preocuparte?
—¿Qué?
No quería darle nada nuevo con lo que obsesionarse, pero no pude contenerme. Acababa de leer un artículo sobre el tema.
—Un ciberataque.
Por encima del hombro de Chuck, vi que los padres de mi esposa acababan de llegar. Se me hizo un nudo en el estómago. Qué no habría dado yo por tener una relación fácil con mis suegros; aunque, después de todo, no era el único que la tenía mala precisamente.
—¿Nunca habéis oído hablar de algo llamado Dragón de la Noche? —pregunté.
Chuck y Tony se encogieron de hombros.
—Hace unos años empezaron a encontrar código informático extranjero en los sistemas de control de las centrales de energía de todo el país —les expliqué—. Rastrearon los comandos hasta su origen en edificios de oficinas de China. El código había sido diseñado específicamente para sabotear nuestra red energética.
Chuck me miró, nada impresionado.
—¿Y? ¿Qué sucedió?
—No ha pasado nada todavía, pero el problema es vuestra actitud. Es la actitud de todo el mundo. Si unos cuantos chinos estuvieran dando vueltas por el país pegando paquetes de explosivo plástico a las torres de telefonía móvil, la opinión pública exigiría su cabeza y que declarásemos la guerra a China.
—¿Antes lanzaban bombas para acabar con las fábricas y ahora se limitan a clicar con un ratón?
—Exactamente.
—¿Ves? —dijo Chuck con una sonrisa—. Por mucho que lo niegues, en el fondo tú también eres supervivencialista.
Me reí. No iba a empezar a hacer acopio de reservas en previsión de un desastre por nada del mundo.
—Respóndeme a esto: ¿a cargo de quién está internet, esa cosa de la que dependen nuestras vidas?
—No sé… ¿Del Gobierno, quizá?
—La respuesta es que de nadie. Todos manejan internet, pero no está a cargo de nadie.
Chuck soltó una carcajada.
—Parece la receta perfecta para un desastre.
—Me estáis asustando —dijo Tony, consiguiendo por fin meter baza—. ¿No podríamos hablar de béisbol por una vez? —Las llamas rugieron de nuevo y retrocedió con fingido terror—. Será mejor que dejes que me ocupe yo de la barbacoa. Tú tienes cosas más importantes que hacer, ¿no?
—Y nos gustaría comer algo que no esté completamente churruscado —añadió Chuck con una sonrisa.
—Sí, claro. —Reacio, le ofrecí las pinzas a Tony.
Laura me miraba de nuevo. Yo intentaba retrasar lo inevitable. Ella reía mientras hablaba con alguien, echándose hacia atrás la melena dorada con una mano.
Con sus pómulos marcados y sus ojos intensamente verdes, Lauren atraía la atención siempre que entraba en una habitación. Tenía las facciones refinadas de su familia, con una nariz afilada y una barbilla que acentuaban su esbeltez. Después de cinco años con ella, al mirarla desde el otro lado de un patio todavía me quedaba sin aliento: seguía sin poder creer que Lauren me hubiera elegido.
Respiré hondo y erguí los hombros.
—Dejo que os ocupéis de la parrilla —dije, sin dirigirme a nadie en particular. Ya volvían a hablar del ciberapocalipsis.
Dejé la cerveza en la mesa que había al lado de la parrilla y me acerqué a mi mujer, que estaba de pie en el otro extremo de la gran terraza que coronaba nuestro edificio, hablando con sus padres y con algunos vecinos. Yo había insistido en que aquel año invitáramos a su madre y a su padre el Día de Acción de Gracias, pero ya empezaba a lamentarlo.
Su familia era antigua y adinerada, de Boston, brahmanes vestidos de tweed, y aunque al principio yo había hecho cuanto estaba en mi mano para congraciarme con ellos, últimamente me había dado por vencido y empezaba a resignarme de mala gana a la idea de que nunca sería lo bastante bueno para ellos, aunque no por ello los trataba con descortesía.
—Señor Seymour —dije, tendiéndole la mano—, muchísimas gracias por venir.
El señor Seymour, con chaqueta de tweed, pañuelo en el bolsillo de la pechera, camisa azul y corbata de cachemira marrón, levantó la vista de su conversación con Lauren, y me sonrió con los labios apretados. Enseguida me sentí fuera de lugar con mis vaqueros y mi camiseta. Dando los pocos pasos que me separaban de él, extendí la mano hacia la suya y se la sacudí con firmeza.
—Y usted, señora Seymour, tan guapa como siempre —añadí, volviéndome hacia la madre de mi esposa, que estaba sentada en el borde de un banco de madera, junto a su esposo y su hija. Llevaba un traje marrón con un sombrero demasiado grande a juego y un grueso collar de perlas. Con el bolso firmemente sujeto en el regazo, se inclinó hacia delante como disponiéndose a levantarse.
—No, no, por favor, no se levante. —Me incliné hacia ella para darle un besito en la mejilla.
La señora Seymour sonrió y volvió a acomodarse en el borde del banco.
—Gracias por haber venido a pasar el Día de Acción de Gracias con nosotros.
—Entonces ¿lo pensarás? —le dijo el señor Seymour a Lauren en un tono bastante alto. Casi podías percibir las capas de pasado familiar en su voz, cargada de privilegio, de responsabilidad y, aquel día, quizá de un poco de condescendencia. El señor Seymour estaba asegurándose de que yo oyera lo que decía.
—Sí, papá —murmuró Lauren, mirándome furtivamente para luego bajar la vista—. Lo haré.
Ni mordí el anzuelo ni me di por enterado.
—¿Les han presentado a los Borodin?
Señalé con un ademán a la anciana pareja rusa a la que se le había adjudicado la mesa contigua a la suya. Aleksandr, el marido, dormía ya en una tumbona, roncando suavemente al lado de su esposa, Irena, muy atareada con su labor de costura.
Los Borodin vivían en el apartamento de al lado. A veces yo me pasaba horas enteras escuchando las historias de la guerra que contaba la señora Borodin. Habían sobrevivido al sitio de Leningrado, la actual ciudad de San Petersburgo, y encontraba fascinante que aquella anciana pudiera haber pasado por algo tan horrendo y sin embargo mostrarse tan positiva y amable con el mundo. Cocinaba un borscht asombroso, también.
—Lauren nos ha presentado. Ha sido un placer —masculló el señor Seymour, con una sonrisa dirigida a la señora Borodin, que levantó la vista, se la devolvió y se concentró de nuevo en el par de calcetines que tenía a medio tejer.
—Bueno —dije abriendo los brazos—, ¿ya habéis visto a Luke?
—No, está abajo con Ellarose y la canguro, en casa de Chuck y Susie —explicó Lauren—. Todavía no hemos tenido ocasión de ir a verlo.
—Pero ya nos han invitado al Metropolitan —dijo la señora Seymour alegremente, animándose de pronto—. Tenemos entradas para el ensayo con vestuario del nuevo montaje de Aida.
—¿Ah sí?
Miré a Lauren y luego me volví hacia Richard, otro de nuestros vecinos, que decididamente no figuraba en mi lista de favoritos.
—Gracias, Dick.
Apuesto y de mandíbula cuadrada, Richard había sido algo así como una estrella del fútbol universitario en sus días de Yale. Su esposa, Sarah, una personita minúscula, estaba sentada detrás de él como un cachorrito asustado. En cuanto la miré, se apresuró a bajarse las mangas del suéter para que no se le vieran los brazos.
—Sé que a los Seymour les encanta la ópera —explicó Richard con su acento de dinero antiguo, como si fuera un agente de bolsa de Manhattan que estuviera describiendo una buena inversión. Si los Seymour eran el Viejo Boston, la familia de Richard era el Viejo Nueva York—. Tenemos los asientos de «amigos y familia» en el Met. Solo dispongo de cuatro entradas, pero Sarah no quería ir… —Su esposa se encogió de hombros tímidamente detrás de él—. Puede que me equivoque, pero me parece que a ti no te van demasiado estas cosas. Se me ocurrió que podía llevarme conmigo a Lauren y a los Seymour. Un pequeño obsequio del Día de Acción de Gracias.
El acento del señor Seymour era auténtico, pero la afectación de colegio británico que se gastaba Richard me rechinó en los oídos.
—Supongo.
«¿Qué demonios estará tramando?».
Pausa incómoda.
—Y si queremos asistir, más vale que no perdamos el tiempo —añadió Richard, enarcando una ceja—. Es un ensayo preliminar.
—Pero es que estamos a punto de empezar a servir —dije yo, señalando las mesas con mantel llenas de cuencos de ensalada de patatas y platos de papel. Tony me sonrió y me saludó, agitando las pinzas al tiempo que iba amontonando pechugas de pollo y salchichas quemadas en una bandeja para servir.
—No pasa nada, ya haremos un alto en el camino para tomar algo —dijo el señor Seymour, recurriendo nuevamente a su típica sonrisa de labios apretados—. Richard nos estaba hablando de ese sitio estupendo que acaba de abrir las puertas en el Upper East Side.
—Solo era una idea —añadió Lauren como si no se sintiera muy cómoda—. Estábamos hablando, y Richard lo mencionó.
Respiré hondo y empecé a apretar los puños, pero me contuve y suspiré. Las manos se me relajaron poco a poco. La familia era la familia, y yo quería que Lauren fuera feliz. Aquella salida a la ópera quizá contribuyera a ello. Me froté un ojo y exhalé lentamente.
—No cabe duda de que es una gran idea. —Miré a mi esposa con una sonrisa de verdad en los labios, y noté que se relajaba—. Yo cuidaré de Luke, así que no hace falta que os deis prisa en volver. Pasadlo bien.
—¿Estás seguro? —preguntó Lauren.
Una pizca de gratitud se infiltró en nuestra relación, dándole un poco de empuje.
—Lo estoy. Yo me tomaré unas cuantas cervezas con los chicos. —Pensándolo bien, la idea sonaba cada vez mejor—. Mejor os ponéis en marcha. Quizá podríamos quedar para tomar una copa después.
—Entonces, ¿todo arreglado? —preguntó el señor Seymour.
Unos minutos después se habían ido y yo volvía a estar con los chicos, llenándome el plato de salchichas y rebuscando en la nevera a la caza de una cerveza.
Me dejé caer en un asiento.
Chuck me miró con un tenedor lleno de ensalada de patatas a medio camino de la boca.
—Eso es lo que consigues casándote con una chica que se llama Lauren Seymour.
Me eché a reír y abrí mi lata de cerveza.
—Bueno, ¿qué se sabe de esa pelotera por aquellas presas en el Himalaya que estaban teniendo China y la India?